PARTE 1
Mi nombre es Sofía Cortés. Hace una semana, era la actriz más cotizada de México. Hoy, soy un chiste viral.
Todo se derrumbó en la alfombra roja de los Premios Ariel.
“¡Sofía, felicidades por la nominación!” gritaba un reportero de Ventaneando.
Sonreí, la misma sonrisa ensayada mil veces. “Gracias, estoy viviendo un sueño. Es un honor… pensar que una chica huérfana como yo…”
“¡Mentirosa!”
La voz cortó el aire. El flash de las cámaras se detuvo. Una mujer, Ximena, la actriz que me disputaba el premio, me apuntaba con un dedo tembloroso. A su lado, una anciana vestida de negro, con ojos como carbones encendidos, murmuraba algo.
“¡Le robaste mi papel!” gritó Ximena. “¡Ojalá nunca más puedas decir una mentira en tu vida!”
La anciana levantó la vista. Sus labios se movieron. “Hecho está.”
Me reí. ¿Una maldición? ¿En serio? “Ximena, querida, la desesperación no te queda bien”, dije, y me volví a las cámaras.
“Sofía”, dijo la reportera, “volviendo a tu historia, es tan inspirador cómo superaste no tener padres…”
“¿Huérfana?” solté una carcajada que no pude controlar. “¡Claro que no! Mi padre está vivito y coleando. Es Ricardo Cortés, el dueño de Grupo Cortés. Bastante saludable, de hecho. Y mi familia no es de clase media; el año pasado facturamos 50 millones de pesos, aunque él prefiere declarar solo veinte”.
El silencio en la alfombra roja fue total. El micrófono de la reportera tembló.
“¿Qué… qué dijiste?”
Intenté cerrar la boca. Intenté mentir. Intenté decir “Era una broma”. Pero las palabras salieron solas, como vómito.
“Y no entré a esta industria por mi talento”, continué, mientras el pánico helado me recorría la espalda. “Bueno, tengo talento, pero entré porque soy la amante de Mateo Garza, el hijo del senador. Él me compra todo. Y también me acuesto con Javier, el muralista de Coyoacán. Él me consiguió las audiciones importantes”.
Mi agente se desmayó. Literalmente. Cayó sobre un camarógrafo.
“Sofía”, susurró la reportera, “estamos en vivo”.
“¡Lo sé!” grité. “¡Y odio este vestido! Pica como el infierno. ¡Y Ximena sí es mejor actriz que yo, pero yo soy más bonita y por eso me dieron el papel! ¡No puedo dejar de hablar!”
Esa noche, no gané el Ariel. Gané el trending topic número uno en Twitter. #SofíaLaMentirosa. No, espera. La ironía era #SofíaLaHonesta.
Cuando llegué a la mansión de mis padres en las Lomas, las maletas ya estaban en la puerta.
Mi padre, Ricardo, tenía el rostro morado de furia. A su lado, su esposa, Isabela (la “otra”, la que reemplazó a mi madre antes de que el cuerpo se enfriara), y su hija, mi medio hermana, Camila.
“¿Cincuenta millones?” rugió mi padre. “¿Estás tratando de que el SAT nos investigue, imbécil?”
“¡Papá, no sé qué me pasó!” supliqué.
“No solo eso”, dijo Camila, mostrándole su celular con una sonrisa venenosa. “Hundió las acciones de Mateo Garza y Javier está publicando en Instagram que lo usaste. Estás acabada”.
“¡Tú eres una maldita trepadora!” grité, y la maldición se activó de nuevo. “¡Isabela, tú eres una rompehogares que se metió en la cama de mi padre cuando mi madre se moría de cáncer! ¡Y tú, Camila, ni siquiera eres su hija biológica, eres producto de su aventura anterior! ¡Ambas son unas parásitas!”
La bofetada de mi padre me resonó en el cráneo.
“¡Largo de mi casa!” gritó. “¡Y ni se te ocurra volver!”
“¡Bien! ¡Me voy!” espeté. “¡No necesito tu dinero sucio! ¡Dinero que le robaste a la familia de mi madre!”
“Ah, sobre eso”, dijo Isabela, con una calma aterradora. “Tu agencia llamó. Cancelaron tu contrato. Y como no cumpliste, les debes diez millones de pesos por daños y perjuicios. Buena suerte, querida”.
Me quedé helada. Diez millones de pesos.
Estaba en la calle, con un vestido de diseñador, sin un peso, y con una maldición que me impedía mentir.
Mi “amiga” Valentina me dejó quedarme en su departamento en la colonia Doctores. Duré dos horas.
“Tranquila, Sofí”, dijo, “somos amigas, saldremos de esto”.
“Gracias, Val. Eres la única…”
“De hecho”, me interrumpió la maldición, “no somos amigas. Siempre te he odiado. Te robaste al chico que me gustaba en la universidad y solo te soporto porque me invitas a tus fiestas exclusivas. Y hueles a pies”.
Valentina me echó a la calle.
Dos días después, estaba en un café de mala muerte, comiéndome las uñas, cuando un hombre se sentó frente a mí. Era guapo, pero se veía… normal. Ropa gastada, una mochila.
“¿Sofía Cortés?”
“¿Vienes a cobrar?” pregunté, lista para correr.
Él sonrió. “No. Soy Alejandro. Alejandro… Damián. Éramos amigos de niños. Nuestras madres eran mejores amigas. Prometimos casarnos”.
Lo miré fijamente. “¿Qué?”
“Sí. Mi padre murió, mi madre me llevó a España. Acabo de regresar. Te vi en las noticias. Qué desastre, ¿eh?”
“No tienes idea”, murmuré.
“Mi madre también murió”, dijo en voz baja. “¿Tienes dinero?”
“No”, respondí, “solo tengo esta maldición”.
“Perfecto”, sonrió él. “Yo acabo de conseguir trabajo en un Oxxo. Gano dos mil pesos a la semana. Pero encontré un departamento de un cuarto en la Narvarte. Si cooperamos, quizá podamos pagar la renta. ¿Qué dices, prometida?”
Era la oferta más estúpida que había escuchado.
“Acepto”, dije.
PARTE 2
Vivir con Alejandro era… extraño. Él trabajaba turnos dobles en el Oxxo, o eso decía, y yo intentaba encontrar trabajo. Nadie contrata a la actriz más odiada de México, especialmente una que no puede dejar de decir la verdad en las entrevistas.
“¿Por qué te quedaste?” le pregunté una noche, mientras comíamos Maruchan en el suelo de nuestro departamento vacío.
“Te lo dije. Eres mi prometida”, dijo él, sin levantar la vista.
“Eso es estúpido. Ni siquiera me conoces”.
“Te conozco. Sé que eres valiente. Y ahora… eres honesta. Es refrescante”.
Pero la honestidad no paga deudas. Los cobradores de la agencia me encontraron. Eran hombres grandes con aspecto de matones.
Estaba acorralada en un callejón cuando intentaba vender el Rolex que Mateo me había dado.
“Señorita Cortés”, dijo el líder, “diez millones. El plazo venció”.
“No los tengo”, dije, temblando.
“Pues tendremos que…”
“¡Oigan!”
Alejandro apareció. Flaco, en su uniforme del Oxxo, sosteniendo un “Cuerno” de pan.
Los matones se rieron. “¿Y tú quién eres, principito?”
“Soy su prometido”, dijo Alejandro.
“¡Uy, qué miedo! ¡El cajero del Oxxo!”
Alejandro suspiró. “Miren, entiendo que es su trabajo. Pero si le rompen las piernas, no podrá trabajar para pagarles. Denme un mes. Yo responderé por ella”.
“¿Tú?” se burló el matón. “¿Con qué? ¿Con Doritos?”
Alejandro lo miró fijamente. Hubo algo en su mirada, una calma que no cuadraba con el uniforme rojo y amarillo. “Un mes”.
El matón lo estudió. “Está bien. Un mes. Pero si no pagan, será el doble. Y vendremos por los dos”.
Se fueron. Me derrumbé contra la pared.
“¿Estás loco? ¿Por qué hiciste eso?”
“Porque no me gusta que te intimiden”, dijo, ofreciéndome el cuerno. “Ten. Está fresco”.
La maldición me obligó a ser sincera. “Alejandro… antes de ti, yo… usaba a la gente”.
“Lo sé. Lo vi en las noticias”.
“Quiero que sepas con quién estás tratando. Voy a buscar a mis ex. Quizá pueda sacarles algo”.
Él solo asintió. “Ten cuidado”.
Fui a Polanco primero. A la oficina de Mateo Garza. Estaba en el piso 50, mirando la ciudad como si fuera suya.
“Sofía”, dijo, sin darse la vuelta. “Qué agallas tienes de venir”.
“Mateo, yo…”
“¿Vienes a disculparte?”
“No puedo”, dije, frustrada. “Vengo a decirte que te usé. Que nunca me importaste. Que solo eras una tarjeta de crédito con piernas. Pero ahora necesito dinero. Diez millones. ¿Me los das?”
Él se rio. Una risa seca, sin humor. “Eres increíble. ¿Y por qué te daría un solo peso?”
“Porque en el fondo, te gusta que te traten mal. Te da emoción”.
Me miró fijamente. “Casi. Pero esta vez, Sofía, tu honestidad te costó. Lárgate”.
Salí de allí sintiéndome peor que antes. Mi siguiente parada: Coyoacán. El estudio de Javier.
Estaba en medio de un lienzo enorme, salpicado de pintura, furioso.
“¡Traidora!” gritó en cuanto me vio. “¡Destruiste mi inspiración!”
“¡Tu inspiración era una farsa!” grité de vuelta, la maldición tomando el control. “¡Tu arte es pretencioso y aburrido! ¡Solo te alababa para que me presentaras a tus amigos directores! ¡Eres un cliché andante! ¡Y hueles a aguarrás!”
Javier palideció. Luego, irónicamente, la rabia pareció inspirarlo. Agarró un pincel y empezó a pintar frenéticamente.
“¡Fuera!” gritó. “¡Eres veneno!”
Regresé al departamento, derrotada. Alejandro estaba allí, limpiando el piso.
“¿Cómo te fue?”
“Horrible. Mateo me corrió y Javier… creo que le di material para su próxima exposición”. Me senté en el suelo. “Alejandro, estoy acabada. No tengo nada. Soy una persona horrible”.
Él se sentó a mi lado. “No. No eres horrible. Eres honesta. Y estás pagando por tus mentiras pasadas. Es… poético”.
“No quiero ser poética. Quiero pagar mi deuda”.
“Lo haremos”, dijo él. “Pero primero, tenemos que recuperar tu vida”.
“¿Cómo? ¿Mi padre me odia, mi madrastra quiere verme muerta y mi hermana…”
“Tu hermana”, interrumpió Alejandro, “está a punto de ser nombrada Vicepresidenta de Grupo Cortés en la junta de accionistas mañana. Lo leí en el periódico”.
“¿Y qué? Es su compañía ahora”.
“No”, dijo Alejandro, y por primera vez, vi un brillo peligroso en sus ojos. “Es tu compañía. El dinero de tu madre la fundó. Y vamos a recuperarla”.
“¿Cómo? ¿Con tu sueldo del Oxxo?”
Él sonrió. “No. Con esto”. Sacó un traje perfectamente cortado de su mochila. Un traje que costaba más que todo el edificio.
“¿Qué es eso?”
“Es mi otro uniforme”, dijo. “Resulta que mentí. No trabajo en el Oxxo”.
“¿Qué?”
“Mi nombre no es Alejandro Damián. Es Alejandro de la Vega. Soy el presidente de Akesi Capital. Un fondo de inversión internacional”.
Mi mandíbula cayó al suelo.
“¿Pero… el Oxxo? ¿La Narvarte?”
“Quería ver si eras real. Si la maldición te había cambiado. O si solo eras la chica de las noticias. Y ahora lo sé”. Se puso de pie y me ofreció la mano. “Mañana, Sofía Cortés, vamos a la guerra”.
PARTE 3
La junta de accionistas de Grupo Cortés fue en un salón cavernoso del Club de Industriales. Cuando entré del brazo de Alejandro, mi padre, Ricardo, casi se atraganta con su café. Camila e Isabela me miraron como si hubieran visto un fantasma.
“¿Qué haces aquí?” siseó mi padre.
“Vengo a reclamar lo que es mío”, dije. La maldición me lo permitió, porque era verdad.
“Estás loca. ¡Seguridad!”
“Yo no haría eso si fuera usted, señor Cortés”, dijo Alejandro. Su voz era tranquila, pero llenaba la sala.
“¿Y tú quién diablos eres?” escupió Ricardo. “¿El gerente del Oxxo?”
“Alejandro de la Vega”, dijo él, repartiendo tarjetas de presentación. “Presidente de Akesi Capital”.
Los accionistas, hombres viejos y grises, murmuraron. Conocían ese nombre. Akesi Capital manejaba miles de millones.
“Como saben”, continuó Alejandro, “Grupo Cortés está estancado. Pero tengo una propuesta. Mi prometida, Sofía Cortés…”
“¡Ex-prometida!” gritó Camila. “¡Estamos comprometidos por un arreglo familiar!”
“Un arreglo que su madre, la señora de Ricardo, hizo con mi madre”, dijo Alejandro. “Y el arreglo especificaba a la primogénita legítima. Esa es Sofía”.
Camila se puso pálida.
“Akesi Capital está dispuesto a inyectar mil millones de pesos a Grupo Cortés”, anunció Alejandro. “Con una condición. Sofía Cortés será nombrada Vicepresidenta Ejecutiva. Y en tres años, la llevaremos a la Bolsa de Nueva York”.
La sala explotó. Los accionistas, que odiaban a mi padre pero amaban el dinero, empezaron a aplaudir.
Mi padre y Camila estaban atrapados. Si me rechazaban, los accionistas los lincharían.
“Felicidades, Vicepresidenta”, me susurró Alejandro.
Mi primer día como VP fue un desastre. Camila e Isabela me habían asignado la tarea más humillante: el lanzamiento de una nueva línea de comida preparada congelada. Sabían que, con mi maldición, no podría mentir sobre lo mala que era.
El día del lanzamiento, el auditorio estaba lleno de prensa y críticos gastronómicos. Camila me sonreía desde la primera fila.
“Señorita Cortés”, dijo un crítico, “dicen que esta comida es ‘saludable y deliciosa’. ¿Es verdad?”
Respiré hondo. La maldición ardía en mi garganta. “No”, dije.
Silencio.
“No es saludable”, continué. “Tiene más sodio que el océano Pacífico y suficientes conservadores para momificar a un mamut. Es, francamente, veneno en una caja. Y sabe a cartón mojado”.
Camila casi saltó de su asiento de alegría.
“¡Pero!” grité, antes de que la prensa huyera. “¡Al menos somos honestos! ¿Están cansados de compañías que les mienten? ¿Que les venden ‘verde’ cuando es pura química? ¡Nosotros no! ¡Somos Grupo Cortés y les vendemos comida rápida, grasosa y barata! ¡Y estamos orgullosos de ello! ¡Si quieren una ensalada, vayan a un huerto! ¡Si quieren comodidad deliciosa y honesta, compren esto!”
El público se quedó pasmado. Luego, un reportero empezó a aplaudir. Después otro. En minutos, la sala entera estaba de pie. Mi brutal honestidad se volvió viral. #HonestidadBrutal. Las ventas se dispararon.
Incluso Mateo Garza, mi ex, me llamó. “Sofía, eso fue… brillante. Mi padre quiere invertir 500 millones en tu nueva línea. La honestidad vende”.
Yo era la nueva reina de los negocios. Pero mi victoria tenía un precio.
Alejandro y yo estábamos celebrando en nuestro penthouse (sí, nos mudamos del departamento de la Narvarte) cuando sonó el timbre.
Era una mujer elegante, mayor, con la misma mirada fría y calculadora de Alejandro.
“Alejandro, querido”, dijo ella. “No me presentas a tu… amiga”.
“Madre”, dijo Alejandro, tensándose. “Ella es Sofía Cortés. Mi prometida. Pensé que estabas en España”.
“Mi nombre es Elena de la Vega”, dijo ella, ignorándome y dirigiéndose a mí. “Y tú no eres su prometida”.
“Madre, por favor…”
“El acuerdo”, dijo Elena, “era con la hija mayor de Ricardo Cortés. Y acabo de tener una charla muy interesante con Isabela y Camila. Técnicamente, Camila nació antes que tú, aunque fuera de matrimonio. Ella es la primogénita”.
Mi sangre se heló.
“No me importa el acuerdo”, dijo Alejandro. “Amo a Sofía”.
“El amor no maneja un imperio”, espetó Elena. “Pero veo que eres una chica… práctica, Sofía. Así que seamos prácticas”.
Sacó una chequera de su bolso de diseñador. Escribió una cifra.
“Cincuenta millones de pesos”, dijo. “Para que desaparezcas. Para que renuncies al acuerdo. Y para que mi hijo pueda casarse con la mujer correcta. Con Camila”.
Miré el cheque. 50 millones. Suficiente para pagar mi deuda, empezar de nuevo, vivir como reina.
Miré a Alejandro. Su rostro era una máscara de furia y miedo.
Miré a Elena. “Usted no entiende”, dije. “No estoy con él por el dinero”.
“¡Por supuesto que sí!” dijo ella. “¡Eres igual que todas! ¡Una trepadora!”
“No”, dije. “Es peor. Estoy con él porque… no puedo mentir. Y la verdad es… no sé si lo amo. Pero sé que usted es una arpía controladora. Y que su hijo merece algo mejor que obedecerla”.
La bofetada de Elena dolió casi tanto como la de mi padre.
Alejandro se interpuso. “¡Madre, vete!”
“¡Pagarás por esto, Alejandro! ¡Y tú, niña, te destruiré!”
Cuando Elena se fue, el silencio era ensordedor.
“Sofía…” empezó Alejandro.
“No digas nada”, dije. Cincuenta millones. Una nueva prometida. Una guerra abierta.
A la mañana siguiente, TVNotas tenía la exclusiva. “¡ESCÁNDALO! ¡CAMILA CORTÉS, EMBARAZADA DE ALEJANDRO DE LA VEGA!”
Había una foto. Camila, llorando, sosteniendo una prueba de embarazo.
PARTE 4
La foto era una obra maestra de manipulación. Camila, con el maquillaje corrido, parecía la víctima perfecta. Alejandro, captado en el fondo de una foto de paparazzi días antes, parecía el villano distante.
“¡Es mentira!” rugió Alejandro, arrojando la revista contra la pared de mármol. “¡Apenas he cruzado palabra con ella!”
“Pero tu madre la apoya”, dije, mi voz extrañamente tranquila. La maldición me impedía mentir, pero no me impedía pensar. “Y el público la apoya. Eres un multimillonario que embarazó a una chica y la abandona por una actriz escandalosa. O sea, yo”.
“Sofía, por favor, créeme”.
Lo miré. ¿Podía mentirle? Intenté. “Te creo… te creo…”
No pude. La maldición seguía activa.
“No puedo decir ‘te creo’, Alejandro”, dije, frustrada. “Pero tampoco creo que seas un idiota”.
Justo en ese momento, algo hizo clic. El peso de la maldición desapareció. Como si me hubieran quitado un corsé que llevaba semanas apretándome.
Miré a Alejandro. “Te ves pálido”.
Fue una mentira. Se veía furioso.
Sonreí. “Mentí. Acabo de mentir”.
La maldición se había ido. Justo cuando más la necesitaba. O quizás, justo cuando había aprendido la lección.
“Alejandro”, dije, mi voz ahora firme. “Tengo un plan. Pero vas a tener que confiar en mí. Y vas a tener que actuar”.
El plan era arriesgado. Empezó con una llamada a Javier, el artista.
“Javier, soy Sofía”, dije. “Te mentí. Tu arte no es pretencioso. Es… brillante. Y necesito que actúes para mí”.
El siguiente paso fue una propuesta pública. Alejandro me llevó al Zócalo, lleno de gente, y se arrodilló.
“¡Sofía Cortés, cásate conmigo!”
Las cámaras (que yo misma había llamado) nos rodearon.
“No”, dije, con lágrimas en los ojos (lágrimas de cocodrilo). “No puedo. No mientras otra mujer lleva a tu hijo. ¡No seré la otra!”
Corrí, como una heroína trágica. El público se volvió loco. En 24 horas, yo era la santa y Alejandro era el villano. #SofíaLaDigna.
Paso dos: la humillación. Sabía que Camila e Isabela estarían comprando en la joyería más cara de Polanco para la “boda”. Fui allí, fingiendo estar devastada.
“Vengo a vender esto”, le dije al joyero, mostrándole un collar que Alejandro me había dado.
Camila e Isabela salieron de la sala VIP. “Vaya, vaya”, se burló Camila. “¿Vendiendo las joyas del hombre que te dejó?”
“Él no me dejó”, dije.
Justo entonces, Alejandro entró. “Sofía, no lo hagas”.
“Alejandro”, dijo Camila, corriendo a abrazarlo. “Mi amor, ¿qué hace ella aquí?”
Alejandro la apartó suavemente. Miró el collar que yo tenía. Luego miró al joyero. “Traiga el ‘Zafiro de Medianoche’”.
El joyero trajo un collar que hacía que el mío pareciera una baratija.
“Esto”, dijo Alejandro, “lo compré para mi verdadera prometida. Pero como me rechazó…” Se encogió de hombros y me lo puso. “Te queda mejor a ti. Cárgalo a mi cuenta”.
Se fue. Camila e Isabela estaban moradas de rabia. Yo sonreí, una mentira perfecta en mis labios.
El golpe final. El plan de Alejandro era retirarse de Akesi. Pero yo tenía una idea mejor.
Usando a Javier como intermediario, filtramos rumores a la prensa financiera: Akesi Capital había hecho malas inversiones. Estaban al borde de la bancarrota.
La noticia corrió como pólvora.
Elena de la Vega organizó una fiesta de compromiso de emergencia para Camila y Alejandro, para “mostrar estabilidad”. Fue en el Castillo de Chapultepec.
Llegué con Javier. No estaba invitada.
“¡Sofía!” siseó Camila. “¿Qué haces aquí?”
“Vengo a felicitarte”, dije, en voz alta, para que todos escucharan. “Escuché que Akesi está quebrado. Es tan romántico que te cases con él ahora que es pobre. Por amor verdadero”.
Toda la sala se quedó en silencio. Elena y Ricardo palidecieron.
Camila miró a Alejandro, que mantenía una cara de póker. Luego me miró a mí. Luego a su madre, Isabela.
El pánico se apoderó de ella.
“¡No!” gritó. “¡No me voy a casar con un pobre!”
“Camila, cállate”, susurró Isabela.
“¡No! ¡Todo esto fue una farsa! ¡Él nunca me tocó!” gritó Camila, enloquecida. “¡Lo drogué para tomar las fotos! ¡Y el bebé ni siquiera es de él! ¡Es de un instructor de gimnasio! ¡No voy a hundirme con este barco!”
Silencio absoluto.
Alejandro sonrió. “Gracias por tu honestidad, Camila”.
“¿Qué?”
“Akesi Capital nunca ha estado mejor”, dijo Alejandro. “Pero gracias a tu confesión pública, todos los acuerdos quedan anulados”.
Elena de la Vega miraba a Camila con puro odio.
“Y una cosa más”, dije yo, sacando un sobre. “Camila. Hice una pequeña investigación. Ya que te gusta fingir embarazos, me pregunté qué más fingirías. Hice una prueba de ADN”.
Se la entregué a mi padre, Ricardo.
“¿Qué es esto?”
“Es una prueba de ADN. Tuya y de Camila. Resulta que Isabela te mintió desde el principio. Camila no es tu hija”.
Ricardo miró a Isabela. La mujer que había destruido a mi madre. La mujer que lo había manipulado durante veinte años.
“Ricardo, mi amor… yo…”
No sé qué pasó después. Solo sé que Alejandro me tomó de la mano y salimos de allí mientras los gritos comenzaban.
Isabela y Camila lo perdieron todo. Mi padre, arruinado y solo, me suplicó perdón. Le dije (y esta vez era verdad) que no tenía nada que decirle.
Elena de la Vega me ofreció una disculpa. Y el control de la división latinoamericana de Akesi. Acepté.
Nuestra boda no fue en un castillo. Fue en una pequeña playa en Oaxaca. Solo nosotros dos.
“¿Estás segura de que la maldición se fue?” me preguntó Alejandro en el altar.
“Absolutamente”, dije.
“Bien. ¿Me amas?”
Lo miré. Al hombre que pretendió ser pobre, que me vio en mi peor momento, y que confió en mí incluso cuando podía mentir.
“Con cada célula de mi ser”, dije.
“Lástima”, sonrió él. “Yo esperaba que mintieras un poquito. Era más emocionante”.
“Acostúmbrate, De la Vega”, le dije, besándolo. “De ahora en adelante, solo la verdad”
EPÍLOGO: LA VERDADERA REINA
Nuestra boda en Oaxaca fue un susurro contra el océano; un secreto que solo nos pertenecía a Alejandro y a mí. No hubo prensa, no hubo accionistas, no hubo familia intrigante. Solo arena, mezcal y la promesa de que, malditos o no, elegiríamos nuestra propia verdad.
La maldición se había ido.
Los primeros días de nuestra luna de miel fueron extraños. Me encontraba a mí misma a punto de soltar una verdad brutal y me detenía. Podía mentir. Podía decir “Qué bonito vestido” cuando pensaba que era horrible. Podía decir “Estoy bien” cuando estaba cansada. El poder era… abrumador.
—Te noto pensativa —me dijo Alejandro una noche en Madrid.
Habíamos decidido pasar la segunda mitad de nuestro viaje visitando a su madre. O, como yo lo llamaba, entrando voluntariamente a la jaula de la leona.
—Solo estoy… recalibrando —dije, tomando un sorbo de vino. —Durante semanas, no tuve filtro. Ahora, tengo todos los filtros del mundo. Es difícil decidir cuál usar.
—¿Y cuál usaste cuando le dijiste a mi madre que su nuevo corte de pelo era ‘audaz’? —preguntó él con una sonrisa.
—Ese fue un compromiso diplomático —me reí. —La verdad es que parecía un caniche electrocutado.
Alejandro se rio, un sonido profundo que me encantaba. —Esa es mi esposa. Brutalmente honesta en privado, brillantemente diplomática en público.
—Aprendí de la mejor —dije, refiriéndome a su madre.
La cena en el ático de Elena de la Vega en el barrio de Salamanca fue exactamente como esperaba: una obra de teatro perfectamente escenificada. La comida era impecable, la conversación fluida, y la tensión bajo la superficie era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo de pescado.
Elena había aceptado su derrota en Chapultepec, pero una mujer como ella nunca se rinde; simplemente cambia de estrategia.
—Alejandro, querido —dijo ella a mitad del postre—, ¿podrías traer de mi estudio esa botella de Vega Sicilia que estábamos guardando? Creo que esta ocasión lo amerita.
En cuanto Alejandro salió de la habitación, la sonrisa de Elena se volvió afilada.
—Así que, Sofía. Has ganado.
—No era una competencia, Elena.
—Oh, por favor. Siempre lo es. —Se inclinó hacia adelante—. Y has demostrado ser… formidable. Destruiste a tu familia, te ganaste a la prensa y neutralizaste a Camila. Eres mucho más inteligente de lo que pareces.
—Y usted es exactamente tan inteligente como parece —respondí, sin pestañear.
Ella sonrió. —Bien. Ahora que mi hijo está locamente enamorado de ti y eres, legalmente, parte de esta familia, tenemos que hablar de negocios.
Sacó un sobre grueso de un cajón lateral.
—Alejandro te ha puesto al frente de la división latinoamericana de Akesi. Es un puesto… grande.
—Lo sé. Ya estoy reestructurando el fondo de riesgo en Brasil.
—Sí, lo he visto. —Hizo una pausa—. Pero es mucha presión para una recién casada. Y sé, por mis fuentes, que tu padre, Ricardo, lo ha perdido todo. Está viviendo en un pequeño departamento en la colonia Anzures.
No dije nada.
—Es tu padre, después de todo. —Deslizó el sobre por la mesa—. Aquí hay un cheque. Cincuenta millones de dólares. No para ti. Para él. Un regalo de bodas anónimo para que pueda reconstruir su vida.
La miré fijamente. La vieja Sofía, la de antes de la maldición, habría empezado a calcular. La Sofía maldita le habría gritado que se metiera su dinero sucio por donde le cupiera.
La nueva Sofía simplemente esperó.
—¿Y el precio? —pregunté en voz baja.
—Nada, querida. Solo… un favor. Mi sobrino, Fernando, es muy capaz. Ha estado esperando una oportunidad. Cede el control de la división latinoamericana. Toma un puesto honorario en la junta directiva. Disfruta de tu vida, del dinero de mi hijo. Deja que los hombres manejen el estrés.
Ahí estaba. La última prueba. El último intento de comprarme, de reducirme a una esposa trofeo.
Me reí. No fue una risa nerviosa, sino una risa genuina, profunda.
Elena pareció sorprendida.
—Elena —dije, empujando el sobre de vuelta hacia ella—, creo que no ha entendido nada.
—¿Disculpa?
—Usted cree que yo era como Isabela o Camila. Que solo buscaba dinero y poder. Y tiene razón, en parte. Lo era. Pero la maldición me enseñó algo que usted nunca aprendió: el poder que se compra no dura. El poder que se gana, sí.
Me puse de pie y caminé hacia la ventana, mirando las luces de Madrid.
—Usted me ofreció 50 millones de pesos en México para dejar a su hijo. Ahora me ofrece 50 millones de dólares para dejar mi trabajo. ¿Sabe lo que eso me dice?
Ella me miró, sus ojos fríos como el hielo.
—Me dice que mi valor se ha multiplicado por mil en seis meses. —Me di la vuelta y la encaré—. Y eso, Elena, es una tasa de retorno espectacular.
Alejandro entró en ese momento, sosteniendo la botella de vino. —¿Me perdí de algo?
Elena y yo nos miramos. Vi en sus ojos un destello, no de ira, sino de algo que se parecía peligrosamente al respeto.
—No, querido —dijo Elena, levantándose. Su sonrisa, por primera vez, parecía genuina—. Tu esposa y yo estábamos diseñando el futuro de la compañía. Y debo decir… —me miró—, que estoy impresionada.
Brindamos. Por la familia. Por el futuro.
Más tarde esa noche, en la cama de nuestro hotel, Alejandro me rodeó con sus brazos.
—¿Qué le dijiste realmente a mi madre?
—Le mentí —susurré contra su pecho.
—¿Ah, sí?
—Le dije que su sobrino Fernando era un idiota incompetente y que si volvía a intentar comprarme, yo misma compraría sus acciones y la echaría de su propia junta.
Alejandro se rio, incrédulo. —¿De verdad le dijiste eso?
—No —sonreí—. Pero podría haberlo hecho.
—¿Entonces qué le dijiste?
—La verdad. Le dije que ya no tenía precio.
Alejandro me besó, lenta y profundamente. —¿Y la maldición? ¿La extrañas?
—A veces. Hacía las cosas más simples. —Acaricié su rostro—. Pero ahora es más divertido.
—¿Por qué?
—Porque cuando te digo “Te amo”, ya no es una obligación de la maldición. —Lo miré a los ojos—. Es una elección. Y te elijo a ti, Alejandro de la Vega. Con toda la verdad. Y con todas las mentiras que necesitemos para protegernos.
Él sonrió. —Esa es mi reina
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