PARTE 1

Mi nombre es Sofía. Hace seis meses, sostenía la mano fría de mi madre mientras daba su último aliento en nuestro pequeño rancho en Oaxaca. El olor a copal y cempasúchil todavía estaba impregnado en las paredes de adobe cuando él llegó.

Don Miguel. El hermano de mi padre, el tío rico de la Ciudad de México del que solo había escuchado susurros. No lo había visto en una década. Sus ojos, aunque cansados y hundidos por la enfermedad, seguían teniendo la misma chispa de autoridad.

Llegó en una camioneta negra tan brillante que reflejaba las nubes de nuestro cielo polvoriento. Trajo coronas de flores tan grandes que apenas cabían por la puerta. Y trajo una petición que sonaba más a sentencia.

“Mi Sofía,” dijo, su voz rasposa por el cáncer que le comía los pulmones. Estábamos sentados en el patio, el sol comenzaba a ocultarse detrás del cerro. “Me estoy muriendo.”

Un nudo se formó en mi garganta. Él y mi madre habían tenido sus diferencias, pero después de que mi padre murió, Don Miguel nunca nos abandonó. Sus cheques mensuales pagaron la medicina de mi madre y la comida en nuestra mesa. Mi deuda con él era incalculable.

“No diga eso, tío,” susurré.

“Es la verdad. Y no me iré en paz sin cumplir mi única voluntad.” Me tomó las manos. Las suyas eran huesudas, pero su agarre era firme. “Quiero que te cases con mi hijo. Con Alejandro.”

El aire se me fue de los pulmones. ¿Alejandro? El hijo que vivía en el extranjero, el heredero del imperio de acero. Solo lo había visto en fotos, en revistas de sociales que a veces llegaban al pueblo. Un hombre con una mandíbula perfecta y ojos que parecían témpanos de hielo.

“Tío… yo no puedo. No lo conozco. Él no me conoce.”

“Es un buen muchacho, pero es… impulsivo. Testarudo. Como yo,” tosió, un sonido seco que me dolió en el pecho. “Necesita a alguien con tu corazón, Sofía. Alguien con tu bondad. Alguien que no esté interesado solo en nuestra fortuna.” Hizo una pausa, sus ojos suplicantes. “Es mi última voluntad. Júramelo, mijita. Júramelo por la memoria de tu madre.”

¿Qué podía hacer? Era una manda. Una promesa a un moribundo que había sido nuestro ángel guardián. Miré la cruz de madera que colgaba en la pared, la misma donde mi madre rezaba el rosario.

“Se lo juro, tío. Seré una buena esposa para su hijo.”

Don Miguel sonrió, una mueca de alivio que le estiró la piel pálida. “Sabía que podía contar contigo.”

Una semana después, estaba en esa camioneta negra, dejando atrás el olor a tierra mojada de Oaxaca, dirigiéndome al monstruo de concreto que era la Ciudad de México. La casa, no… la mansión, estaba en Las Lomas de Chapultepec. Era más grande que toda la plaza principal de mi pueblo. Muros altos, seguridad por todas partes, y un silencio frío que contrastaba con el bullicio de los perros y gallinas de mi rancho.

Quien me recibió en la puerta no fue mi prometido. Fue ella.

Doña Elvira. La esposa de Don Miguel. Una mujer alta, con el cabello perfectamente peinado y un collar de perlas tan grueso como mi muñeca. Su mirada me recorrió de arriba abajo, desde mis huaraches desgastados hasta mi blusa bordada. Su sonrisa no le llegó a los ojos.

“Así que tú eres la… protegida… de mi esposo,” dijo, la palabra “protegida” sonando como un insulto. “Bienvenida.”

No me sentí bienvenida. Me sentí como un insecto bajo su lupa.

Esa misma tarde, mientras deshacía mi única maleta de lona en un cuarto de huéspedes más grande que mi casa entera, la vi. Valeria. Entró sin tocar, con una confianza que solo da el dinero de cuna. Rubia, vestida con marcas que solo había visto en televisión.

“Hola,” dijo con una sonrisa dulce como veneno. “Tú debes ser Sofía. Soy Valeria. La… mejor amiga… de Alejandro.” Se acercó y tocó la tela de mi rebozo. “Qué… rústico.”

Doña Elvira apareció detrás de ella, observándonos. “Valeria es la mujer que yo elegí para mi hijo,” dijo Elvira fríamente. “Pero Miguel, con sus sentimentalismos… En fin. Espero que entiendas tu lugar aquí, muchacha.”

Esa noche fue la primera prueba. Doña Elvira me dijo que mis cosas “apestaban a rancho” y que “contaminarían” los finos armarios. Ordenó a una de las empleadas que se llevara mi maleta.

“¡Espere!”, grité, corriendo tras ella. “Ahí están mis cosas.”

La seguí hasta el patio trasero. Y el horror me paralizó. Doña Elvira sostenía mi maleta abierta sobre un tambo de metal oxidado. Con una frialdad aterradora, arrojó mi ropa al fuego.

“¡No! ¡Por favor, no!”

No me importaba la ropa. Era vieja. Pero entonces la vi. La única foto que tenía de mi madre, en su marco de madera barato. Estaba en el fondo de la maleta.

“¡Mi mamá! ¡La foto de mi mamá!”, grité, intentando acercarme.

“Basura,” dijo Elvira, arrojando la foto a las llamas.

Me lancé hacia el fuego, sin importarme el calor. Metí las manos. El fuego me lamió la piel, pero logré sacar el marco chamuscado. La cara de mi madre estaba borrada por el hollín. Caí de rodillas, llorando de dolor y rabia, apretando el vidrio caliente contra mi pecho.

Elvira me miró con desprecio. “Espero que esto te enseñe. Aquí, tu pasado no existe.”

Al día siguiente, intentando ser útil, bajé a la cocina. Era un laberinto de acero inoxidable. La cocinera, una mujer que claramente seguía las órdenes de Elvira, me miró con fastidio.

“La señora dijo que la ayudaras,” me dijo, empujándome una pila de platos de porcelana fina.

Estaba temblando, mis manos vendadas por las quemaduras. Mientras intentaba tomar un plato, la cocinera lo empujó sutilmente. El plato se estrelló contra el suelo de mármol, haciéndose añicos.

“¡INÚTIL!”, gritó Elvira, apareciendo como por arte de magia. “¿Tienes idea de cuánto cuesta esto? ¡Lo que ganas en un año no pagaría ni la mitad!”

“Yo no fui,” susurré, las lágrimas brotando de nuevo. “Ella…”

“¿Te atreves a culpar al servicio? ¡Malagradecida!” Me gritó que lo limpiara. De rodillas, con mis manos heridas, comencé a recoger los pedazos.

“Más rápido, que viene gente,” me urgía Elvira, parada sobre mí.

En mi apuro, un fragmento afilado me cortó la palma de la mano. La sangre brotó, roja y espesa, manchando el mármol blanco.

Fue entonces cuando él entró.

Alejandro.

En persona era más intimidante que en las fotos. Alto, con un traje perfectamente cortado y esos mismos ojos helados. Miró la escena: yo de rodillas, sangrando, y su madre de pie, furiosa.

No dijo nada. Simplemente caminó hacia mí, sacó un pañuelo de seda del bolsillo de su saco y me tomó la mano herida. Su toque fue firme, pero extrañamente gentil. Me levantó, sin mirarme a la cara.

“Madre, ¿qué está pasando aquí?”, dijo, su voz era un murmullo grave y controlado.

“Esta… muchacha… rompió la vajilla de Limoges,” dijo Elvira, ofendida.

Alejandro ni siquiera parpadeó. Siguió vendando mi mano con su pañuelo. Yo solo podía mirar la sangre manchando la seda cara.

“Sube a tu cuarto,” me ordenó, sin calidez.

Cuando estuve en el pasillo, lo escuché. “No la quiero en la cocina, madre. Y no la vuelvas a humillar.”

Una pequeña chispa de esperanza se encendió en mí. Quizás… quizás Don Miguel tenía razón.

Esa esperanza murió esa misma noche.

Entró a mi cuarto sin tocar. Sus ojos ya no eran fríos; ardían de furia.

“¿Cuánto?”, espetó.

“¿Qué?”

“¿Cuánto te pagó mi padre para que te casaras conmigo?” Se acercó, invadiendo mi espacio. Olía a whisky caro y a rabia. “Debo admitirlo, es una buena actuación. La chica pobre, herida, asustada. Pero yo no me trago ese cuento.”

“No es ningún cuento,” dije, retrocediendo. “Fue una promesa… a su padre. Él está…”

“¡No te atrevas a usar su enfermedad en mi contra!” Me agarró del brazo. “Tú eres una oportunista. Una cazafortunas. Crees que porque mi padre está muriendo, puedes venir aquí y tomar lo que es nuestro.”

“¡Usted no sabe nada!”

“Sé que no me casaré contigo.” Me arrojó un fajo de billetes a la cara. Cayeron al suelo como hojas muertas. “Toma eso. Es más de lo que verás en tu miserable vida. Lárgate de mi casa. Vuelve a tu rancho polvoriento y no vuelvas nunca.”

Me quedé paralizada, la humillación quemándome más que el fuego de anoche.

“¿Qué esperas? ¡Lárgate!”, gritó.

Tomó mi maleta chamuscada, me agarró del brazo y me arrastró fuera de la mansión. Me arrojó a la calle, más allá de las puertas de seguridad, como si fuera basura. La maleta aterrizó a mis pies.

“Y no vuelvas,” dijo, antes de que las pesadas puertas de hierro se cerraran con un ruido sordo y final.

Estaba sola, en medio de la noche, en una ciudad que no conocía, con el dinero de mi humillación a mis pies. Lloré. Lloré por mi madre, por Don Miguel, por la promesa rota. Pero mientras lloraba, mi tristeza se convirtió en algo más. Furia.

Yo le había dado mi palabra a Don Miguel. Y esta familia arrogante no iba a romperla.

No toqué el dinero.

Recogí mi maleta y caminé hasta que amaneció. Cuando los primeros rayos de sol golpearon los muros de la mansión, yo estaba de vuelta en la puerta de servicio. Esperé.

Cuando el camión de la basura llegó para su recolección matutina, me deslicé por la puerta antes de que se cerrara.

Alejandro estaba en el comedor, tomando café, luciendo satisfecho. Cuando levantó la vista y me vio parada en la entrada, cubierta de polvo pero con la cabeza en alto, su mandíbula casi golpea el suelo.

En su mirada, vi algo nuevo. No solo ira. Vi… confusión. Y tal vez, solo tal vez, una pizca de respeto.

No había tomado su dinero. Y no me iba a ir. La guerra acababa de empezar.

PARTE 2

La cara de Alejandro era un poema. Dejó su taza de café con tanta fuerza que resonó en el silencioso comedor.

“¿Qué demonios haces aquí?”, siseó, levantándose de golpe.

“No acepté su dinero,” dije, mi voz temblando menos de lo que esperaba. “Y no me voy a ir. Le hice una promesa a su padre.”

“Mi padre está delirando. ¿No lo entiendes? ¡No te quiero aquí!”

“Entonces tendrá que matarme,” respondí, sorprendiéndome a mí misma. “Porque no voy a romper un juramento hecho a un hombre moribundo.”

Él me miró fijamente, como si intentara descifrar un idioma antiguo. Antes de que pudiera responder, Don Miguel entró, apoyado en su enfermero. Su rostro se iluminó al vernos.

“¡Alejandro! ¡Sofía! Qué bueno verlos juntos.” Se acercó y me tomó la mano. “Hijo, ¿no es maravillosa? Sabía que te gustaría.”

Alejandro forzó la sonrisa más falsa que he visto en mi vida. “Sí, padre. Es… sorprendente.”

El alivio en la cara de Don Miguel fue tan profundo que supe que no podía fallarle. “La boda será mañana,” anunció.

El pánico se apoderó de mí. “¿Mañana?”

“No hay tiempo que perder, mijita,” dijo Don Miguel, con una seriedad que helaba la sangre.

La boda fue la cosa más fría y solitaria del mundo. Se celebró en el jardín de la mansión. Yo usé un vestido blanco sencillo que la costurera de la familia ajustó a toda prisa. Doña Elvira vestía de negro, como si fuera un funeral. Su mirada era una daga clavada en mi espalda. Valeria estaba allí, con un vestido rojo sangre, sonriéndome con veneno mientras Alejandro, rígido como una estatua, se paraba a mi lado.

Cuando el juez dijo: “Alejándro, ¿aceptas a Sofía como tu legítima esposa?”, él guardó silencio. Doña Elvira negó sutilmente con la cabeza. Valeria contuvo el aliento.

“Acepto,” dijo Alejandro, su voz resonando, pero sus ojos estaban muertos.

Cuando me lo preguntó a mí, dudé. Miré a Don Miguel, que me observaba con una esperanza desesperada. “Acepto,” dije, sellando mi destino.

La única persona que me felicitó sinceramente fue Lucía, la hermana menor de Alejandro. Estaba en una silla de ruedas, con una sonrisa dulce y ojos tristes. “Felicidades,” susurró, apretando mi mano. “Ten cuidado con mi madre. Y con Valeria.”

La fiesta fue silenciosa. En cuanto Don Miguel se retiró a descansar, Doña Elvira se acercó a mí.

“Disfruta mientras puedas, gata de rancho,” escupió en voz baja. “Ahora eres la señora de la casa. Pero te juro por Dios que haré de tu vida un infierno. Alejandro será de Valeria. Y tú volverás al basurero de donde saliste.”

La noche de bodas, la pasé sola. Alejandro ni siquiera entró a la habitación principal. Me quedé despierta toda la noche, en esa cama inmensa y fría, escuchando el tictac de un reloj antiguo, preguntándome qué había hecho.

Los días siguientes fueron una tortura silenciosa. Intenté cumplir mi papel. Me levanté temprano para prepararle el café, como le gustaba a mi padre. Un café de olla cargado, con canela.

Entré a su estudio y se lo dejé en el escritorio.

“¿Qué es esto?”, dijo, mirándolo con asco.

“Es café…”

“Huele a establo. No quiero tus brebajes.” Barrió la taza de la mesa. Se estrelló contra la pared, manchando la alfombra persa. “Y te lo advertí. No toques mis cosas. No te acerques a mí. Eres mi esposa solo en papel, ¿entiendes? Para mi padre. Nada más.”

Me pasaba los días evitando a Doña Elvira, que me ponía a hacer tareas inútiles solo para humillarme frente al servicio, y a Valeria, que venía todos los días con el pretexto de ver a Alejandro, paseándose por la casa como si ya fuera la dueña.

Una noche, Alejandro salió furioso de la casa. Había estado bebiendo. Lo oí discutir con su madre. Horas después, cerca de la madrugada, sonó el teléfono de la casa. Contesté.

“¿Hablo a la residencia del señor Alejandro Ferreti?”, dijo una voz oficial. “Hablamos de la delegación de policía de Polanco. El señor está detenido.”

Mi corazón dio un vuelco. Sin pensarlo, tomé un abrigo y le pedí al chofer de Don Miguel, un hombre amable llamado Tomás, que me llevara.

La delegación estaba fría y olía a desinfectante y desesperación. Alejandro estaba en una celda, con el traje arrugado y un corte en la ceja. Se había peleado en un bar.

“¿Qué haces aquí?”, dijo bruscamente cuando me vio.

“Vine por usted.”

“No necesito tu ayuda. Lárgate.”

Pero no me fui. El hombre con el que se había peleado estaba en el mostrador, insistiendo en presentar cargos. Tenía el labio partido. Me acerqué a él.

“Por favor, señor,” le supliqué. “Mi… mi esposo… no es una mala persona. Está pasando por un momento difícil. Su padre está muy enfermo. Por favor, no presente cargos. Le pagaré lo que sea.”

El hombre me miró, luego miró a Alejandro en la celda. “No quiero su dinero, señora. Pero… está bien. Por usted. Se ve que es una buena mujer. No sé qué hace con un tipo como él.”

Retiró los cargos. Cuando liberaron a Alejandro, me miró bajo la cruda luz fluorescente de la estación. La confusión había vuelto a sus ojos.

“¿Por qué lo hiciste?”, preguntó mientras Tomás nos llevaba a casa en silencio.

“Es lo que hace una esposa,” respondí, mirando por la ventana.

Esa noche, lo encontré dormido en el sofá de la sala, todavía con el traje puesto. Estaba temblando de frío. Subí a mi cuarto, tomé un pesado sarape de lana que había traído de Oaxaca y lo cubrí con cuidado.

Justo cuando me alejaba, sus ojos se abrieron de golpe. Había estado fingiendo.

Me miró fijamente mientras yo me alejaba, y por primera vez, en esos ojos helados, no vi ira. Vi algo más. Algo que me asustó mucho más.

PARTE 3

La tregua silenciosa que nació esa noche en el sofá duró poco. Doña Elvira regresó de un viaje corto a Valle de Bravo y notó el cambio. Notó que Alejandro ya no me miraba con odio puro, sino con una curiosidad cautelosa.

Y eso, para ella, era más peligroso que cualquier otra cosa.

La guerra se intensificó. Un día, mientras Don Miguel estaba en el hospital para una revisión, Elvira me confrontó en el pasillo.

“Te crees muy lista, ¿verdad, zorra?”, siseó, sus uñas perfectamente cuidadas clavándose en mi brazo. “Crees que por cubrirlo con una cobija ya lo tienes en la bolsa. Pero Alejandro es mío. Siempre lo ha sido.”

“No sé de qué habla,” intenté zafarme.

“¡No te hagas la estúpida conmigo!” Me empujó hacia mi habitación. “¡Vas a desaparecer!”

Me encerré en el cuarto, el corazón latiéndome a mil por hora. Oí cómo gritaba órdenes. “¡Traigan la llave maestra! ¡Abran esta puerta!”

Cuando la puerta se abrió, Elvira entró como una furia. “¡Te vas a ir!”

Me agarró del pelo y comenzó a arrastrarme fuera. En el forcejeo, me empujó con todas sus fuerzas. Caí hacia atrás y mi cabeza golpeó la esquina afilada de una cómoda de madera. Vi estrellas, y luego, todo se volvió negro.

Cuando desperté, Alejandro estaba arrodillado a mi lado, su rostro pálido de pánico. “¿Sofía? ¿Estás bien?”

Doña Elvira estaba detrás de él, fingiendo angustia. “¡Ay, hijo! ¡No sé qué pasó! La encontré en el suelo. ¡Esta niña es tan torpe! Seguramente se tropezó.”

Me dolía la cabeza terriblemente. Miré a Alejandro, y luego a la cara de víbora de Elvira. Si decía la verdad, Don Miguel se enteraría. El estrés podría matarlo.

“Me caí,” mentí. “Me resbalé. Estoy bien.”

Alejandro no pareció convencido, pero ayudó a su madre a llevarme a la cama. Esa noche, él trajo un botiquín y limpió la herida en mi sien. Sus dedos eran sorprendentemente suaves.

“Eres muy mala mintiendo,” dijo en voz baja.

No respondí.

“Mi madre… puede ser difícil,” admitió. “Gracias. Por no… preocupar a mi padre.”

Fue la primera vez que me habló como a un ser humano. Al día siguiente, insistió en sacarme de la casa. “Necesitas aire,” dijo.

Me llevó al Castillo de Chapultepec. Caminamos por los jardines en silencio. Fue extraño. Por un momento, no éramos el millonario arrogante y la chica pobre. Éramos solo dos personas rotas, caminando bajo los ahuehuetes.

Pero Elvira y Valeria ya estaban preparando su siguiente movimiento. Y era uno que casi me destruye.

Todo comenzó con Lucía, mi cuñada. Ella pasaba horas en su computadora, hablando con gente en línea. Era su única ventana al mundo. Un día, me confesó que tenía un “novio” virtual.

“Es tan lindo, Sofía. Se llama ‘Sandro’. Pero… tengo miedo. Él cree que… bueno…” Me enseñó su perfil. “Le envié una foto tuya. Le dije que era yo.”

Mi corazón se detuvo. “Lucía, eso es peligroso. No puedes…”

“¡Es que tú eres tan bonita! Yo estoy… así.” Miró sus piernas inmóviles.

“Eres hermosa, Lucía. Y mentirle está mal.”

Pero el daño estaba hecho.

Unos días después, Valeria vino a mi cuarto con un regalo. Una laptop nueva. “Para que te ‘actualices’, querida,” dijo con su sonrisa falsa. “Puedes tomar cursos en línea. Ya sabes, para que tengas algo de qué hablar con Alejandro.”

Fui tan ingenua. Acepté el regalo, agradecida.

Lo que no sabía es que esa computadora era un caballo de Troya.

Unos días después, Alejandro me encontró en la calle. Iba camino a la farmacia. Un hombre de aspecto rústico, con botas y sombrero, me detuvo.

“¿Sofía? Vaya, eres más guapa en persona,” dijo, tomándome del brazo.

“¿Disculpe? No lo conozco.”

“¿Cómo que no? Soy ‘Sandro’. Tu ‘Sandro’.”

Intenté alejarme, pero él insistió. En ese preciso momento, el auto de Alejandro dobló la esquina. Nos vio. Su rostro se transformó en una máscara de furia. Frenó de golpe, bajó del auto y se abalanzó sobre el hombre.

“¡Suéltala! ¿Quién diablos eres tú?”

“¡Tranquilo, jefe! Solo hablaba con mi chica,” dijo el hombre, sonriendo.

Alejandro me miró con un asco que me partió el alma. Se fue sin decir palabra.

Corrí a la casa, llorando. “¡Alejandro! ¡No es lo que crees! ¡Ese hombre está loco!”

Él estaba en su estudio, con la laptop que Valeria me había dado.

“¿Ah, no?”, gritó, volteando la pantalla.

Estaba abierta en una conversación de chat. Eran mensajes… supuestamente míos… para “Sandro”. Mensajes de amor. “Te extraño, mi amor.” “No soporto a mi esposo. Es un bruto.” “Pronto estaremos juntos, lejos de esta jaula.”

“Yo no escribí eso,” sollocé. “¡Te lo juro! ¡Jamás!”

“¡DEJA DE MENTIR!” Estaba fuera de sí. “¡Eres peor de lo que pensé! No solo eres una cazafortunas, ¡eres una adúltera!”

Sacó unos papeles de su escritorio. “Esto se acabó. Quiero el divorcio. Vas a firmar esto, y te largas de mi vida.”

Eran papeles de divorcio.

En ese momento, Lucía entró rodando en su silla. “¡No, Alejandro! ¡Es mi culpa! ¡Es mi culpa!”

Lucía le contó todo. El novio virtual. La foto. Todo.

Alejandro miró la pantalla, luego a su hermana, luego a mí. Su furia se desvaneció, reemplazada por una profunda y terrible confusión. “Valeria… me dio esta laptop,” dije en voz baja.

Un entendimiento oscuro cruzó su rostro. Se dio cuenta. Era una trampa.

Pero el tal “Sandro” (cuyo nombre real era El Chacal) no había terminado. Había sido contratado por Elvira y Valeria. Y cuando vieron que su plan falló, pasaron a la fase dos.

Esa noche, El Chacal y otro hombre me interceptaron cuando salía del jardín. Me taparon la boca y me metieron a una camioneta.

Me llevaron a una cabaña abandonada en el Ajusco. Hacía un frío mortal. El Chacal me ató a una silla.

“Tu suegra paga bien,” dijo, riendo. “Primero por fingir ser tu amante. Ahora, por hacerte desaparecer.”

Mi sangre se heló.

No sé cuántas horas pasaron. Oí disparos afuera. Gritos.

La puerta se abrió de golpe. Era Alejandro. Sus ojos estaban desorbitados por el pánico.

“¡Sofía!”

Corrió hacia mí y empezó a desatarme. En ese momento, El Chacal apareció detrás de él, apuntando un arma.

“¡Alejandro, cuidado!”, grité.

Me arrojé hacia él. El arma se disparó.

El dolor fue agudo. Pero no fui yo. Alejandro se desplomó contra mí, un círculo rojo oscuro extendiéndose por su camisa, en el hombro.

“¡Corre!”, me gritó.

Pero El Chacal ya había huido, asustado por el disparo.

Estábamos solos. Alejandro sangraba profusamente. Lo arrastré como pude dentro de la cabaña y cerré la puerta.

“Tienes que irte,” dijo, su voz débil.

“No te voy a dejar.”

Rasgué mi vestido. Hice un torniquete improvisado. Hacía un frío glacial. Él empezó a temblar. Tenía fiebre.

“Tengo frío, Sofía,” susurró.

Lo acosté en un catre viejo y lo cubrí con mi abrigo, pero no era suficiente. Sin pensarlo, me acosté a su lado, abrazándolo con todas mis fuerzas, tratando de darle mi calor corporal.

“Perdóname,” susurró él, medio delirante. “Por todo. Perdóname.”

“Shhh. Guarda tus fuerzas. No vas a morir. Te lo prohíbo,” le dije, mientras mis propias lágrimas se congelaban en mis mejillas.

Pasamos la noche así, abrazados en la oscuridad, con el olor a pino y sangre, mientras la vida de mi esposo se aferraba a un hilo. Y en esa oscuridad, supe que algo había cambiado para siempre. El odio se había ido. Y en su lugar, había algo aterrador.

PARTE 4

Encontramos ayuda al amanecer. Logré llevar a Alejandro, medio inconsciente, hasta un camino de terracería donde un lechero nos recogió.

Cuando llegamos a la mansión, el infierno se desató. Doña Elvira vio a su hijo cubierto de sangre y soltó un grito teatral.

“¡Dios mío! ¡Alejandro! ¿Qué te hizo esta mujer?”

Antes de que Alejandro pudiera hablar, yo intervine. “Fue un accidente,” dije, mi voz firme. “Íbamos en la moto. Tuvimos un accidente en la carretera a Cuernavaca. Un derrape.”

Alejandro me miró, confundido, pero entendió. La verdad… el secuestro, El Chacal, la participación de su madre… mataría a Don Miguel.

Tuvimos que mentir.

Mientras Alejandro se recuperaba, algo cambió entre nosotros. El hielo se había derretido. Me traía té, me preguntaba cómo estaba, incluso… sonreía.

Pero yo estaba inquieta. Escuché a Alejandro hablando por teléfono con su mejor amigo, Javier.

“No sé, Javi. Es… diferente. La salvé, sí. Pero no confundas la compasión con otra cosa. Sigue siendo la chica del rancho.”

Me rompió el corazón. Para él, yo seguía siendo un acto de caridad.

Aprovechando que Don Miguel estaba estable, pedí permiso para ir a Oaxaca. “Mi tía está enferma,” mentí. Necesitaba escapar.

El silencio de mi rancho me curó el alma. Pero la paz duró dos días.

Mi teléfono sonó. Era Alejandro.

“¿Dónde está el shampoo?”, preguntó bruscamente.

“En el gabinete del baño, Alejandro.”

“Ah. Está bien. Se está acabando.” Colgó.

Dos horas después, otra llamada. “¿Y el café?”

“En la alacena de la derecha. ¿Estás bien?”

“Sí. Adiós.”

Estaba desesperado. Y me hizo sonreír.

Al día siguiente, mientras daba de comer a las gallinas, escuché un auto. Era él. Su Mercedes Benz estaba cubierto de polvo del camino.

“¿Qué haces aquí?”, pregunté, atónita.

“Se acabó el shampoo,” dijo, muy serio.

Esa noche, fue incómodo. Mi casa solo tiene una cama.

“Yo dormiré en el suelo,” dijimos los dos al mismo tiempo.

Terminamos compartiendo la cama, dándonos la espalda, tan separados como si hubiera un abismo entre nosotros. Pero en medio de la noche, desperté y su mano estaba buscando la mía mientras dormía.

Fueron los días más felices de mi vida. Le enseñé a cortar leña. Él me habló de sus sueños de ser arquitecto, no empresario. Cocinamos juntos. Reímos.

Pero tuvimos que volver.

Apenas llegamos a la mansión, vimos a Don Miguel. Salió a recibirnos, pero se desplomó en la entrada.

En el hospital, el médico fue brutal. “El cáncer hizo metástasis. Le quedan semanas. Quizás días.”

Don Miguel me hizo prometerle algo más. “No le digas a nadie, Sofía. Especialmente a Lucía. Está a punto de empezar su fisioterapia. Si sabe que me estoy muriendo, se rendirá. Júramelo.”

“Te lo juro, tío.”

Me convertí en la guardiana de su secreto. Tenía que escabullirme al hospital todos los días, fingiendo que iba de compras. Alejandro notó mi ausencia.

“¿Dónde estabas toda la noche?”, me confrontó un día.

“No puedo decírtelo.”

“¿Otra vez? ¿Otra vez secretos, Sofía? ¡Creí que habíamos superado esto!”

Doña Elvira aprovechó la situación. Inventó historias. Insinuó que tenía un amante. Alejandro, confundido y herido, volvió a dudar.

Un día, mientras estaba en el hospital con Don Miguel, Elvira hizo su jugada maestra. Llamó a Alejandro. “Hijo, ven rápido. Tienes que ver esto.”

Cuando regresé, Alejandro me esperaba con los papeles de divorcio, otra vez. “¡Se acabó, Sofía! ¡Me cansé de tus mentiras!”

Pero esta vez, Doña Elvira intervino. “¡Hijo, no! ¡Ella estaba conmigo! Fuimos a ver… un especialista para mí. Y le hice jurar que no te lo diría. No quería preocuparte.”

Quedé en shock. ¿Por qué me estaba salvando?

La respuesta llegó esa noche. Valeria la visitó. La escuché gritarle a Elvira en la biblioteca.

“¿Eres estúpida? ¡Era tu oportunidad de oro!”

“¡Cállate, Valeria! ¿No sabes lo que vi? ¡Los papeles de divorcio! Alejandro le estaba dando el diez por ciento de las acciones de la compañía. ¡El diez por ciento! Si ella firma, se vuelve millonaria y se queda como accionista. ¡No voy a permitir que esa gata se lleve un centavo!”

Me salvó, no por bondad, sino por avaricia.

Pero Valeria tenía otro plan. Un testamento falso. De alguna manera, lo colocó en el escritorio de Alejandro. Un documento falso donde Don Miguel supuestamente me dejaba la mitad de todo.

Alejandro lo encontró. Y su confianza en mí, que colgaba de un hilo, se rompió.

“Así que esto era,” dijo, su voz muerta. “El testamento. Todo este tiempo. El cariño, el viaje a Oaxaca… todo fue actuación. Felicidades, Sofía. Eres la mejor actriz que he conocido.”

“Alejandro, yo no sé qué es eso…”

“¡BASTA!”

Esa noche era la fiesta de cumpleaños de Lucía. Valeria estaba radiante. Me humilló frente a todos. “Pobre Sofía. Ni siquiera sabe usar los cubiertos correctos. Pero supongo que el dinero puede comprar ropa, pero no clase.”

Alejandro, a pesar de su rabia contra mí, me defendió. “Cállate, Valeria. Ella es mi esposa.”

Más tarde, junto a la piscina, Valeria me acorraló. “Él será mío. Lo sabes, ¿verdad? Siempre ha sido mío.”

“Él es mi esposo,” dije.

“¡Tú no eres nada!”

Me empujó.

Caí al agua helada de la piscina. Y el pánico me inundó. Yo no sé nadar.

Me hundí como una piedra. Vi las luces borrosas de la fiesta arriba. Escuché gritos ahogados.

Entonces, el agua se agitó. Alejandro. Se lanzó vestido con su traje. Me sacó del fondo, me puso en el borde y comenzó a hacerme RCP.

“¡Vamos, Sofía! ¡Respira! ¡Respira, maldita sea! ¡No me hagas esto!”

Tosí, escupiendo agua. Lo primero que vi fueron sus ojos, llenos de un terror que no había visto ni en la cabaña.

“Mi anillo,” susurré, tocando mi mano. “Se cayó. El anillo de bodas.”

Alejandro me tomó la cara entre sus manos. “Al diablo con el anillo. Estás viva.”

Esa noche, creí que todo se arreglaría. Él había visto la verdad.

Al día siguiente, me dijo que tenía una sorpresa. “Ponte hermosa. Esta noche es solo para nosotros.”

Valeria me escuchó. Y puso en marcha su trampa final.

“¡Sofía! ¡Qué emoción! Tienes que lucir perfecta.” Me llevó de compras. “Yo invito.” Me compró vestidos carísimos. Lo que no vi fue que usó una tarjeta de crédito clonada a mi nombre, una que Elvira había conseguido.

La cita fue mágica. Me llevó a un lago en las afueras, había una cena, velas, un violinista.

“Sofía,” dijo, tomándome la mano. “Sé que he sido un idiota. Ciego. Pero esta noche…”

Pero justo entonces, su teléfono sonó. Era el banco. Notificándole de “actividad sospechosa”. Diez vestidos caros.

Su rostro se endureció. La magia se rompió.

“¿Cuánto?”, dijo, su voz volviendo a ser hielo puro.

“¿Qué?”

Sacó una chequera. “Deja de actuar. ¿Cuánto quieres para desaparecer? ¿Esto era? ¿Una cita romántica para ablandarme antes de la estocada final?”

Me extendió un cheque en blanco. “Pon tu precio. Pero te juro que es lo último que verás de mí.”

Las lágrimas me quemaban los ojos. Tomé el cheque, me levanté y me fui.

Volví a la mansión sola. Cuando él llegó, horas después, yo estaba empacando.

“¿Te vas?”, preguntó, casi con alivio.

“No,” dije, dándome la vuelta. Lo miré a los ojos. “No me voy a ir.”

Rompí el cheque en mil pedazos y se los arrojé a la cara.

“Luché por mi promesa. Ahora voy a luchar por mi matrimonio. Y voy a luchar por ti, Alejandro, aunque seas el hombre más ciego y terco que he conocido. Un día, verás la verdad. Y yo estaré aquí cuando eso suceda.”

Salí de la habitación, dejándolo solo con los pedazos de su desconfianza.

La guerra no había terminado. Pero ahora, yo también sabía pelear.

La mañana siguiente, mientras intentaba aclarar mi cabeza en un parque cercano, conocí a Isa. Una niña pequeña, de unos seis años, con ojos enormes y tristes. Estaba mirando fijamente el bolillo que un hombre comía en una banca.

Mi corazón se encogió. Le compré un jugo y un pan dulce.

“¿Cómo te llamas?”, le pregunté.

“Isa.”

“¿Y tus papás, Isa?”

Sus ojos se llenaron de pánico. “No tengo. Me escapé. Mi madrastra… me pega.”

Miré sus brazos delgados. Estaban cubiertos de moretones.

No pude evitarlo. La llevé a la mansión. “Te esconderás en el cuarto de huéspedes. Nadie puede saber que estás aquí,” le dije.

Cuidar de Isa se convirtió en mi misión. Le llevaba comida a escondidas. Le compraba ropa. Era mi secreto, mi rayo de luz en esa casa oscura.

Pero Valeria y Elvira todo lo ven.

Valeria me siguió. Vio a Isa. Y vio su oportunidad.

Contactó a la madrastra de Isa. “Hay mucho dinero de por medio si haces lo que te digo.”

Un día, la policía llegó a la mansión. Con ellos, venía la madrastra, llorando lágrimas de cocodrilo.

“¡Mi hija! ¡Esa mujer la secuestró! ¡Pido justicia!”

“¡No! ¡Ella miente! ¡Miren sus brazos!”, grité.

Pero no encontraron a Isa. Valeria la había sacado de la casa minutos antes.

“Sofía Ferreti, queda arrestada por secuestro de menores.”

Alejandro llegó justo cuando me ponían las esposas. Su rostro era una mezcla de horror e incredulidad.

“¡Alejandro! ¡Encuentra a Isa! ¡Por favor! ¡Está en peligro! ¡Tienes que creerme!”

Me llevaron. En la celda fría, pensé que todo había terminado.

Pero entonces, él llegó.

Alejandro se paró frente a los barrotes.

“Hablé con el vecino,” dijo, su voz ronca. “Tiene cámaras de seguridad. Vi a Valeria sacar a Isa en su auto una hora antes de que llegara la policía.”

Me miró, y esta vez, por fin, vi la verdad en sus ojos.

“Te creo, Sofía,” dijo. “Voy a sacarte de aquí. Y vamos a encontrar a Isa.”

Consiguió liberarme bajo fianza. Pero Isa había desaparecido. La madrastra y Valeria la habían escondido.

Estábamos desesperados. Hasta que una noche, mi teléfono sonó. Un número desconocido.

“¿Sofía?” Era la voz diminuta de Isa. “Me tienen en una casa vieja. Cerca del lugar donde venden… muchos jarros.”

¡Tlaquepaque! (O un mercado similar).

“¡Isa, escúchame!”

La llamada se cortó.

Fuimos Alejandro y yo. Solos. Encontramos la bodega abandonada. Oímos a Isa llorar.

Derribamos la puerta. La madrastra y El Chacal (el mismo hombre de la cabaña) estaban allí.

“¡Paguen o la niña sufre!”, gritó El Chacal.

Alejandro se abalanzó sobre él. Yo corrí hacia Isa. La policía, a quien Alejandro había llamado de camino, irrumpió.

Se acabó.

O eso creí.

De vuelta en la mansión, Elvira y Valeria fueron expuestas. Don Miguel, al borde de la muerte, usó sus últimas fuerzas para desheredar a Elvira.

Pero mientras la policía se llevaba a la madrastra de Isa, ella nos miró con odio. “La ley dice que es mía.”

Y tenía razón.

Dos días después, un oficial de servicios infantiles llegó a la casa. Isa estaba jugando en el jardín, riendo por primera vez.

“Debemos llevarla. Legalmente, debe regresar con su madrastra hasta el juicio.”

“¡No!”, grité, abrazando a Isa. “¡No pueden! ¡La va a lastimar!”

“Es la ley, señora.”

Se llevaron a Isa. Sus gritos resonaron en toda la casa.

Caí de rodillas en el jardín, completamente rota. Todo por lo que había luchado… perdido.

Alejandro se arrodilló frente a mí. Me levantó la barbilla. Sus ojos, que una vez fueron de hielo, estaban llenos de una determinación feroz.

“Esto no ha terminado, Sofía,” dijo.

“Pero la ley…”

“Al diablo con la ley. Te lo prometí en esa estación de policía. Te lo prometo ahora. Es mi esposa. Y esa es nuestra hija.”

Se levantó y sacó su teléfono. “Javier, necesito al mejor abogado de México. Ahora.”

Me miró. “Voy a traerla de vuelta, Sofía. Te lo juro.”

Y mirándolo a los ojos, por primera vez desde que dejé Oaxaca, le creí.

CAPÍTULO EXTRA: LA PROMESA CUMPLIDA

La mansión de Las Lomas se sentía más grande y más vacía que nunca. El silencio ya no era frío y hostil, sino pesado y expectante. Habían pasado dos semanas desde que los agentes del DIF se llevaron a Isa. Dos semanas de infierno legal.

Alejandro había cumplido su palabra. Convirtió la biblioteca, antes el bastión de su madre, en un cuarto de guerra. Javier, su mejor amigo y un abogado implacable, prácticamente se había mudado con nosotros. Los papeles cubrían cada centímetro de la mesa de caoba.

“La madrastra tiene todos los derechos legales por ahora,” dijo Javier, pasándose una mano por el cabello. “Pero es vulnerable. Tiene antecedentes de negligencia que logramos desenterrar. Y tenemos el video de Valeria sacando a Isa. Y tu testimonio del secuestro, Sofía.”

“No es suficiente,” dijo Alejandro, su voz era un gruñido. Estaba de pie junto a la ventana, mirando el jardín donde Isa había reído. No había dormido en días. “Quiero más. Quiero destruirla.”

“Y lo haremos,” aseguré, poniendo mi mano en su espalda. Sentí la tensión en sus músculos. “Pero tenemos que ser inteligentes. No podemos ser como ellos.”

Él se giró y me tomó la mano. Sus ojos, que yo había conocido helados y luego furiosos, ahora solo reflejaban un cansancio profundo y una devoción que me quitaba el aliento. “Tienes razón. Siempre la tienes.”

Nuestros días se convirtieron en una rutina dolorosa: reuniones con abogados por la mañana y, por la tarde, la visita permitida de una hora a Isa en el centro de asistencia social.

El lugar era limpio, pero estéril. Olía a cloro y a tristeza. Isa nos esperaba detrás de un cristal en la sala de visitas. La primera vez que la vimos allí, con su cabello en dos coletas apretadas y un uniforme gris, casi me derrumbo.

“Sofía,” susurró contra el teléfono del intercomunicador, sus ojitos pegados al cristal. “¿Cuándo me voy a casa?”

“Pronto, mi amor. Te lo juro,” le dije, poniendo mi palma contra el vidrio. “Alejandro está moviendo el cielo y la tierra. Vamos a venir por ti.”

Alejandro no podía hablar. Solo la miraba, su mandíbula apretada tan fuerte que pensé que se rompería.

Mientras tanto, las consecuencias para Elvira y Valeria caían como un dominó. El video de las cámaras del vecino fue la prueba clave. Se enfrentaban a cargos por secuestro, conspiración y fraude. Don Miguel, desde su cama de hospital, había firmado todos los papeles necesarios, nombrando a Alejandro director absoluto de la empresa y quitándole a Elvira todo poder. Su imperio de crueldad se había derrumbado.

El día del juicio por la custodia de Isa llegó.

El juzgado estaba tenso. La madrastra, cuyo nombre aprendí era Mónica, estaba allí, fingiendo ser una madre afligida. Su abogado argumentó que éramos “una pareja inestable” y que yo tenía “antecedentes de arresto”.

Mi corazón se hundió.

Pero entonces, Javier se levantó. Y metódicamente, la destrozó.

Presentó el video de Valeria y la madrastra reuniéndose en un café. Presentó los informes médicos de Isa, detallando los moretones antiguos y la malnutrición. Llamó al estrado a los vecinos del antiguo barrio de Isa, quienes testificaron haberla oído gritar.

Y luego, me llamó a mí.

“Señora Ferreti,” dijo el abogado de Mónica, “¿no es verdad que usted secuestró a la niña de su casa?”

Respiré hondo y miré a la jueza. “No, señor. Yo rescaté a una niña que estaba siendo golpeada. La llevé a mi casa porque temía por su vida. Y la mujer que la golpeaba,” señalé a Mónica, “luego intentó extorsionarme y organizó un segundo secuestro.”

Alejandro observaba todo desde la primera fila, su mirada fija en mí, dándome fuerzas.

La jueza se retiró a deliberar. Esas dos horas fueron las más largas de mi vida. Alejandro y yo esperamos en el pasillo, sin hablar, solo sosteniendo nuestras manos tan fuerte que mis nudillos dolían.

“Señores Ferreti.”

Nos levantamos de un salto.

Entramos en la sala. El silencio era total.

“Después de revisar la abrumadora evidencia de abuso y negligencia por parte de la señora Mónica,” comenzó la jueza, “y considerando el acto de secuestro y extorsión, este tribunal le retira permanentemente la custodia de la menor, Isa…”.

Mónica soltó un grito ahogado.

“…Y dadas las circunstancias extraordinarias, y el vínculo evidente que la menor ha formado con los señores Ferreti, quienes demostraron actuar en el mejor interés de la niña arriesgando su propia seguridad, otorgo la custodia temporal completa a Sofía y Alejandro Ferreti, con miras a la adopción permanente.”

Me quedé sin aire. Me volví hacia Alejandro, y él me estaba mirando con lágrimas en los ojos. Me levantó del suelo en un abrazo que me rompió y me reconstruyó por completo.

“Lo hicimos, Sofía,” susurró en mi cabello. “Lo hicimos.”

Esa tarde, fuimos a buscar a Isa. No al cuarto de visitas. Fuimos a la oficina de la directora.

Cuando Isa nos vio, su rostro se iluminó como el sol.

“¿Nos vamos a casa?”, preguntó, su vocecita temblando de esperanza.

Alejandro se arrodilló frente a ella. “Nos vamos a casa, Isa. Para siempre.”

La cargó en sus brazos. Ella escondió su rostro en su cuello y él la apretó contra su pecho. Salimos de ese lugar, y mientras caminábamos hacia el auto, pasé mi brazo por la cintura de Alejandro. Él pasó el suyo por mis hombros.

Esa noche, la mansión de Las Lomas no estaba vacía.

Isa dormía en el cuarto que había sido de huéspedes, que ahora habíamos pintado de amarillo pálido y llenado de juguetes. La puerta estaba entreabierta, por si tenía miedo.

Alejandro y yo estábamos en la terraza, mirando las luces de la ciudad. El aire era fresco.

“Mi padre murió esta mañana,” dijo en voz baja.

Mi corazón se detuvo. Lo miré, pero él seguía mirando el horizonte. “Fui a verlo después del juicio. Se lo dije. Le dije que Isa estaba a salvo.”

“¿Qué dijo él?”, susurré.

“Sonrió. Me dijo… ‘Sabía que ella era la indicada. Cuídala. Cuídalos a los dos.’ Y luego… se fue.”

Las lágrimas corrieron por mis mejillas. Me acerqué y lo abracé por la espalda. Apoyé mi mejilla contra su camisa.

Él se giró y me envolvió en sus brazos. “Me salvaste, Sofía. De mi madre, de Valeria, de mi padre… pero sobre todo, me salvaste de mí mismo.”

“Y tú me salvaste a mí,” le respondí, levantando la mirada. “Nos salvamos mutuamente.”

Me besó. No fue un beso de alivio, ni de pasión desesperada como en la cabaña. Fue un beso de promesa. Un beso de hogar.

“Te amo, Sofía Ferreti,” dijo contra mis labios. “La chica de Oaxaca que llegó con una maleta chamuscada y se robó mi vida entera.”

“Y yo te amo a ti, Alejandro Ferreti,” sonreí. “El hombre más ciego y terco de todo México.”

Nos reímos, y el sonido resonó en la noche. Por primera vez, en esa casa inmensa, me sentí completamente, y absolutamente, en