PARTE 1
Capítulo 1: El Límite de la Resistencia
La Ciudad de México amaneció bajo esa capa habitual de smog y bruma gris que presagiaba un día pesado, pero para Ximena Reynoso, la pesadez no estaba en el aire, sino en su pecho. Eran las 6:00 de la mañana y sus tenis golpeaban el pavimento del circuito “El Sope” en la segunda sección del Bosque de Chapultepec. Corría no por salud, ni por vanidad; corría porque era la única forma de escapar de la realidad que la asfixiaba, aunque fuera por cuarenta minutos.
El sudor le bajaba por la sien, mezclándose con las lágrimas que intentaba contener. Sus pulmones ardían, exigiendo oxígeno a la altura de la capital, pero ese dolor físico era un bálsamo comparado con el terror financiero que la acechaba. Tres días. Habían pasado solo tres días desde que su jefa en la agencia de diseño gráfico la llamó a la oficina de cristal para decirle, con una frialdad corporativa ensayada, que su puesto era “redundante”.
—No es personal, Ximena, es una reestructuración —le había dicho.
Pero sí se sentía personal cuando ayer, al llegar a su pequeño departamento en la colonia Narvarte, encontró al casero esperándola. Don Rogelio, un hombre que solía ser amable, se había transformado ante la falta de pago. La amenaza fue clara: “El lunes quiero el depósito y el mes corriente, o sacas tus cosas”. Y para cerrar el círculo de la desgracia, esta mañana, al intentar encender su viejo Tsuru para ir a una entrevista, el motor había tosido una última vez antes de morir.
Ximena aceleró el paso. Su camiseta roja sin mangas estaba empapada. Tienes 200 pesos en la cuenta, se repetía mentalmente al ritmo de sus pasos. Doscientos pesos para comida, para transporte, para sobrevivir en una de las ciudades más caras del mundo. La desesperación era una garra apretando su garganta. Recordó la voz de su madre llamándola desde Veracruz la noche anterior: “Mija, ten fe, Dios no te va a dejar sola”. Ximena quería creerle, pero la fe no pagaba la renta ni arreglaba motores.
Llegó a la zona del lago, donde la bruma se levantaba sobre el agua quieta. Estaba exhausta. La falta de desayuno y el estrés de los últimos días le provocaron un mareo repentino. Bajó la velocidad hasta caminar, jadeando, y vio una banca solitaria frente al agua.
Alguien había dejado sus cosas ahí. Una maleta de gimnasio de cuero negro que gritaba lujo, un iPhone de última generación brillando sobre la madera húmeda y un termo de agua plateado, elegante y minimalista.
Ximena no pensó. Su cerebro, en modo de supervivencia, le jugó una mala pasada. Vio el termo y, en su aturdimiento, asumió que era su propia botella de plástico que solía dejar en las bancas. La sed era insoportable. Se dejó caer en la banca, agarró el termo metálico y bebió. El agua estaba helada, perfecta, un alivio inmediato para su garganta seca.
—Esa es mía.
La voz cortó el aire matutino con la precisión de un bisturí. Era una voz grave, carente de cualquier calidez, fría como el hielo seco.
Ximena se atragantó. El agua se le fue por el camino viejo y comenzó a toser violentamente. Abrió los ojos y miró el objeto en sus manos. El metal frío contra sus dedos no se parecía en nada al plástico rugoso de su botella del Oxxo. El pánico la inundó más rápido que la vergüenza. Bajó lentamente el termo y levantó la vista.
A escasos dos metros de ella, una figura imponente la observaba. Era un hombre alto, superando el metro noventa, con una complexión atlética que se notaba incluso bajo la ropa deportiva negra de marca. Tenía el cabello oscuro, ligeramente húmedo por el ejercicio, y un rostro que parecía tallado en granito: mandíbula fuerte, pómulos marcados y unos ojos grises que la miraban con una intensidad aterradora.
Ximena lo reconoció al instante, a pesar de la ropa deportiva. Era Julián Montero. Su rostro aparecía constantemente en las revistas de negocios, en las noticias financieras, en los espectaculares de Paseo de la Reforma. El CEO de Industrias Montero. El “Tiburón”. El hombre del que se decía que había despedido a mil empleados sin parpadear.
—¡Dios mío! —exclamó Ximena, poniéndose de pie de un salto, como si la banca quemara—. ¡Perdón! ¡Perdóneme, por favor!
Miró el termo en su mano y luego a él, horrorizada. —Juro que pensé que era la mía. No estaba pensando… el mareo… yo… —balbuceaba, sabiendo que sonaba estúpida. Le extendió la botella temblando—. Se la pago. Le compro otra.
Julián Montero no se movió. Sus ojos grises escanearon a Ximena de pies a cabeza, notando los tenis gastados, la ropa sencilla, el terror genuino en sus ojos oscuros. Ximena había visto esa mirada antes en la Ciudad de México: era la mirada de la élite observando a la plebe, una mezcla de indiferencia y fastidio. Esperaba que él sacara el celular y llamara a seguridad, o que la insultara con esa prepotencia clásica de los “mirreyes” intocables.
Pero sucedió algo extraño. Por una fracción de segundo, la máscara de hielo de Julián vaciló. Hubo un destello de sorpresa, tal vez confusión. Era como si estuviera viendo un espécimen raro que no encajaba en su ecosistema perfecto.
—Quédatela —dijo finalmente. Su tono seguía siendo gélido, pero menos agresivo de lo que ella esperaba—. Ya no la quiero después de… —Hizo un gesto vago y despectivo hacia la boca de ella.
—Claro. Sí. Qué asco, ¿verdad? —Ximena quería que la tierra del bosque se abriera y se la tragara—. Lo siento tanto. De verdad.
Julián avanzó, tomó su maleta y su teléfono con movimientos fluidos y controlados. Todo en él gritaba disciplina y poder. Se dio la media vuelta para irse, dando por terminado el incidente insignificante con la chica torpe del parque.
Ximena debería haber corrido hacia el otro lado. Debería haber agradecido a la virgen que no le cobrara el termo de cinco mil pesos. Pero la desesperación hace que la gente vea cosas que otros ignoran. Y en ese breve intercambio, Ximena había visto algo en los ojos del hombre más poderoso de México.
—¿Estás bien? —le gritó a su espalda.
Julián se detuvo en seco. Sus hombros se tensaron bajo la camiseta técnica. Giró lentamente, con el ceño fruncido, como si ella le hubiera hablado en un dialecto alienígena. —¿Qué dijiste?
Ximena tragó saliva, abrazando el termo robado contra su pecho como un escudo. —Que si estás bien —repitió, bajando un poco la voz pero manteniendo la mirada—. Te ves… triste. Detrás de toda esa ropa cara y esa actitud de “soy el dueño del mundo”… pareces cargar con algo muy pesado. Más pesado que esta botella.
El silencio que siguió fue absoluto. Los pájaros de Chapultepec parecían haber callado. Nadie, absolutamente nadie, le había hecho una pregunta tan personal a Julián Montero en cinco años. Nadie cruzaba la barrera. Nadie veía al hombre detrás del mito.
Julián la miró fijamente. Por un momento, Ximena pensó ver un abismo de dolor en esos ojos grises, una soledad tan profunda que le heló la sangre. Pero tan rápido como apareció, el muro volvió a subir.
—Estoy bien —dijo él, cortante. Su mandíbula se apretó—. Deberías irte.
Se dio la vuelta y reanudó su marcha, alejándose con pasos largos y firmes hacia la salida del parque, donde seguramente un chofer lo esperaba.
Ximena se quedó ahí, temblando por la adrenalina y la vergüenza. —Soy Ximena —susurró al aire, sabiendo que él ya no la escuchaba—. Ximena Reynoso.
Caminó hacia otra banca, recuperó su verdadera botella de plástico y se sentó. La adrenalina se disipó y la realidad cayó sobre ella como una losa de concreto. Había insultado (o al menos incomodado) a un multimillonario, pero eso no cambiaba nada. Seguía sin trabajo. Seguía sin dinero. Seguía a punto de perder su hogar.
Ximena hundió la cara entre sus manos y, finalmente, se permitió llorar. Lloró por la humillación, por el miedo, y extrañamente, lloró por la tristeza que había visto en los ojos de aquel desconocido.
Lo que Ximena no sabía era que, a cincuenta metros de distancia, oculto tras un árbol centenario, Julián Montero se había detenido. La observaba llorar. Veía cómo sus hombros se sacudían. Sintió una punzada en el pecho, una sensación que creía muerta y enterrada junto con sus padres.
Sacó su teléfono. Marcó un número rápido. —Tomás —dijo cuando su asistente contestó al primer tono—. Necesito que investigues a alguien. Ahora mismo.
—Sí, señor. ¿Quién es el objetivo comercial?
—No es comercial. Es una mujer. Estaba corriendo en Chapultepec. Ximena… Ximena Reynoso. Quiero saberlo todo. Dónde vive, dónde trabaja, sus deudas. Todo. Tienes una hora.
Colgó y miró una última vez a la figura solitaria en la banca antes de subir a su auto blindado.
Capítulo 2: Una Oferta que no se Puede Rechazar
Julián Montero estaba de pie frente al ventanal de su oficina en el piso 40 de la Torre Reforma. Desde ahí, la Ciudad de México parecía un tapete infinito de concreto y luz, un caos que él podía observar sin que lo tocara. Esa era su vida: observar desde arriba, intocable, inalcanzable, solo.
Habían pasado cinco años desde el accidente. Cinco años desde que el helicóptero de sus padres se desplomó en la Sierra Madre, dejándolo huérfano a los 29 años y a cargo de un imperio tecnológico multimillonario. Ese día, Julián decidió que sentir era peligroso. El dolor había sido tan devastador que prometió no volver a permitir que nada ni nadie lo lastimara. Construyó muros de hielo alrededor de su corazón, se convirtió en una máquina de eficiencia y negocios. Funcionaba. Era rico, temido y respetado. Pero estaba vacío.
Hasta esta mañana. Esa chica. Ximena. Con su camiseta roja barata y sus ojos llenos de pánico. Ella había bebido su agua, invadiendo su espacio personal de una forma que nadie hacía. Pero fue su pregunta lo que lo desarmó. “¿Estás bien?”. Lo había visto. Realmente lo había visto.
La puerta de su oficina se abrió suavemente. Tomás, su asistente personal y mano derecha, entró con una carpeta en la mano. Tomás era un hombre de cincuenta años, discreto y eficiente, lo único cercano a un amigo que Julián conservaba.
—Aquí está el informe, señor Montero —dijo Tomás, dejando la carpeta sobre el escritorio de cristal—. Fue fácil encontrarla. Su huella digital es clara.
Julián se sentó y abrió el archivo. Leyó rápido, absorbiendo los datos como si fueran un balance financiero. Ximena Reynoso. 28 años. Licenciada en Diseño Gráfico por la UNAM, con honores. Empleada en Agencia Creativa Zeta hasta hace 72 horas. Despido por reducción de personal. Estado civil: Soltera. Dirección: Departamento rentado en la Colonia Narvarte.
Sus ojos se detuvieron en la sección financiera. Estado bancario: Crítico. Saldo estimado menor a 500 pesos. Historial de pagos impecable hasta este mes. Nota: El arrendador ha iniciado proceso informal de desalojo.
Estaba sola. Estaba asustada. Estaba al borde del abismo. Exactamente como él se sintió aquel día en el funeral de sus padres, rodeado de gente pero completamente solo en el universo. La diferencia era que él tenía miles de millones para amortiguar la caída. Ella no tenía nada.
—Tráela —dijo Julián, cerrando la carpeta.
Tomás parpadeó, confundido. —¿Perdón, señor? ¿A quién?
—A Ximena Reynoso. Manda el auto por ella. Dile que Julián Montero quiere verla.
—Señor… —Tomás dudó, rompiendo su habitual estoicismo—. ¿Es esto prudente? No sabemos quién es realmente. Podría ser…
—Es una diseñadora desempleada que necesita ayuda, Tomás. Y yo necesito… —Julián se detuvo. ¿Qué necesitaba él? ¿Redención? ¿Conexión?—. Necesito cubrir la vacante en el departamento de diseño. La que dejó López.
—Pero para eso está Recursos Humanos, señor. Usted nunca entrevista a personal de ese nivel.
—Hoy sí. Hazlo. Y Tomás, dile que es urgente. Que no acepte un no por respuesta.
Mientras tanto, en la Narvarte, Ximena estaba sentada en el suelo de su sala, rodeada de cajas de cartón. Estaba empacando sus libros, sus pocos tesoros. El desalojo no era oficial hasta el lunes, pero sabía que no conseguiría el dinero. Tendría que pedir asilo a una amiga en Iztapalapa, dormir en un sofá. La derrota le sabía a ceniza en la boca.
El timbre sonó. Ximena se sobresaltó. ¿El casero había vuelto antes de tiempo? Se acercó a la puerta con el corazón latiendo a mil. Miró por la mirilla. No era Don Rogelio. Era un hombre impecable de traje gris, sosteniendo un maletín.
Abrió la puerta con la cadena puesta. —¿Sí?
—¿Srita. Ximena Reynoso? —preguntó el hombre con voz amable pero profesional.
—Soy yo. ¿Es del banco? Porque juro que…
—No, señorita. Mi nombre es Tomás Anderson. Trabajo para el Sr. Julián Montero. Él solicita su presencia en sus oficinas. Ahora mismo.
Ximena sintió que el suelo se movía. Quitó la cadena y abrió la puerta. —¿Julián Montero? ¿El del parque?
—El CEO de Industrias Montero. Sí. El auto está abajo.
—¿Me va a demandar? —preguntó ella, el pánico regresando—. ¿Es por la botella de agua? Le dije que se la pagaría, pero no tengo dinero ahora…
Tomás sonrió levemente, algo inusual en él. —No es una demanda, señorita. Es una oferta de trabajo.
Diez minutos después, Ximena viajaba en el asiento trasero de un Maybach negro que olía a cuero nuevo y dinero antiguo. El contraste con su Tsuru muerto era insultante. Veía pasar la ciudad a través de los vidrios polarizados, preguntándose si estaba soñando o si estaba siendo secuestrada por un excéntrico millonario.
Llegaron a la Torre Reforma. Ximena, vestida con sus mejores jeans (que ya estaban algo deslavados) y una blusa amarilla sencilla, se sintió minúscula en el lobby de mármol y acero. Tomás la guio por el elevador privado directo al piso 40.
Las puertas se abrieron y ahí estaba él. Julián Montero estaba de pie junto a la ventana, de espaldas, mirando su imperio. Ya no llevaba ropa deportiva. Llevaba un traje azul marino hecho a la medida que probablemente costaba más que la educación universitaria de Ximena.
—Gracias, Tomás. Déjanos solos —dijo sin voltear.
Cuando la puerta se cerró, Julián se giró. Su rostro seguía siendo esa máscara perfecta y fría, pero Ximena notó que sus manos estaban apretadas en puños, como si estuviera nervioso.
—Siéntate —señaló una silla frente a su inmenso escritorio.
Ximena se sentó, con la espalda recta, tratando de proyectar una dignidad que no sentía. —Sr. Montero, no entiendo qué hago aquí.
—Te investigué —soltó él, sin preámbulos.
Ximena se ruborizó de ira. —¿Qué? ¿Por qué? ¿Por beber su agua? Eso es ilegal, o al menos es acoso.
—Porque me viste —dijo Julián, ignorando su protesta, su voz bajando de tono—. Esta mañana. Me preguntaste si estaba bien. Nadie hace eso. La gente me pide dinero, me pide favores, o me teme. Tú me viste humano.
Se acercó al escritorio, tomó una carpeta y la deslizó hacia ella. —Sé que perdiste tu trabajo. Sé que te van a desalojar el lunes. Sé que eres talentosa. Aquí hay un contrato. Puesto de Diseñadora Senior en el departamento de Marketing.
Ximena miró el papel. Sus ojos fueron directo a la cifra del salario. Se le cortó la respiración. —Esto… esto es demasiado. Es el triple de lo que ganaba.
—Es el estándar de la industria para este nivel en mi empresa. Y aquí —deslizó un cheque sobre la mesa— hay un adelanto de tres meses de sueldo. Para que pagues tu renta hoy y no termines en la calle.
Ximena miró el cheque. Eran números que podían salvarle la vida. Pero su madre le había enseñado a desconfiar de lo que parecía demasiado bueno. —¿Cuál es el truco? —preguntó, mirándolo a los ojos—. Nadie da esto gratis. ¿Qué quiere de mí?
Julián se quedó callado un momento. La luz del sol poniente iluminaba la mitad de su rostro, dejando la otra en sombra. —No hay truco. Vas a trabajar. Vas a desquitar cada peso de ese sueldo. Te voy a exigir mucho. Pero… —Julián dudó, luchando contra sus propios muros—. Tal vez quiero probarme a mí mismo que no soy tan frío como dicen. Tal vez quiero ayudar a alguien que se está ahogando antes de que se convierta en piedra, como yo.
Ximena sintió un nudo en la garganta. Vio la verdad en sus ojos. Ese hombre todopoderoso estaba pidiendo ayuda a su manera. Estaba tendiendo una mano torpe y arrogante, pero una mano al fin.
—Acepto —dijo ella, tomando la pluma—. Acepto el trabajo, Julián. Pero con una condición.
Él arqueó una ceja, sorprendido por su audacia. —¿Estás en posición de poner condiciones?
—Sí. La condición es que dejes de actuar como si fueras un robot. Me diste tu nombre en el parque. Úsalo. No soy “empleada número tal”. Soy Ximena. Y tú eres Julián.
Una leve sonrisa, casi imperceptible, curvó la comisura de los labios de él. —Trato hecho, Ximena. Bienvenida a Montero Tech.
Cuando Ximena salió de la oficina con el cheque en la mano, sintió que el peso del mundo se levantaba. Pero también sintió algo nuevo: curiosidad. Había aceptado el reto de trabajar para el Témpano de Reforma. Y se prometió a sí misma que, de alguna manera, encontraría la forma de derretir ese hielo.
PARTE 2
Capítulo 3: Café de Olla y Protocolos Rotos
El lunes por la mañana, Ximena llegó a la Torre Reforma transformada. Ya no era la chica desesperada en ropa deportiva, sino una profesional vestida con un pantalón de vestir negro y una blusa blanca que había comprado el fin de semana con una pequeña parte del adelanto. Sin embargo, por dentro, los nervios la consumían.
El departamento de diseño estaba en el piso 22. Era un espacio abierto, moderno, lleno de Macs gigantes y gente con gafas de pasta que tecleaba frenéticamente. Patricia, la directora creativa, una mujer de unos cuarenta años con una mirada perpetua de estrés, la recibió.
—Bienvenida al matadero, querida —dijo Patricia, dándole un apretón de manos firme—. He oído rumores. Dicen que el Gran Jefe te contrató personalmente. Eso te pone un blanco en la espalda. Aquí todos competimos.
—Vengo a trabajar, no a competir —respondió Ximena con una sonrisa amable.
—Veremos cuánto duras. Ah, y una regla de oro: El piso 40 está prohibido. El Sr. Montero no baja, nosotros no subimos. Todo se envía por servidor. Él aprueba o rechaza. Nunca hay retroalimentación personal, solo un “sí” o un “no” digital. Es como trabajar para un fantasma.
Ximena asintió, pero por dentro, su instinto se rebelaba. ¿Un fantasma? Julián no era un fantasma; era un hombre que había mirado una botella de agua como si fuera su única amiga.
La mañana pasó volando entre inducciones y asignación de proyectos. El ambiente era frío, eficiente, estéril. A las 12:00, Ximena sintió la necesidad de un descanso. Salió del edificio, cruzó la avenida y fue a un puesto callejero que había visto al llegar. Una señora vendía café de olla y pan dulce. El aroma a canela, piloncillo y barro le recordó a su casa, a Veracruz, a la calidez.
Compró dos vasos grandes y dos conchas de vainilla.
De regreso en el lobby, en lugar de ir a su piso, presionó el botón del piso 40. Su tarjeta de acceso, para su sorpresa, le permitió subir. Al llegar, Tomás casi tira su tablet al verla salir del elevador con una charola de cartón.
—¡Srita. Reynoso! —susurró Tomás escandalizado—. ¿Qué hace aquí? ¿Tiene cita?
—No, Tomás. Traigo café. ¿Está ocupado?
—El Sr. Montero siempre está ocupado. Está revisando las fusiones de Asia. No puede ser interrumpido por… ¿eso es pan dulce?
Antes de que Tomás pudiera detenerla, Ximena caminó hacia la gran puerta doble y tocó con los nudillos. Escuchó un “Pase” distraído desde adentro.
Julián estaba inmerso en tres pantallas gigantes llenas de gráficos bursátiles. Ni siquiera levantó la vista. —Tomás, necesito que el reporte de Tokio esté listo para…
—No soy Tomás, y Tokio puede esperar cinco minutos —dijo Ximena, poniendo un vaso de café humeante sobre el inmaculado escritorio de cristal.
Julián levantó la cabeza de golpe. Por un segundo, su rostro mostró molestia, la máscara del CEO interrumpido. Pero al ver a Ximena, con su sonrisa nerviosa y el olor a canela inundando su aséptica oficina, la molestia se evaporó.
—Ximena. ¿Qué haces aquí? Patricia debe haberte dicho las reglas.
—Me las dijo. “El piso 40 es Mordor, no te acerques”. Pero pensé que te gustaría probar algo real. Es café de olla. Y una concha.
Julián miró el vaso de unicel barato. —No tomo azúcar.
—Pruébalo. Te va a recordar que tienes alma —insistió ella, sentándose en la silla frente a él sin ser invitada.
Julián dudó. Miró el café como si fuera una bomba. Luego, lentamente, lo tomó y dio un sorbo. El sabor dulce y especiado explotó en su boca, un contraste violento con el café negro y amargo que solía beber por litros. Cerró los ojos un instante. Un recuerdo lejano de su abuela lo golpeó.
—Está… bueno —admitió, abriendo los ojos. Estaban menos grises, más humanos.
—¿Ves? No moriste. ¿Cómo va tu día, Julián?
—Estresante. Complicado. Solitario —respondió él, sorprendiéndose de su propia honestidad.
—Bueno, ahora tienes cinco minutos de descanso. Cuéntame algo que no sea de negocios. ¿Qué te gustaba hacer antes de ser el Señor Importante?
Julián la miró, fascinado por su audacia. —Pintaba —dijo suavemente—. Óleo. Acuarela. Mi madre me enseñó.
—¿Y por qué paraste?
—Porque cuando ellos murieron, el color se fue del mundo. Todo se volvió gris. No puedes pintar si no ves los colores, Ximena.
Ximena sintió una punzada en el corazón. Se inclinó hacia adelante. —Los colores siguen ahí, Julián. Solo tienes que limpiar las ventanas.
Estuvieron hablando diez minutos. Solo diez. Pero en ese tiempo, Tomás, que escuchaba desde afuera, notó algo que no había escuchado en cinco años: la risa suave de su jefe.
Cuando Ximena se fue, dejándole la concha a medio comer y el vaso vacío, Julián se quedó mirando la puerta cerrada. No se sentía tan frío. El café de olla le había calentado el pecho, pero la presencia de Ximena le había calentado algo más profundo. Sacó su agenda y, por primera vez en años, canceló una reunión de la tarde para salir a caminar un poco.
Capítulo 4: La Galería y los Colores del Alma
La rutina del café se estableció rápidamente. Todos los días a las 12:30, Ximena subía al “Olimpo”, como llamaban sus compañeros al piso 40. A veces hablaban de trabajo, a veces de la vida, a veces solo compartían el silencio. Los empleados empezaron a notarlo. Julián saludaba en los elevadores. Sonreía levemente en las juntas. El “Tiburón” estaba cambiando.
Dos semanas después, un viernes por la tarde, Ximena encontró un sobre color crema sobre su teclado. Adentro había una tarjeta elegante y una nota manuscrita con una caligrafía angulosa y firme.
“Inauguración de la Exposición ‘Ecos del Silencio’. Museo Soumaya. Mañana a las 7:00 PM. Me gustaría que fueras mi acompañante. Creo que podrías ayudarme a ver los colores de nuevo. – J”
El corazón de Ximena dio un vuelco. Era una cita. O algo muy parecido. El sábado, Ximena vació su clóset. No tenía ropa de gala. Su madre, vía videollamada, la calmó. “Mija, no es el vestido, es la percha. Ponte ese vestido verde esmeralda sencillo que tienes. Resalta tu piel y tus ojos. Y sé tú misma. Eso es lo que lo tiene encantado”.
A las 6:30 en punto, el auto de Julián llegó por ella a la Narvarte. Cuando Julián bajó para abrirle la puerta, Ximena se quedó sin aliento. Llevaba un traje gris carbón sin corbata, la camisa blanca desabotonada en el cuello. Se veía relajado, pero sus ojos la miraban con una intensidad que la hizo temblar.
—Te ves… espectacular —dijo él, y su voz sonaba un poco ronca. —Tú no estás nada mal para ser un jefe gruñón —respondió ella, tratando de aligerar la tensión.
El Museo Soumaya, con su estructura de aluminio brillante, estaba lleno de la élite cultural y social de México. Meseros pasaban con champaña. La gente murmuraba al ver llegar a Julián Montero acompañado. “¿Quién es ella?”, “¿Es una modelo?”, “¿Es la hija de algún diplomático?”.
Julián no soltó su mano ni un instante. La guio a través de la multitud como si fuera un escudo protector. Se detuvieron frente a una pintura abstracta, un torbellino de azules y dorados.
—¿Qué ves aquí? —le preguntó Julián. —Veo una tormenta —dijo Ximena—. Pero en el centro, hay calma. Es como… esperanza tratando de salir del caos.
Julián apretó su mano. —Mi madre decía que el arte es la única forma de gritar sin abrir la boca. Llevo cinco años gritando en silencio, Ximena.
—Ya no tienes que hacerlo solo —susurró ella.
Se miraron, ignorando a la gente alrededor. La conexión entre ellos era eléctrica, palpable. —Me haces querer pintar de nuevo —confesó Julián, acercándose un poco más—. Me haces querer sentir cosas que pensé que estaban prohibidas para mí.
Esa noche, no hubo besos, pero hubo algo más íntimo. Cenaron en un pequeño restaurante italiano en Polanco, lejos de las miradas curiosas. Hablaron de sus miedos, de sus sueños. Ximena le contó de la pobreza de su infancia, de su lucha. Julián le habló del peso de su apellido.
Al dejarla en su casa, Julián le besó la mano, un gesto antiguo y caballeroso que hizo que las rodillas de Ximena temblaran. —Gracias por esta noche, Ximena. Gracias por devolverme un poco de luz.
—Buenas noches, Julián. Sueña con colores.
Capítulo 5: Pintando Esperanza en Iztapalapa
El cambio en Julián no fue solo personal; empezó a filtrarse en la empresa. Pero la verdadera prueba llegó un mes después. Julián apareció en el cubículo de Ximena un sábado por la mañana, vestido con jeans y una camiseta polo azul.
—Vámonos —dijo. —¿A dónde? Es sábado, Julián. —A Iztapalapa. Mis padres fundaron un centro comunitario allá hace veinte años. “El Faro de la Esperanza”. Dejé de ir cuando murieron. Simplemente mandaba cheques. Hoy quiero ir. Pero no quiero ir solo.
El viaje cruzó la ciudad, desde la opulencia de Reforma hasta las calles coloridas y caóticas del oriente de la ciudad. El centro comunitario era un edificio vibrante pero desgastado. Doña Rosa, la directora, una mujer bajita con el cabello blanco, salió a recibirlos. Al ver a Julián, se llevó las manos a la boca y empezó a llorar.
—¡Muchacho! ¡Pensé que nunca volverías! —Lo abrazó con fuerza. Julián, que solía evitar el contacto físico, se dejó abrazar.
—Perdón, Doña Rosa. Me perdí un tiempo. Pero he vuelto.
Ximena observó cómo Julián recorría el lugar. Vio las carencias: computadoras viejas, techos con humedad. Pero también vio la vida. Había una clase de arte para niños en el patio. —¿Pintas con nosotros? —le preguntó una niña llamada Lupita, extendiéndole un pincel lleno de pintura amarilla.
Julián miró su ropa limpia, miró a Ximena que le sonreía desafiante, y luego miró a la niña. —Claro que sí.
Se sentó en una silla pequeña. Durante las siguientes dos horas, el gran CEO de Montero Tech desapareció. En su lugar estaba Julián, riendo, manchándose la cara de pintura, enseñando a los niños a mezclar colores para hacer el verde perfecto.
Ximena lo observaba, pintando a su lado. En un momento, él se volvió hacia ella. Tenía una mancha azul en la mejilla. —¿Qué? —preguntó él, sonriendo. —Te ves feliz. Realmente feliz. —Lo soy. No recordaba que se sentía así.
Julián dejó el pincel, tomó el rostro de Ximena entre sus manos manchadas de pintura y, frente a veinte niños y Doña Rosa, la besó. Fue un beso suave, dulce, que sabía a redención. —Te quiero, Ximena —susurró contra sus labios—. Me estás salvando.
—Tú te estás salvando solo, Julián. Yo solo te pasé el pincel.
Al salir, Julián firmó un cheque personal para renovar todo el centro. —No es solo dinero —le dijo a Doña Rosa—. Vendré cada sábado. Lo prometo.
Capítulo 6: La Gala de la Verdad
La sociedad de la Ciudad de México es pequeña y chismosa. Los rumores sobre la “nueva actitud” de Julián y su “misteriosa novia” llegaron a su punto álgido antes de la Gran Gala de Beneficencia del Hospital Infantil. Julián le pidió a Ximena que fuera.
—Sabes lo que van a decir —le advirtió ella mientras él le ajustaba el collar de diamantes que le había prestado—. Dirán que soy una cazafortunas. Que no pertenezco ahí. —Que digan lo que quieran. Tú eres la reina de mi vida, Ximena. Y esta noche, todo México lo va a saber.
Entrar al salón del Hotel Camino Real fue como entrar a una fosa de leones vestidos de etiqueta. Las miradas eran afiladas. Mujeres con vestidos de diseñador escaneaban a Ximena buscando fallas. Pero ella caminó con la cabeza en alto, aferrada al brazo de Julián.
Durante el cóctel, un grupo de empresarios se acercó. Entre ellos estaba Ricardo Valladares, un competidor directo de Julián, conocido por ser despiadado.
—Montero —dijo Valladares con una sonrisa falsa—. Me enteré de que perdiste el contrato de Santa Fe. Dicen que te pusiste “blando” en las negociaciones. ¿Es cierto que ahora prefieres pintar con niños que hacer dinero? —Miró a Ximena con desdén—. Supongo que las distracciones baratas salen caras.
El salón se quedó en silencio. Todos esperaban la reacción del viejo Julián: un insulto ingenioso, una amenaza velada. Julián soltó suavemente a Ximena y dio un paso adelante. Su voz fue tranquila, pero resonó con autoridad.
—Ricardo, tienes razón. Perdí ese contrato porque me negué a destruir las casas de cien familias para construir un centro comercial. Antes lo hubiera hecho. Antes era como tú: rico, poderoso y miserablemente vacío. Julián tomó la mano de Ximena y la levantó. —Esta mujer me enseñó que la verdadera fuerza no es aplastar a los demás, sino levantarlos. Si eso me hace “blando”, entonces lo soy con orgullo. Y prefiero mil veces pintar con niños y ser feliz, que ser el hombre más rico del cementerio.
Se dio la vuelta y llevó a Ximena hacia la pista de baile. —Eso fue… valiente —le dijo ella, con lágrimas en los ojos. —Fue la verdad. Te amo, Ximena.
Capítulo 7: La Batalla en la Sala de Juntas
La declaración en la gala tuvo consecuencias. La junta directiva de Industrias Montero convocó a una reunión de emergencia. Los accionistas estaban nerviosos. “El comportamiento errático del CEO pone en peligro las ganancias”, decían los titulares.
El lunes por la mañana, Julián se preparaba para entrar a la sala de juntas. Estaba pálido. Sabía que podían destituirlo. —Estoy contigo —le dijo Ximena, ajustándole la corbata en su oficina—. Pase lo que pase, ya ganaste. Recuperaste tu vida.
—No quiero perder la empresa de mis padres. Pero no voy a volver atrás.
Julián entró solo. Ximena esperó afuera con Tomás, rezando. Pasaron tres horas. Se escuchaban gritos amortiguados. Finalmente, la puerta se abrió. Julián salió, desabotonándose el saco, con el rostro serio. Caminó hacia Ximena sin decir nada. —¿Julián? —preguntó ella, asustada.
De repente, una sonrisa enorme rompió su seriedad. —Les mostré los números. La productividad ha subido un 20% desde que cambiamos las políticas de bienestar. La imagen pública de la empresa está mejor que nunca gracias a la labor social. Intentaron sacarme, pero los convencí. Nos quedamos. Y vamos a cambiar la forma de hacer negocios en este país.
Ximena gritó de alegría y saltó a sus brazos. Esa noche, celebraron en el penthouse de Julián. Pero ya no era el lugar frío de antes. Había fotos de ellos en las mesas, cuadros pintados por Julián en las paredes, y flores frescas. Cocinaron juntos, rieron, y planearon el futuro. —Me salvaste de mí mismo —le dijo él en la oscuridad de la habitación—. Nunca podré pagarte eso. —Págame con una vida juntos. Eso es suficiente.
Capítulo 8: El Círculo se Cierra
Habían pasado ocho meses desde el incidente del agua. Era una mañana de domingo, soleada y clara. Julián le pidió a Ximena que fueran a correr a Chapultepec. —¿Estás loco? Es domingo, quiero dormir —se quejó ella. —Por favor. Es importante.
Llegaron al circuito de “El Sope”. Corrieron suavemente, disfrutando del aire. Al llegar a la zona del lago, Julián se detuvo. —Estoy cansado, sentémonos —dijo, señalando una banca. Era la banca.
Al acercarse, Ximena notó que había algo sobre la madera. Una botella de agua. Pero no era plateada. Era una botella de plástico barata, como la que ella llevaba aquel día. —¿Qué es esto? —preguntó ella, confundida.
Julián la tomó. —Mira adentro.
Ximena desenroscó la tapa. No había agua. Había un papel enrollado. Lo sacó y lo leyó. Eran las coordenadas del centro comunitario y una frase: “¿Estás bien? – La pregunta que cambió mi historia”.
Cuando Ximena levantó la vista, Julián ya no estaba de pie. Estaba arrodillado sobre el pavimento, ignorando a los corredores que pasaban y se detenían a mirar. En su mano, sostenía una caja de terciopelo abierta. Un anillo con un diamante sencillo pero brillante destellaba al sol.
—Ximena Reynoso —dijo Julián, con la voz quebrada por la emoción—. Hace ocho meses, en esta banca, yo era un hombre muerto caminando. Tú bebiste mi agua por error y me diste de beber a mí la esperanza que necesitaba. Me enseñaste a ser humano, a ser vulnerable, a amar. Tomó aire. —No quiero pasar ni un solo día más sin ti. Quiero pintar el resto de mi vida con tus colores. ¿Te casarías conmigo?
Ximena se llevó las manos a la boca, las lágrimas corriendo libres por su rostro, sin importarle el maquillaje ni el sudor. —Sí —sollozó—. Sí, Julián. ¡Sí, mil veces!
Julián le puso el anillo y se levantó para besarla. Los aplausos estallaron alrededor de ellos. La gente en el parque, familias, corredores, vendedores ambulantes, celebraban el momento. Julián Montero, el ex CEO de hielo, abrazó a su futura esposa y miró al cielo. Por primera vez en cinco años, sintió que sus padres le sonreían desde arriba.
La vida da muchas vueltas. A veces, todo lo que necesitas para encontrar el amor verdadero es un poco de sed, un error afortunado y la valentía de preguntar: “¿Estás bien?”.
FIN
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