PARTE 1

CAPÍTULO 1: OCHENTA PESOS DE DIGNIDAD

Las luces fluorescentes de la pastelería “La Esperanza” zumbaban sobre mi cabeza, un zumbido eléctrico que se sentía demasiado fuerte, demasiado brillante, como si estuviera bajo un interrogatorio policial y no comprando un postre. Mis manos temblaban ligeramente sobre el cuero desgastado de mi monedero. Hoy cumplía veinticuatro años. Veinticuatro. La edad en la que se supone que debes comerte el mundo, no estar sentada sobre dos ruedas metálicas contando monedas.

Ochenta pesos. Cuatro billetes de veinte arrugados y algunas monedas que había estado guardando durante dos semanas, privándome de los tacos de la cena o del refresco de la comida.

Los pasteles detrás de la vitrina me miraban como pequeños monumentos a todo lo que había perdido. Torres de chocolate oscuro con espirales de betún perfecto. Sueños de vainilla cubiertos de fresas frescas y brillo de mermelada. Cada uno tenía una pequeña tarjeta blanca con un precio que hacía que se me revolviera el estómago.

—¿Te puedo ayudar en algo, mija? —Doña Carmen apareció detrás del mostrador, limpiándose la harina de las manos en su delantal a cuadros.

Era el tipo de señora que te recuerda a tu abuelita, siempre amable, con ese olor a pan caliente y canela, pero vi la pregunta en sus ojos. Esa misma pregunta incómoda que todos tienen cuando miran a la joven en la silla de ruedas, sola, sin nadie que la empuje.

—Me preguntaba… —mi voz salió más pequeña de lo que pretendía, un chillido patético. Me aclaré la garganta y lo intenté de nuevo, tratando de sonar como una adulta—. ¿Tiene algo por ochenta pesos?

El silencio que siguió fue pesado, denso. Sentí el peso de las miradas clavándose en mi nuca. Dos mujeres con trajes de oficina, seguramente de algún corporativo de Reforma, detuvieron su conversación sobre dietas keto para mirarme descaradamente. Un señor con uniforme de obra se quitó la gorra y me miró con algo que podría haber sido lástima. Odiaba la lástima más que al dolor de espalda crónico.

La cara de Doña Carmen se suavizó de esa manera condescendiente que hace que todo sea peor.

—Ay, nena, me temo que el pastel más chico, el de media plancha, cuesta trescientos cincuenta. Pero… tengo unas galletas de ayer, te puedo dar la bolsa en cincuenta pesos.

Galletas rancias. Feliz cumpleaños a mí. Sentí que las lágrimas picaban detrás de mis párpados, calientes y furiosas.

—Si es su cumpleaños… —la voz vino de detrás de mí, joven, brillante y sin filtro.

Giré mi silla, las llantas chirriando ligeramente en el piso de loseta, para ver a una niña, tal vez de unos 7 años. Tenía el cabello castaño claro en dos trencitas perfectas y llevaba un vestido rojo con flores blancas. Sostenía la mano de un hombre alto con una chamarra verde estilo militar y jeans oscuros.

El hombre tenía ojos amables, del color del café de olla caliente, y me miraba con una expresión que no pude descifrar. No era lástima. Era curiosidad, y tal vez… ¿reconocimiento?

—Sofi, no debemos interrumpir —empezó el hombre, su voz era grave y controlada.

—¡Pero papá, es su cumpleaños! —la niña tiró de su mano con fuerza—. ¡Nadie debería estar triste en su cumpleaños! ¡Tú dijiste que los cumpleaños son sagrados!

El hombre me miró a los ojos. Hubo un segundo, un latido, donde nos conectamos. Él vio mi vergüenza, mis ochenta pesos arrugados, mi soledad. Y en lugar de apartar la mirada avergonzado, dio un paso adelante.

—Soy Gabriel —dijo, extendiendo una sonrisa que hizo que se le arrugaran las comisuras de los ojos—. Y esta pequeña activista es mi hija, Sofía. ¿Nos permitirías comprarte un pastel de cumpleaños, por favor? Le harías el día a Sofi, y honestamente, a mí también.

CAPÍTULO 2: EL PRIMER DOMINÓ

Mi primer instinto fue decir que no. Mi orgullo mexicano, terco y estúpido, se encendió como un cerillo. Quería dar las gracias secamente, salir rodando de la pastelería, meterme a mi coche y gritar hasta quedarme sin voz. El orgullo era lo único que me quedaba a veces.

Pero Sofía me miraba con tanta esperanza, como si mi respuesta fuera lo más importante en su pequeño mundo. Y los ojos de Gabriel no tenían juicio. ¿Acaso no había deseado esta misma mañana que alguien, quien fuera, recordara que yo existía?

—Eso es… eso es muy amable de su parte —me escuché decir, mi voz traicionándome con un temblor—. ¿Están seguros? No quiero molestar.

—Absolutamente seguros —dijo Gabriel—. ¿Cuál se te antoja? Elige el más grande si quieres.

Miré la vitrina. Ya no eran imposibles.

—El de tres leches con fresas y durazno —dije en voz baja—. Si está bien.

—Excelente elección, es el mejor que hacemos —dijo Doña Carmen, sonriendo ampliamente mientras sacaba el pastel.

Gabriel pagó con una tarjeta negra que brilló bajo las luces. Casi 600 pesos. No parpadeó.

—¿Podemos cantarle? —preguntó Sofi, saltando.

Y ahí, en medio de extraños, me cantaron las mañanitas. No la versión corta, sino la completa. Sentí un nudo en la garganta tan grande que apenas podía respirar. Pedí un deseo: Que esto no sea un sueño.

Al salir, el aire de la tarde estaba fresco. Mi viejo Tsuru gris estaba estacionado en el lugar azul, luciendo triste con su pintura quemada por el sol y la calavera trasera pegada con cinta.

—¿Cuál es el tuyo? —preguntó Gabriel.

Señalé mi coche con vergüenza.

—El Tsuru. Puedo manejarlo desde aquí, tengo práctica. Gracias, de verdad.

Gabriel miró mi coche, luego el pastel en mis piernas, y frunció el ceño ligeramente.

—¿Te gustaría ayuda para subirlo? Y tal vez… —dudó, buscando las palabras correctas para no asustarme—. Tal vez Sofi y yo podríamos seguirte a casa. Digo, solo para asegurarnos de que llegues bien con el pastel. Ya sabes cómo se pone el tráfico y… bueno, la ciudad.

—¡Por favor! —suplicó Sofi—. ¡Queremos ver que estés a salvo!

La lógica me decía “Peligro”. Una mujer sola, discapacitada, dejando que un extraño la siga a su casa. Pero miré a Gabriel. Había una solidez en él, una calma protectora que no había sentido en años. Y la verdad, la patética verdad, es que no quería volver a estar sola.

—Está bien —dije—. Vivo en la colonia Doctores. No es la zona más bonita.

—No importa —dijo Gabriel, abriéndome la puerta del coche—. Te seguimos.

Me ayudó a subir, plegó mi silla con una facilidad pasmosa y la puso en el asiento trasero. Mientras yo arrancaba mi motor, que tosió dos veces antes de encender, vi por el retrovisor cómo se subían a una camioneta SUV plateada, impecable, blindada.

Mientras conducía, con la camioneta plateada escoltándome como si fuera alguien importante, sentí que el primer dominó acababa de caer. No sabía hacia dónde iba esta cadena de eventos, pero por primera vez en tres años, no sentía miedo. Sentía esperanza.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: ESPAGUETI Y CONFESIONES

Mi edificio de departamentos era un bloque de concreto gris de los años setenta que había visto mejores días… hace treinta años. El estacionamiento tenía grietas por donde crecía la maleza y grafiti en las paredes laterales. Me estacioné en mi lugar asignado, el 214, y vi cómo la lujosa camioneta de Gabriel se estacionaba en un lugar de visitas, destacando como un diamante en un basurero.

Gabriel bajó inmediatamente, tomando a Sofi de la mano. No hubo ni una mueca de disgusto al ver mi entorno. Ni un comentario sobre la basura en la esquina o la pintura descascarada.

—Segundo piso —dije, señalando la escalera externa—. Hay un elevador a la vuelta, es lento y huele raro, pero funciona.

—Sin prisa —dijo él, tomando el pastel del asiento del copiloto—. Tú guíanos.

Mi departamento era un estudio: una sola habitación que servía de sala, comedor y cocina. Todo estaba limpio, obsesivamente limpio, pero todo era viejo. Los muebles eran de segunda mano, los platos no combinaban. Pero tenía mis libros apilados en cada superficie y fotos de mi hermano Jaime y yo antes del accidente, cuando mi vida era normal.

—¡Qué bonito! —exclamó Sofi, corriendo a ver las fotos—. ¿Eres tú? Pareces una bailarina.

—Lo era —dije, sintiendo el viejo pinchazo de dolor en el pecho—. Estudiaba danza contemporánea en la universidad.

Gabriel puso el pastel en la pequeña mesa de formica.

—¿Bailarina? —preguntó, su tono lleno de respeto, no de lástima.

—Sí. Hasta hace tres años. Un conductor ebrio se pasó un alto. Mi amiga manejaba. Ella salió con un esguince. Yo… bueno, yo obtuve esto —golpeé suavemente la llanta de mi silla.

El silencio que siguió no fue incómodo, fue reverente.

—Tengo hambre —anunció Sofi, rompiendo la tensión con la maestría que solo los niños poseen—. ¿Podemos comer pastel?

—Creo que primero deberíamos cenar algo real —dije, abriendo mi refrigerador. Estaba casi vacío. Un cartón de leche, medio tomate y un tupper con arroz viejo—. Aunque… la verdad no tengo mucho.

—Yo cocino —dijo Gabriel inmediatamente, quitándose la chamarra—. Hago el mejor espagueti del mundo. ¿Tienes pasta?

—Tengo un paquete y salsa de tomate de cajita.

—Suficiente. Sofi, pon la mesa. Tania, tú siéntate, es tu cumpleaños. Hoy te dejamos consentir.

Y así, mi pequeña cocina se llenó de vida. Gabriel se movía con una eficiencia sorprendente, picando ajo que encontró, improvisando especias. Olía a hogar. Olía a algo que había perdido cuando mis padres murieron en el incendio y me quedé sola cuidando a Jaime.

Mientras comíamos, Gabriel me hizo preguntas. No sobre mi parálisis, sino sobre mí. Qué libros leía, qué música me gustaba. Me contó que él era viudo, que su esposa había muerto de un aneurisma hace dos años, dejando un vacío que él y Sofi intentaban llenar día a día.

—Somos dos rompecabezas a los que les faltan piezas —dijo él, sirviéndome más agua—. Pero creo que todavía podemos formar una imagen bonita.

Esa frase se me quedó grabada. Comimos el pastel, reímos cuando Sofi se manchó la nariz de betún, y por unas horas, olvidé mis deudas, mi dolor y mi soledad.

CAPÍTULO 4: LA MAÑANA SIGUIENTE Y EL MECÁNICO MISTERIOSO

Cuando se fueron, mi departamento se sintió más silencioso que nunca, pero ya no era un silencio vacío. Era un silencio lleno de ecos de risas. Me dormí con el sabor a fresas en la boca y una sonrisa tonta en la cara.

A la mañana siguiente, me despertó un mensaje de texto.

“Buenos días. Sofi pregunta si te gustan los hot cakes con chispas de chocolate. No aceptamos un no por respuesta. Llegamos en 40 minutos.”

Me vestí lo más rápido que mis brazos me permitieron, me cepillé el cabello y me puse un poco de rímel, algo que no hacía desde… ni siquiera recuerdo cuándo.

Llegaron cargados con bolsas de supermercado. Harina, huevos, fruta fresca, jugo de naranja y café del bueno, del que huele a cielo.

—Espero no ser inoportuno —dijo Gabriel, dejando las bolsas en la barra—. Pero noté que tu despensa estaba un poco triste y a Sofi le urgía verte de nuevo.

—Traje mis libros de colorear —dijo Sofi, sacando crayones de su mochilita—. Para que coloreemos mientras papá cocina.

Fue un desayuno de reyes. Mientras comíamos, Gabriel se puso serio por un momento.

—Tania, no quiero sonar entrometido, pero… noté tu coche ayer. El motor suena… cansado. Y esa calavera trasera necesita atención.

Me puse a la defensiva. Mi pobreza era mi armadura.

—Funciona bien. Me lleva y me trae.

—Lo sé, y eres increíble por mantenerlo —dijo rápidamente, levantando las manos en señal de paz—. Pero tengo un amigo que tiene un taller mecánico cerca de aquí. Le debo un favor. Me gustaría que le echara un ojo, solo por seguridad. Sin costo para ti, de verdad. Es un trueque que tengo con él.

Lo miré a los ojos. Café profundo, sincero. Quería decir que no, que no necesitaba caridad. Pero recordé el sonido del motor tosiendo, el miedo que me daba quedarme tirada en medio de la noche en una ciudad que se come a los débiles.

—Está bien —susurré—. Gracias.

—Perfecto —sonrió él, sacando su celular—. Le llamaré a Carlos. Vendrá por el coche y te dejará uno de repuesto mientras tanto.

Lo que no sabía en ese momento, lo que no podía imaginar, era que “Carlos” no era solo un mecánico, y ese “favor” no era un simple trueque. Gabriel estaba tejiendo una red de seguridad a mi alrededor, hilo por hilo, reparando no solo mi coche, sino mi vida entera. Pero cada favor aceptado me acercaba más a descubrir quién era él realmente… y por qué un hombre como él, con camionetas blindadas y tarjetas negras, estaba tan interesado en una chica rota como yo.

Cuando Carlos llegó por el auto, me entregó las llaves de un sedán compacto, nuevo, adaptado.

—Cortesía de la casa —dijo el mecánico con un guiño—. El patrón… digo, Gabriel, insistió.

¿El patrón? La palabra resonó en mi cabeza.

Esa tarde, mientras Sofi y yo veíamos películas en mi sofá, recibí una llamada de mi hermano Jaime desde la universidad.

—Tania, ¿quién es este tipo? Me preocupa. Nadie da tanto a cambio de nada en este país, hermana. Ten cuidado. Los príncipes azules no existen, y menos en la colonia Doctores.

Jaime tenía razón en preocuparse. Pero mientras veía a Gabriel lavar mis platos, con las mangas de su camisa arremangadas, quise creer. Quise creer con todas mis fuerzas que esta vez, la vida no me estaba jugando una broma cruel.

PARTE 2

CAPÍTULO 5: UNA ESPERANZA DE ALTO VOLTAJE

El consultorio de la Dra. Marcela olía a antiséptico caro y a esperanza, una combinación embriagadora. Estaba ubicado en Santa Fe, en uno de esos edificios de cristal que tocan las nubes y donde el valet parking cuesta más que mi comida del día. Gabriel había arreglado todo. Cuando intenté protestar por el costo, simplemente me dijo: “Déjame ayudarte. Por favor. Es lo mínimo que puedo hacer”.

Así que ahí estaba yo, tres semanas después de conocerlos, mirando la lluvia caer sobre la Ciudad de México desde un ventanal en el piso veinte.

—Tania, he revisado tu expediente —dijo la Dra. Marcela, una mujer imponente con lentes de armazón grueso y una tablet en la mano—. Tu lesión en la T12 es completa, pero eres joven y, por lo que veo, muy terca. Eso es bueno en medicina.

Sonreí a medias.

—La terquedad es lo único que me ha mantenido viva, doctora.

—Bien. Vamos directo al grano. Tres años sin terapia profesional es mucho tiempo, pero tu cuerpo no se ha rendido. Ahora, ¿has escuchado sobre los tratamientos experimentales de neuroestimulación?

Negué con la cabeza.

—Doctora, con trabajos me alcanza para la renta en la Doctores. No tengo seguro de gastos médicos mayores.

—Lo sé, pero esto es diferente. Hay un protocolo de investigación en el Centro Médico Chapultepec. Están probando un dispositivo implantable que estimula la médula espinal. No te voy a mentir, es experimental. Pero algunos pacientes han recuperado sensibilidad. Unos pocos, incluso movimiento voluntario.

El corazón se me detuvo un segundo. ¿Movimiento? ¿Sentir mis piernas? Era una fantasía tan peligrosa que me daba miedo tocarla.

—¿Cuánto cuesta? —pregunté, preparándome para el golpe.

—Nada —respondió ella, inclinándose hacia adelante—. De hecho, te pagan. Es un estudio financiado por donaciones privadas. Buscan candidatos exactamente como tú: jóvenes, sanos, motivados. Pagan diez mil pesos a la semana para cubrir tus viáticos y el tiempo perdido en el trabajo, porque tendrías que venir cinco días a la semana, dos horas diarias, durante seis meses.

Diez mil pesos a la semana. Eso era más de lo que ganaba en dos meses en la biblioteca. Cubriría mi renta, mis deudas, y me sobraría para ahorrar.

—¿Me pagarían por intentar curarme? —pregunté, incrédula.

—Te pagarían por contribuir a la ciencia, Tania. Gabriel… el Sr. Cooper… —se corrigió rápidamente, y vi un destello extraño en sus ojos— me pidió que te evaluara para ver si eras candidata. Y lo eres.

Salí de la consulta aturdida. En la sala de espera, Gabriel tecleaba en su laptop mientras Sofi coloreaba un libro de princesas. Al verme, cerró la computadora de golpe.

—¿Cómo te fue?

—Me ofrecieron entrar a un protocolo experimental —dije, sintiendo que las palabras flotaban—. Podría… Gabriel, podría volver a sentir mis piernas. Y me van a pagar.

La cara de Gabriel se iluminó con una sonrisa tan genuina que me robó el aliento.

—Tania, eso es increíble. Tienes que hacerlo.

—Pero es en el sur, es diario. No sé cómo…

—Yo te llevo —interrumpió él—. Trabajo remoto la mayoría del tiempo. Sofi sale de la escuela a la una. Nos organizamos. No estás sola en esto.

Esa noche, en mi departamento, busqué en Google sobre “Danza Inclusiva”. Si iba a recuperar mi cuerpo, necesitaba recuperar mis sueños. Por primera vez en tres años, no me sentí como una víctima. Me sentí como una bailarina en pausa.

CAPÍTULO 6: EL HERMANO CELOSO Y EL PRIMER BESO

La rutina se estableció rápido, como si siempre hubiéramos funcionado así. Gabriel pasaba por mí en las mañanas, me llevaba a la terapia dolorosa pero esperanzadora, y luego pasábamos las tardes juntos. Sofi me pidió que le ayudara a coreografiar su baile para el festival de la escuela.

—Quiero bailar como tú bailabas —me dijo un martes, mientras giraba torpemente en mi pequeña sala.

—Bailarás mejor que yo, chaparra —le corregí, mostrándole cómo colocar los brazos—. La danza no está en las piernas, está aquí —toqué su pecho— y aquí —toqué su cabeza.

El fin de semana, mi hermano Jaime llegó de visita desde Puebla. Jaime es tres años menor que yo, pero desde el accidente actúa como si fuera mi guardaespaldas personal. Entró al departamento con su mochila al hombro y una cara de pocos amigos.

—Así que este es el famoso Gabriel —dijo Jaime cuando Gabriel y Sofi llegaron con tacos de canasta para cenar.

El ambiente estaba tenso. Jaime, con su ropa de estudiante y su mirada desconfiada; Gabriel, con su ropa de marca discreta y su amabilidad inquebrantable.

—Mucho gusto, Jaime —dijo Gabriel, extendiendo la mano—. Tania habla maravillas de ti.

—Sí, bueno, ella tiende a ver lo mejor de la gente. A veces eso es peligroso —Jaime no le estrechó la mano de inmediato, lo dejó colgado unos segundos eternos antes de aceptar el saludo.

La cena fue un interrogatorio. Jaime preguntó sobre su trabajo (“Consultoría”, dijo Gabriel vagamente), sobre sus intenciones, sobre por qué un hombre como él pasaba tanto tiempo en un departamento de interés social.

Pero Gabriel no se inmutó. Respondió con calma, con respeto. Y cuando Sofi se quedó dormida en mi sofá y Gabriel la cargó con esa ternura infinita, vi cómo los hombros de Jaime se relajaban.

—Está bien, sis —me susurró Jaime en la cocina mientras servíamos refrescos—. No es un patán. De hecho… creo que está enamorado de ti hasta las trancas.

—No digas tonterías —me ruboricé.

—No son tonterías. Lo veo en cómo te mira. No ve la silla, Tania. Te ve a ti.

Cuando Gabriel se despidió esa noche, Jaime ya se había ido a dormir al sofá cama. Acompañé a Gabriel a la puerta.

—Tu hermano es intenso —rio Gabriel en voz baja.

—Solo me protege. Somos lo único que tenemos.

—Lo entiendo. Yo haría lo mismo por Sofi. —Gabriel se detuvo, su mano en el marco de la puerta. La luz del pasillo parpadeaba, pero en ese momento me pareció la iluminación más romántica del mundo—. Tania, tengo que confesarte algo.

—¿Qué pasa?

—Estos meses… no lo hago por caridad. No lo hago por ser buena onda. Lo hago porque… porque no quiero estar en ningún otro lugar que no sea contigo.

Mi corazón latía tan fuerte que temí que él pudiera escucharlo.

—Yo también, Gabriel.

Se inclinó lentamente, dándome tiempo de alejarme si quería. No quise. Cuando sus labios tocaron los míos, fue suave, dulce, con sabor a salsa verde y promesas. No fue un beso de película de Hollywood; fue mejor. Fue real. Fue un beso que decía “estoy aquí y no me voy a ir”.

—Descansa, hermosa —susurró al separarse.

Cerré la puerta y me quedé ahí, tocándome los labios, sonriendo como una adolescente, sintiendo por primera vez que mis cicatrices no eran el final de mi historia, sino solo un capítulo más.

CAPÍTULO 7: EL SECRETO MILLONARIO

Las semanas pasaron volando. El tratamiento comenzaba a dar frutos extraños: hormigueos, sensaciones de calor, pequeños espasmos que los doctores celebraban como victorias olímpicas. Pero había una sombra creciendo. Gabriel recibía llamadas misteriosas, se iba a “reuniones” urgentes y a veces lo notaba distraído, culpable.

Una mañana de martes, en lugar de llevarme a la terapia, Gabriel condujo hacia una zona residencial exclusiva en Lomas de Chapultepec.

—Tenemos que hablar —dijo, apagando el motor frente a una casa que parecía una embajada.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Sofi está bien? —el pánico me invadió.

—Todos estamos bien. Pero ya no puedo seguir ocultándote esto. Entra, por favor.

La casa era impresionante. Mármol, arte original, techos de doble altura. Pero lo que me heló la sangre no fue el lujo, sino las fotos en la repisa de la chimenea. Fotos de Gabriel con políticos, con empresarios famosos, y una foto de él cortando el listón inaugural del “Centro Médico Chapultepec”.

El mismo centro donde yo recibía mi tratamiento “gratuito”.

Me giré hacia él, sintiendo cómo la bilis subía por mi garganta.

—Tú eres el dueño —susurré—. No eres un consultor. Eres el dueño del hospital.

—Soy el fundador de la fundación que lo financia —corrigió él, luciendo miserable—. Mi esposa, Emily, murió porque no tuvimos acceso a cierta tecnología a tiempo, a pesar de tener dinero. Juré que invertiría mi fortuna en investigación médica.

—El tratamiento… los diez mil pesos semanales… —empecé a atar cabos, sintiéndome cada vez más pequeña—. ¿Existe el protocolo, Gabriel? ¿O tú me estás pagando?

—El protocolo existe, es real —dijo rápidamente, acercándose—. Pero… yo aceleré tu entrada. Y sí, yo cubro tu estipendio semanal a través de la fundación de manera directa para que no te falte nada.

Sentí una lágrima caliente rodar por mi mejilla. No de tristeza, sino de humillación.

—¿Por qué? —exigí—. ¿Por qué mentirme? ¿Soy tu proyecto de caridad? ¿La pobre paralítica que el millonario aburrido decidió salvar para sentirse bien consigo mismo?

—¡No! —Gabriel se arrodilló frente a mi silla, tomando mis manos aunque yo intentaba soltarme—. ¡No, Tania! Lo oculté porque te conozco. Eres orgullosa. Si supieras quién soy, si supieras que tengo este dinero, nunca me hubieras dejado acercarme. Nunca hubieras aceptado el pastel, ni la cena, ni la terapia. Y te necesitabas curar.

—Me mentiste. Todo este tiempo, mientras yo contaba centavos para invitarte unos tacos, tú… tú podrías comprar la taquería entera.

—El dinero no importa, Tania.

—¡Importa cuando no lo tienes! ¡Importa cuando es la base de una mentira!

Gabriel se levantó y fue a un escritorio. Sacó una carpeta y un sobre.

—Entiendo que estés enojada. Tienes derecho. Pero necesito que veas esto.

Me entregó el sobre. Adentro había un cheque. Por doscientos mil pesos.

—¿Qué es esto? ¿Me estás comprando? —lo miré con horror.

—No. Es un pago retroactivo. Contraté a una abogada especialista, Rebecca. Investigó tu accidente. El conductor que te chocó… tenía seguro, Tania. Un seguro muy bueno. Pero como no tenías abogado, la aseguradora se hizo tonta y nunca te indemnizó. Rebecca peleó tu caso en silencio estas últimas semanas. Logró un acuerdo preliminar. Esto es solo el anticipo. El total es de casi tres millones de pesos. Es tuyo. Por derecho. No es mi dinero. Es tu justicia.

Me quedé mirando el cheque. Tres millones. Una vida entera de seguridad.

—¿Hiciste todo esto… a mis espaldas?

—Quería darte una solución, no más problemas. Quería que cuando te lo dijera, todo estuviera resuelto. Tania, te amo. No me importa el dinero, ni la silla, ni nada. Te amo a ti.

El silencio en la mansión era absoluto. Miré a este hombre, este mentiroso, manipulador, maravilloso hombre que había movido cielo, mar y tierra legal para devolverme lo que la vida me había robado.

CAPÍTULO 8: TRAICIÓN Y RENACIMIENTO

Me tomó tres días perdonarlo. Tres días de ignorar sus llamadas y hablar con Jaime, quien básicamente me dijo que si no perdonaba al hombre que me había conseguido tres millones de pesos y unas piernas nuevas, él mismo me desheredaba como hermana.

Regresé a la terapia. Acepté el cheque. Y lo más importante, acepté a Gabriel, con todo y sus millones.

Pero la vida tiene un sentido del humor retorcido. Justo cuando pensaba que el drama había terminado, recibí una notificación legal.

Rebecca, la abogada tiburón que Gabriel había contratado, me citó en su oficina. Gabriel estaba ahí, luciendo preocupado.

—Tenemos un problema con la liquidación final del seguro —dijo Rebecca, sin rodeos—. Alguien más está reclamando parte de la indemnización por “daños emocionales y trauma compartido”.

—¿Quién? —pregunté—. Mis padres murieron. No tengo a nadie más que a Jaime.

Rebecca deslizó un papel sobre el escritorio. El nombre estaba impreso en letras negras y frías: Raquel Martínez.

Raquel. Mi “mejor amiga”. La que iba manejando esa noche. La que salió caminando con un esguince en la muñeca mientras yo perdía la mitad de mi cuerpo. La que me visitó una vez en el hospital, lloró diez minutos, y luego desapareció de mi vida para siempre porque “no podía lidiar con la culpa”.

—Dice que el accidente arruinó su vida psicológica —explicó Rebecca—. Quiere el cincuenta por ciento de tu indemnización. Millón y medio de pesos.

Sentí que el aire se escapaba de la habitación.

—Ella… ella se casó el año pasado —balbuceé, recordando las fotos que vi en Facebook antes de bloquearla—. Se fue de viaje a Europa. Tiene un trabajo genial. ¿Trauma? Yo soy la que no puede ir al baño sola a veces.

—Es una oportunista —gruñó Gabriel, su cara roja de ira—. Voy a destruirla en la corte.

—No —dije. Una calma fría se apoderó de mí. Era la nueva Tania. La Tania que había sobrevivido a la parálisis, a la pobreza y a las mentiras piadosas—. No la vas a destruir tú, Gabriel. Lo voy a hacer yo.

La audiencia de conciliación fue una semana después. Entré rodando con mi vestido rojo favorito, maquillada impecablemente, con Gabriel empujando mi silla como si fuera un trono. Raquel estaba allí con un abogado barato. Se veía bien, bronceada, saludable. Cuando me vio, tuvo la decencia de bajar la mirada.

El juez escuchó los argumentos. El abogado de Raquel habló de “estrés postraumático” y “culpa del sobreviviente”.

Entonces me tocó hablar a mí.

—Señoría —dije, mi voz firme—. Raquel salió caminando esa noche. Yo no. Ella tuvo tres años para buscarme, para pedir perdón, para ser mi amiga. No lo hizo. Ahora que hay dinero sobre la mesa, aparece. Su trauma tiene un precio muy específico, al parecer. Yo perdoné a Raquel por el accidente hace mucho tiempo. Nadie quiere chocar. Pero no voy a perdonar esto. No voy a financiar su estilo de vida con el precio de mis piernas.

El juez, un hombre mayor con cara de pocos amigos, miró a Raquel.

—Señorita Martínez, ¿tiene usted facturas médicas psiquiátricas? ¿Recetas? ¿Pruebas de su incapacidad laboral?

Raquel no tenía nada. Solo codicia.

—Caso desestimado —dictó el juez, golpeando el mazo—. La indemnización completa va para la víctima real. Y señorita Martínez… le sugiero que se retire antes de que la demande por costos legales.

Al salir del juzgado, Raquel intentó acercarse.

—Tania, yo solo… necesitaba el dinero para…

—Ahórratelo, Raquel —la corté. Gabriel puso una mano protectora en mi hombro—. Quédate con tus piernas funcionales. Yo me quedo con mi dignidad, mi dinero y mi familia. Adiós.

Esa noche, celebramos en el jardín de la casa de Gabriel. Jaime trajo champán. Sofi bailaba alrededor de nosotros.

—Tengo una última sorpresa —dijo Gabriel, cuando las estrellas ya brillaban sobre la Ciudad de México.

Me mostró su teléfono. Era un render arquitectónico. Un estudio de danza moderno, totalmente accesible, con rampas invisibles y barras a diferentes alturas.

—Compré el terreno de al lado —dijo—. Quiero que construyas tu escuela. “Danza Sin Límites”. Para niños como tú. Para que enseñes lo que sabes.

Miré la imagen, luego miré mis piernas. Esa mañana, por primera vez, había logrado mover el dedo gordo del pie derecho a voluntad. Solo un centímetro. Pero un centímetro es la diferencia entre la nada y el todo.

—Sí —dije, llorando de felicidad—. Sí a todo. Sí a ti, sí a la escuela, sí a la vida.

Seis meses después, el día de nuestra boda, hice algo que nadie esperaba. Cuando llegó el momento de caminar hacia el altar, frené mi silla. Jaime y mi terapeuta se acercaron. Me ayudaron a ponerme de pie.

Mis piernas temblaban. Me dolía todo. Pero con la ayuda de unas barras paralelas decoradas con flores blancas que Gabriel había mandado instalar a lo largo del pasillo, di un paso. Luego otro.

No caminé sola. Nunca más caminaría sola.

Gabriel lloraba abiertamente en el altar. Sofi saltaba de emoción. Y yo, Tania, la chica que alguna vez pensó que su vida valía ochenta pesos, di el paso más importante de mi vida hacia el hombre que me enseñó que el amor verdadero no es el que te carga, sino el que te ayuda a levantarte.

(Fin de la historia)