PARTE 1

Mi nombre es Mateo Herrera. Para la mayoría de la Ciudad de México, no soy nadie. Un rostro más en el mar de gente de La Merced. Un hombre que huele a sangre y cobre, el olor de la carnicería que mi familia ha regentado durante tres generaciones. Pero para los que saben, para los que mueven los hilos en las sombras de los mercados, somos “Los Cuchillos de la Merced”.

No somos los más grandes. No todavía. Ese título pertenece a Ricardo “El Gallo” Rivera. Él controla la extorsión, el cobro de piso, la mercancía robada desde Tepito hasta la Central de Abasto. Nosotros somos más… discretos. Controlamos el contrabando de electrónicos y licores finos. Un negocio limpio, si es que algo en esta ciudad puede llamarse así.

Mi familia es mi fuerza y mi debilidad. Mi tía Elena, la hermana de mi padre. Ella es la matriarca. Vio morir a mi padre y juró mantenernos vivos. Cuenta el dinero, maneja los libros y reza a la Santa Muerte para que nos proteja. Sus ojos han visto demasiado y su fe es tan dura como el acero. “El dinero se lava, Mateo”, me dice siempre, mientras apila fajos de billetes, “pero la sangre mancha para siempre”.

Luego está mi hermano mayor, Arturo. Él es el músculo. El corazón salvaje de los Herrera. Arturo siente demasiado, bebe demasiado y golpea demasiado fuerte. Salió de Lecumberri con más demonios de los que entró. Es leal hasta la muerte, pero su temperamento es una bomba de tiempo.

Y Javier, el más joven. Imprudente, encantador y demasiado ansioso por probar su valía. Ve el negocio como un juego, una forma de conseguir mujeres y respeto. No entiende el peso de las decisiones.

Yo estoy en medio. Yo soy el estratega. Mi padre me enseñó a cortar carne, a separar el músculo del hueso con precisión quirúrgica. Yo aplico esa lección a la ciudad. Veo las conexiones, las debilidades. No tengo los demonios de Arturo ni la inocencia de Javier. Yo tengo… un vacío. Una calma fría que se instaló en mí la noche que vi arder la bodega de mi padre, con él dentro.

Todo cambió un martes. Un martes gris, con esa llovizna ácida que limpia el polvo pero no la miseria. Teníamos un soplo: un camión de aduanas lleno de consolas de videojuegos y pantallas planas. Un trabajo fácil. Javier y sus hombres bloquearon el Viaducto. Arturo se encargó de la persuasión. Fue limpio. Sin disparos.

Llevamos el camión a nuestra bodega escondida bajo un taller mecánico en la Doctores. Abrí la cerradura yo mismo. El olor me golpeó primero. No era plástico y cartón. Era papel viejo y… químicos.

No eran PlayStations.

Eran cajas y cajas de documentos oficiales. Sellos del Senado. Y debajo de ellos, en maletines metálicos, precursores químicos. Suficiente para hacer una fortuna… o para que nos declararan la guerra.

“¿Qué es esta mierda, Mateo?”, escupió Arturo, pateando una caja. “¡Esto no es dinero! ¡Esto es veneno!”

Javier estaba pálido. “Jefecito… esto se siente mal. Esto se siente pesado.”

Tía Elena llegó, alertada por mi silencio. Revisó los papeles. Su rostro, normalmente impasible, perdió todo color. “Dios nos ampare”, susurró. “Esto no es de un contrabandista. Esto es del Senador Garza. Esto es del gobierno”.

Arturo quería quemarlo todo. Javier quería huir a Veracruz. Tía Elena quería enterrarlo en el desierto.

Yo vi algo más. Vi palanca.

“No vamos a quemarlo”, dije, mi voz sonando extrañamente tranquila en el silencio polvoriento. “Vamos a usarlo”.

Esa misma tarde, la ciudad cambió. Los federales aparecieron como cucarachas después de la lluvia. Retenes en cada esquina. Patrullas en nuestro barrio. No buscaban electrónicos robados. Buscaban su camión.

Y al frente de ellos, un hombre que no había visto antes. Pulcro, con un traje caro y ojos de reptil. El Comandante Lázaro Díaz. Lo enviaron desde la capital con una sola misión: recuperar lo que perdimos.

Pero Díaz no fue el primero en encontrarnos. “El Gallo” Rivera lo hizo.

“El Gallo” controla todo lo que toca el sol. Un hombre corpulento, siempre con camisas de seda abiertas, mostrando un crucifijo de oro que descansaba sobre un pecho grueso. Se creía un rey. Y, en cierto modo, lo era. Sus hombres, “Los Gallitos”, eran matones sin cerebro pero con lealtad absoluta.

Emañana siguiente, dos de sus hombres visitaron nuestra carnicería. No compraron nada. Solo miraron. Luego, esa tarde, empujaron a nuestros vendedores de la plaza. Un mensaje.

“Escuché que a Los Cuchillos les cayó la lotería”, me dijo “El Gallo” esa noche por teléfono. Su voz era aceitosa, llena de falsa camaradería. “Y no han venido a compartir la bendición con su patrón”.

“Tú no eres mi patrón, Ricardo”, respondí, mientras limpiaba un cuchillo de deshuesar.

“Todos en esta ciudad me pagan piso, Mateo. Hasta el gobierno. Creen que no sé lo que tienen. Creen que no sé que Díaz los está cazando. Entréguenme la mercancía. Yo sabré qué hacer con ella. A cambio, tal vez convenza a Díaz de que fue un error”.

Colgué.

La presión estaba puesta. El gobierno por un lado, el cartel local por el otro. Estábamos atrapados.

“Tienes que elegir, Mateo”, dijo Tía Elena, sus manos apretando un rosario. “El diablo o el mar profundo”.

Yo sonreí. “No, Tía. Vamos a hacer que el diablo y el mar se peleen entre ellos”.

Fue entonces cuando ella apareció. Sofía.

Entró a la taquería que usamos como fachada, buscando trabajo. Era callada, eficiente y tenía los ojos más tristes que había visto en mi vida. Dijo que venía de Puebla, huyendo de un mal hombre. Tía Elena, siempre blanda con las almas perdidas, la contrató de inmediato para lavar los platos.

Yo la observé. Observé cómo limpiaba. Observé cómo escuchaba. Observé cómo sus ojos seguían a Arturo, luego a Javier, y finalmente, a mí.

Era demasiado perfecta. Demasiado rota.

Esa noche, le pedí que me trajera un café a la oficina. Dejé un libro de contabilidad falso sobre el escritorio, abierto en una página que mencionaba una dirección en Iztapalapa.

“Perdón, señor”, dijo, sin mirar el libro.

“No te preocupes, Sofía. Bienvenida a la familia”.

Vi cómo sus ojos se desviaron hacia la dirección por una fracción de segundo.

El anzuelo estaba puesto.

PARTE 2

La calma duró exactamente doce horas. A la mañana siguiente, los federales allanaron la dirección en Iztapalapa. Era una bodega vacía que usábamos hace años. Por supuesto, no encontraron nada, pero el mensaje de Díaz fue claro: “Sé que me estás observando”. Y mi mensaje para él fue aún más claro: “Yo también”.

Sofía vino a trabajar ese día con los ojos hinchados. No dijo nada. Simplemente fregó los platos con más fuerza, el vapor ocultando su rostro. La dejé estar. Una herramienta no sabe que es una herramienta hasta que la usas.

“El Gallo” Rivera no fue tan sutil.

Javier estaba cobrando nuestra cuota habitual a un puesto de nopales cuando tres “Gallitos” lo arrinconaron contra un camión de basura. No lo golpearon mucho, solo lo suficiente. Le rompieron la nariz y le quitaron el dinero. “El patrón dice que esto ahora es territorio Rivera”, le dijeron, escupiendo a sus pies.

Arturo se enteró antes que yo. Cuando llegué a la bodega, estaba cargando su escopeta recortada, con los ojos inyectados en sangre y el aliento apestando a tequila barato.

“¡Voy a matar a ese gordo cabrón!”, rugió. “¡Voy a cortarle la cresta a ese puto Gallo!”

“¡No!”, le grité, interponiéndome entre él y la puerta. “¡Eso es lo que quiere! Quiere que reaccionemos como animales. Quiere que saquemos las armas para que Díaz tenga una excusa para acabar con nosotros y con él al mismo tiempo”.

“¡Tocaron a Javier, Mateo! ¡Tocaron a la familia!”

“Y la familia responderá”, le aseguré, poniendo mis manos sobre sus hombros. La escopeta estaba caliente. “Pero lo haremos a mi manera. Con un cuchillo en la oscuridad, no con una escopeta a plena luz del día”.

Convencer a Arturo de que no matara a nadie fue la parte difícil. Lo siguiente fue más… delicado.

Envié un mensaje al Comandante Díaz. Nos encontramos en la azotea de la Catedral Metropolitana, irónicamente. Un lugar público, sin armas. El viento frío barría el Zócalo vacío de la madrugada.

Díaz era más bajo de lo que esperaba, pero su presencia llenaba el espacio. Olía a una colonia cara y a poder rancio.

“Señor Herrera. Qué imprudente de su parte. Podría arrestarlo aquí mismo”.

“Pero no lo hará”, respondí, mirando las luces de la ciudad. “Porque si lo hace, esos documentos que tanto busca el Senador Garza se enviarán por correo a cada periódico de esta ciudad”.

Díaz sonrió, pero sus ojos no. “Eres listo. Demasiado listo para ser un simple carnicero. ¿Qué quieres, Mateo?”

“Quiero lo que ‘El Gallo’ tiene. Quiero la Plaza de la Merced. Quiero sus rutas. Quiero que sus hombres desaparezcan de mi territorio”.

Díaz se rio. “¿Y por qué te daría yo eso?”

“Porque ‘El Gallo’ es un perro ruidoso. Yo soy un fantasma. Usted recupera sus documentos, el Senador está feliz, y usted obtiene un socio comercial silencioso que sabe mantener un perfil bajo. Además…”. Hice una pausa. “Le daré a ‘El Gallo’ a usted. En bandeja de plata. Con pruebas de que él fue quien robó su camión en primer lugar”.

Díaz me estudió. Podía ver su mente calculadora trabajando. Odiaba a “El Gallo”, pero odiaba más que lo estuvieran chantajeando. “Tienes 48 horas para convencerme. Si fallas, si intentas jugarme una mala pasada, no solo te mataré a ti. Mataré a tu hermano el borracho, a tu hermano el niño y a tu tía la santa. ¿Entendido?”

Asentí. “Entendido”.

Bajé de esa azotea sintiendo el hielo en mis venas. Ahora tenía que jugar con el otro demonio.

La reunión con “El Gallo” fue en su territorio: un restaurante caro en Polanco que usaba para lavar dinero. El lugar apestaba a arrogancia y mariscos demasiado caros. Llegué solo, como pidió.

“Miren quién está aquí”, dijo “El Gallo” en voz alta para que todo el restaurante lo oyera. Sus matones se rieron. “El Cuchillito. ¿Vienes a rendirte, Mateo? ¿O a limpiarme las botas?”

Me senté frente a him. “Vengo a ofrecerte un trato, Ricardo”.

“¿Tú? ¿A mí? ¿Un trato?” Se rio, mostrando dientes de oro.

“Díaz te está cazando. A ti y a mí. Pero yo tengo algo que él quiere. Los documentos”.

“El Gallo” se inclinó hacia adelante, su sonrisa desapareciendo. “¿Y?”

“Y estoy dispuesto a vendérselos. Pero Díaz es un traidor. En cuanto tenga los papeles, nos matará a los dos. A mí por robarlos y a ti por… bueno, por ser tú”.

“¿Qué propones, Cuchillito? Habla claro”.

“Propongo que me ayudes. Te daré una parte de los documentos. La parte que implica a Díaz directamente. Tú se la entregas al Senador Garza. Díaz cae. Y nosotros dos nos dividimos la ciudad. La Merced para mí, Tepito para ti. Socios”.

“El Gallo” me miró fijamente durante un largo minuto. Era un hombre codicioso, pero sobre todo, era un hombre arrogante. La idea de traicionar a un federal y tomar más poder era demasiado dulce para él.

“¿Y por qué debería confiar en ti?”, preguntó.

“Porque ambos sabemos que solos, Díaz nos come vivos. Juntos… podemos dirigir esta ciudad”.

“El Gallo” se reclinó y tomó un trago de coñac. “Mañana por la noche. En ‘La Última Batalla’, esa pulquería inmunda en tu barrio. Trae los papeles. Trae a tu hermano Arturo. Cerramos el trato”.

Asentí. “Ahí estaremos”.

Salí del restaurante sabiendo que acababa de firmar mi sentencia de muerte, o la suya. “La Última Batalla” era territorio neutral, pero no había nada neutral en su propuesta. Era una trampa.

Regresé a la bodega. Tía Elena estaba rezando. Arturo estaba limpiando sus armas.

“¿Y bien?”, preguntó Arturo.

“Quiere una reunión. Mañana. En ‘La Última Batalla’”.

Arturo sonrió. “Una trampa”.

“Por supuesto”, dije. “Pero no sabe que la trampa es para él”.

Fue entonces cuando llamé a Sofía. Le dije que trajera más café.

“Sofía”, le dije, mi voz suave. “Necesito que hagas algo por mí. Algo muy importante”.

Ella me miró, sus ojos llenos de miedo, pero asintió.

“Quiero que le lleves un mensaje a un hombre. Un mensaje de mi parte. Dile…”. Le di una dirección. Una dirección diferente. Nuestra vieja carnicería abandonada en Tlalpan. “…dile que la entrega se hará ahí. Mañana por la noche. Dile que iré solo a entregar los documentos a ‘El Gallo’ Rivera. Y que ‘El Gallo’ planea matar al Comandante Díaz después”.

Sofía palideció. “¿Qué? ¿Por qué me dices esto?”

“Porque confío en ti, Sofía”, mentí. “Y porque sé que tienes miedo. Quiero que estés a salvo. Quiero que le lleves este mensaje al Comandante Díaz. Dile que me traicionó. Dile que si me ayuda a salir de esta, si arresta a ‘El Gallo’ en esa carnicería, le daré los documentos originales”.

Ella temblaba. “Él… él me matará”.

“No lo hará. Él te necesita. Ahora vete. Vete antes de que alguien te vea”.

Ella salió corriendo, llevándose mi segunda mentira. Una mentira para Díaz, envuelta en una mentira para “El Gallo”.

El tablero estaba listo. Las piezas estaban en movimiento. Ahora solo teníamos que sobrevivir a la noche.

“Arturo”, le dije a mi hermano. “Reúne a todos los hombres. Mañana por la noche, no vamos a una negociación. Vamos a la guerra”.

PARTE 3

La noche siguiente, la ciudad contenía la respiración. La llovizna había regresado, convirtiendo las calles de la colonia Obrera en un espejo oscuro. “La Última Batalla” era una de esas pulquerías antiguas, con aserrín en el suelo y un olor agrio a fermentación y desesperación. Era perfecta.

Arturo y yo llegamos primero, solo nosotros dos, como “El Gallo” había pedido. Pero mis hombres, “Los Cuchillos”, ya estaban allí. Se habían infiltrado durante todo el día, mezclándose. Unos estaban en la cocina como lavaplatos, otros en la barra fingiendo estar borrachos, otros en los callejones traseros, esperando. Arturo estaba tenso como la cuerda de un violín, sus nudillos blancos mientras agarraba el vaso de agua mineral.

“Relájate, hermano”, le susurré. “Disfruta el espectáculo”.

“Solo dime cuándo, Mateo. Solo dame la señal”.

“El Gallo” Rivera llegó tarde, como siempre. Entró como si fuera el dueño del lugar, flanqueado por seis de sus “Gallitos” más grandes. Eran el doble que nosotros, pero la mitad de listos.

Se sentaron. La música de una vieja rockola apenas cubría la tensión.

“¿Dónde están los papeles, Cuchillito?”, dijo “El Gallo”, sin rodeos.

“¿Dónde está tu parte del trato?”, respondí, señalando a sus hombres. “Dije que solo tú y yo. Y tu perro faldero”.

“El Gallo” se rio. “Son mi seguro de vida. Ahora, los papeles”.

Coloqué un maletín sobre la mesa. No eran los documentos. Eran guías telefónicas viejas. “Aquí está mi parte. Ahora dime que esta no es una trampa, Ricardo”.

“El Gallo” sonrió. “Claro que es una trampa, pendejo”.

Y dio la señal.

Sus hombres buscaron sus armas bajo las chaquetas. Pero “El Gallo” cometió un error. Miró a su hombre de la derecha. Yo miré al mío.

Le di un ligero asentimiento a Arturo.

Arturo no sacó un arma. Agarró la botella de pulque de la mesa y la estrelló en la cara del matón más cercano. El sonido del vidrio rompiéndose fue como un disparo de salida.

“¡AHORA!”, gritó Arturo.

Los “borrachos” de la barra sacaron cuchillos de carnicero de debajo de sus ponchos. Los “lavaplatos” salieron de la cocina con machetes. Mis hombres en los callejones bloquearon las salidas.

La pulquería explotó en un caos de violencia brutal y primitiva. Era nuestro territorio, nuestras armas. Los “Gallitos” tenían pistolas, pero en el combate cuerpo a cuerpo, eran torpes. Mis hombres eran carniceros. Eran rápidos, precisos y letales.

“El Gallo”, sorprendido, intentó correr hacia la salida trasera, pero Javier estaba allí, bloqueando el camino con una sonrisa salvaje.

“¿A dónde vas, patrón?”, se burló Javier.

Arturo se abalanzó sobre “El Gallo”. No hubo técnica, solo furia pura. Golpe tras golpe, la furia de Arturo, contenida durante días, se desató sobre el hombre que había humillado a su hermano.

Mientras la pelea principal arrasaba la pulquería, mi atención estaba en otra parte.

A kilómetros de distancia, en Tlalpan, el Comandante Lázaro Díaz estaba ejecutando su propia trampa. Basado en la información de Sofía, había rodeado la vieja carnicería con docenas de federales. Esperaba atraparme a mí, a “El Gallo”, y los documentos, todo en un solo movimiento limpio.

Irrumpieron en la bodega con toda su fuerza, gritando órdenes, listos para un tiroteo.

Y no encontraron nada.

Nada más que ganchos de carne oxidados colgando del techo. Y un solo teléfono celular prepagado pegado a la pared.

Mientras Díaz miraba los ganchos, confundido, el teléfono sonó.

Lo descolgó. Era yo.

“¿Disfrutando de Tlalpan, Comandante?”, le dije, mi voz tranquila por encima del sonido de la pelea en la pulquería.

“Herrera… ¡Maldito seas! ¿Dónde estás?”

“Estoy ocupado. Limpiando la basura que usted dejó crecer. Le dije que le entregaría a ‘El Gallo’. Y lo haré. Pero no de la forma que usted pensaba”.

“¡Voy a matarte, Herrera! ¡Voy a quemar tu maldito barrio!”

“No, no lo hará. Porque en este momento, un mensajero está en la oficina del Senador Garza. Está esperando mi llamada. Si no llamo en cinco minutos, le entregará la primera mitad de los documentos. La segunda mitad irá a La Jornada y a Reforma. Su carrera, la del Senador… todo se acaba”.

Hubo un silencio mortal en la línea. Solo el sonido de la respiración de Díaz.

“¿Qué… quieres?”, siseó.

“Quiero lo que le pedí. La Merced es mía. Sus federales desaparecen de mis calles. ‘El Gallo’ es mío. Nunca lo volverá a ver. A cambio, usted le dice al Senador que ‘El Gallo’ robó los papeles y que usted, heroicamente, los destruyó para salvar su reputación. Usted es un héroe. Yo soy un fantasma. Y los documentos originales… los quemaré yo mismo”.

“… Eres un demonio, Mateo”.

“Soy un carnicero, Comandante. Sé cómo cortar la grasa”. Colgué.

En “La Última Batalla”, el silencio había caído. Los “Gallitos” que no habían muerto, habían huido. Arturo tenía a “El Gallo” Rivera de rodillas en el suelo ensangrentado. El rey de la ciudad estaba acabado, jadeando y llorando.

“¿Qué hacemos con él, Mateo?”, preguntó Arturo, limpiándose la sangre de la boca.

Miré al hombre que había dirigido la ciudad. “Llévenlo al matadero. Tiene una última cita con Los Cuchillos”.

PARTE 4

El matadero de nuestro abuelo no se había usado en años, pero el olor a muerte era persistente. Colgamos a “El Gallo” Rivera de un gancho de carne, no por los pies, sino por las muñecas, dejándolo balancearse patéticamente.

“Por favor… Mateo… por favor”, sollozaba. “¡Te daré todo! ¡Dinero, rutas, contactos! ¡Todo!”

Arturo afilaba un cuchillo largo. El sonido del acero contra la piedra era lo único que se oía.

“Ya me lo diste todo, Ricardo”, le dije. “En el momento en que entraste en esa pulquería”.

“¡No puedes matarme! ¡Díaz… Díaz te encontrará!”

“Díaz está ocupado siendo un héroe. Está cerrando tu caso ahora mismo”.

Arturo se acercó a él. “Esto es por Javier”.

“No”, lo detuve. Puse mi mano en su pecho. “Él vale más vivo que muerto”.

Arturo me miró confundido, su rostro contorsionado por la rabia. “¡¿Qué?!”

“Muerto, es un mártir. Vivo… es nuestro ejemplo. Vivo, puede decirles a todos sus hombres que ahora trabajan para mí. Vivo, puede transferir cada cuenta, cada contacto, cada ruta. Lo vamos a desangrar, Arturo. Pero lentamente”.

La codicia de “El Gallo” era más fuerte que su orgullo. Aceptó. Durante las siguientes 24 horas, “El Gallo” Rivera, el hombre más temido de la CDMX, firmó su imperio, pieza por pieza, a nombre de la Familia Herrera. Cuando terminó, no era nada. Un hombre gordo y asustado en un almacén frío.

“¿Y ahora?”, preguntó Javier.

Miré a “El Gallo”. “Ahora es un cabo suelto”.

Le entregué mi pistola a Arturo. “Es tuyo, hermano”.

Arturo miró la pistola, luego a “El Gallo”. Sacudió la cabeza. “No. Ya no quiero matarlo. Ya no vale la pena”. Se fue.

“El Gallo” me miró con una esperanza patética.

Saqué una pistola diferente de mi tobillo. “Mi hermano es un buen hombre. Yo no”.

El disparo fue ahogado por el ruido de un camión que pasaba.

La Familia Herrera era ahora la dueña de la plaza. Los federales se retiraron. El dinero empezó a fluir como nunca. Pero quedaba un último cabo suelto.

Sofía.

La encontré en su pequeño apartamento de azotea en la Guerrero. Estaba empacando, aterrorizada. Cuando me vio, dejó caer una camiseta.

“Mateo… yo… no sabía… Díaz me obligó”.

“¿Cómo te obligó?”, pregunté, mi voz sin emoción.

“Tenía a mi hermano. En Puebla. Lo arrestaron por nada. Díaz dijo que lo soltaría si yo… si yo te espiaba”.

“¿Y te soltó?”, pregunté.

“No. Dijo que tenía que hacer una cosa más. Dijo… que tenía que matarte. Después de la redada. Me dio esto”.

Me mostró una pequeña pistola.

“¿Y lo habrías hecho?”, le pregunté, acercándome.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. “Yo… yo creo que sí. Para salvar a mi hermano. Pero… no quería. Mateo, tienes que creerme”.

“Te creo”, le dije. Y lo hacía. Creía que estaba atrapada. Creía que estaba asustada.

Me acerqué a ella. Puse mi mano en su mejilla. Por un momento, vi a la chica que había llegado buscando trabajo, no a la espía. Olía a jabón barato y a miedo.

“Siento mucho lo de tu hermano”, le dije.

Y entonces, la besé.

Fue un beso desesperado, lleno de traición y de un dolor compartido. Por un segundo, me permití sentir algo. Sentir la calidez de otra persona.

Luego me aparté.

“Te daré dinero”, le dije, sacando un fajo de billetes del bolsillo. “Suficiente para llegar a Oaxaca, o a cualquier lugar lejos de aquí. Lejos de mí”.

“¿Y mi hermano?”, susurró.

“Me encargaré de Díaz eventualmente. Pero no puedo prometer nada sobre tu hermano”.

Ella me miró, su rostro una máscara de dolor. “¿Y nosotros?”

“No hay ‘nosotros’, Sofía. Nunca lo hubo”.

Tomó el dinero. Sus manos temblaban.

“Si alguna vez vuelvo a verte en esta ciudad”, le dije, mi voz volviéndose fría como el acero, “te mataré yo mismo. Sin dudarlo”.

Ella me miró una última vez, con los ojos llenos de un odio que igualaba mi vacío. “Eres un monstruo, Mateo”.

“Sí”, asentí. “Lo sé”.

Se fue. La vi caminar por la calle hasta que desapareció. Sentí la tentación de llamar a Arturo y pedirle que la siguiera, que la terminara. Pero no lo hice. Una parte de mí, la pequeña parte que aún era humana, la dejó ir.

Esa noche, celebramos en la vieja carnicería. Tía Elena había preparado un festín. Arturo bebía, pero esta vez reía, una risa genuina. Javier contaba historias exageradas de la pelea. Éramos los reyes.

“Lo lograste, m’ijo”, dijo Tía Elena, poniendo una mano sobre la mía. “Tu padre estaría orgulloso”.

“Solo estoy empezando, Tía”, respondí, mirando por la ventana hacia las luces de la ciudad. Nuestra ciudad.

Pero mientras miraba, vi un auto que no reconocí. Un sedán negro, caro, con placas de Sinaloa. Se estacionó al otro lado de la calle. Las ventanas estaban polarizadas.

Se quedó allí durante diez minutos. Y luego, se fue.

Arturo no lo notó. Javier no lo notó. Pero yo sí.

Habíamos matado al “Gallo”, pero el corral estaba ahora abierto. Y los depredadores más grandes habían olido la sangre.

Miré a mi familia, riendo bajo las luces tenues de la carnicería. La paz había durado exactamente tres horas.

La guerra acababa de empezar