PARTE 1

Capítulo 1: Los Buitres de Polanco

Me llamo Abril, tengo veintiséis años y soy maestra de primaria en una escuela pública de la Ciudad de México. Y si algo aprendí esta semana, es que la sangre te hace pariente, pero el dinero… el dinero te muestra quiénes son las personas en realidad.

El funeral de mi abuelo Roberto se suponía que debía ser un día sagrado, un momento para honrar la memoria del hombre que construyó todo lo que esta familia tiene. Pero terminó siendo el día más humillante de toda mi existencia. En lugar de lágrimas sinceras, lo que vi fue una manada de hienas hambrientas, vestidas de luto riguroso, esperando a que el cuerpo se enfriara para repartirse el botín.

La lectura del testamento se llevó a cabo tres días después en el despacho del Licenciado Morales, en una torre de cristal en Polanco. El lugar olía a madera de caoba, a aire acondicionado costoso y a esa fragancia particular que tiene la gente que nunca ha tenido que preocuparse por pagar la renta.

Mi madre, Linda, estaba sentada en la cabecera, tan recta que parecía que se iba a romper. Llevaba un traje negro de diseñador que costaba más de lo que yo ganaba en seis meses, y se secaba los ojos con un pañuelo de seda que, estoy segura, estaba completamente seco.

A su lado, mi padre, David, no dejaba de mover la pierna. Miraba su Rolex cada treinta segundos, haciendo cálculos mentales, gastándose la fortuna antes de tenerla en la cuenta. Mi hermano, Marcos, estaba desparramado en la silla de cuero, texteando en su celular con una sonrisa boba, como si el mundo ya fuera suyo. Y mi prima Jimena, la favorita de las revistas de sociales, le susurraba cosas al oído a su marido, señalando muebles y obras de arte como si estuviera en una subasta.

Yo estaba en una esquina, en una silla plegable porque no alcanzaron los sillones de cuero para “la maestra”.

El Licenciado Morales, un hombre canoso que había sido la sombra de mi abuelo Roberto durante cuarenta años, se aclaró la garganta. El silencio se hizo absoluto.

—”Procederé a la lectura de la última voluntad de Don Roberto Torres” —dijo con voz grave.

Mi corazón latía con fuerza, no por el dinero, sino porque extrañaba a mi viejo. Extrañaba nuestras tardes de ajedrez, sus historias de cómo empezó vendiendo telas en el centro y terminó dueño de medio país.

—”A mi hijo, David Torres, le lego la totalidad de las acciones de la Naviera Torres y todos los activos de transporte marítimo”.

La cara de mi padre se iluminó como si hubiera visto a Dios. Esa empresa valía, bajita la mano, unos treinta millones de dólares. Suspiró aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima.

—”A mi nuera, Linda Torres, le cedo la propiedad de los Viñedos en el Valle de Guadalupe, incluyendo la hacienda, el mobiliario y la colección de arte privada”.

Mi madre sonrió. Fue una sonrisa depredadora. Esa finca era su sueño dorado para presumir con sus amigas del club. Otros veinticinco millones, fácil.

—”A mi nieto, Marcos Torres, le dejo mi colección completa de automóviles clásicos y el penthouse en la Quinta Avenida de Nueva York”.

Marcos soltó un “¡Huevo!” que resonó en toda la oficina. A nadie le importó su falta de educación. Solo los coches valían una fortuna incalculable.

—”A mi nieta, Jimena Díaz, le dejo el yate ‘La Reina’ y la casa de descanso en Los Cabos”.

Jimena apretó la mano de su marido y soltó un chillido ahogado de emoción. Ya se veía bronceándose en la proa, subiendo historias a Instagram.

Entonces, el Licenciado Morales hizo una pausa. Una pausa larga, incómoda. Levantó la vista por encima de sus lentes de lectura y me buscó con la mirada.

Sentí un nudo en el estómago. Todas las cabezas giraron hacia mí.

Ese era mi momento. Yo fui la única que estuvo con él cuando enfermó. La única que no le pedía dinero. La única que lo escuchaba. Él me enseñó de negocios, de estrategia, de la vida. Estaba segura de que me dejaría algo que demostrara que nuestro vínculo era real. No quería millones, quería… reconocimiento.

—”Y finalmente, a mi nieta, Abril Torres…” —el abogado carraspeó un poco— “…le dejo este sobre”.

El silencio duró un segundo, y luego, estalló.

No fue una explosión. Fue una risa. Una risa colectiva, cruel y burlona que llenó la habitación.

El abogado me extendió un sobre manila, delgado, casi sin peso.

Mi madre soltó una risita nerviosa y me dio unas palmaditas en la rodilla, con ese tono condescendiente que usaba cuando yo era niña y me caía en el parque.

—Ay, mi vida… seguro es algo con mucho valor sentimental —dijo, pero sus ojos brillaban de burla—. Quizá una carta bonita o una foto de cuando eras bebé. Ya ves que tu abuelo al final ya chocheaba un poco.

—O un billete de lotería —dijo Marcos, riéndose abiertamente—. A ver si le pegas al gordo, hermanita, porque con tu sueldo de maestra no vas a llegar ni a la esquina.

Jimena, desde el otro lado, ni siquiera disimuló. —No pongas esa cara de perro atropellado, Abril. Seguro el abuelo te dejó algo acorde a tu… estilo de vida. No todos nacimos para administrar imperios.

Me levanté. Las piernas me temblaban, pero no iba a dejar que me vieran llorar. Tomé el sobre. Sentí algo adentro, pero era demasiado delgado para ser un cheque importante.

—Si me disculpan —dije con la voz quebrada—, necesito aire.

Salí de la oficina escuchando sus risas a mis espaldas. Mientras caminaba por el pasillo alfombrado hacia el elevador, escuché a mi madre decir: —Siempre ha sido muy dramática, pobre. Ojalá el sobre traiga algún consejo para que se consiga un marido rico, porque lo va a necesitar.

Capítulo 2: El Secreto de los 347 Millones

Entré al elevador y presioné el botón del lobby con tanta fuerza que me dolió el dedo. Las puertas de acero pulido se cerraron, aislándome por fin de las hienas que tenía por familia.

Me recargué contra la pared fría del elevador y miré mi reflejo. Tenía los ojos rojos. Me sentía estúpida. Veintiséis años siendo la nieta buena, la responsable, la que cuidaba al abuelo… para esto. Para ser el chiste de la reunión familiar.

Con las manos temblando de rabia y tristeza, rompí el sello del sobre.

No había carta de amor. No había fotos viejas.

Lo primero que cayó fue un boleto de avión. Lo recogí del suelo. Primera Clase. Aeroméxico – Air France. Destino final: Mónaco. Fecha de salida: La próxima semana.

Fruncí el ceño. ¿Mónaco? Mi abuelo amaba Europa, pero… ¿por qué mandarme allá?

Entonces vi lo demás. Había una nota escrita a mano, con esa caligrafía temblorosa pero firme de mi abuelo que yo conocía tan bien.

«Fideicomiso activado en tu cumpleaños número 26, mi querida Abril. Es hora de que reclames lo que siempre ha sido tuyo. No dejes que los buitres te vean volar.»

Y debajo de la nota, un documento bancario doblado en tres partes. Era un estado de cuenta de un banco suizo: Banque Privée de Genève. El titular de la cuenta decía: «Fideicomiso Abril R. Torres».

Mis ojos bajaron hasta la línea del saldo disponible. Tuve que parpadear. Me froté los ojos. El elevador llegó al lobby y se abrieron las puertas, pero yo no me moví. Me quedé ahí parada, petrificada.

$347,000,000.00 USD.

Trescientos cuarenta y siete millones de dólares.

Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones. Me mareé. Tuve que sostenerme del barandal para no caer de rodillas. ¿Era una broma? ¿Un error de impresión? Eso era… eso era más dinero del que valían todas las herencias de mi familia juntas. La naviera, los viñedos, los coches… todo eso eran cacahuates comparado con esto.

Junto al estado de cuenta había una tarjeta de presentación negra con letras doradas en relieve: «Príncipe Alejandro de Mónaco. Secretario Privado». Y al reverso, otra nota de mi abuelo: «Él gestiona tu fideicomiso. Llámalo en cuanto abras esto».

Salí del edificio como sonámbula. El sol de la Ciudad de México me pegó en la cara, el ruido del tráfico de Polanco me aturdió, pero yo estaba en otro planeta. Me subí a mi pequeño coche, un modelo de hace diez años que a duras penas arrancaba, y manejé hasta mi departamento en la colonia Narvarte.

Mis manos sudaban sobre el volante. En cuanto cerré la puerta de mi casa, me senté en el sofá y marqué el número internacional que venía en la tarjeta, rezando para que fuera una equivocación, o una broma macabra.

Sonó dos veces. —Bonjour, ici le bureau de gestion privée —respondió una voz masculina, profunda y elegante. —Hola… hablo… hablo por lo del Fideicomiso Torres —dije en inglés, tartamudeando.

La voz al otro lado cambió inmediatamente a un inglés perfecto, suave y tranquilizador. —Ah, señora Torres. La estábamos esperando. Mis condolencias por su abuelo, era un hombre extraordinario. —¿Es real? —solté de golpe. No podía con la duda—. El papel que tengo… ¿es real?

Hubo una pequeña pausa y pude escuchar una sonrisa en su voz. —Totalmente real, señora Torres. Su abuelo creó este fondo cuando usted tenía dieciséis años. Ha sido gestionado agresivamente durante la última década en mercados internacionales de alto riesgo y tecnología. Su abuelo fue muy específico: nadie debía saberlo, y usted solo tendría acceso al cumplir veintiséis años.

—Pero… yo no firmé nada. —Él era el fundador. Usted es la beneficiaria absoluta. El fideicomiso ha absorbido las ganancias de varias inversiones en Singapur y Dubái.

Recordé de golpe todas esas tardes jugando ajedrez. “Abril, si tuvieras que invertir en litio o en oro, ¿qué harías?”, me preguntaba. “Abril, ¿qué opinas de este nuevo mercado en Asia?”. Yo le contestaba con honestidad, usando mi lógica, debatiendo con él. Pensé que solo eran pláticas para matar el tiempo. ¡Me estaba entrenando! Todo ese tiempo, él estaba usando mis decisiones, o al menos, moldeando mi criterio para esto.

—¿Y qué tengo que hacer? —pregunté, con la voz apenas un hilo. —El Príncipe Alejandro ha sido informado. Debe viajar a Mónaco para la firma de traspaso de activos y para recibir las llaves de sus propiedades en el principado.

Colgué el teléfono y me quedé mirando la pared blanca y despintada de mi sala. Mi celular empezó a vibrar como loco. Era el grupo de WhatsApp de la familia, titulado “Familia Torres”.

Foto de Marcos: Una selfie en el espejo del penthouse de Nueva York. “¡Vámonos! Esto es vida, cabrones”. Foto de Jimena: Un video brindando con champaña. “Gracias abuelo, al fin justicia”. Audio de Mamá: “Ay, estoy tan estresada con la remodelación de la hacienda, pero bueno, alguien tiene que hacerlo”.

Nadie preguntó por mí. Nadie preguntó qué había en mi sobre. Para ellos, yo era la pobre Abril, la maestra que se quedó con las migajas.

Una risa extraña brotó de mi garganta. Empecé a reír sola en mi sala vacía. Una risa que se mezclaba con llanto. Mi padre me dijo en el desayuno que Mónaco era muy caro para mí. —”Hija, con tu sueldo de maestra no te alcanza ni para un café allá” —me había dicho.

Si supieran. Si tan solo supieran que podría comprar su naviera mañana mismo y cerrarla por capricho. Miré el boleto de avión. Mónaco. Tenía una semana para prepararme. Y tenía una decisión que tomar: ¿Les decía la verdad? ¿O jugaba el juego de ajedrez que mi abuelo me había enseñado?

Decidí jugar. Si ellos querían tratarme como la pobretona de la familia, perfecto. Les daría el espectáculo de su vida.

PARTE 2

Capítulo 3: La Cenicienta de la Terminal 2

La semana antes de mi viaje a Mónaco fue una tortura psicológica disfrazada de “preocupación familiar”. Mi madre, Linda, se tomó la libertad de venir a mi departamento para “ayudarme a hacer la maleta”. En realidad, vino a inspeccionar mi ropa y a asegurarse de que no fuera a dejar en ridículo el apellido Torres en Europa.

—Ay, Abril, ¿en serio piensas llevarte esto? —dijo, sosteniendo una blusa de Zara que yo amaba, tomándola con la punta de los dedos como si estuviera infectada—. Mónaco no es Acapulco, hija. Allá la gente huele el dinero. Si te ven con esto, van a pensar que eres la de la limpieza.

Abrió una bolsa gigante que traía consigo y sacó un montón de ropa usada. —Toma. Son cosas que ya no me quedan o que pasaron de moda hace dos temporadas, pero son de marca. Al menos así podrás entrar a algún café sin que te miren feo. Ah, y te traje esta bolsa Louis Vuitton vieja, tiene una mancha de vino adentro, pero por fuera da el gatazo.

Me mordí la lengua hasta casi sangrar. Acepté la ropa con una sonrisa tensa. Si ella supiera que con los intereses que mi cuenta había generado solo esa mañana podría comprar la tienda Louis Vuitton completa en París, se le caería la cara de vergüenza. Pero no dije nada. Mi venganza sería un plato que se come frío.

La noche antes de irme, mi padre pasó “de rápido”. —Hija, sé que tu abuelo te dejó ese boleto y que estás terca con ir, aunque yo creo que deberías venderlo y pagar tus deudas —dijo, sacando su cartera de piel de cocodrilo—. Pero bueno, eres adulta. Ten.

Me extendió dos billetes de cien euros. —Doscientos euros —dijo con solemnidad, como si me estuviera dando las llaves de la ciudad—. Úsalos solo para emergencias extremas. No te los gastes en tonterías. Y por favor, trata de comer barato. Allá una botella de agua te cuesta lo que aquí ganas en un día.

—Gracias, papá —murmuré, tomando los billetes. Me sentí como una niña de cinco años recibiendo su domingo.

—Y otra cosa —añadió, mirando mi maleta vieja, esa que tenía una rueda chueca—. Cuando llegues, no digas que eres una Torres. Di que eres… no sé, estudiante de intercambio o algo así. No queremos que la gente piense que la familia está pasando por un mal momento económico al verte.

Esa frase fue la gota que derramó el vaso. “No digas que eres una Torres”. Cerré la puerta detrás de él y sentí cómo las lágrimas de coraje me quemaban los ojos. Me juré a mí misma que esa sería la última vez que me hacían sentir menos.

Al día siguiente, pedí un Uber al aeropuerto. Nada de choferes familiares. Llegué a la Terminal 2 del Aeropuerto de la Ciudad de México con mi maleta de rueda chueca y mi ropa “prestada”. Me sentía ridícula. La gente pasaba corriendo con sus maletas Rimowa y sus trajes impecables.

Me acerqué a los mostradores. Había una fila kilométrica para la clase turista, llena de gente empujando y niños llorando. Suspiré y me formé al final. Entonces, una señorita de uniforme impecable se acercó a mí. —Disculpe, señorita —me dijo, mirando mi pasaporte que yo tenía en la mano junto con el boleto impreso—. ¿Usted es la señorita Abril Torres?

—Sí, soy yo —respondí, poniéndome a la defensiva. ¿Qué pasaba? ¿El boleto era falso? ¿Mi familia lo había cancelado?

—Por favor, acompáñeme. No tiene que hacer esta fila.

Me sacó de la multitud y me llevó hacia la zona acordonada con alfombra roja: SkyPriority / First Class / La Première. Sentí las miradas de la gente clavadas en mi espalda. Miradas de confusión. “¿Qué hace esa chica con esa maleta vieja en la fila VIP?”, parecían pensar.

La señorita del mostrador tecleó algo en su computadora y sus ojos se abrieron un poco más. Su actitud cambió de profesional a reverencial. —Bienvenida, señorita Torres. Todo está listo. Air France ha sido notificada de su estatus VIP. ¿Desea que la escoltemos al Salón Premier Privado para esperar su vuelo? Tenemos champaña Krug y servicio de spa disponible antes de abordar.

Me quedé helada. Miré mi maleta vieja. Miré mi reflejo en el vidrio. —Sí —dije, irguiendo la espalda y levantando la barbilla, imitando la postura de mi madre, pero sin su amargura—. Sí, me gustaría una copa de champaña.

Mientras caminaba hacia el salón VIP, dejando atrás el ruido y el caos, saqué mi celular. Tenía un mensaje de mi hermano Marcos: “Suerte en tu viaje de mochilazo, hermanita. Mándanos fotos si logras ver algún Ferrari de lejos. Jaja.”

Sonreí. No solo iba a ver Ferraris. Iba a descubrir que, probablemente, yo era la dueña de la concesionaria. Bloqueé el teléfono, tomé mi copa de cristal y brindé con mi propio reflejo. El juego había comenzado.

Capítulo 4: Mónaco no es para cualquiera

El vuelo fue una experiencia surrealista. Nunca había viajado en primera clase de verdad, de esas cabinas privadas que parecen mini departamentos en el aire. Dormí en una cama totalmente horizontal, comí caviar que costaba más que mi despensa mensual y me trataron como si fuera de la realeza.

Cuando aterricé en el aeropuerto de Niza, en Francia (porque Mónaco no tiene aeropuerto), mi instinto de “pobre” se activó. Empecé a buscar los letreros de autobuses o trenes para llegar al principado. Mi papá me había dicho que el tren era barato y tenía buenas vistas.

Pero en cuanto salí de la zona de equipaje, vi un cartel. No era un cartel de cartón escrito con plumón. Era una tablet sostenida por un hombre impecablemente vestido con traje negro y corbata gris plata. La pantalla decía: “Mademoiselle Abril Torres”.

Me acerqué con timidez. —¿Soy yo? El hombre hizo una leve reverencia. —Bienvenue, Mademoiselle Torres. Soy Pierre. El Príncipe Alejandro me ha enviado. Su transporte está listo.

Esperaba un Mercedes, tal vez un BMW. Pierre tomó mi maleta vieja (sin hacer ni una mueca de disgusto por su estado) y me guio… no hacia la salida de taxis, sino hacia una puerta lateral que daba a la pista. Allí, con las aspas girando lentamente, había un helicóptero negro brillante con el interior de piel color crema. —¿Vamos a ir en… eso? —pregunté, sintiendo que se me secaba la boca. —Es la forma más rápida de llegar a Montecarlo, mademoiselle. Siete minutos de vuelo. El tráfico por carretera es terrible a esta hora.

Subirme a ese helicóptero fue el momento en que mi realidad se rompió para siempre. Despegamos sobre el Mediterráneo. El mar azul turquesa brillaba abajo. Vi los yates gigantescos, las mansiones colgadas de los acantilados, y de pronto, ahí estaba: Mónaco. Un denso bosque de rascacielos de lujo, casinos y riqueza comprimida en dos kilómetros cuadrados.

Aterrizamos en el helipuerto de Mónaco, donde una limusina (esta vez sí, un Maybach negro) nos esperaba. En menos de diez minutos, estábamos frente al legendario Hôtel de Paris, justo al lado del Casino de Montecarlo. Había Ferraris, Lamborghinis y Bugattis estacionados afuera como si fueran taxis. Turistas tomaban fotos. Cuando bajé del auto, me sentí cohibida. Mi ropa de “marca vieja” de mi madre se veía ridícula aquí. Pero el personal del hotel no miró mi ropa. Miraron la actitud de Pierre y el coche en el que llegué. Me saludaron como si fuera una celebridad.

—La Suite Princesse Grace está preparada para usted —dijo el recepcionista. Casi me atraganto. Había leído sobre esa suite en internet. Costaba 40,000 euros la noche. —Creo que hay un error —susurré—. Yo no puedo pagar eso. Mi fideicomiso… El recepcionista sonrió discretamente. —La suite es propiedad de uno de los holdings de su abuelo, señorita. Es… su casa, por así decirlo, mientras esté aquí.

Subí a la habitación. Era más grande que todo mi edificio en México. Tenía terraza con vista al puerto, jacuzzi privado y obras de arte originales. Me dejé caer en la cama king size, abrumada. Entonces sonaron unos golpes en la puerta. Abrí.

Frente a mí había un hombre joven, de unos treinta y pocos años, increíblemente atractivo. Tenía rasgos mediterráneos, ojos oscuros y una elegancia natural que hacía que mi primo Marcos pareciera un payaso disfrazado. —Señorita Torres —dijo con una voz suave, extendiendo la mano—. Soy Alejandro. Alejandro Grimaldi. Su abuelo hablaba mucho de usted.

Le estreché la mano, sintiéndome pequeña. —¿Usted es el… Príncipe? —pregunté, recordando la tarjeta. Él sonrió, una sonrisa encantadora y humilde. —Tengo el título, sí, pero ante todo fui el protegido de Roberto. Él me enseñó todo lo que sé de finanzas. Y ahora, trabajo para usted.

Entró a la suite y puso un maletín de cuero sobre la mesa de mármol. —Abril, tenemos mucho que discutir. El dinero en el banco suizo, los 347 millones… eso es solo la liquidez. El efectivo. —¿Cómo que “solo”? —balbuceé—. ¿Hay más?

Alejandro abrió el maletín y sacó varios documentos y un iPad. —Su abuelo no solo ahorró dinero. Compró influencias. Compró acciones mayoritarias. Señaló por la ventana, hacia el puerto donde estaban los yates más grandes del mundo. —¿Ve ese yate de allá? El ‘Ocean Victory’? Es técnicamente suyo a través de una corporación fantasma. ¿Ve ese edificio de oficinas? Suyo. ¿El 15% de las acciones de la naviera que su padre cree que controla totalmente?

Se detuvo y me miró a los ojos. —Abril, su padre tiene la gestión de la naviera, sí. Pero el fideicomiso que usted controla ahora posee la deuda de la compañía. En términos simples: usted es la jefa de su padre. Si usted quisiera, podría ejecutar la deuda y quitarle la empresa mañana por la mañana.

Me quedé paralizada. Mi padre. El hombre que me dio 200 euros y me dijo que no usara el apellido. El hombre que me miraba con lástima. Yo era dueña de su deuda. Yo era dueña de su destino.

—¿Ellos lo saben? —pregunté, con la voz temblando. —Nadie lo sabe —respondió Alejandro—. Roberto lo diseñó así. Quería ver cómo la trataban cuando él muriera. Dijo que si la trataban con amor, usted compartiría la riqueza. Pero si la trataban mal… Alejandro dejó la frase en el aire y me miró inquisitivamente. —Dígame, Abril. ¿Cómo la trataron?

En ese momento, mi celular vibró. Era una videollamada de mi madre. Dudé, pero contesté. Apareció la cara de mi madre, con una mascarilla facial puesta, acostada en su cama. —¡Hola hija! ¿Ya llegaste a tu hostal? —preguntó sin mirarme realmente—. Oye, solo te llamaba para decirte que no vamos a poder depositarte nada extra si se te acaba el dinero, eh. Tu papá está furioso porque la naviera tiene unos problemas de flujo de caja y anda de un humor de los mil demonios. Así que estira esos euros.

Miré a Alejandro. Miré el lujo a mi alrededor. Miré los papeles que decían que yo podía comprar la vida de mi madre diez veces. —No te preocupes, mamá —dije con una calma que me sorprendió—. Creo que me las voy a arreglar bien. El “hostal” está bastante decente.

—Bueno, bye. No gastes datos —y colgó.

Miré a Alejandro y mis ojos se endurecieron. Recordé las risas en el funeral. El sobre vacío. La humillación. —Alejandro —dije, sentándome frente a él y cruzando las piernas—. Explícame cómo funciona eso de la deuda de mi padre. Quiero saber cada detalle.

Alejandro sonrió. Una sonrisa cómplice. —Con mucho gusto, jefa. Vamos a pedir la cena y empezamos.

Capítulo 5: La Armadura de Seda y Diamantes

Los siguientes tres días en Mónaco fueron una especie de renacimiento doloroso. Alejandro no solo era mi gestor financiero; se convirtió en mi arquitecto de imagen.

—Abril —me dijo la mañana del segundo día, mientras desayunábamos en la terraza con vista al Mediterráneo—, si vas a controlar un imperio, tienes que parecer una emperatriz. No por vanidad, sino por protección. La gente como tu familia huele la inseguridad como los tiburones huelen la sangre. Tu ropa, tu postura, tu mirada… todo debe decir “soy intocable”.

Así que salimos de compras. Pero no fue como en las películas románticas donde la chica se prueba sombreros graciosos. Fue un entrenamiento militar de alta costura. Entramos a Chanel, Dior, Hermès. Al principio, me sentía culpable al ver las etiquetas de precio. —Son cinco mil euros por un vestido, Alejandro. Eso es lo que ganaba en medio año —le susurré, horrorizada.

Él me miró serio. —No estás gastando dinero, Abril. Estás invirtiendo en tu armadura. Además, técnicamente, eres dueña de una parte de las acciones de este conglomerado de lujo. Te estás comprando a ti misma.

Esa tarde, cuando me miré en el espejo de la suite, no reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. Llevaba un vestido de seda color esmeralda que resaltaba mis ojos, unos tacones Louboutin que me daban diez centímetros de altura y de poder, y mi cabello, antes siempre amarrado en una cola de caballo práctica y desaliñada, ahora caía en ondas perfectas sobre mis hombros.

Pero lo más importante no era la ropa. Era la información. Alejandro y yo pasamos las noches revisando cada detalle de la herencia de mis parientes. Resulta que mi abuelo Roberto era un genio retorcido.

—Mira esto —señaló Alejandro en la pantalla del iPad—. Tu hermano Marcos recibió el penthouse en Nueva York y la colección de autos, ¿cierto? —Sí, estaba presumiéndolo en Instagram hace una hora —dije, sintiendo una punzada de molestia. —Bueno, lo que Marcos no sabe es que el abuelo le dejó los activos, pero no la liquidez. El mantenimiento del penthouse son 15,000 dólares al mes. Los impuestos de la propiedad son astronómicos. Y los autos… el seguro de esos clásicos cuesta una fortuna. —¿Y de dónde va a sacar el dinero para pagar eso? —pregunté. —Se supone que del fideicomiso general de la familia. Pero… —Alejandro hizo una pausa dramática y sonrió—. ¿Adivina quién tiene el poder de veto sobre los fondos de flujo de efectivo de ese fideicomiso?

Me quedé helada. —¿Yo? —Tú. Tu firma es necesaria para liberar los fondos mensuales de mantenimiento para todas las propiedades de la familia. Sin tu firma, Marcos tiene un penthouse que no puede pagar y Ferraris que no puede sacar del garaje.

—¿Y Jimena? —pregunté, pensando en mi prima y su yate. —Misma historia. El capitán del yate, la tripulación, el combustible… todo se paga desde la cuenta matriz. Si tú no autorizas la transferencia este viernes, el capitán abandonará el barco en el puerto y Jimena se quedará con un cascarón flotante que le costará miles de dólares diarios en tarifas de amarre.

Me recosté en el sofá de terciopelo, procesando el poder que tenía en mis manos. Durante años, ellos me habían hecho sentir que yo era una carga. Que yo era la “pobre” que necesitaba caridad. Y resulta que mi abuelo me había dejado las llaves de sus jaulas.

Mi celular vibró. Era el chat familiar. Marcos: “Oigan, ¿alguien sabe por qué la tarjeta de crédito corporativa no pasa? Estoy en un restaurante en Manhattan y me están mirando feo. Papá, deposítame.” David (Papá): “No me molestes ahora, Marcos. La naviera tiene un problema con un proveedor. Estoy intentando resolverlo.” Linda (Mamá): “Ay, pues resuélvanlo rápido, que necesito pagar a los contratistas de la viña. Por cierto, Abril, ¿sigues viva? No has pedido dinero, qué milagro.”

Leí el mensaje de mi madre. “Qué milagro”. La rabia me subió por la garganta, caliente y amarga. Miré a Alejandro. —Cierra el grifo —dije con voz firme. —¿Perdón? —No autorizo nada. Ni un centavo para el mantenimiento del penthouse, ni para el yate, ni para la viña. Bloquea el flujo de efectivo del fideicomiso familiar. Que se las arreglen como puedan.

Alejandro tecleó algo en su computadora y presionó “Enter” con fuerza. —Hecho. El sistema enviará una notificación automática de “Fondos Insuficientes” o “Retenidos por Auditoría” en las próximas 24 horas.

Sonreí, pero no era una sonrisa feliz. Era la sonrisa de alguien que ha aguantado demasiado. —Vamos a cenar, Alejandro. Invito yo. Quiero celebrar que mi hermano va a tener que lavar platos en Nueva York para pagar su cena.

Capítulo 6: El Encuentro Inesperado

El destino tiene un sentido del humor muy negro. O tal vez, Mónaco es simplemente un pañuelo muy caro donde todos terminan encontrándose.

Dos días después de cortarles el dinero, mi padre anunció en el grupo familiar que viajaría de emergencia a Europa. David: “Tengo que reunirme con los inversores principales de la naviera. Al parecer, el abuelo tenía una deuda oculta con un fondo suizo y están exigiendo el pago inmediato o ejecutarán la garantía. Voy a Mónaco, ahí tienen su sede.”

El “fondo suizo” era yo. O bueno, mi fideicomiso gestionado por Alejandro. Mi padre venía a verme, aunque él no lo sabía. Venía a suplicarle al “dueño” de su deuda que no le quitara la empresa.

—Alejandro, no quiero que me vea en la reunión —le dije, nerviosa—. Todavía no. Quiero ver cómo se retuerce, pero no quiero que sepa que soy yo. Si sabe que soy su hija, intentará manipularme emocionalmente. Me dirá que soy una malagradecida, que destruyo a la familia. —Tranquila. La reunión será en nuestras oficinas. Tú puedes estar en la sala de juntas contigua, viendo todo por las cámaras. Yo seré el rostro implacable del fondo de inversión.

El plan era perfecto. Pero cometí un error de novata: subestimé lo pequeño que es Montecarlo.

La tarde antes de la reunión, decidí salir a caminar sola. Necesitaba aire. Me puse unos jeans (de marca, ahora sí), una blusa blanca impecable y mis gafas de sol. Caminé hacia la Plaza del Casino, disfrutando del sol y de la sensación de no tener que preocuparme por el precio del café. Me senté en la terraza del Café de Paris, pedí un cappuccino y me puse a observar a la gente.

De repente, una sombra se proyectó sobre mi mesa. —¿Abril?

Se me heló la sangre. Conocía esa voz. Era la voz que me había regañado toda mi vida por no ser suficiente. Levanté la vista lentamente, bajándome las gafas oscuras. Ahí estaba mi padre. David Torres. Llevaba su traje de negocios, pero se veía más viejo, más cansado que en el funeral. Sudaba un poco, a pesar de que no hacía tanto calor.

—Papá —dije, tratando de mantener la compostura.

Su cara pasó de la sorpresa al enojo en un segundo. —¿Qué demonios haces aquí, en el Café de Paris? —bramó, aunque bajó la voz para no hacer escándalo—. Te dije que cuidaras el dinero. ¿Sabes cuánto cuesta un café aquí? ¡Doce euros! ¡Es lo que gastas en comida en dos días en México!

—Tengo sed, papá. Y me alcanzó para pagarlo —respondí, sin levantarme.

Él miró las bolsas de compras que tenía a mi lado (había comprado unos regalos para mis amigas maestras en México). Vio el logotipo de una tienda de chocolates caros. —¿Te gastaste los 200 euros que te di en chocolates? —me miró con una decepción profunda, moviendo la cabeza—. Eres increíble, Abril. Tu hermano allá en Nueva York sufriendo porque le bloquearon las cuentas por un error administrativo, tu madre estresada, yo a punto de tener la reunión más difícil de mi vida para salvar el patrimonio familiar… ¿y tú? Tú aquí, jugando a la niña rica, desperdiciando lo poco que tienes.

Me clavó el dedo índice en la mesa. —Eres una irresponsable. Igualita a tu tía Lucía, que terminó en la ruina. Hazme un favor: vete al hostal, empaca tus cosas y vete al aeropuerto. No quiero verte rondando por aquí mientras intento salvar nuestro futuro. Me das vergüenza. Si te ven los inversores y saben que eres mi hija, con esa actitud de turista pobretona, me vas a arruinar la imagen.

“Me das vergüenza”. Esas tres palabras resonaron en mi cabeza como un gong. Sentí cómo las lágrimas querían salir, esa reacción automática de niña regañada. Pero entonces recordé el saldo de mi cuenta. Recordé el contrato de deuda de la naviera que estaba en mi bolsa, firmado por él.

Me levanté despacio. Ahora, con mis tacones, estaba casi a su altura. Me quité las gafas por completo y lo miré directo a los ojos. Una mirada fría, dura, que él nunca había visto en mí.

—No te preocupes, David —dije, llamándolo por su nombre por primera vez en mi vida—. No te voy a arruinar tu reunión. De hecho, estoy segura de que esa reunión va a ser inolvidable para ti.

Él parpadeó, confundido por mi tono y por la falta de “papá”. —Más te vale, niña. Y no me hables así.

—Disfruta tu café —le dije, dejando un billete de 50 euros sobre la mesa para pagar mi cuenta (y la suya, si quería)—. Quédate con el cambio. Parece que lo necesitas más que yo.

Me di la vuelta y me alejé caminando con paso firme, escuchando cómo él me gritaba “¡Abril! ¡Regresa aquí! ¡No me dejes con la palabra en la boca!”. No me detuve. Llegué al hotel temblando de adrenalina. Alejandro me estaba esperando en el lobby. Al ver mi cara, supo que algo había pasado. —¿Estás bien? —Cambio de planes —dije, con la voz vibrando de furia contenida—. Mañana en la reunión con mi padre… no me voy a esconder en la sala contigua. —¿Qué vas a hacer? —preguntó Alejandro, preocupado.

—Quiero estar en la mesa. Pero no me vas a presentar como su hija. Me vas a presentar como la Presidenta del Consejo de Administración del Fideicomiso. Quiero ver su cara cuando se dé cuenta de que la “turista pobretona” que le da vergüenza es la dueña de su vida.

Alejandro sonrió lentamente. —Como usted ordene, señora Presidenta. Va a ser un placer.

Esa noche no pude dormir. El teléfono no paraba de sonar. Mensajes de Marcos: “¡Abril! ¿Tienes algo de dinero que me prestes? Me van a echar del hotel si no pago mañana. El banco dice que la cuenta matriz está congelada.” Mensajes de Jimena: “Prima, urge que me contestes. ¿Sabes si el abuelo dejó algún fondo de emergencia? Estoy varada en Los Cabos y no tengo para el combustible del yate.” Mensaje de Mamá: “Dile a tu padre que me conteste. Me acaban de rechazar la tarjeta en la tienda de materiales. ¡Qué vergüenza! ¿Qué está pasando?”

Miré el techo de la suite, oscuro y silencioso. “¿Qué está pasando?”, preguntaban. Estaba pasando la vida real. Esa de la que siempre se burlaron cuando me veían contar monedas. Mañana, mi padre entraría a la boca del lobo. Y yo ya no era Caperucita.

Capítulo 7: La Junta Directiva del Juicio Final

La sala de juntas del edificio Torres Global Holdings en Mónaco era un espacio intimidante. Paredes de cristal con vista al puerto, una mesa de caoba tan larga que parecía una pista de aterrizaje y un silencio sepulcral que solo rompía el zumbido del aire acondicionado.

Yo estaba sentada en la cabecera, de espaldas a la puerta, mirando hacia el mar. Mi silla giratoria de piel blanca me ocultaba. Mis manos, apoyadas en los reposabrazos, ya no temblaban. Llevaba un traje sastre blanco impecable, diseñado a medida, que me hacía sentir poderosa, limpia, intocable. Alejandro estaba de pie a mi derecha, revisando unos documentos con esa calma suiza que tanto me tranquilizaba.

—Llegó —dijo Alejandro, mirando su reloj—. Está en la recepción. Se le ve pálido.

Giré la silla levemente, solo para ver el reflejo en el cristal. —Que pase. Y recuerda, Alejandro: tú hablas primero. Yo soy el golpe final.

La puerta se abrió. Escuché los pasos pesados de mi padre sobre la alfombra. —Buenos días —dijo David Torres. Su voz sonaba ronca, débil. No tenía nada que ver con el hombre que me había gritado en el café el día anterior.

Me mantuve de espaldas. —Tome asiento, señor Torres —dijo Alejandro con frialdad—. Soy Alejandro Grimaldi, director de operaciones del Fideicomiso. —Mucho gusto —respondió mi padre, nervioso—. Vengo a tratar el asunto de la deuda de la Naviera. Mire, sé que ha habido retrasos, pero es un problema de liquidez temporal. Si me dan una prórroga de seis meses…

—La deuda venció ayer, señor Torres —interrumpió Alejandro—. Y la cláusula 4B del contrato es clara: en caso de impago, el acreedor tiene derecho a tomar posesión inmediata del 100% de los activos de la empresa, así como de los bienes personales del aval.

Escuché el sonido de una silla arrastrándose bruscamente. Mi padre se debió haber puesto de pie. —¡Eso es imposible! ¡Esos barcos son míos! ¡Mi padre me los dejó! —Su padre se los dejó bajo condición de solvencia. Usted ha endeudado la compañía para financiar su estilo de vida y el de su familia. Tenemos los registros: gastos en yates, penthouses, viajes… todo cargado a la empresa. Eso es malversación.

—¡Exijo hablar con el dueño de este fondo! —gritó mi padre, golpeando la mesa—. ¡Usted es solo un empleado! ¡Quiero ver al Presidente del Consejo! ¡Seguro podemos llegar a un acuerdo entre caballeros!

Alejandro sonrió. Pude sentir su sonrisa en el aire. —El Presidente del Consejo está aquí, señor Torres. De hecho, ha estado escuchando todo.

Alejandro me hizo una señal. Lentamente, muy lentamente, giré mi silla. Quedé frente a él. Crucé las manos sobre la mesa y lo miré fijamente, con la misma mirada que mi abuelo tenía cuando ganaba una partida de ajedrez.

Mi padre se quedó petrificado. La boca se le abrió, pero no salió ningún sonido. Sus ojos iban de mi cara a mi traje, y luego a Alejandro, buscando una explicación lógica. —¿Abril? —susurró, como si estuviera viendo a un fantasma—. ¿Qué… qué haces sentada ahí? ¡Bájate de esa silla! ¡Es para el Presidente!

—Buenos días, David —dije. Mi voz salió firme, grave, resonante—. Siéntate. Estás interrumpiendo mi junta.

—¿Tu junta? —soltó una risa histérica—. ¿De qué hablas? ¡Alejandro, saque a mi hija de aquí! Está loca, siempre ha sido la rara de la familia. Perdónela, no sabe lo que hace. —Señor Torres —intervino Alejandro con voz de acero—, le presento a la Señorita Abril Torres, Presidenta y Beneficiaria Única del Fideicomiso Roberto Torres. Ella es la dueña de la deuda. Ella es la dueña de este edificio. Y técnicamente, en este momento, ella es la dueña de su naviera.

El color abandonó el rostro de mi padre. Se desplomó en la silla como si le hubieran cortado los hilos. —No… no puede ser. Tu abuelo… el sobre… —El sobre tenía un boleto a la realidad, papá —le contesté—. El abuelo sabía que ustedes destruirían su legado en menos de un año si no había alguien que los vigilara. Y tenía razón. En una semana, Marcos reventó las tarjetas, mamá quiere remodelar una hacienda que no produce ni una uva, y tú… tú estás aquí, pidiendo limosna para tapar los huecos financieros que creaste.

Mi padre empezó a sudar. Se aflojó la corbata. —Hija… Abril… mijita —su tono cambió radicalmente. Ahora era el tono adulador, el que usaba con sus socios ricos—. Escucha, no nos entendimos bien ayer. Yo estaba estresado. Sabes que te quiero. Eres mi niña. Todo esto… la naviera, el dinero… es para la familia. Para ti también.

Me levanté y caminé hacia la ventana. —¿Para mí? —pregunté sin mirarlo—. Ayer me dijiste que te daba vergüenza. Que era una turista pobretona que te arruinaba la imagen. Me diste 200 euros y me dijiste que me fuera.

—Estaba bromeando, Abril. Tú sabes cómo soy. Tengo un carácter fuerte, pero te adoro. —No, papá. No me adoras. Me tolerabas porque no te costaba nada. Pero ahora que las cosas cambiaron, vamos a hablar de negocios.

Me giré y puse las manos sobre la mesa, inclinándome hacia él. —Alejandro, ejecuta la garantía. —¡No! —gritó mi padre, levantándose—. ¡No puedes hacerme esto! ¡Soy tu padre! ¡Me vas a dejar en la calle! —No te voy a dejar en la calle —dije con calma—. Te voy a dar lo mismo que tú me diste a mí.

Saqué un sobre blanco de mi carpeta. Un sobre idéntico al que me dio el notario. Lo deslicé por la mesa hasta que quedó frente a él. —Ábrelo.

Él lo abrió con manos temblorosas. Sacó un papel. —¿Qué es esto? —preguntó, con los ojos llorosos. —Es una oferta de empleo —le expliqué—. La naviera necesita un Gerente de Logística en el puerto de Veracruz. Es un trabajo honesto. Supervisarás la carga y descarga de los contenedores. El sueldo es de 25,000 pesos al mes, más prestaciones de ley.

—¿Me estás ofreciendo trabajo de… empleado? —dijo, ofendido hasta la médula—. ¡Yo soy el dueño! —Ya no. La empresa es mía. Y ese es el único puesto vacante para alguien con tu historial de administración fraudulenta. Lo tomas o lo dejas. Si no lo quieres, puedes buscar suerte en otro lado, pero te advierto: voy a boletinarte en el sector por mala gestión. Nadie te va a contratar.

Mi padre lloró. Lloró de rabia, de humillación, de impotencia. —¿Y tu madre? ¿Y tus hermanos? —balbuceó—. ¿Les vas a hacer lo mismo?

—Marcos tiene dos opciones: vender los coches para pagar sus deudas o venirse a trabajar de chofer para la empresa. Le encantan los autos, ¿no? Pues que los maneje. Y mamá… bueno, la hacienda necesita alguien que supervise la cosecha. Trabajo de campo. Les hará bien ensuciarse las manos.

—Eres un monstruo —susurró mi padre—. El dinero te cambió. —No, papá —sonreí tristemente—. El dinero no me cambió. El dinero solo me dio el megáfono para que por fin me escucharan. El abuelo no me dejó el dinero para que yo fuera rica. Me lo dejó para que yo fuera justa.

Alejandro abrió la puerta. —La reunión ha terminado, señor Torres. Tiene 24 horas para desalojar la oficina de la dirección general. El equipo de seguridad lo acompañará.

Vi a mi padre salir arrastrando los pies, derrotado, pequeño. No sentí alegría. Sentí paz. Una paz profunda que no había sentido en años.

Capítulo 8: El Jaque Mate del Abuelo

Seis meses después.

El sol caía sobre los viñedos del Valle de Guadalupe. El paisaje era dorado y hermoso. Estaba sentada en el porche de la casa grande, tomando una copa de vino tinto. Mi vino. Desde que tomé el control, habíamos saneado las finanzas, despedido a los asesores corruptos de mi padre y reenfocado el negocio. La naviera volvía a tener números negros y la viña estaba produciendo una cosecha premiada.

A lo lejos, entre las hileras de vides, vi a mi madre. Llevaba un sombrero de paja ancho y ropa de trabajo. Estaba supervisando a los jornaleros, anotando cosas en una libreta. Al principio, chilló, pataleó y amenazó con demandarme. Pero cuando se dio cuenta de que yo tenía los mejores abogados de Europa y ella no tenía ni para pagar la luz, aceptó el trato. Y curiosamente… se veía mejor. Más saludable. Ya no pasaba el día en el club bebiendo martinis y criticando gente. Ahora trabajaba. Incluso creo que le estaba agarrando el gusto a la tierra.

Mi hermano Marcos no aceptó el trabajo de chofer. Su orgullo pudo más. Se fue a vivir con unos amigos, intentando ser “influencer”. La última vez que supe de él, estaba vendiendo cursos de criptomonedas y le iba pésimo. Pero esa era su lección, no la mía. Mi padre aceptó el puesto en Veracruz. Me llegaban reportes de que era el gerente más puntual y estricto del puerto. Tal vez, en el fondo, necesitaba dejar de fingir ser un magnate y ponerse a trabajar de verdad.

Alejandro llegó y se sentó a mi lado, sirviéndose una copa. —El reporte trimestral está listo, jefa. Las ganancias subieron un 15%. —Gracias, Ale. —¿Te arrepientes? —me preguntó de repente, mirando hacia donde estaba mi madre. —¿De qué? —De haberles quitado todo. De forzarlos a vivir como gente normal.

Le di un sorbo a mi vino y pensé en la respuesta. Recordé el funeral. Las risas. El desprecio. Pero también recordé al abuelo Roberto. Me di cuenta de que su “testamento” no era solo un reparto de bienes. Era su última lección de vida. A ellos les dio lo que querían: objetos brillantes, títulos vacíos. Para ver si se perdían en ellos. Y se perdieron. A mí me dio la responsabilidad. La carga oculta. La verdad.

—No les quité todo, Alejandro —respondí suavemente—. Les quité lo que les hacía daño. Les quité la fantasía de que merecían todo sin hacer nada. En cierto modo, creo que el abuelo estaría orgulloso. Los salvé de ser unos inútiles para siempre.

Dejé la copa en la mesa y saqué de mi bolsillo aquel viejo sobre. Ya estaba arrugado y manchado, pero lo guardaba como un tesoro. Dentro, aún quedaba una pequeña nota del abuelo que no había leído a nadie más. Estaba en el fondo del sobre, pegada con un poco de cinta.

La desdoblé y la leí en voz alta para mí misma: «Querida Abril: El dinero es una herramienta, no un destino. Si estás leyendo esto y tienes el control, significa que pasaste la prueba. No odies a tu familia por ser ciegos; enséñales a ver, aunque tengas que quitarles la venda a la fuerza. Jaque mate, mi niña.»

Sonreí con lágrimas en los ojos. —Jaque mate, abuelo —susurré al viento.

Me levanté, me sacudí el pantalón y miré hacia el horizonte. Tenía una reunión con los exportadores en una hora, una fundación de becas para maestros que inaugurar mañana y una vida entera por delante. Ya no era la “pobre Abril”. Era Abril Torres. Y por primera vez en la historia de esta familia, el apellido significaba algo más que una cuenta bancaria. Significaba dignidad.

FIN