PARTE 1
El día que nací, el destino me marcó. Ocurrió en un pequeño hospital de Iztapalapa, de esos que huelen a cloro y desesperación. La enfermera, agotada tras un turno doble, me dejó caer. Un golpe sordo contra el suelo de linóleo. El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito. Todos en la sala contuvieron la respiración, esperando la furia de mi madre, María.
Pero María no gritó. No la conocían. Ella nunca gritaba sin un propósito.
“Levántenlo”, ordenó, su voz tranquila, helada.
Fui un niño sano, pero en el rostro de mi madre no había alegría. Solo cálculo. Ya tenía un hijo mayor, Juan. Yo era el segundo, el segundo, lo que en nuestra familia significaba que no heredaría nada. Ni el apellido desgastado de mi padre ni la miseria que él llamaba “propiedades”. Mi camino, según la lógica, estaba destinado a la mediocridad.
Pero entonces, mientras me limpiaban, mi madre vio algo. Vio mi rostro. Vio la simetría perfecta, los ojos grandes, la piel que, incluso manchada, prometía belleza. Una idea, tóxica y brillante, nació en su mente. “Será nuestra arma”, murmuró para sí misma. Decidió llamarme Jorge.
Veinte años pasaron volando, o quizás se arrastraron. Una noche, María me buscaba por la ruinosa casa que habitábamos, una linterna de pilas en la mano. Me encontró en el patio trasero, colgado de un árbol de aguacate, con los ojos en blanco.
Para ella, esta escena ya no era una tragedia; era una inconveniencia. Era la novena vez que intentaba quitarme la vida.
La frustración la carcomía, pero cortó la soga. Caí al suelo, tosiendo, escupiendo. El sonido de mi respiración era el único alivio que ella sentía, no por amor maternal, sino porque su inversión seguía viva. Su cabello, antes negro azabache, se estaba volviendo plateado por el estrés. No por mí, sino por mis estupideces.
El motivo de mi último intento tenía nombre: Xóchitl. La joven que nos ayudaba con la limpieza. Estábamos enamorados, o eso creía yo. Era mi único escape.
María entró a mi habitación mientras Xóchitl me ponía un trapo húmedo en la frente. “Largo”, le espetó María. Xóchitl salió corriendo.
“Voy a enseñarte una lección, Jorge”, comenzó, pero la interrumpí. “¡Solo la necesito a ella! ¡La amo!”, grité, con la voz rota. “Es una sirvienta”, respondió María, como si escupiera. “Una naca.”
Ver mi obsesión por un amor tan pequeño, tan poca cosa, la enfurecía. Ella tenía planes mucho más grandes para mí. Quería enviarme a Europa, a Madrid o a París, a pulirme, a convertir mi belleza en un arma sofisticada.
Pero yo me negaba. “¡Solo quieres mandarme lejos para que aprenda modales de fresa! ¡Para que regrese y me case con una vieja rica y horrible, y le saquemos toda su lana!”
Subestimé su ambición. Ella no apuntaba a una vieja rica. Apuntaba al hombre más poderoso de México. Apuntaba a la cama del Gobernador.
Desesperado, jugué mi última carta. “¡Papá no te dejará! ¡Mientras él respire, su palabra todavía vale algo!”
Esas palabras… fueron mi error. Le di la idea.
Al día siguiente, mi padre “cayó” por las escaleras después de una de sus borracheras. Nadie lloró. En vida, había sido un monstruo. Un “junior” venido a menos que vivía de un apellido sin fondos. Golpeaba a mi madre y se burlaba de nosotros.
María había intentado matarlo antes. Una vez, lo abrazó en lo alto de la escalera y trató de rodar con él, gritando “¡O te mueres tú o me muero yo!”. Pero él la había soltado.
Esta vez, María se aseguró de que él no la soltara. El “accidente” fue perfecto.
Después del entierro, lo primero que hizo fue ir al banco a cobrar la herencia para pagar mi “educación”. Pero mi padre la había vuelto a joder, incluso desde la tumba. Había transferido todo, incluida la casa, a un primo lejano. Peor aún, dejó una carta detallando cómo María, la hija de una sirvienta, había falsificado sus orígenes para casarse con él.
Si esa carta salía a la luz, seríamos expulsados del precario círculo social en el que apenas nos sosteníamos.
Por suerte, el contador era “amigo” de mi madre. El secreto se quemó. Pero el problema del dinero persistía. ¿Cómo enviarme a Europa sin un peso?
“Vuelve a casarte, señora”, le aconsejó el contador. “Es la única forma.”
Días después, María se vistió con su mejor ropa y fue a un exclusivo club de golf en Bosque Real. Encontró a Tomás, un empresario viudo, gordo y con dinero que apestaba a corrupción y soledad.
María fue directa. “No quiero tu herencia, Tomás. No quiero tus propiedades. Solo necesito una ‘beca’ para la educación de mi hijo en el extranjero. Un pago, por adelantado, antes de la boda.”
Tomás, viendo un negocio donde solo tenía que pagar una vez por compañía permanente, aceptó.
“¡Me voy a casar!”, nos anunció esa noche. “Y lo más importante, Jorge… tenemos el dinero. Te vas a Europa.”
“¡No quiero ir!”, protesté, pero mi voz era débil. “Tu opinión no importa”, dijo, terminante. “Tú solo quieres a Xóchitl. Pero tus deseos no pagan las cuentas.”
Me arrastraron a un carruaje, bueno, a un taxi que me llevó al aeropuerto. Vi a Xóchitl llorar desde la ventana de la cocina. Me fui a Europa cargando las esperanzas de mi madre, destinado a convertirme en un ave exótica, en un puto de lujo, para el hombre más poderoso de la nación.
PARTE 2
Pasé dos años en Madrid. María me enviaba cartas, no de madre, sino de general. “Endereza la espalda. No hables como naco. Lee de política. Aprende de vinos. Recuerda, tu belleza es inútil si no tienes de qué hablar.”
Regresé. No era el mismo mocoso de Iztapalapa. Era una versión pulida, cínica y vacía. Mi madre me inspeccionó como a un caballo de carreras. Estaba satisfecha.
La primera incursión fue un desastre. María usó sus nuevos contactos (gracias a su esposo Tomás, que ya empezaba a verse enfermo) para conseguirme una invitación como mesero en la Gala Anual del Gobernador Jaime.
“El Gobernador te verá”, me aseguró. “Solo necesitas una mirada.”
Jaime era una leyenda. Un cacique que gobernaba su estado como un rey feudal. Se decía que era brillante, excéntrico y que tenía una debilidad… por los hombres jóvenes.
El salón estaba lleno de la élite mexicana. Políticos, empresarios, actrices de telenovela. Y en el centro, Samuel. “Samu”. El favorito actual del Gobernador. Un tipo arrogante, con poder prestado, que se movía como si fuera dueño del lugar.
Llevaba la charola con copas de champagne. El plan era “tropezar” elegantemente cerca de Jaime. Pero en el momento justo, un joven asistente me metió el pie. Caí estrepitosamente. Las copas volaron. El champagne empapó a una diputada.
El salón quedó en silencio. Samu se rio a carcajadas, una risa burlona que me taladró el alma. El Gobernador Jaime me miró. Y por un segundo, vi interés. Pero Samu actuó rápido.
“Este imbécil”, dijo, levantándome del cuello. “¡Él me metió el pie!”, grité, señalando al asistente. Perdí el control. Me abalancé sobre el tipo y empecé a golpearlo. Caos.
Samu me agarró. “Rompiste las reglas, pendejo”, siseó. Sacó un cortaplumas. “En mis fiestas, al que la caga, le cortamos las manos.”
El pánico me heló. Pero la voz del Gobernador tronó: “Samu, déjalo. El chico solo quería justicia. Además, es muy guapo. Deja el drama.”
Samu me soltó, pero su mirada era asesina. Vio la amenaza. Esa noche, antes de que pudiera acercarme a Jaime, los guardias de Samu me sacaron a patadas del palacio.
Llegué a casa humillado, empapado por la lluvia. Fracasé. Mi madre me esperaba en la sala. Vio mi rostro y supo. No dijo nada, pero su decepción era un golpe físico. Subí a mi cuarto y busqué las pastillas.
María entró sin tocar. “Ni lo pienses”, dijo, quitándome el frasco. “¡Fallé! ¡Arruiné todo!”, lloré. “No, idiota”, dijo, su voz sorprendentemente suave. “Lo hiciste bien. Muy bien. Captaste su atención. El Rey te vio. Y te defendió. Ahora… solo necesitamos que te vuelva a ver.”
María era una estratega. Movió sus hilos. Sobornó a un secretario particular. Descubrió que el Gobernador Jaime iría a un torneo de polo en el Campo Marte.
“Solo párate donde te vea”, me dijo.
Me puse el mejor traje que el dinero de Tomás podía comprar. Fui al Campo Marte. Pero no era el único. Había una docena de “Jorges”, todos jóvenes, hermosos, desesperados por la mirada del Gobernador.
Un viejo empresario se me acercó. “Te ves nervioso, muchacho. ¿Quieres un patrocinador? No todos pueden ser el favorito del jefe. Pero yo… yo sí te puedo mantener.” “¡Piérdase, ruco!”, le dije. “Me gusta tu carácter”, dijo el viejo, sonriendo.
En eso, llegó la comitiva de Jaime. Los Lamborghinis y las Suburban blindadas. Los jóvenes se arremolinaron, gritando su nombre, como groupies. Intenté acercarme, pero la multitud me empujó. Me tropecé y caí al lodo, justo cuando el auto del Gobernador pasaba. El viejo empresario se rio.
Fracaso. Otra vez.
Regresé a casa. María estaba furiosa. Pero su furia se desvió cuando escuchó los gritos. Era mi hermano, Juan. Estaba en el patio, había matado al perro de Xóchitl. Lo estaba destazando. La locura en sus ojos era total.
La familia de la “prometida” de Juan, una rica heredera de Monterrey, llegaba esa semana. Si se enteraban de la locura de Juan, la alianza (y el dinero) se perdería.
“Jorge”, dijo mi madre, limpiándose la sangre del perro de las manos. “Tú lo hiciste. Estabas limpiando tu pistola y se te fue un tiro. Diles eso.” “¿Qué?” “¡Hazlo! O esta familia se hunde. Xóchitl, tú te callas o te hundo.”
Xóchitl me miró, con los ojos llenos de lágrimas por su perro. “No fue un disparo, señorito Jorge”, susurró, mostrando la herida del cuchillo. “Usted no me puede pedir esto. No me pida que mienta por usted.”
Me sentí la peor basura del mundo. Pero asentí.
La cena con la familia de Monterrey fue una farsa. Juan apenas habló, solo sonreía y temblaba. La madre de la chica, una regia de hueso colorado, no era tonta. “¿Creen que somos estúpidos?”, dijo de repente. “Sabemos lo de su hijo. ¿Quieren usar mi herencia para pagar sus deudas y meter a este loco en mi familia? Prefiero estrangular a mi hija.”
Se fueron. Otro fracaso.
Esa noche, María se sentó frente a mí. “Tu hermano es un caso perdido. Eres tú, Jorge. Todo depende de ti. ¿Cómo carajos hacemos que Jaime te vuelva a ver?” “Si me viera bailar…”, dije, recordando mis clases en Madrid. “Sé que lo impresionaría.”
María sonrió. “Bien.”
Hizo una llamada. David, un político rival de Samu, uno que odiaba cómo el favorito lo había desplazado. Se reunieron. María también contactó a la esposa de Jaime, la Gobernadora “oficial”, una mujer que despreciaba a Samu pero que necesitaba alianzas.
La trampa estaba puesta.
PARTE 3
La fiesta fue en la residencia privada de Jaime, una hacienda en Valle de Bravo que hacía parecer pequeño al Castillo de Chapultepec. Era una mascarada. El tema era “Conquista y Colonia”. Ridículo.
Jaime estaba en su trono improvisado, borracho, con Samu a sus pies como un perro faldero. La esposa de Jaime, Doña Elena, le dio la señal a María.
En el punto álgido de la fiesta, la música cambió. Un tango electrónico, sensual, oscuro. Y aparecí yo.
Llevaba un traje de torero ajustado, pero sin la parafernalia, solo el pantalón y la chaquetilla abierta sobre mi pecho desnudo. Había practicado por semanas. Bailé solo, pero como si estuviera seduciendo a la habitación entera. Mis movimientos eran fluidos, arrogantes, desesperados.
Todo se detuvo. Jaime me miraba, hipnotizado. Samu intentó decir algo, pero Jaime lo calló con un gesto.
Cuando la música terminó, caminé directamente hacia el Gobernador, rompí todo el protocolo, tomé su copa de vino de su mano, bebí un trago y se la devolví, rozando sus dedos.
“¿Quién eres?”, preguntó, su voz ronca. “Jorge”, susurré.
Esa noche, dormí en la habitación del Gobernador. Samu fue enviado a una “misión” en Chiapas. Yo era el nuevo favorito.
Mi vida cambió. Pasé de Iztapalapa a Las Lomas. Dinero, autos, poder. Jaime me nombró su “Asesor Personal de Cultura”. Una broma. Mi trabajo era estar disponible. En juntas, en cenas, en la cama.
Samu, sin embargo, no se dio por vencido. Regresó. Y comenzó la guerra.
Jaime disfrutaba viéndonos pelear por él. Una noche, nos hizo competir. “Tóquenme algo”, ordenó.
Samu, que tenía talento, tocó una pieza complicada en el piano. Jaime aplaudió. Luego me miró a mí. Yo no sabía tocar nada.
Samu sonreía. “Parece que el niño bonito solo es una cara”, se burló.
Sentí el pánico. Pero vi la guitarra española en la esquina. La tomé. No sabía tocar, pero sabía posar. Rasgué un acorde disonante y comenc… a cantar. Una ranchera vieja, a todo pulmón, con toda la pasión falsa que pude reunir.
Jaime se rio tan fuerte que casi se ahoga. “¡Tienes huevos, cabrón!”, gritó. “Me gusta más tu ruido que su música aburrida.”
Esa noche, Samu fue degradado a tocar música de fondo mientras Jaime y yo bailábamos.
Pero Samu era peligroso. Empezó a humillarme. Me hacía limpiar sus botas con mi pañuelo. Me hacía servirle el vino. Me interceptaba las llamadas con Jaime. Me aisló. Y peor, todos los demás “aspirantes” en la residencia me odiaban.
“Me arrancaron todo el pelo del pecho”, le lloré a mi madre por teléfono. “¡Me están tratando como a un gato!”
María apareció en la siguiente fiesta del Gobernador, vestida de forma extravagante, demasiado llamativa. Parecía una vedette retirada. La élite se burlaba de ella en susurros. “¿Dónde está Jorge?”, le preguntó a todos. Me encontró en un rincón. “Te ves patético”, me dijo. “Samu… él y su esposa… tienen a Jaime en un puño”, le expliqué.
En ese momento, Jaime entró. Samu, para demostrar su poder, lo retó a un duelo de baile ridículo. Jaime, encantado, aceptó. La esposa de Samu se unió. Eran un equipo, controlando al Gobernador como a una marioneta.
Mientras tanto, Eduardo (el rival de Samu) se acercó a mi madre. “Nuestros intereses están alineados, señora. Quiero a Samu fuera. Su hijo es la clave. Pero necesitamos una alianza formal. Mi hija… y su hijo mayor, Juan.”
María casi acepta, pero la escena central la interrumpió. Jaime, bailando como loco, pateó sin querer a Eduardo en la cara, rompiéndole la nariz.
En el caos, mi madre se acercó a Jaime. “Gobernador, mi hijo Jorge… está sufriendo en su casa. Samu lo trata injustamente.” Antes de que pudiera terminar, la esposa de Samu la interrumpió. “Qué ridícula se ve, señora. Su vestido es tan vulgar como su acento. Está bajando el nivel de la fiesta.”
María, que venía de Iztapalapa, no iba a aguantar eso. Se abalanzó para golpear a la mujer. Los guardias la sacaron. “¡Eres una revoltosa!”, le gritó Jaime.
Fracaso total. Más tarde, Doña Elena, la esposa de Jaime, regañó a mi madre. “¡Prometiste que Jorge era la solución! ¡Y ahora Samu y su esposa son más fuertes que nunca!”
Estaba perdido. Pero entonces, apareció un nuevo aliado. El Procurador Bacón. Un hombre frío, calculador, que odiaba la corrupción de Samu… o quizás, solo quería su tajada.
“Tu madre es puro instinto, Jorge”, me dijo Bacón en una cantina clandestina. “Yo soy estrategia. Yo puedo guiarte. Tienes potencial que ella no sabe explotar. Déjame ayudarte.”
Acepté. Pero esa noche, mientras Bacón hablaba de política, mi mirada se desvió. Un hombre hermoso, de apariencia suave, me miraba desde la barra. Entendí la invitación.
Fuimos a un hotel barato. Una noche de pasión descuidada.
Al día siguiente, mi cuerpo ardía. Me había contagiado.
Samu y su esposa lo supieron de inmediato. Cuando fui a rogarles que me dejaran ver a Jaime, se burlaron. “¿Qué tienes ahí, bonito?”, dijo la esposa, señalando las marcas en mi cuello.
Justo entonces, entró Jaime. Corrí hacia él. “¡Jaime, por favor, necesito volver!” Pero él vio mi piel, mi sudor, mi enfermedad. Retrocedió como si tuviera la peste. “Sáquenlo”, ordenó. “Y quemen sus sábanas.”
Me enviaron de vuelta a casa de mi madre, enfermo, derrotado. “¡Tanto que invertí en ti!”, gritaba María mientras yo deliraba de fiebre. “¡Tanto que he hecho para ponerte en esa cama, y tú te dejas joder por un cualquiera!” “¿Puedes… por una vez… preocuparte por mí?”, supliqué. No hubo respuesta.
La única que me cuidó fue Xóchitl. Y el único que me visitó fue Bacón. “Eres un idiota”, me dijo Bacón. “Pero sigues siendo mi mejor apuesta. Mientras estabas enfermándote, yo estaba trabajando. Tengo pruebas. Samu y su esposa han estado desviando fondos. Millones. Están acabados.”
Del otro lado de la ciudad, Samu estaba en pánico. Estaba siendo investigado. Desesperado, vino a verme. “¡Ayúdame, Jorge! ¡Dile a Jaime que es un error!” “¿Por qué te ayudaría, cabrón? ¡Tú me diste esta enfermedad!”
Samu se arrodilló. “Hice que te contagiaran, sí. Pero… es porque te amo. Desde el primer día que te vi. Eres el único que me entiende.” Su confesión fue tan patética que casi me da risa. Pero no lo rechacé. Dejé que me tocara. Dejé que me besara. Y después de que se fue, llamé a Bacón y le conté todo.
Samu y su esposa fueron arrestados. Los encerraron en Almoloya. “Suicidio”, dijeron los periódicos. Nadie lo creyó.
María y yo ganamos.
Jaime, para compensar mi “sufrimiento”, me hizo su mano derecha. Me nombró Duque. Bueno, me dio el título de “Coordinador General del Gabinete”. El poder era real.
La primera vez que Jaime me llamó a su oficina después de mi regreso, estaba nervioso. “Te extrañé”, dijo. Me acerqué, jugué con las cuerdas del piano. Él me miraba con adoración. “Toca para mí”, pidió. Toqué una sola nota. “Perfecto”, dijo. Nos besamos. María y Bacón, que esperaban afuera, sonrieron. El poder era nuestro.
PARTE 4
El poder es un afrodisíaco más fuerte que cualquier droga. Y también es un veneno. Mi madre se convirtió en la “Reina sin corona” de la sociedad mexicana. Se compró una mansión en Polanco y empezó a dictar quién entraba y quién salía de la élite.
Pero el poder tenía un precio. Jaime era… peculiar.
“¿Quién es como un perro de caza?”, me preguntó un día. “¿Tú?”, respondí, confundido. “¡Guau, guau!”, ladró, antes de morderme el brazo durante el sexo. Las cicatrices se acumulaban.
“Me está matando, mamá”, le dije, mostrándole las marcas. “Es solo juego de amantes”, dijo ella, sin mirarme. “Parece más bien un perro rabioso”, contesté.
Mi madre empezó a sentir la inseguridad de nuestra posición. El favor de Jaime era volátil. “Necesitas asegurar el legado, Jorge”, me dijo. “Tu hermano Juan es un desastre. Necesitamos estabilizar a la familia.”
Fue entonces cuando apareció Catalina. La hija de uno de los hombres más ricos de México. Una fresa de manual, aburrida, religiosa, pero con una dote que podría comprar un estado. Y, por alguna razón, se había encaprichado conmigo.
“Cásate con ella, Jorge”, ordenó mi madre. “Es rara. ¡Aburrida! Además… Jaime…” “A Jaime le gustará”, dijo María. “Es la tapadera perfecta. Y su padre es asquerosamente rico. ¡Hazlo por nosotros!”
Me negué. Estaba harto de sus órdenes.
Mientras tanto, en la casa de campo donde escondíamos a Juan, el desastre golpeó. Mi hermano, en un ataque de locura, había atacado a Xóchitl. Le había sacado un ojo con un atizador.
La antigua amante de mi madre, Sandra (la única persona en quien María confiaba), fue a limpiar el desastre. “María, esto es demasiado”, dijo Sandra, horrorizada. “¡El chico está loco! ¡Y la pobre Xóchitl…!” “Dale dinero. Que se vaya lejos. Arregla el matrimonio de Juan con la hija de Eduardo, la loca no debe ser un impedimento”, ordenó María, fríamente.
La boda de mi hermano fue una farsa. La novia, dopada; el novio, también. María había conseguido su alianza con Eduardo.
Pero yo seguía negándome a casarme con Catalina. Mi hermana, Susana, vino a verme. “Mamá dice que si te convenzo, me dejará casarme con el hombre que amo.” “Eres igual de manipuladora que ella.” “Solo hazlo, Jorge. ¿Qué más te da?”
Me engañaron. Susana me llamó, diciendo que Juan intentaba suicidarse. Corrí a la casa. Cuando entré en la habitación, no estaba Juan. Estaba Catalina. En la cama. Desnuda. Cerraron la puerta con llave por fuera.
“No tienes que hacer esto”, le dije. “Quiero hacerlo”, dijo ella. “Sé lo que eres. Sé lo que eres para Jaime. No me importa. No te pediré que cambies. Solo quiero tu nombre. Y su dinero me dará un heredero.”
Su honestidad cínica me impresionó más que cualquier súplica. Cedí.
A la mañana siguiente, cuando salí de la habitación, mi madre me esperaba. Me besó en la mejilla. “Bien hecho, hijo.”
Había sellado mi destino. Me convertí en el Duque de Buckingham. Bueno, en el intocable Coordinador General. Y mi arrogancia creció.
Decidí que no solo quería ser la cara bonita. Quería poder real. Empecé a meterme en política.
El primer gran asunto: un tal “Rally” (un viejo general populista) había atacado un campamento de rivales políticos en la frontera, rompiendo una tregua que Jaime había negociado durante años. El país rival exigía la cabeza de Rally. El pueblo mexicano amaba a Rally; era un héroe popular.
“Debemos apoyarlo”, le dije a Jaime en la junta. “¡Es un patriota!” Jaime, que había trabajado 20 años en esa tregua, me miró con furia. “¡Cierra la boca, Jorge! ¡Has traicionado mi confianza!”
Me echó de la junta. El príncipe, Carlos, el hijo opacado de Jaime, se rio de mí.
Corrí a ver a mi madre. “¡No entiendo! ¡Me dijiste que me metiera en política!” “¡Pero no que fueras un idiota!”, gritó. “¡Te metiste en el único tema que a Jaime realmente le importa! ¡Cállate y mantén un perfil bajo!”
Pero Bacón, mi “aliado”, vino a mí. “No te dejes engañar, Jorge. Rally no es un héroe. Es un farsante.” Me llevó a un mitin. Rally estaba ahí, gritando mentiras, diciendo que sus enemigos lo habían atacado primero, llorando por su hijo “muerto en batalla”. Bacón me mostró la verdad: el hijo de Rally había muerto por una sobredosis, y Rally había matado al capitán que lo sabía para silenciarlo.
Volví al palacio, enfurecido por haber sido engañado. Fui con Jaime. “Perdóname”, le dije, arrodillándome. “Fui un tonto. Tu sabiduría es mayor.” Él me perdonó. “Ahora”, susurré, “hablemos de Rally. Él te mintió, mi amor. Te usó. ¿Vas a dejar que un mentiroso te vea la cara? ¿O le mostrarás quién es el Rey?”
Rally fue ejecutado al amanecer.
El país estalló. Protestas, disturbios. La popularidad de Jaime se desplomó. Y todo era mi culpa.
“¡Mira lo que hiciste, imbécil!”, me gritó mi madre. “¡Tú me empujaste a esto!”, le respondí. “¡Al menos yo hago algo! ¡No como tú, que solo te revuelcas con tu amante Sandra!”
Fue la primera vez que vi el odio puro en sus ojos. “Adiós, mamá”, le dije. Me fui con Bacón. Nuestra alianza estaba rota.
Doña Elena, la esposa de Jaime, murió. Su cuerpo yació por días sin ser enterrado porque Jaime (y yo) habíamos vaciado las arcas del estado. No había dinero para un funeral de estado.
Carlos, el príncipe, estaba furioso. “¡Mientras tú y mi padre juegan, mi madre se pudre!” Me di cuenta de que había ofendido al futuro rey.
Decidí arreglarlo. Organicé el funeral. Moví el cuerpo de Elena a la habitación de Jaime mientras él estaba con otros amantes. El shock lo hizo reaccionar. Aprobó un nuevo impuesto y enterramos a Elena.
Carlos me lo agradeció. Había ganado un nuevo aliado.
Pero Eduardo, el padre de la esposa de Juan, empezó a investigarme. Sabía que Bacón y yo éramos corruptos. Y peor, arrestó a Sandra, la amante de mi madre. La usó para chantajearla.
“¡Sálvala!”, me rogó mi madre. “¿Cómo?”, le dije, “¡Eduardo me tiene acorralado!” “Es simple”, dijo ella, sus ojos fríos como el hielo. “Entrega a Bacón. Él es tu único socio. Sacrifícalo.”
Fui a ver al embajador del país rival (con el que casi entramos en guerra). “Te daré un trato. Ayúdame a hundir a Bacón, y convenceré al príncipe Carlos de que se case con su princesa.”
El trato se cerró. Bacón fue arrestado por traición, sobornado por extranjeros. Yo salí limpio. Mi madre consiguió la liberación de Sandra.
Pero Bacón, desde la cárcel, se vengó. Mandó a buscarme. “Tu madre te usó”, me dijo. “Siempre te usará. ¿Y sabes qué? Le molesta que te acuestes con hombres, pero a ella le encantan las mujeres. Le molesta tu poder. Libérate, Jorge. Mata a Sandra.”
No dije nada. Lo cual fue mi respuesta.
Sandra salió de la cárcel, feliz, corriendo a los brazos de mi madre. Pero nunca llegó. La apuñalaron en el callejón.
María vino a verme. Pálida. “¿Lo hiciste tú?”, preguntó. “Yo no”, respondí. “Pero lo aprobé.”
El silencio entre nosotros fue la tumba de todo lo que alguna vez tuvimos.
Ahora, libre de mi madre, llevé a Carlos, el príncipe heredero, a España para casarse con la Infanta. Pero la Infanta era católica devota. Exigió que Carlos se convirtiera. “Jamás”, dijo Carlos.
El jefe de la delegación española se burló de mí. “Crees que tienes poder, niño. Eres un juguete.” Me enfurecí. “¡Destruiré a tu país! ¡Juro que pasaré mi vida asegurándome de que paguen por esta humillación!”
Regresamos a México. Le mentimos a Jaime. “¡Nos humillaron, nos insultaron!”, le dijimos. “¡Debemos declararles la guerra!”
Pero mi madre ya estaba allí. Había vuelto a ganarse la confianza de Jaime. Lo estaba cuidando, su salud empeoraba. “María tiene razón”, dijo Jaime. “No habrá guerra. Y tú, Jorge, has ido demasiado lejos.”
Me quitó todo. Mis títulos, mi dinero. Me acusó de traición. “Te ejecutaré al amanecer”, dijo, antes de colapsar por un ataque.
Lo llevamos a la cama. Carlos estaba allí. “Vayan por el médico”, le dije. Cuando se fue, miré a mi madre. Ella me miró a mí. “No lo dijo en serio, ¿verdad?”, susurró ella. “No te mataría…” Pero en sus ojos vi que sabía que sí lo haría.
Tomé la almohada. “Jorge… no…” “Nos matará a ambos, mamá. Es él o nosotros.”
Jaime se despertó. Vio la almohada. Vio mis ojos. Luchó. Era fuerte, incluso enfermo. Pero yo era más joven. Y mi madre… mi madre, después de un segundo de duda, me ayudó a sostener sus piernas.
El hombre más poderoso de México murió asfixiado por su amante y su mejor amiga.
Carlos se convirtió en el nuevo Gobernador. Y yo… yo era su mano derecha. Mi guerra personal con “España” (el cártel rival) comenzó. Arruinó al estado. La gente me odiaba.
Una noche, en una cantina, vi a un soldado retirado. Guapo. Me acerqué. “Tengo un cuarto arriba”, le dije. Él me miró con odio. “Perdí mi pierna por tu estúpida guerra. Eres la razón por la que este país se está muriendo.” “No me interesa la política esta noche”, le dije, tocando su brazo.
Él sonrió. Y luego, hundió un cuchillo en mi estómago. Una y otra vez.
Tenía 35 años.
Cuando le dieron la noticia a mi madre, ella estaba en su mansión, contando su oro. No derramó una lágrima. Solo pidió que trajeran más vino. Había ganado. Su familia era rica, poderosa, y ella estaba sola, exactamente como siempre quiso.
Diez años.
Diez años han pasado desde que el cuchillo de un soldado borracho silenció para siempre la ambición de mi hijo. Diez años desde que Jorge pagó el precio final por el poder que yo tanto anhelaba.
Y en diez años, he construido un imperio sobre sus cenizas.
Soy María. La viuda del empresario gordo, la madre del amante asesinado. Pero esos son solo ecos. Ahora, soy la sombra que se cierne sobre la Ciudad de México. El Gobernador Carlos, el pequeño príncipe asustadizo, sigue en el poder, pero solo porque yo lo permito. Él me teme más que a Dios.
Mi mansión en Polanco es un palacio de mármol frío. Esta noche, doy mi fiesta anual. La élite de México está aquí, bebiendo mi tequila más caro, riendo con dientes demasiado blancos. Me observan con una mezcla de miedo y admiración. Saben quién soy. Saben lo que hice. Y saben que no pueden tocarme.
Veo a Catalina, la viuda de Jorge. El matrimonio que forcé. Se ha convertido en una mujer dura, una versión más joven y pulida de mí misma. Ella maneja las finanzas de la familia. A su lado está Isabel, mi nieta. La hija de Jorge. Tiene la belleza de su padre, esa simetría perfecta que fue mi arma, pero sus ojos están vacíos. Es una muñeca de porcelana viviendo en una casa de fantasmas.
Gobernador Carlos se acerca a mí, besa mi mano. “María, te ves radiante”, murmura. Su mano tiembla. Patético. “Disfruta la fiesta, Carlitos”, le digo, y él se estremece ante el diminutivo. Sabe quién manda.
La música suena, pero yo solo escucho silencio. Gané. Gané todo el juego. Tengo el dinero, el poder, el respeto forzado. Y estoy completamente, absolutamente, vacía.
Un mayordomo se acerca. “Señora, hay una mujer en la cocina. Insiste en verla. Dice que es… un asunto del pasado.” Frunzo el ceño. Nadie entra a mi casa sin ser invitado. “¿Su nombre?”, pregunto, molesta. “Dijo que se llama Xóchitl.”
El vaso casi se me cae de la mano. Xóchitl. La sirvienta. El primer amor estúpido de Jorge. La chica a la que mi hijo Juan, en su locura, dejó ciega de un ojo.
“Tráela a mi estudio”, ordeno.
La habitación está oscura, solo iluminada por la luz de la luna que entra por el ventanal. Ella entra. No es la niña asustada que recordaba. Es una mujer. Su cabello negro está recogido, y un parche de cuero oscuro cubre su ojo izquierdo. Su mirada, la del ojo derecho, es dura como el acero.
“Señora María”, dice, su voz tranquila. “Has envejecido”, le digo, sentándome detrás de mi escritorio de caoba. “El tiempo nos cobra a todos, señora. A algunos más que a otros.” “¿Qué quieres? ¿Dinero? ¿Vienes a mendigar después de tantos años?”
Ella sonríe, una sonrisa sin alegría. “He ahorrado cada peso que usted me dio como ‘compensación’. Lo usé para aprender. Aprendí a leer. Aprendí de leyes. Aprendí… sobre usted.”
Se acerca al escritorio y deja una carpeta de cuero gastado. “¿Qué es esto?”, pregunto.
“Justicia”, dice Xóchitl. “Pasé cinco años buscando a su hijo Juan. Lo encontré en ese ‘sanatorio’ miserable donde lo escondió. Hablé con él. En sus días lúcidos, recuerda todo.” Abro la carpeta. Hay transcripciones. Testimonios. “Recuerda cómo usted empujó a su primer esposo por las escaleras”, susurra Xóchitl. “Y yo… yo recordé algo que vi la noche en que murió el Gobernador Jaime. Recordé que usted y Jorge salieron juntos de su habitación. Recordé la almohada que faltaba.”
Mi sangre se vuelve hielo. “La enfermera que declaró la muerte de Jaime… la encontré. Ahora trabaja para mí. Está dispuesta a testificar cómo usted la amenazó para que falsificara la hora de la muerte.”
Levanto la mirada. “Eres una sirvienta muerta de hambre. Nadie te creerá.” “Tal vez no me crean a mí”, dice ella. “Pero le creerán a la prensa. Le creerán a Catalina, cuando se entere de que la fortuna de su hija está manchada con la sangre de un regicidio. Le creerán al Gobernador Carlos, cuando le ofrezca esto a cambio de su propia libertad.”
Se ha vuelto inteligente. El ratón se convirtió en víbora.
“¿Cuánto?”, pregunto. “¿Cuál es tu precio?”
Xóchitl se acerca, tan cerca que puedo oler el jabón barato en su ropa. “Usted me lo quitó todo. El amor de Jorge. Mi ojo. Mi dignidad. Usted construyó este imperio sobre los cuerpos de personas como yo. Personas que consideraba ‘nacas’.” “Mi precio, María, es verte caer.” “Me destruyes a mí, y destruyes el legado de Jorge. El de tu nieta”, siseo.
“Él no dejó un legado. Dejó una cicatriz”, responde ella. “Y ya es hora de limpiarla.”
Se da la vuelta. “¡Espera!”, grito. “¡Te daré la mitad de todo!” Ella se detiene en la puerta. “Quédese con su dinero, señora. Lo necesitará para pagar a los abogados.”
Se va.
Me quedo sola en el estudio. Escucho la música de la fiesta. Tomo la carpeta. Está pesada. Llena de mi vida. Llena de mis pecados.
Había ganado el trono, pero me había olvidado de la sirvienta que barría los escalones. María, la intocable, la reina de México… acaba de recibir jaque mate. Y la mano que movió la pieza fue la de una fantasma de Iztapalapa, con un solo ojo
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