PARTE 1: La Reaparición del Destino
Capítulo 1: El Espejismo de Esmeralda
El auditorio de la Primaria Cuauhtémoc olía a pinol de limpieza y a pastel de caja. Yo, Simone Ríos, organizadora de eventos con un currículum que crecía como la espuma, me incliné sobre la mesa principal. Llevaba mi vestido verde esmeralda, mi armadura, mi promesa silenciosa de que las cosas ya eran diferentes, que Simone la empresaria era fuerte. Pero por dentro, seguía siendo la chica de 21 años, asustada y sola, que había firmado un papel de renuncia a su única hija.
Me movía rápido, con esa energía neurótica que solo el dolor no resuelto te da. Si mis manos estaban ocupadas colocando centros de mesa con flor de cempasúchil y margaritas, mi mente no podía divagar hacia los si’s y los por qués. El Día del Padre era la peor fecha, un recordatorio agrio de que mi propia historia había terminado antes de empezar.
“Señorita Ríos, ya están entrando los jefes”, me llamó la Directora Herrera, una mujer bajita y eficiente.
Me alisaba el vestido. Miré mi lista. Los padres iban entrando, con ese aire un poco torpe de hombres en un entorno escolar. El Señor Guzmán, el Señor Rocha… Nombres sencillos. Vidas sencillas, o al menos eso parecía. Y yo sonreía, profesional, dirigiendo a todos. Solo deseaba que el evento terminara.
Y entonces, el destino, con su sentido del humor cruel, decidió que ya había tenido suficiente de mi paz.
La puerta del auditorio se abrió de golpe, y el frío del aire acondicionado pareció congelarse. Entró Terrell Reyes.
No era solo un hombre, era un evento. Alto, con un porte que solo los herederos de la riqueza ostentan, envuelto en un traje azul noche que gritaba: “No pertenezco aquí, pero estoy de paso”. Su piel, un tono moreno que siempre me había fascinado, destellaba bajo la luz artificial. Pero lo que me paralizó fue la memoria de su rostro: los pómulos afilados, esa mandíbula firme que yo tantas veces había besado, y esos ojos. Los ojos que solían desvestirme con una mirada de absoluto amor.
Y luego la vi a ella.
Tomada de su mano. Un pequeño ser de unos ocho años, vestida con un rojo vibrante. Trenzas impecables, adornadas con bolitas de colores que debieron tomar horas en hacerse. Y cuando levantó la cabeza para reírse de algo que Terrell le susurró, sentí que una mano helada me arrancaba el corazón.
Era yo.
En chiquito. Los mismos ojos castaños enormes, que ahora me miraban sin verme. El mismo hoyuelo descarado en la mejilla izquierda. El mismo giro de cabeza que yo hacía al concentrarme. No era una parecida. Era una versión miniatura, perfecta, de mí misma.
Mi hija.
Mi Bella.
La que creí que estaba con una familia anónima, adoptada, lejos. Estaba aquí, a escasos diez metros de mí, de la mano del hombre que me había amado y que su familia me había robado. El portapapeles, mi último vestigio de control, se estrelló contra el piso con un ruido seco que para mí sonó como el fin del mundo.
Los papeles se dispersaron como pájaros asustados. Pero no podía moverme. Mi cuerpo era una estatua de terror y revelación. El aire se me fue de los pulmones. Mi corazón era un tambor furioso contra mis costillas.
Los ojos de Terrell, por fin, se encontraron con los míos a través de la distancia. Reconocimiento. Shock. Y luego, un dolor tan profundo que me hizo flaquear. Se detuvo. La mano de Bella se apretó en la suya.
Ocho años. Ocho años de mentiras desmoronándose en un solo instante.
“Papi, ¿te sientes mal?”, la voz de mi hija, mi hija, me regresó a la realidad. Una voz meliflua, preocupada.
Me agaché. Tenía que recogerlos. Tenía que huir. Pero mis manos no cooperaban. Temblaban tanto que los papeles se me resbalaban. La verdad era insoportable: la niña que entregué estaba siendo criada por el padre que me dijeron que no me quería.
“Permíteme ayudarte”, la voz profunda de Terrell me rodeó. Me arrodillé, y él estaba ahí. Su pantalón de diseñador contra el sucio suelo del auditorio. El Rey arrodillado.
Nuestros dedos se rozaron al mismo tiempo. El mismo fuego, prohibido. Me hice a un lado, quemada.
“Simone”, repitió, apenas un susurro. “No sabía que estabas aquí. Creí que te habías ido”.
“Nunca me fui”, le dije, levantando la mirada. Pude ver las huellas del tiempo en él, las líneas alrededor de sus ojos. Seguía siendo mi Terrell. “Siempre estuve aquí. Trabajando. Buscándote. Buscándola a ella”.
“Mami… papá…”, la voz de Bella era un balbuceo inocente. “¿La señora está llorando?”
“Estoy bien, mi cielo”, la miré, por primera vez, sin miedo. Era vibrante, feliz, amada. Una joya. “Solo se me cayeron los papeles. Soy la Señorita Ríos. Organicé este evento para ti y tu jefe”.
“¡Qué chido! ¡Mi papi es el mejor!”, gritó ella con la euforia de sus ocho años.
La declaración me dio el golpe final. Él era el mejor. Yo había fallado. Pero la pregunta seguía ahí, quemándome: ¿Por qué la familia Reyes me había contado la mentira del matrimonio arreglado? ¿Y por qué me habían obligado a firmar un acta de adopción si Terrell se iba a quedar con ella?
“Necesitamos hablar”, dijo Terrell, con una firmeza que no aceptaba un no. “Después del evento. Por favor, Simone”.
Asentí. Agarré mi portapapeles. Los dirigí a su mesa. Mientras se alejaban, Terrell y Bella, una familia que yo había creado pero de la que no formaba parte, la rabia empezó a reemplazar mi shock. Ocho años de dolor, de duelo, de búsqueda inútil. ¿Todo por una mentira?
Yo iba a tener mis respuestas. Y esta vez, nadie me iba a detener.
Capítulo 2: La Condena de la Confusión
El resto del evento fue una tortura. Cada vez que Terrell le sonreía a Bella, cada vez que la levantaba para que participara en una actividad, yo sentía el peso de los ocho años que me había perdido. La rabia, esa llama que creí haber extinguido, ardía con fuerza. La familia Reyes, esa dinastía de empresarios intocables, me había manipulado de la forma más cruel imaginable. Pero Terrell… ¿dónde estaba él en todo esto? ¿Era parte del engaño o era una víctima como yo?
Nueve años atrás, mi vida era una promesa a mí misma. Crecí viendo a mi madre luchar en un pueblo pequeño. Mi padre se fue, y ella se rompió la espalda para que yo pudiera estudiar en la capital. Yo iba a ser mejor. Iba a ser la primera empresaria de mi familia. Daba clases de arte en un centro comunitario cerca de mi colonia para pagar mis gastos, mi refugio de la vida dura.
Ahí, en ese almacén con pintura descascarada, llegó Terrell.
Se sentó a dibujar con los niños. No había pretensión en él. Era solo Terrell, el que amaba a los niños y que, a pesar de su fortuna, se sentía solo en su burbuja de oro. Me dijo que yo era la primera persona que lo veía como “solo Terl”, no como el heredero. Y me enamoré perdidamente.
Nuestra relación fue un remolino de amor. Promesas bajo el cielo nocturno en la azotea de mi edificio. Planes de boda sencilla, un futuro juntos. Sabía de la oposición de su familia, pero Terl me prometió que lucharíamos. Creí en él. Fui tan estúpidamente joven, tan esperanzada.
Luego vino el malestar matutino. El positivo. Mi mundo se detuvo. Yo, veintiún años, estudiante, embarazada, sin dinero. Pero no sentí pánico, sino una felicidad secreta: era su bebé. El producto de nuestro amor.
Iba a decírselo. Pero los abogados Reyes llegaron antes.
Llegaron a la cafetería, con su traje de poder y su cheque de indemnización. Cincuenta mil dólares para que desapareciera de la vida de su preciado heredero. Me mostraron fotos de él con Camila Rodríguez, la prometida elegida, la mujer con abolengo. Me dijeron que Terrell me había usado, que yo era una “distracción” inconveniente.
Me fui de esa cafetería con el alma vacía, pero aún con mi bebé.
Mi embarazo fue un calvario de náuseas, soledad y vergüenza. Perdí mi chamba. Fui reprobando mis clases. Y entonces, los Reyes regresaron. Habían descubierto mi embarazo.
“Entréganos al bebé, Señorita Ríos”, la voz de la abogada era un bisturí. “Usted no es apta. No tiene estudios, no tiene dinero, no tiene soporte. Nosotros podemos darle al niño el mundo. Colegios en Suiza, nanis, un futuro real”.
Me mostraron el contraste: mi vida de lucha contra la suya de opulencia. Me chantajearon. Me dijeron que si no firmaba, me llevarían a juicio, probarían que era una madre negligente y me quitarían a mi hijo por la fuerza.
Vi a mi madre, cansada, luchando. No podía pedirle que cargara con el peso de criar a mi hijo en la pobreza. Me convencí: el verdadero amor era el sacrificio. Era darle a mi bebé una vida mejor, aunque no fuera conmigo. Firmé.
La noche del parto fue el infierno y el cielo. Veinte horas de agonía. Y luego, mi Bella. Perfecta. Diminuta. Tres horas en mis brazos. Tres horas para memorizar su aroma, sus dedos, su rostro. Le susurré todas las promesas y el amor de una vida entera. Le pedí perdón por no poder ser su madre.
Y luego, la entregué. La abogada se la llevó. Me dijeron que era una adopción cerrada, sin contacto, por el bien de todos. Me fui con un cheque y un vacío en el cuerpo que me gritaba que una parte de mí se había ido para siempre.
Nunca me dijeron que Terrell se quedaría con ella. Nunca me dijeron que todo lo que me contaron sobre la boda y la dama Camila era un fraude de su familia para mantenerme lejos.
Ocho años después, estaba yo aquí, en el auditorio, viendo a mi hija con el padre que me amaba, un padre que me había estado buscando sin saber que yo estaba a solo unos kilómetros de distancia. La familia Reyes no solo nos había separado a Terrell y a mí; me habían obligado a renunciar a mi maternidad, me habían robado ocho años.
El evento terminó. Los padres se fueron. La mayoría. Terrell se acercó. Bella dormía en sus brazos, rendida.
“La voy a dejar en el coche. Necesitamos hablar, Simone”, dijo, su rostro lleno de una solemnidad que me aterraba.
Lo esperé en silencio. Cuando regresó, el aire era espeso, cargado de dolor y de preguntas sin respuesta.
“¿Por dónde empiezo?”, dijo él, pasándose la mano por el pelo, un gesto que conocía bien.
“Empieza por la mentira, Terrell”, dije, la voz dura, sin fisuras. “¿Por qué me mentiste sobre casarte con Camila Rodríguez?”
Me miró con los ojos muy abiertos. “¡Yo nunca te mentí! ¡Te juro que no! Camila era el plan de mi familia, no el mío. Se lo dije cien veces. Cuando te conocí, pensé que por fin lo habían entendido”.
“Tus abogados me dijeron que estabas comprometido. Me mostraron fotos”, repliqué.
“Fotos de eventos de caridad que me obligaban a asistir”, Terrell escupió con desprecio. “¡Simone! Tú desapareciste. Dejaste de contestar mis llamadas. Fui a tu apartamento y tu madre dijo que te habías mudado, que querías empezar de nuevo sin mí. Creí que tú me habías dejado”.
“¡Mi madre nunca diría eso! ¡Ella me apoyó!”, grité.
“Lo hizo”, Terrell se defendió. “Quizás para protegerte. No sé. Pero me dijo que te habías ido a otro estado. ¡Que me habías olvidado! Y cuando fui a la cafetería, los abogados me dijeron que me habías plantado, y que habías aceptado el dinero para desaparecer”.
Un entendimiento horrible y frío nos golpeó a ambos.
“Mi familia…”, murmuró Terrell, con la voz llena de náuseas. “Ellos lo orquestaron todo. Nos separaron, nos mintieron a los dos”.
“¿Y Bella? ¡Yo firmé papeles de adopción!”, le exigí.
“Me llamaron del hospital cuando tú pariste, Simone. Yo no sabía que estabas embarazada. Mi madre me dijo que habías contactado a la familia, que querías dinero para un aborto y que habías firmado todos los derechos, que no querías saber nada de la bebé. ¡Me engañó!” Terrell temblaba. “Me dolió tanto que tú hubieras ido a mi familia en vez de a mí. Pero cuando la vi, cuando me la pusieron en los brazos, me dio igual la rabia. Era mi hija. Les dije que la criaría yo solo. ¡Me la quedé!”
Ocho años. Ocho años de agonía. Ocho años de búsqueda. Y él la había tenido todo el tiempo, pensando que yo lo había abandonado.
“Me hicieron creer que no era suficiente”, dije, y las lágrimas que había retenido por ocho años se liberaron. “Me obligaron a renunciar a mi maternidad. Yo creí que era por su bien”.
“Siempre fuiste suficiente, Simone”, me dijo, dando un paso hacia mí. “Te amé. Nunca dejé de amarte. Y corté con mi familia hace tres años, cuando Bella empezó a preguntar. Me di cuenta de que la historia que me contaron no tenía sentido. Investigué. Mi padre me confesó que te habían manipulado para ‘proteger el legado’.”
“No quiero disculpas, Terrell”, dije, alejándome. “Quiero conocer a mi hija”.
“La conocerás”, dijo de inmediato. “Por favor. Se lo merece. Ha preguntado por ti. Siempre le he dicho la verdad: que su madre la amó mucho, que las circunstancias nos separaron, y que la he estado buscando. Y ahora, por fin, te encontré”.
Miré hacia la puerta, hacia el coche donde Bella dormía. La niña que ahora era el centro de mi universo. La que había sido mi hija por solo tres horas.
“Quiero ser parte de su vida”, dije, sintiendo cómo el destino me daba una segunda oportunidad.
“Lo serás”, me prometió Terrell. “Lo que sea necesario. Juntos”.
Juntos. La palabra resonó en el silencio, cargada de pasado, dolor y la promesa de un futuro incierto.
Continúa la historia en el siguiente paso.
PARTE 2: El Retorno al Nido
Capítulo 3: Pizza, Arte y la Sombra de la Mansión
La noche siguiente, estaba parada frente a la imponente casa de Terrell en una de las mejores colonias de la ciudad, mi corazón latiendo como un colibrí. El hogar era grande, pero se sentía más como una casa que como una exhibición. Juguetes de niña en el jardín. Fotos por el pasillo. La vida de Bella, en plena y feliz explosión.
Había cambiado mi ropa cuatro veces. Me decidí por unos jeans y una blusa azul discreta. No quería parecer desesperada, pero tampoco quería fallar en la primera impresión real con mi hija. Esta era la prueba de fuego: mi primera cena familiar.
Terrell abrió la puerta, vestido con un polo casual. “¿Viniste?”, preguntó con una sonrisa que no me esperaba.
“Dije que lo haría”, respondí, sintiendo cómo se disipaba mi nerviosismo.
Entré. El arte infantil cubría el refrigerador. Una canasta de juegos en la esquina. Era un hogar de verdad. No la fortaleza de cristal que imaginé.
“Está terminando la tarea”, me dijo Terrell, guiándome a la cocina. “Le dije que vendrías. Que eres la Señorita Ríos, la organizadora de eventos, que somos viejos amigos y que nos visitarás seguido”.
“¿Qué sabe exactamente de mí?”, pregunté.
“No todo. Sabe que su madre y yo fuimos muy jóvenes, que las circunstancias nos separaron y que he estado buscándote. Le contaremos la verdad completa… juntos, cuando el momento sea adecuado. Paso a paso”.
Antes de que pudiera responder, un torbellino de energía y pijama púrpura apareció. “¡Señorita Ríos! ¡Mi jefe dijo que venías por pizza! ¡Tenemos pepperoni! ¿Te gusta? Si no, podemos pedir otra. Mi jefe dice que es de mala educación no preguntar”.
Su torrente de palabras me hizo sonreír. “Pepperoni es perfecto, Bella. De hecho, es mi favorito”.
“¡El mío también! ¿Te gusta con extra queso? Yo siempre pido extra queso, pero mi jefe dice que es demasiado. ¡Yo digo que nunca es demasiado queso!”
Nos sentamos en el comedor. Bella se sentó junto a mí, su pequeña mano rozando mi brazo. Mientras cenábamos, memoricé cada detalle: la forma en que quitaba el pepperoni para comérselo aparte, cómo gesticulaba con sus manos al hablar, cómo se apoyaba en Terrell, completamente segura de su amor.
“Señorita Ríos, mi cumpleaños es en tres meses. Voy a cumplir ocho. ¿Puedes planear mi fiesta?”, soltó Bella entre mordidas.
La pregunta me paralizó. Su octavo cumpleaños. Siete que me había perdido. Pero tenía la oportunidad de estar en el octavo.
“Me encantaría, mi cielo”, dije, mi voz se suavizó. “¿Qué tipo de fiesta quieres?”
El rostro de Bella se encendió. “¡Una fiesta de arte! ¡Con pintura y para hacer cosas! Mi jefe no es muy bueno en arte. Una vez hicimos un volcán para la feria de ciencias y parecía más un churro”.
“Era un churro muy artístico”, se defendió Terrell, y Bella se rio.
Me dolió no tener ese tipo de historias con ella, pero me sentí inmensamente agradecida de que Terrell hubiera estado ahí para esas fallas y esos triunfos.
“Una fiesta de arte suena padrísima”, dije. “La planearemos juntas”.
Hablamos de la fiesta el resto de la cena. Estaciones de pintura, arcilla, muchos brillos.
Después de cenar, vimos una película. Bella, sin pensarlo, se acurrucó contra mí en el sofá. Su peso, el calor de su cuerpo, el sonido de su respiración… era surrealista. Terrell me miró por encima de su cabeza, y sus ojos me dijeron que entendía lo que ese simple gesto significaba para mí.
Cuando Bella se durmió, Terrell la cargó con delicadeza hasta su habitación. Muros lavanda, lleno de libros y un escritorio de arte rebosante de colores.
“Le encanta crear”, susurró Terrell al salir. “Dice que quiere ser artista. Como querías ser tú”.
Volvimos a bajar. La casa se sentía diferente, más íntima.
“Gracias por esta noche”, le dije.
“No tienes que agradecerme. Es tu hija. Tienes todo el derecho a estar aquí”, me contestó.
“Firmé papeles, Terrell. La entregué. ¿Y si me odia cuando sepa la verdad?”
“Ella te amará”, me aseguró con total certeza. “Ha querido a su madre toda su vida. Tú fuiste manipulada. Hiciste lo que creíste mejor. No tienes nada de qué avergonzarte. Y ahora estarás en todo. Su primer show de arte, su graduación, su boda. Estarás en todo, Simone”.
La promesa de un futuro con mi hija era demasiado grande.
“Quiero eso”, dije suavemente. “Pero no sé cómo ser madre. Ella me ve como la amiga de su jefe”.
“Le contaremos. Pero primero, déjale que se acostumbre a ti. Que te tenga confianza. Y luego le explicaremos. No hay que arrojarle toda la historia a una niña de ocho años de golpe”.
Asentí. Me di cuenta de que teníamos el mismo objetivo: Bella. Y lo haríamos juntos.
Terrell me entregó un álbum de fotos. Cientos de fotos de Bella, desde recién nacida hasta hoy. Me contó las historias: su primera palabra, su primer corte de pelo fallido, el día que se tiró purpurina encima. Me había perdido tanto, pero al menos podía llenar los huecos.
“Hice copias para ti”, dijo, dándome un segundo álbum. “Para que tengas la historia completa. Para que llenes los vacíos que te obligaron a tener”.
Acepté el álbum, las manos temblándome. Era un regalo de un valor incalculable.
Hablamos de sus intentos fallidos de tener pareja. De mis años de duelo en solitario. De cómo ninguno de los dos había podido superar al otro.
“Te amé, Simone”, me dijo Terrell, mirándome a los ojos. “Nunca dejé de amarte. Quería que lo supieras”.
“Yo también te amé”, susurré. “Y aún no estoy segura, pero… sí, nunca te olvidé”.
Me fui a casa esa noche en un ensueño. La niña que creí perdida era real. Estaba a mi alcance. Y yo no iba a desperdiciar esta segunda oportunidad que el destino, con la ayuda de la mentira de su familia, nos había dado.
Capítulo 4: El Nido y el Imperio
Las siguientes dos semanas, mi vida giró en torno a la de Bella. Organicé mi agenda de trabajo, ya no aceptaba proyectos que me quitaran las tardes. Mi negocio estaba floreciendo, y me daba el lujo de ser selectiva. Ahora, mis tardes eran para mi hija.
Iba a cenar a casa de Terrell tres veces a la semana. La recogía de su club de arte. Pasábamos los sábados en el parque. Aprendí que amaba la nieve de fresa, que tenía miedo a las tormentas, que su mundo interior era un torrente de creatividad. Tenía mi sensibilidad y la terquedad de su padre.
“Miss Ríos, de verdad eres buena en arte”, me dijo una tarde, mientras diseñábamos las invitaciones de su fiesta.
“Lo fui”, admití. “Quería ser artista, pero la vida me llevó por otros caminos. Ahora diseño eventos, que es otra forma de crear. Hago bonitos los días especiales de otros”.
“¿Como mi cumpleaños?”, preguntó esperanzada.
“Exactamente como tu cumpleaños”, le confirmé.
Ella se quedó callada, coloreando. Luego, sin levantar la vista, preguntó: “Señorita Ríos, ¿vas a seguir viniendo después de mi fiesta?”
Mi corazón se encogió. “¿Quieres que siga viniendo?”
“Sí”, respondió de inmediato, mirándome con mis propios ojos. “Eres muy chida y haces que mi jefe sonría más. Está más feliz desde que vienes”.
“Yo también soy más feliz”, le aseguré. “Me encanta pasar tiempo contigo, Bella”.
Más tarde, esa misma noche, en la sala de Terrell, abordamos el tema inevitable.
“Me preguntó si seguiré viniendo”, le dije. “Terrell, tenemos que decirle la verdad pronto. Se siente mal dejarla creer que soy solo una amiga. Se merece saber quién soy”.
“Lo sé. Pero tal vez después de su cumpleaños. Que tenga ese recuerdo de felicidad incondicional antes de que le expliquemos las partes difíciles: el por qué la di en adopción, el por qué falté ocho años”.
“Le diremos la verdad: nos amamos, la quisimos, pero nos mintieron. No dejaremos que las emociones difíciles la consuman. Le daremos apoyo. ¡Juntos!”, dije, con la firmeza de la madre que finalmente había encontrado su voz.
Terrell asintió. “Tienes razón. Después de su cumpleaños. Le contaremos todo”.
El silencio que siguió era de una familiaridad increíble. Podía sentir que este era mi lugar. En ese momento, Terrell se levantó y me tomó de la mano.
“Quiero darte algo”, me dijo. “Un lugar para que tu negocio crezca, sin las presiones que te obligaron a fallar hace años”.
Al día siguiente, me llevó a un imponente edificio en el centro financiero. Era el Grupo Reyes. Terrell, me explicó, había tomado el control hace cinco años y había reestructurado todo, cortando lazos con su familia. Me llevó al último piso. Un espacio vacío, con vistas panorámicas a toda la ciudad.
“Quiero ofrecértelo”, me dijo. “Para tu negocio. Renta gratuita por un año. Luego negociamos. Tendrías tu propio espacio, cerca de mí, y si Bella te necesita, estás justo al lado. Podría venir aquí después de la escuela. Más tiempo para la familia”.
Me quedé sin aliento. Era el apoyo que siempre había soñado, que su familia me había negado.
“Terrell, es demasiado”, protesté, con mi orgullo de mujer independiente gritando.
“No lo es”, respondió con firmeza. “Tengo los recursos. Y deberían haber sido usados para ti y para Bella hace años. Déjame ayudar ahora. Es la única forma de compensar lo que mi familia te hizo. Además”, sonrió con picardía, “quiero tenerte cerca. Es egoísta. ¿Está bien?”
Mi corazón se ablandó. “Sí”, dije. “Está bien. Pero redactamos un contrato justo. Solo acepto seis meses de renta gratis, y yo pago todos los servicios”.
“Trato hecho”, aceptó él.
En las semanas siguientes, me mudé. Mi oficina era perfecta. Mis clientes estaban impresionados. Pero lo mejor era la rutina. Almuerzos con Terrell. Bella, entrando y saliendo de mi oficina después de la escuela, jugando con mis muestras de decoración.
“¡Tengo dos oficinas!”, anunció Bella un día, girando en mi silla. “La de jefe es aburrida, pero la tuya es cool. ¡Tiene brillos!”
Una tarde, mientras planeábamos la fiesta, Terrell puso su mano sobre la mía.
“Gracias por estar aquí”, dijo en voz baja. “Por darnos esta oportunidad. Me siento completo”.
“Esto se siente correcto”, respondí honestamente. “Estar con Bella, estar contigo. Siento que aquí es donde siempre debí estar”.
“Entonces, múdate con nosotros”, dijo de repente. “Sé la madre de Bella a tiempo completo. No solo la visita de la tarde”.
El miedo me invadió. “¿Y si ella no quiere? ¿Y si me odia cuando le contemos la verdad? Mudarme antes de decirle es otra mentira”.
“Entonces se lo diremos este fin de semana. Antes de su fiesta. Le explicaremos todo, y le preguntaremos cómo se siente de que te quedes permanentemente. Ella ya te ama, Simone. Solo necesita saber el porqué”.
Asentí. Ya no había vuelta atrás. “Está bien. Este fin de semana. Le contaremos todo”.
Capítulo 5: Los Vacíos del Álbum
Había pasado casi un mes desde la mudanza de Simone a la casa de Terrell. La casa, que antes ya era un hogar, ahora rebosaba de una energía distinta: la de una familia que se encontraba. El arte de Bella se mezclaba con los diseños de eventos de Simone, y las cenas eran un rito sagrado.
Bella se había acostumbrado a la presencia de su “Miss Ríos” de manera fluida. Le pedía ayuda con sus proyectos, le contaba sus secretos del recreo, y la buscaba para que le leyera cuentos, porque “mamá” no se dormía como su jefe. Simone se había sumergido en la maternidad, aprendiendo a marchas forzadas. Los vacíos de ocho años no se llenaban, pero se iban cubriendo con nuevos recuerdos.
Una noche, Simone revisaba el álbum de fotos que Terrell le había dado, con las copias de la vida de Bella que ella se había perdido. Había tristeza, sí, al ver a una pequeña Bella sin ella, pero también gratitud por la devoción de Terrell.
Mientras veía una foto de Bella en su primer día de kínder, me preguntó a Terrell: “¿Cómo hiciste para educarla solo? Yo no tengo idea de cómo manejar las rabietas o los permisos de las fiestas de cumpleaños”.
Terrell se rió, sentándose a su lado. “No lo hice solo. Tuve a Wanita, la nana, que es casi su tía. Y luego a su abuela, mi madre, antes de que cortáramos lazos. Al principio me enfurecía que mi familia, después de mentirnos, quisiera involucrarse con Bella. Pero, ¿quién era yo para negarle el amor? Pero te lo juro, solo la dejé involucrarse porque en el fondo, inconscientemente, yo no sabía si tú ibas a regresar alguna vez. Era mi forma de mantener el amor de una madre cerca de ella”.
“¿Y no le contaste a nadie sobre mí?”, preguntó Simone.
“Solo a Wanita. Le dije que su madre era una chica a la que amé, que nos separaron y que estaba buscándote. Le pedí que, si Bella preguntaba, que le dijera que su madre no la había abandonado, que las circunstancias habían sido muy duras. Wanita es chida. Ella ha sido nuestro soporte”.
Simone se sintió aliviada. El engaño no había sido total. Había un pequeño círculo de personas que creían en ella, aunque no la hubieran conocido.
El fin de semana llegó. Sábado por la mañana. Terrell y Simone estaban tensos. Bella estaba pintando en su patio, ajena a la bomba que estaba a punto de explotar.
“¿Estás lista?”, preguntó Terrell.
“Tan lista como voy a estar para decirle a mi hija que la di en adopción”, respondí.
Salieron al patio trasero, donde Bella estaba absorta en su lienzo, creando un atardecer púrpura y naranja.
“Mami… Papi…”, Bella saludó sin mirarlos. (La había llamado “mami” en un lapsus de emoción un par de veces, pero nunca formalmente).
“Bella, ven, mi cielo”, dijo Terrell. “Tenemos que hablar de algo muy importante”.
Bella se sentó entre ellos, nerviosa.
“¿Estoy castigada?”, preguntó.
“No, para nada”, aseguró Simone, tomándole una mano. “Solo es una conversación de adultos. Bella, ¿recuerdas que tu jefe te contó que tu mamá te amó mucho, pero tuvo que irse por circunstancias difíciles?”
“Sí”, respondió Bella. “Que la estaban buscando”.
“Bueno, la razón por la que estoy aquí… es porque yo soy tu mamá, Bella. Yo soy esa persona que tu papá ha estado buscando”.
Bella se quedó paralizada. Nos miró fijamente. Sus grandes ojos castaños, mis ojos, procesaban la información.
“¿Tú… eres mi mamá?”, preguntó, con la voz diminuta.
“Sí, mi amor”, susurró Simone. “Yo te di a luz hace ocho años. Te tuve en mis brazos y te he pensado todos los días desde entonces”.
“Pero… ¿por qué te fuiste? Si me amabas, ¿por qué no estabas aquí?”
El momento más difícil. Simone eligió las palabras con el máximo cuidado. “Cuando naciste, tu papá y yo éramos muy jóvenes, y nos amábamos. Pero su familia… la familia Reyes, nos mintió. Nos dijeron que tu papá no me quería, que se casaría con otra persona, y me obligaron a creer que yo no era lo suficientemente buena para criarte. Me hicieron creer que si me quedaba, te condenaría a una vida de pobreza, y que si firmaba unos papeles, tú tendrías una vida maravillosa. Fui muy joven y muy tonta, Bella. Y les creí. Pensé que te estaba dando lo mejor”.
“¿Y mi papá? ¿Él sabía que te ibas a ir?”, preguntó Bella, girándose hacia Terrell.
“¡Claro que no!”, dijo Terrell, con voz firme. “Me mintieron a mí también. Me dijeron que tú no me querías, que me habías abandonado. Tuve mucha rabia, pero cuando te vi… supe que eras mía. Y que no te dejaría ir. Así que te crié. He pasado todos estos años buscándola a ella”.
Bella, pensativa, miró a sus manos. Simone no podía respirar. ¿Vendría el rechazo?
“¿Estás enojada conmigo?”, le preguntó a Simone, con los ojos vidriosos. “¿Por no haber estado aquí?”
“Oh, mi vida. No. Estoy enojada con la gente que nos separó. Te juro que si hubiera sabido que tu papá te iba a criar, o que él me amaba, jamás te habría dejado. Te amo, Bella. Te amo más que a mi propia vida”.
Bella soltó un sollozo. “Pero te perdiste mi primer día de clases… y cuando me caí de la bici… y cuando se me cayó el primer diente. Te perdiste todo”.
“Lo sé”, Simone se dejó llevar por el llanto. “Y lo odio. Odio haberme perdido todo eso. Pero estoy aquí ahora. Y si me dejas, quiero estar aquí para el resto. Para tu graduación, para tus bailes, para enseñarte a manejar… para todo. ¿Me lo prometes? ¿Que no te irás de nuevo?”
“Lo prometo”, dijo Simone con una convicción que nunca antes había sentido. “Solo me fui porque me mintieron. La verdad es que quiero ser tu mamá más que nada en el mundo”.
Bella miró de Simone a Terrell, y luego de nuevo a Simone. “¿Puedo llamarte… mamá? ¿En lugar de Señorita Ríos?”
La respiración de Simone se cortó. “Si tú quieres, mi cielo… llámame como te sientas cómoda”.
“Quiero llamarte mamá”, dijo Bella. Y luego, preguntó tímidamente: “¿Me das un abrazo?”
Simone la abrazó. La abrazó por primera vez en ocho años, sin prisa, sin límites. El abrazo que le había negado el destino. El abrazo que sellaba su regreso.
“Te amo, mamá”, susurró Bella.
“Yo te amo, hija”, respondió Simone, con la voz rota.
Se separaron. Bella se secó las lágrimas. “Entonces, ¿qué sigue? ¿Te vas a mudar con nosotros? ¿Tú y papi se van a casar?”
Terrell y Simone intercambiaron miradas. No habían llegado a esa parte.
“Estamos descubriendo las cosas”, dijo Terrell con cautela. “Pero tu mamá se queda, ¿verdad? ¿Ella se queda aquí en la casa?”
“¿Te gustaría eso, Bella? ¿Que me quede a vivir aquí?”, preguntó Simone.
“¡Sí!”, gritó Bella. “Quiero que seamos una familia. Una familia de verdad”.
Simone miró a Terrell. Él estaba sonriendo, sus ojos llenos de esperanza. “Creo que podemos hacer eso, mi amor”, dijo Simone. “Si tu papá está de acuerdo…”
“Más que de acuerdo”, Terrell asintió con entusiasmo.
“¡Entonces ya está decidido!”, anunció Bella, con la autoridad de una niña de ocho años. “¡Mamá se muda! ¡Vamos a ver su habitación! ¡Hay que pintarla! ¡A Mamá le gusta el arte!”
El resto del día fue una celebración. Bella, feliz, arrastró a Simone por la casa, contándole todo lo que harían juntas: hornear galletas, noches de cine, proyectos de arte.
Esa noche, bajo las estrellas en el patio trasero, Terrell tomó la mano de Simone.
“Te amo”, le dijo. “Esperé ocho años. Puedo esperar lo que sea para que volvamos a ser un matrimonio. Quiero que seamos una familia, de forma legal. Quiero casarme contigo”.
Simone miró el anillo de compromiso que le ofrecía en sus palabras. “Yo también quiero eso, Terrell. Pero hagámoslo bien esta vez. Primero, solidifiquemos la familia. Demostrémosle a Bella que somos estables. Y luego, nos casamos. Yo puedo esperar”.
“Puedo esperar”, repitió Terrell, besándole la mano.
En la casa, su hija dormía, ajena al poder de su amor. Simone había perdido ocho años, pero tenía una vida por delante. Y por fin, estaba en casa.
Capítulo 6: La Celebración de la Reconciliación
Los siguientes meses fueron un torbellino de amor y ajustes. La fiesta de octavo cumpleaños de Bella fue, tal como lo había prometido Simone, un evento espectacular de arte. Había estaciones de pintura, una mesa de escultura con arcilla y un mural gigante donde todos los niños pintaron juntos. Bella, radiante, se paraba junto a sus padres, presumiendo su mural.
Simone se mudó oficialmente. Su nueva habitación era un espacio de calma y diseño, pero rápidamente se llenó de los proyectos de arte de Bella y de la ropa de Terrell. No dormían en el mismo cuarto todavía, querían hacerlo a la manera de Bella: lenta y segura. Pero cada noche, después de acostar a Bella, se encontraban en el estudio de Terrell, hablando, planeando y redescubriéndose.
La adaptación no fue sencilla. Simone tuvo que aprender a ser madre de una niña de ocho años, no de un bebé. Hubo discusiones, momentos de frustración.
“¡No eres mi verdadera mamá!”, gritó Bella un día, cuando Simone le negó ir a una fiesta de pijamas en un día de escuela.
La frase hirió a Simone hasta la médula, a pesar de que sabía que era una reacción normal. Terrell intervino, con la sabiduría del padre que había pasado por ello.
“Bella”, le dijo Terrell con firmeza, arrodillándose a su altura. “Ella es tu mamá biológica. Ella te dio la vida. Y la amamos tanto que la mentira nos duele a los tres. Y ella te ama tanto que por eso te puso límites. No le digas eso. Ella es tu madre y yo soy tu padre. Y aquí nadie se va a ir. ¿Entendido?”
Bella se arrojó a los brazos de Simone, llorando. “Lo siento, mami”.
“No te preocupes, mi cielo”, dijo Simone, abrazándola fuerte. “Todos estamos aprendiendo a ser una familia. Y es difícil. Pero lo haremos juntos”.
Terrell y Simone también tuvieron que reconciliar su amor adulto con la traición del pasado.
“¿Por qué no luchaste más por mí, Terrell?”, le preguntó Simone una noche.
“Me dijeron que me odiabas, Simone. Que habías aceptado el dinero con gusto. Me hicieron sentir sucio. Y luego tuve a Bella. Y toda mi energía se fue en ser el mejor padre para ella. Y en buscarte a escondidas, porque no me creía la versión de mi familia. Pero perdí la esperanza después del tercer año”.
“Yo también perdí la esperanza de encontrarte, Terl. Pero mira. Estamos aquí”, dijo Simone.
Su amor se reconstruía sobre la base sólida de su hija y la verdad compartida.
Capítulo 7: La Segunda Oportunidad
Pasó un año. Un año de noches de cine en el sofá (con Terrell durmiéndose invariablemente), de reuniones de mamás de la escuela, de proyectos de arte fallidos y aciertos espectaculares. Un año en el que Simone se sintió, por primera vez, completa.
El segundo Día del Padre. Simone había organizado el evento otra vez, pero esta vez con gusto y sin el fantasma del pasado. El auditorio de la Primaria Cuauhtémoc estaba más colorido que nunca.
Ella ya no era la Señorita Ríos, la organizadora. Era Simone Reyes (aún no legalmente, pero en el corazón), la mamá de Bella. Estaba de pie junto a Terrell, esperando el “show de talentos”.
“Ha estado ensayando por semanas”, le susurró Simone a Terrell, tomándole la mano. “No me ha querido decir qué va a hacer. Dice que es sorpresa”.
“Nuestra hija”, sonrió Terrell. “Será algo creativo, ya verás”.
Llegó el turno de Bella. Subió al escenario con un caballete tapado.
“Hola a todos”, dijo Bella, con su voz clara en el micrófono. “El año pasado, solo tenía a mi jefe aquí. Pero este año, tengo a mis dos papás”.
Quitó el velo. Era una pintura bellísima. Tres figuras: Bella, Terrell y Simone, tomados de la mano, con un fondo de colores brillantes y esperanzadores. Arriba, el título: “Mi Familia”.
“Pinté esto para mostrar cómo se ve mi vida ahora”, continuó Bella. “Hace un año, mi jefe era increíble, pero algo faltaba. Luego mi mamá regresó. Y todo se puso mejor. Ahora tengo a mis dos papás, y somos una familia de verdad”.
Simone lloró. Terrell también. Su hija estaba en ese escenario, feliz, declarando su amor a ambos, a su familia completa, frente a todo el mundo.
“Soy muy afortunada”, dijo Bella. “Porque mi mamá y mi papá están aquí. Y me aman”.
El público aplaudió a rabiar. Bella bajó corriendo del escenario y se arrojó a los brazos de sus dos padres.
Capítulo 8: El Anillo de la Realeza
Después de las presentaciones, mientras las familias recogían sus cosas, Terrell tomó a Simone de la mano y la llevó a un rincón tranquilo.
“Tengo algo que preguntarles”, dijo. Sí, “les”, porque Bella apareció junto a ellos, sonriendo de oreja a oreja y sosteniendo una pequeña caja.
“Esto se suponía que era después”, dijo Bella. “Pero papi dijo que ahora”.
Terrell tomó la caja. La abrió. Era un anillo hermoso, simple y elegante, con un solo diamante que reflejaba la luz del auditorio. Se arrodilló, ahí mismo, en medio del auditorio, con Bella a su lado.
“Simone Ríos”, dijo Terrell, su voz llena de emoción. “Hace un año, entraste de nuevo a nuestras vidas y nos hiciste completos. Has sido la mejor compañera, una madre increíble para Bella y el amor de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?”
“¿Y con nosotras?”, agregó Bella, con los ojos llenos de súplica. “¡Porque yo ayudé a elegir el anillo, y quiero que seas oficialmente de nuestra familia para siempre!”
Simone los miró. Su hija. El hombre que amaba. La familia que había perdido y recuperado. Hace un año, estaba rota. Hoy, tenía todo.
“Sí”, dijo, riendo a través de las lágrimas. “Sí, me caso contigo. Con los dos”.
Terrell le puso el anillo. Era perfecto. Se levantó y la besó, mientras Bella saltaba de alegría y los pocos padres que quedaban aplaudían la escena.
Al salir de la escuela, tomados de la mano de su hija, con el futuro prometido y el pasado sanado, Simone se sintió en paz.
“¡Vamos por nieve para celebrar!”, dijo Bella. “De fresa para mí, de vainilla para papi y de chocolate para mamá”.
“Pero, ¿no odiabas el chocolate?”, bromeó Simone.
“Eso fue antes de saber que eras mi mamá”, dijo Bella, con total seriedad. “Las mamás siempre aman el chocolate. Es una regla”.
Terrell y Simone se rieron.
Se subieron al coche, la familia Reyes/Ríos. Los que habían perdido ocho años y que, contra todas las mentiras de un imperio, habían encontrado el camino de regreso. Ya eran una familia. El matrimonio solo lo haría oficial “con papeles y esas cosas”.
Simone miró el anillo en su dedo. Se sintió en casa. El dolor del pasado había valido la pena. Porque la había llevado hasta aquí. A su hogar, donde pertenecía.
[FIN]
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