Parte 1

Mi nombre es Sofía. Hoy, todos me llaman “La Jefa”, pero no siempre fue así.

Llegué a la Ciudad de México con catorce años, con nada más que mi belleza y un apellido que alguna vez significó algo en Oaxaca, pero que en la capital no valía ni el polvo de mis zapatos gastados. Fui convocada al palacio de Las Lomas, una fortaleza de cristal y mármol amurallada, para la “selección”.

Doña Isabel, la matriarca del imperio, me esperaba. Era la viuda del fundador, la mujer que movía los hilos políticos y económicos de medio país. Me inspeccionó como si fuera un caballo de carreras. “Eres bonita”, dijo, su voz seca como el mezcal barato. “Pero, ¿eres fuerte?”

En ese momento, yo no sabía qué responder.

Ella me había elegido para su único heredero, Pedro. El futuro “patrón”.

Pedro era todo lo que Doña Isabel despreciaba. Un hombre débil, de temperamento errático y obsesionado con la cultura gangster de Los Ángeles. Despreciaba México, despreciaba el negocio familiar y, sobre todo, me despreciaba a mí.

Nuestra noche de bodas fue un presagio. En lugar de una celebración, la hacienda parecía un funeral. Pedro, borracho antes de la cena, se encerró en su estudio con sus videojuegos y sus buchonas, dejándome sola en una habitación tan grande y fría como una cripta.

Pasaron siete años. Siete años de humillación silenciosa. Siete años como una esposa virgen, una prisionera en una jaula de oro. Vivía bajo la mirada helada de Doña Isabel, quien me recordaba mi único deber: darle un nieto. Un heredero para el imperio.

Pedro no me tocaba. Se burlaba de mí en público, me llamaba “la oaxaqueña” con desdén. Yo era un fantasma en mi propia casa, recorriendo pasillos donde los sirvientes eran espías y las sonrisas ocultaban dagas.

El primer intento de asesinato fue sutil.

Comenzó después de una cena familiar particularmente tensa. Doña Isabel había golpeado la mesa, gritando que la debilidad de Pedro nos llevaría a la ruina, que yo era una “yegua estéril”. Esa noche, la comida me supo extraña.

Días después, comencé a marchitarme. Un malestar que los médicos de la familia, comprados por Isabel, diagnosticaron como “estrés”. Pero yo sabía que era veneno. Lento, metódico.

Estaba débil, mi cuerpo temblaba, pero mi voluntad se endurecía. Sobreviví bebiendo solo agua embotellada que yo misma abría y comiendo fruta que pelaba con mis propias manos. Aprendí a fingir debilidad mientras observaba.

Aprendí que en esa casa, la supervivencia no era un derecho, era una batalla diaria.

Una noche, mientras Pedro roncaba borracho en el sofá de su estudio, Doña Isabel entró en mi habitación. No encendió la luz. Su silueta contra la luna era aterradora.

“Siete años, Sofía”, susurró. “Y este imperio no tiene heredero. Pedro es un inútil. Pero tú no.”

Me quedé helada.

“No me importa cómo”, continuó, su voz cortando el aire. “No me importa de quién. Pero quiero un nieto para la primavera. O te juro por la memoria de mi esposo, que te enviaré a un convento en la sierra tan aislado que ni Dios sabrá dónde estás. O peor.”

Entendí la orden. No era una sugerencia. Era una sentencia.

Si mi esposo no podía o no quería, yo tenía que encontrar a alguien que sí. Mi vida, y la futura estabilidad del imperio, dependían de una traición.

Busqué al único hombre en esa fortaleza que alguna vez me había mostrado un atisbo de humanidad: Santiago, el jefe de seguridad. Un hombre callado, leal a Doña Isabel, pero con ojos que veían mi sufrimiento.

No fue romance. Fue una transacción. Fue mi supervivencia.

Esa noche, mientras la casa dormía y los guardias hacían sus rondas, me deslicé a sus habitaciones. No dije nada. Él tampoco. Fue un acto frío, desesperado, bajo la sombra de la muerte.

Parte 2

Nueve meses después, di a luz a un niño. Pablo.

El parto fue en la hacienda, con el mismo médico que casi me deja morir. Apenas había soltado el primer llanto cuando la puerta se abrió y entró Doña Isabel.

Ignorándome a mí, que sangraba y temblaba sobre las sábanas de seda, caminó directamente hacia la partera y tomó al bebé.

“Es un varón”, dijo, inspeccionándolo. “Se parece a los de la familia.”

Extendí mis brazos. “Por favor, Doña. Déjeme cargarlo.”

Ella me miró con sus ojos muertos. “Tú cumpliste tu parte, Sofía. El heredero es de la familia. No tuyo.”

Se lo llevó.

Ni siquiera pude amamantarlo. Me encerraron en mi ala de la casa para “recuperarme”, pero era una prisión. Escuchaba a mi hijo llorar a lo lejos. Me convertí en una sombra, alimentada por el odio y una determinación que me quemaba por dentro.

Pasaron dos años. Veía a Pablo solo en ocasiones controladas, como si yo fuera una visitante, no su madre. Pedro, irónicamente, estaba fascinado con el niño. Lo veía como una extensión de sí mismo, la prueba de una virilidad que no poseía. Era una farsa grotesca.

Yo, mientras tanto, leía. Estudiaba. Observaba. Aprendí el negocio. Aprendí quién era leal, quién era corrupto, quién temía a Isabel y quién la odiaba. Hice aliados silenciosos entre los capitanes de seguridad que Pedro maltrataba.

Me acerqué a los hermanos Ornelas, Gregorio y Alonso. Eran los ejecutores de la familia, los hombres que hacían el trabajo sucio. Eran duros, pero justos a su manera, y despreciaban la cobardía de Pedro. No les ofrecí dinero; les ofrecí respeto. Les ofrecí un futuro estable.

Entonces, el destino intervino. Doña Isabel, la mujer que parecía inmortal, sufrió un derrame cerebral masivo. Murió en tres días.

Pedro se convirtió en “El Patrón”.

Y fue un desastre.

En seis meses, el imperio que Doña Isabel había construido durante cuarenta años comenzó a desmoronarse. Pedro estaba paranoico. Insultó a nuestros aliados en Sinaloa. Hizo tratos ridículos con los colombianos, perdiendo millones. Despidió a los hombres leales de su madre y puso a sus amigos borrachos en posiciones de poder.

La violencia en nuestros territorios aumentó. Nuestros enemigos olieron la sangre en el agua.

Una tarde, Pedro entró a mi habitación, con los ojos inyectados en sangre por la cocaína. “Todos dicen que no soy un hombre”, gritó, arrojando un jarrón contra la pared. “¡Dicen que tú eres más inteligente! ¡Esa puta oaxaqueña!”

Me abofeteó. Fue la primera vez que me puso una mano encima.

“Voy a deshacerme de ti”, siseó, acercándose. “Te voy a mandar al mismo convento que mi madre te prometió. Y a Pablito… me lo quedaré. Le enseñaré a ser un hombre de verdad, no un ratón de biblioteca como tú.”

Esa fue su última estupidez.

Esa noche, llamé a Gregorio Ornelas. “Se acabó”, le dije. “O actuamos nosotros, o ese imbécil nos mata a todos.”

Parte 3

La fiesta anual de la familia era la tapadera perfecta. Pedro la había organizado a pesar del caos, para “mostrar fuerza”. La hacienda estaba llena de políticos corruptos, socios nerviosos y mujeres hermosas. La música de banda sonaba tan fuerte que podía cubrir el sonido de una guerra.

Yo usé un vestido rojo. Quería que me vieran.

A medianoche, di la señal.

Los hermanos Ornelas y sus veinte hombres más leales, vestidos de meseros y guardias, cerraron la propiedad. No se disparó un solo tiro. Fue silencioso, profesional.

Encontré a Pedro en su despacho, tratando de impresionar a un rival de Tijuana.

“Sofía”, dijo, confundido. “¿Qué haces? ¿Por qué se detuvo la música?”

Gregorio y Alonso entraron detrás de mí, cerrando la puerta. La cara de Pedro se puso pálida.

“Pedro”, dije, mi voz tranquila. “Estás arruinando el legado de tu padre. Estás poniendo en riesgo a mi hijo.”

“¡Es mi herencia!”, chilló.

“Era”, corregí. Puse unos papeles sobre su escritorio. Una transferencia total de activos, el control de las cuentas en el extranjero, el liderazgo de todas las empresas fachada. “Firma.”

Se rio, una risa histérica y aguda. “¡O qué! ¿Me vas a matar?”

Miré a Gregorio. Él simplemente ladeó la cabeza.

“No, Pedrito”, dije, acercándome a él, disfrutando el olor de su miedo. “Matarte es un desastre. Papeles, política. No. Te voy a dar una opción. Firmas, y te doy un avión. Te vas a Europa, a donde quieras. Con todo el dinero que puedas gastar. Vives tu vida de playboy inútil y nunca, jamás, vuelves a México.”

“¿Y si no firmo?”, susurró.

“Si no firmas”, dije, tomando su pluma favorita de oro del escritorio, “Gregorio te llevará al sótano. Te cortará la lengua. Y vivirás el resto de tu miserable vida en un cuarto acolchado en el rancho de Hidalgo, donde nadie volverá a escuchar tu patética voz. Y Pablito… él y yo te olvidaremos.”

Miró a los Ornelas. No había piedad en sus ojos.

Tardó diez segundos en tomar la pluma. Sus manos temblaban tanto que la firma fue casi ilegible. Pero fue suficiente.

Cuando terminó, Alonso le quitó la pluma.

“Sáquenlo”, ordené. “Asegúrense de que llegue al aeropuerto.”

Salí del despacho. Los invitados en la fiesta principal estaban siendo “escoltados” a sus autos, confundidos pero demasiado asustados para preguntar.

Fui directamente al cuarto de mi hijo. Pablo dormía. Lo tomé en mis brazos, por primera vez sin miedo. Olía a leche y a sueños.

“Hola, mi amor”, le susurré. “Soy mamá. Y ahora, todo esto es nuestro.”

Al amanecer, yo estaba sentada en el despacho de Pedro, que ahora era mi despacho. Los hermanos Ornelas estaban frente a mí.

“¿Y ahora, Jefa?”, preguntó Gregorio.

Levanté la vista de los libros de contabilidad. Había tanto trabajo por hacer. Tantas traiciones que limpiar.

“Ahora”, dije, sintiendo el peso del imperio sobre mis hombros por primera vez, “trabajamos. Y que nadie se atreva a volver a llamarme ‘la oaxaqueña’.”

Mi nombre es Sofía. Sobreviví al veneno, a un esposo loco y a una matriarca tiránica. Tomé lo que me negaron. Y este imperio, construido con sangre y lágrimas, ahora me pertenece.

Los Ojos del Guardián

Parte 1: La Transacción

Mi nombre es Santiago. No tengo otro. Los hombres como yo no necesitamos un apellido; somos definidos por nuestra función. Yo soy el Jefe de Seguridad del imperio de Las Lomas. Mi trabajo es ver, oír y callar. Mi trabajo es ser la sombra que empuña el arma.

Durante siete años, vi a la chica oaxaqueña, Sofía, marchitarse. La vi llegar como una niña asustada, un sacrificio en el altar de las alianzas de Doña Isabel. Y la vi ser devorada por esta casa.

Yo la observaba. Era mi trabajo. Observé su humillación silenciosa. Observé a Pedro, el “heredero”, un cobarde con un arma chapada en oro, tratarla como a una sirvienta. Observé sus noches de bodas fallidas, sus cenas solitarias, su lenta transformación en un fantasma que caminaba por pasillos de mármol.

Y observé a Doña Isabel, la verdadera Patrona, ver a Sofía con el mismo desdén que reservaba para un caballo que no podía concebir.

En esta casa, el silencio es un arma. Yo lo domino. Pero hay silencios que gritan. El silencio entre el Patrón Pedro y su esposa era ensordecedor.

Una noche, mis hombres me informaron. La Patrona, Doña Isabel, había visitado los aposentos de Sofía. Tarde. Sin luces.

No necesité escuchar la conversación. En esta casa, las paredes tienen oídos, y todos me reportan a mí. La orden era clara: un heredero. “No me importa cómo. No me importa de quién.”

Esa misma noche, revisé las rondas de los guardias por tercera vez. Mi habitación está en el ala de servicio, un cuarto espartano, limpio, sin personalidad. Como yo. Un arma no necesita decoración.

A las 2:17 AM, la puerta se abrió sin tocar.

Era ella. Sofía.

No llevaba sedas ni perfumes. Llevaba unos simples pantalones de dormir y una camiseta. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos eran carbones encendidos. No había seducción en su mirada. No había deseo. Había algo mucho más puro: terror y voluntad.

Yo no me moví de mi silla. Sabía por qué estaba allí.

“Cierra la puerta”, dije. Mi voz sonó rasposa.

Ella obedeció. No tembló.

“¿Él sabe?”, pregunté.

“Él no importa”, respondió ella. Su voz era apenas un susurro.

“Ella sabe”, afirmé. No era una pregunta. “Doña Isabel.”

Sofía asintió, una sola vez. “Me dio una orden. Y tú eres el único en esta casa que no es débil.”

Me levanté. Ella no retrocedió. La estudié. Era hermosa, pero su belleza se había afilado con el sufrimiento. Se había convertido en una hoja de obsidiana.

Esto no era un acto de pasión. Era una ejecución. Era una transacción de supervivencia. Ella necesitaba un hijo. Doña Isabel necesitaba un heredero. Y yo… yo era la herramienta elegida.

No hablamos. El único sonido fue el de nuestras respiraciones y el zumbido distante del aire acondicionado de la casa. Fue un acto frío, mecánico, desesperado. La miré a los ojos todo el tiempo. Vi el momento exacto en que la determinación venció a la humillación.

Cuando terminé, ella se levantó de inmediato. Se arregló la ropa. No hubo lágrimas, ni agradecimientos, ni disculpas.

“Nadie debe saberlo”, dijo.

“Mi trabajo es saber y callar”, respondí. “Ahora, vete.”

Se fue tan silenciosamente como llegó. Me quedé despierto hasta el amanecer, limpiando mi pistola reglamentaria, sintiendo el peso de un secreto que no era mío, pero que ahora me pertenecía.

Parte 2: El Heredero

Nueve meses después, yo estaba fuera de la puerta de la suite médica de la hacienda. Escuché el primer llanto del niño. Un llanto fuerte, saludable.

Vi a Doña Isabel entrar, flanqueada por dos enfermeras. Vi su rostro iluminarse con una victoria depredadora. Y vi, a través de la puerta entreabierta, cómo le arrebataban al niño a Sofía.

Vi la mirada en el rostro de Sofía. No era dolor. Era el odio más puro y frío que jamás había presenciado. Era una promesa de venganza que tardaría años en cumplirse, pero que llegaría.

Mi hijo.

Esa era la palabra que nunca podría pronunciar.

Mi trabajo cambió. Antes, protegía el imperio. Ahora, protegía al heredero. Protegía a Pablo.

Me convertí en su sombra. Lo observaba en el jardín, en su cuarto de juegos. Un niño sano, inteligente. Vi a Pedro, ese payaso patético, intentar jugar al “padre”. Lo llevaba a ver peleas de gallos, le ponía pequeñas botas vaqueras, le gritaba por no ser “hombre”.

Y yo observaba, inmóvil, con las manos en la espalda, mientras mi sangre era corrompida por la estupidez de Pedro.

Mi lealtad era para el niño. Pero mi lealtad se pagaba a Doña Isabel. Y, en silencio, mi respeto crecía por la mujer que me usó como un semental.

Sofía jugaba su papel. La esposa fantasma. La madre a la que solo se le permitía ver a su hijo una hora al día, bajo supervisión. Pero la vi cambiar.

Comenzó a leer los libros de contabilidad que Pedro dejaba tirados. Hacía preguntas sutiles a los sirvientes sobre los envíos. Aprendió las rutas, los nombres, las alianzas. Se estaba armando, no con balas, sino con información.

Y yo lo sabía. Y callaba.

Doña Isabel había querido un heredero. No se dio cuenta de que había creado dos: el niño que robaría el nombre, y la mujer que robaría el trono.

Parte 3: El Golpe Silencioso

Cuando Doña Isabel murió por el derrame, el verdadero caos comenzó. Pedro era un niño en el trono de un rey.

En seis meses, casi destruye veinte años de alianzas. Los hombres en Sinaloa estaban furiosos. Los socios en el extranjero estaban nerviosos. Nuestros territorios en el sur estaban siendo invadidos por rivales.

Pedro bebía más, inhalaba más. Y una noche, golpeó a Sofía.

Mis hombres me lo informaron a los cinco minutos. El reporte indicaba que la Jefa interina había caído, pero se había levantado sola y rechazado ayuda médica.

Esa noche, supe que el golpe era inminente.

Mi trabajo era la seguridad del “Patrón”. Y Pedro era el Patrón. Pero mi lealtad real era al imperio. El imperio que ahora pertenecía, por derecho de sangre, a mi hijo Pablo.

Y ese imperio se estaba quemando.

Vi a Sofía reunirse con los hermanos Ornelas. Gregorio y Alonso eran matones, pero eran leales al dinero y al orden. Despreciaban el caos de Pedro.

Yo estaba en el cuarto de control, viendo la reunión por una cámara oculta. No tenía audio, pero no lo necesitaba. Vi la expresión de Gregorio. Vi a Sofía hablar, calmada, precisa. Vi a Alonso asentir.

Tenía que tomar una decisión. Podía entrar con mis hombres, arrestar a los Ornelas por conspiración y entregarle a Sofía a Pedro en bandeja de plata. Él probablemente la mataría.

O podía apagar esa cámara.

Apagué el monitor. “Falla en el sistema, sector 4”, dije por el intercomunicador. “Que nadie entre a esa ala hasta que yo lo autorice.”

La noche de la fiesta anual, yo coordiné la seguridad. Puse a mis hombres más leales, los que sabían callar, en el perímetro exterior. Puse a los hombres de Pedro, sus matones ruidosos e incompetentes, cerca de la banda de música, donde estarían borrachos y sordos.

Dejé que los Ornelas entraran vestidos de meseros. Vi cómo se movían, asegurando las salidas.

Yo estaba junto a la puerta principal cuando la música se detuvo.

Vi a Sofía, vestida de rojo sangre, caminar hacia el despacho de Pedro. La vi tan calmada como la mañana después de una tormenta.

Yo me quedé en mi puesto. Cuando los invitados empezaron a murmurar, asustados, di la orden. “La fiesta terminó. El Patrón se siente indispuesto. Escorten a todos a sus vehículos.”

Mientras el caos controlado se desarrollaba, yo caminé hacia el despacho. Me paré afuera. Escuché la voz histérica de Pedro. Escuché la voz fría y cortante de Sofía.

Escuché la firma temblorosa en el papel.

Cuando los Ornelas sacaron a un Pedro lloriqueante, me hice a un lado. “El aeropuerto”, dijo Gregorio.

Asentí. “Asegúrense de que suba a ese avión. Si intenta algo, no será mi problema.”

Parte 4: La Nueva Patrona

El sol estaba saliendo sobre Las Lomas. La hacienda estaba impecable; los sirvientes habían limpiado los restos de la fiesta. El silencio había vuelto, pero era un silencio diferente. No era un silencio de miedo. Era un silencio de orden.

Yo estaba revisando el perímetro este, cerca de los establos.

“Santiago.”

Me giré.

Sofía estaba allí. Se había cambiado el vestido rojo por un traje sastre negro. El poder le sentaba mejor que las sedas.

Nos quedamos mirando un largo momento. El secreto de aquella noche de hacía años colgaba entre nosotros, tan pesado como el aire de la mañana.

Ella sabía que yo sabía. Sabía que yo había dejado que el golpe sucediera. Sabía que había elegido.

“Mi hijo, Pablo”, dijo ella, no como una madre, sino como una reina. “Él es todo.”

Entendí la orden oculta.

“Su hijo está a salvo, Jefa”, respondí. Hice hincapié en “su hijo”.

Ella asintió, satisfecha con mi respuesta. “Los Ornelas manejarán el negocio. La política. El dinero.”

Dio un paso más cerca.

“Usted… usted maneja a la familia”, ordenó. “Usted asegura la casa. Y protege al niño. Con su vida.”

No era una petición. Era su primer decreto.

La miré. La niña oaxaqueña había muerto. La esposa fantasma se había ido. Frente a mí estaba la Patrona. La Jefa. La única persona en esa casa, además de mí, que entendía el precio del poder.

“Con mi vida, Jefa.”

Ella se dio la vuelta y caminó de regreso a la casa. A su casa.

Y yo volví a mi puesto. La sombra del imperio, el guardián del secreto, y el padre anónimo del único heredero. Mi nombre es Santiago. Y mi trabajo acaba de comenzar.