PARTE 1

Mi caminar… ese ‘pata-pata’ que tanto les divierte. Así me ven. Un chiste andante, una sombra con traje barato en una ciudad que se ahoga en su propia miseria. Ciudad Gótica, o lo que queda de ella después de la gran inundación. El agua lo pudrió todo, sacó las ratas a la superficie. Y yo, Osvaldo “Oz” Cobos, era la rata más grande que aún no se había ahogado.

Me llamaban ‘El Pingüino’. Un apodo cruel nacido de mi cojera y mi nariz. Era el perro faldero de Carmelo Falcón, el jefe de jefes. Hacía su trabajo sucio, aguantaba sus insultos y los de sus parásitos, sonriendo mientras por dentro mi estómago se retorcía de odio. Yo era el bufón de la corte.

Pero entonces, Carmelo murió. Un disparo en medio de la calle. El rey había caído. Y mientras toda la ciudad lloraba o celebraba, yo vi una escalera.

Esa noche, mientras la ciudad ardía y la lluvia no cesaba, me colé en el ‘Iceberg’, el club de Falcón. Mi antiguo lugar de trabajo. No fui a presentar mis respetos; fui a cobrar. Rebusqué en su oficina, tomé documentos, libros de cuentas, joyas… cualquier cosa que pudiera ser una palanca. La lealtad es para los muertos. Los vivos necesitamos munición.

Estaba guardando un fajo de papeles comprometedores cuando la puerta se abrió. Era Alberto Falcón. El hijo. El heredero. Un niño mimado con un traje caro y ojos de cobarde.

“Oz”, dijo, su voz temblando, tratando de sonar como su padre. “¿Qué diablos estás haciendo?”

Puse mi mejor cara de perro apaleado. “Jefe Alberto… solo… solo me aseguraba de que nadie robara las cosas de su padre. Con todo este caos…”

Él no era su padre. Era débil. Pude oler el miedo y la tristeza en él. Comencé mi actuación. Le di el pésame, le hablé de mi “lealtad inquebrantable”. Puse mi brazo sobre su hombro, y él, el idiota, se derrumbó. Confió en mí. Me vio como el último vestigio de la vieja guardia de su padre.

Y entonces, en su estupidez y dolor, cometió el primer error. Me habló de un trato. Un nuevo cargamento. Una droga que cambiaría el juego, algo llamado “La Dicha”. Una mina de oro que iba a “restaurar” el nombre de los Falcón. Me lo contó a mí.

Y luego, cometió el último error.

Estaba borracho de poder y dolor. Se sintió seguro. Empezó a hablar de más, a recordar “los viejos tiempos”. Y me insultó. Se burló de mi ídolo de la infancia, un gánster local llamado “El Rey”, un hombre que, aunque criminal, tenía el respeto de la gente. Alberto se rio. Dijo que yo era igual, un gánster de segunda, un sueño pasado de moda. Me lanzó un collar al pecho, como quien le tira un hueso a un perro.

El calor subió por mi cuello. Toda una vida de humillaciones. De ser el chiste, el perro, el ‘Pingüino’. Vi el rostro de su padre en él, vi a todos los que alguna vez se rieron de mí. Y el interruptor en mi cerebro simplemente se apagó.

El sonido del disparo fue ensordecedor en la oficina silenciosa.

Alberto cayó al suelo, sus ojos sorprendidos fijos en el techo. La sangre comenzó a manchar la alfombra cara. Me quedé allí, jadeando. Lo había hecho. Había matado al heredero de la familia Falcón. El pánico me golpeó como un tren. Iba a morir. Me buscarían y me destriparían.

Pero el pánico da paso al instinto. Tenía que desaparecerlo. Tenía que culpar a alguien más.

Arrastré el cuerpo. En la calle, vi a unos chicos tratando de robar las llantas de mi coche. Un Maserati morado, mi único lujo. Los asusté con el arma, pero uno se quedó paralizado. Un chico flaco, con ojos asustados. Se llamaba Víctor. Era de Punta Cuervo, el peor barrio de la ciudad, ahora mismo un lago de aguas residuales.

Vi algo en él. La misma hambre, el mismo miedo que yo tuve. “Sube al auto, chico”, le dije. “Vas a ayudarme”.

No tenía opción. Condujimos hasta un deshuesadero. Metimos a Alberto en la cajuela de un auto oxidado. Víctor estaba temblando, vomitando.

“Escúchame”, le dije, agarrándolo por la cara. “En este mundo, cometes errores, o los limpias. Hoy, estamos limpiando”.

Pero necesitaba un chivo expiatorio. Carmelo Falcón tenía un rival: Salvador “Sal” Maroni.

Antes de deshacernos del cuerpo, le quité a Alberto el anillo de su padre. Un sello familiar que Maroni codiciaba, que Carmelo le había robado años atrás. Le corté el dedo. Un mensaje.

Luego, conduje hasta el territorio de Eva, una prostituta que me debía favores. Pagué para que dijera que estuve con ella toda la noche. Mi coartada.

Finalmente, regresé al territorio Falcón. Dejé el auto con el cuerpo de Alberto en un lugar donde lo encontrarían, pero no sin antes dejar una nota en el tablero: “VENGANZA”. Y dentro de la boca de Alberto, coloqué el anillo de Maroni.

La primera piedra estaba puesta. La guerra estaba por comenzar. Y yo, Osvaldo Cobos, el Pingüino, estaba justo en medio, invisible. Ellos se matarían entre sí, y yo recogería las piezas.

PARTE 2

Al día siguiente, me presenté en la mansión Falcón, vestido de luto, con mi mejor cara de sirviente afligido. El lugar era un caos. Los capos de la familia, Johnny Viti y Luca, hombres duros y estúpidos, ladraban órdenes. Querían cerrar todo, esconderse hasta que pasara la tormenta. Traté de insinuar el trato de “La Dicha”, pero no me escucharon. Para ellos, yo seguía siendo el que servía el café.

Entonces, ella entró.

Sofía Falcón. La hija. La que habían mantenido encerrada durante diez años en el Asilo de San Juan. La llamaban “La Ahorcadora”. Era alta, hermosa de una manera peligrosa, y sus ojos… sus ojos lo veían todo. No se parecía en nada a su hermano.

En el momento en que me vio, supe que yo era un sospechoso. Ella sabía que Alberto y yo no éramos amigos. Sabía que su hermano era un idiota, pero yo era una serpiente. Su mirada me atravesó, fría como el mármol.

Esa noche fui a ver a mi madre. Francisca. Vive en un mundo de recuerdos y delirios, pero es más inteligente que todos ellos. Me vio llegar, temblando. “¿Qué hiciste, Osvaldo?”

Le conté todo. Ella no se escandalizó. Puso su mano temblorosa en mi mejilla. “Siempre quisiste ser rey, mi niño. No dejes que te detengan. Quema el mundo si es necesario”. Ella era la única que entendía mi ambición. Ella la había sembrado en mí.

Volví al juego. La noticia del cuerpo de Alberto explotó. El anillo de Maroni. La nota. ¡Guerra! Tal como lo planeé.

Sofía estaba destrozada. Amaba a su hermano. Pero su dolor la hacía más peligrosa. Yo tenía que jugar en ambos lados.

Fui a visitar a Maroni en prisión. Le llevé un “regalo”, información. Le dije que los Falcón estaban débiles, que Viti y Luca querían cerrar el negocio. Le ofrecí el cargamento de “La Dicha”, el que Alberto me había mencionado. “Atácalo”, le dije. “Y dividimos las ganancias. Te ayudaré desde adentro”.

Maroni, arrogante en su celda, mordió el anzuelo.

El día del cargamento, Viti me obligó a ir en la camioneta principal. Una trampa. Maroni atacó, tal como le dije. Fue un infierno de balas. Pero yo estaba preparado. En medio del caos, maté a los hombres de Maroni que estaban cerca de mí, pero también a los conductores de Falcón. Hice que pareciera que había luchado como un león para “salvar” el cargamento.

Regresé a la mansión Falcón como un héroe. Sangrando, pero “victorioso”. El cargamento (la mayor parte) se había perdido en el fuego cruzado. Viti y Luca me creyeron.

Pero Sofía no.

“Qué conveniente, Oz”, me dijo en privado. “Tú eres el único que sobrevive. Y sabías de este cargamento. Solo Alberto y yo lo sabíamos”.

Estaba acorralado. Así que cambié de bando.

Me arrodillé ante ella. “Sofía, tienes razón. Tu familia te odia. Viti y Luca te quieren fuera. Te ven como una loca del asilo. Pero yo… yo creo en ti. Ayúdame a ayudarte. Juntos, podemos tomarlo todo”.

Toqué una fibra sensible. Estaba sola. Su propia familia la despreciaba.

Para ganarme su confianza, le conté una mentira a medias. Le hablé de mi familia, de cómo los perdí en un “accidente” (omití los detalles). Lloré lágrimas de cocodrilo. Ella vio un alma rota, igual que la suya.

Y entonces, supe la verdad de su pasado. La verdad que yo ayudé a crear.

Diez años atrás, yo era su conductor personal. Ella era… diferente. Amable. Ingenua. Se enteró de que su padre, Carmelo, estaba matando prostitutas en el Iceberg. Las colgaba. Él era el verdadero “Ahorcador”. Ella, en su estupidez, quiso exponerlo. ¿Y yo? Yo vi mi oportunidad de ascender.

La traicioné. Fui directamente a Carmelo. Le conté todo.

Esa noche, Carmelo me recompensó. Y luego, sacrificó a su propia hija. Puso pruebas falsas, sobornó a testigos. Convirtió a Sofía en “La Ahorcadora”. La envió a pudrirse en el Asilo de San Juan durante una década.

Yo era la razón de su infierno. Y ahora, ella me estaba dando la mano, viéndome como su único aliado. La ironía era deliciosa. Y aterradora.

PARTE 3

Sofía era inteligente. Más que su padre. Me llevó a un laboratorio secreto. Allí estaba: “La Dicha”. Un hongo rojo brillante, cultivado en la oscuridad. Potente, adictivo. “Esto es el futuro”, dijo.

Necesitábamos distribuidores. La familia Falcón estaba rota. Sugerí a “Los Dragones”, el cartel asiático. Eran neutrales, y codiciosos.

Pero Los Dragones no tratarían con una ex convicta y un matón cojo. Necesitaban la bendición de un Falcón de alto rango. Necesitaban a Johnny Viti.

“Imposible”, dijo Sofía. “Me odia”.

“Nadie es imposible, Sofía. Solo necesitas la palanca correcta”.

Yo la tenía. Los documentos que robé la noche de la muerte de Carmelo. Fotos. Viti se estaba acostando con la esposa de Luca. Su propio primo.

Esa noche, entramos en el dormitorio de Viti. La vergüenza en su rostro no tuvo precio. Hizo la llamada a Los Dragones. Teníamos una reunión.

Mientras tanto, mi chico, Víctor, empezaba a gustarle el dinero. Pero también tenía dudas. Se encontró con una antigua novia. Ella quería que huyeran de Ciudad Gótica, que empezaran de nuevo. Lo vi dudar. Su familia había muerto en la inundación; no tenía nada que perder… excepto la nueva vida que yo le estaba dando.

La reunión con Los Dragones fue tensa. Pero “La Dicha” hablaba por sí sola. El trato estaba cerrado. Estábamos celebrando, cuando los hombres de Maroni nos encontraron.

La esposa de Maroni, a quien yo había estado manipulando, me traicionó. Nos tendieron una emboscada. Fue un tiroteo masivo. Víctor, en el último segundo, apareció con el auto. ¡El chico había vuelto! Eligió este mundo.

Agarré a Víctor. “¡Arranca!”

“¿Y Sofía?”, gritó él.

La vi a través de la ventana rota, luchando, rodeada. “¡ARRANCA!”

La abandoné. Igual que hace diez años.

Pero Sofía no muere fácil. El Dr. Julián Rivas, un médico obsesionado con ella desde el Asilo, la rescató.

Cuando la volví a ver, la mujer ingenua que conocí había muerto para siempre. Lo que quedaba era puro hielo y fuego.

Regresó a la mansión Falcón. Viti, Luca y los demás capos estaban cenando, planeando cómo deshacerse de ella. Ella entró, hermosa con un vestido negro. Y mientras cenaban, un generador que ella había manipulado llenó la casa de monóxido de carbono.

Los vi morir, asfixiados, uno por uno. A todos. Excepto a Viti.

Lo llevó al comedor, frente a los soldados restantes. “Mi padre construyó esta familia sobre la traición”, dijo. “Yo la reconstruiré sobre la lealtad… o la muerte”. Y le disparó a Viti en la cabeza.

Derramó bolsas de dinero sobre la mesa. “El nombre Falcón murió esta noche. Ahora somos ‘Los Chicán’, el apellido de mi madre. Y el dinero se reparte”.

Se había convertido en la reina.

Yo, por otro lado, estaba en guerra. Maroni estaba furioso. Secuestré a su hijo. Intenté un intercambio por el resto de “La Dicha”. Salió mal. Perdí la droga. Casi me matan.

Ahora, tanto Sofía como Maroni me querían muerto.

Tuve que huir. Con mi madre y Víctor, regresamos al único lugar donde nadie nos buscaría: Punta Cuervo. La miseria. Estábamos en un apartamento abandonado, sin electricidad, comiendo basura. Mi madre lloraba, me maldecía. “Me prometiste un palacio, Osvaldo. Y me trajiste de vuelta a la alcantarilla”.

Estaba en el fondo.

Pero incluso en la alcantarilla, crecen cosas. Una noche, explorando, encontré una estación de metro abandonada. Húmeda. Oscura. Perfecta. El último cargamento de “La Dicha” que perdí… había esparcido esporas. El hongo rojo estaba creciendo allí, salvaje.

Era mi regreso.

Empecé a producir “La Dicha” barata. Se la vendí a las pandillas pequeñas, a los olvidados. Mientras Sofía gobernaba desde su trono, yo estaba construyendo un ejército subterráneo. Obligué a un concejal corrupto, Hardy, a devolver la electricidad a Punta Cuervo. Me convertí en el héroe del barrio. “Soy Punta Cuervo”, les dije a las pandillas. “Y juntos, vamos a tomar la ciudad”.

Pero Sofía es Sofía. Capturó a mi madre. Maroni me capturó a mí.

Me llevaron a un sótano. Los tres juntos. Sofía, Maroni y yo. Y el Dr. Rivas.

No querían matarme. Querían romperme.

Rivas empezó a hablar. Sobre mi pasado. Sobre mis hermanos. Jack y Benny.

Mi madre empezó a sollozar.

“¿Qué pasó en la estación de metro, Oz?”, preguntó Sofía, su voz suave como el veneno.

Yo no quería recordarlo. Era un niño. Tenía celos. Jack y Benny… siempre tenían la atención de mi madre. Yo solo la quería para mí. Los llevé a la vieja estación de metro a jugar. Comenzó a llover. Una tormenta. El agua subía.

“¿Qué hiciste, Oz?”

“Los encerré”, susurré. “Cerré la reja. Y me fui a casa”.

Se ahogaron. Mis hermanos. Los maté por celos infantiles.

Mi madre lo supo. Encontró la linterna de juguete de Benny en mi bolsillo esa noche.

“¿Y qué hizo ella, Oz?”, preguntó Rivas.

El peor recuerdo. Mi madre, con los ojos muertos, llevándome de la mano. No a la policía. Me llevó a ver a “El Rey”, mi ídolo. Y le suplicó. “Mátalo”, dijo ella, señalándome. “Este… este monstruo. Mátalo”.

El Rey no pudo hacerlo. Pero yo viví con eso. Con el conocimiento de que mi propia madre había ordenado mi muerte.

“¡Dilo!”, gritó Sofía, abofeteándome. “¡Confiesa frente a ella!”

Miré a mi madre. “¡Los encerré!”, grité. “¡Sí! ¡Los dejé ahogarse! ¡Y lo volvería a hacer!”

El rostro de mi madre se rompió. El último hilo de amor se cortó. Agarró un trozo de vidrio roto del suelo y me apuñaló en el estómago.

“¡Eres una decepción!”, gritó, la saliva volando. “¡Te odio!”

El dolor fue increíble. Pero la rabia fue mayor. Rompí la silla. La adrenalina… agarré a mi madre. Maté a un guardia. Y escapé, sangrando, con la mujer que intentó matarme (dos veces) en mis brazos.

PARTE 4

Llegamos a un hospital clandestino. Víctor me encontró. Estaba destrozado. La única persona cuyo amor siempre busqué me había apuñalado y dicho que me odiaba.

“Jefe…”, dijo Víctor, “no importa. Eres más que ella. Eres Punta Cuervo. Le diste luz a la gente. Eres nuestro rey”.

Sus palabras… me dieron un nuevo enfoque. Un propósito frío.

Sofía, en su arrogancia, cometió un error. Puso precio a mi cabeza. “Tráiganme a Osvaldo Cobos”, dijo a todas las pandillas que yo había unido, “y el negocio de ‘La Dicha’ es suyo”.

Creía que me traicionarían.

El plan final. Víctor y yo nos reunimos con los segundos al mando de todas las pandillas. Con Link, el lugarteniente de Los Dragones. Con todos los que, como yo, estaban cansados de servir.

“Sus jefes van a entregarlos a Sofía después de que me maten”, les mentí. “Pero, ¿por qué ser el segundo, cuando puedes ser el primero? La ambición es un veneno. Y yo lo estoy repartiendo”.

La trampa estaba lista.

Sofía organizó el “intercambio” en un aeródromo abandonado. Estaba allí, con su avión privado listo para huir de la ciudad después de verme morir. Los jefes de las pandillas me arrastraron, fingiendo haberme capturado.

“Bien hecho”, dijo Sofía, sonriendo.

Fue la señal.

Link sacó su arma y le disparó a su propio jefe, Fengo, de Los Dragones. En toda la ciudad, en ese mismo instante, todos los segundos al mando mataron a sus jefes. Una purga.

El rostro de Sofía… no tenía precio.

Me acerqué a ella. Saqué mi arma. Ella cerró los ojos, lista para morir.

“¿Matarte?”, me reí. “No, Sofía. La muerte es un regalo. Es demasiado fácil”.

Bajé el arma. Las sirenas sonaron. Las luces de la policía inundaron el lugar. El concejal Hardy, mi marioneta, salió.

“Sofía Falcón”, dijo, “queda arrestada por el asesinato de su familia”.

La envié de regreso al único lugar peor que la muerte. De vuelta al Asilo de San Juan. Una muerte en vida. El mismo infierno que ella me ayudó a entender.

Gané.

Fui al hospital. Mi madre había tenido un derrame cerebral masivo después de apuñalarme. Estaba viva, pero… ida. Un vegetal. Sus ojos abiertos, pero vacíos.

La había buscado toda mi vida. Su aprobación. Su amor. Y ahora que era el rey de Ciudad Gótica, ella ni siquiera podía verme.

Gané todo. Y no tenía a nadie.

Víctor me llevó a casa. En el auto, puso su mano en mi hombro. “Estamos bien, jefe. No necesitas a nadie más. Somos familia”.

Lo miré. El chico leal. El único que se quedó.

“Tienes razón, Víctor”, le dije. “Somos familia”.

Y la familia… la familia es una debilidad.

Era el último hilo. El último pedazo de Osvaldo que quedaba. Y tenía que cortarlo.

Rápido. Le rompí el cuello.

Lo dejé en el auto y me alejé. Sin mirar atrás.

Ahora, estoy aquí. En el penthouse que le prometí a mi madre. El más alto de Ciudad Gótica. Puedo ver toda la ciudad desde aquí. Mi ciudad.

Mi madre está en una silla de ruedas junto a la ventana. Mirando la vista que nunca podrá procesar.

Eva está aquí. La prostituta. Le pago bien. Lleva puesto el vestido favorito de mi madre. Me sirve una copa.

“Estoy tan orgullosa de ti, Osvaldo”, dice, su voz ensayada. “Siempre supe que serías un rey”.

Pongo la música. Y bailo con ella.

Me llamaban ‘El Pingüino’.

Ahora, me llaman ‘Rey’.

EPÍLOGO: LA CARGA DEL REY

Osvaldo “Oz” Cobos estaba en la cima del mundo, o al menos, de este montón de basura al que llamaba Ciudad Gótica. Su penthouse era una jaula de cristal suspendida sobre la ciudad. Las luces de abajo se difuminaban como manchas de aceite bajo la lluvia. Había ganado. Todos sus rivales estaban muertos, exiliados o arrodillados.

Tomó un sorbo de whisky. Del más caro. Eva, la prostituta ahora vestida con una bata de seda idéntica a la favorita de su madre, se limaba las uñas distraídamente.

“Eres increíble, Oz”, dijo ella, con un tono perfectamente ensayado. “Un rey”.

Oz no respondió. Miró hacia la esquina de la habitación, donde su madre, Francisca, estaba sentada en su silla de ruedas. Llevaba un pijama de seda, limpio, pero sus ojos estaban vacíos, mirando a través del cristal hacia un lugar que Oz nunca podría alcanzar. El derrame cerebral le había quitado todo, excepto la respiración.

Había cumplido su promesa. Le había dado un palacio. Y ahora, era el rey de un reino con dos ciudadanos: una traidora a sueldo y una cáscara vacía.

El vacío comenzó a roerlo. Había ganado, ¿entonces por qué no sentía nada más que el frío del cristal contra el que apretaba la frente?

Todo comenzó con cosas pequeñas.

Unos días antes, encontró un encendedor Zippo barato atascado entre los cojines del sofá. Víctor solía usar uno idéntico. Recordó la pequeña llama que el chico, temblando, había usado para encenderle un cigarrillo en Punta Cuervo. Oz había arrojado el encendedor por la ventana del piso 50.

Anoche, escuchó el rugido familiar de un motor en la calle. El escape distintivo del Maserati púrpura. Su corazón dio un vuelco. Corrió al balcón, mirando hacia el garaje, pero allí solo estaba su nuevo y reluciente Rolls-Royce cromado. Solo su imaginación.

Y entonces, comenzó a verlo.

La primera vez fue en el espejo del baño. Mientras se afeitaba, tratando de ocultar las viejas cicatrices, vio una figura delgada parada detrás de él. Solo por un segundo. Ojos grandes y asustados, exactamente como el día en que lo atrapó en el deshuesadero.

“Eres débil”, gruñó Oz a su reflejo. Se frotó los ojos. El fantasma desapareció.

Pero no lo dejó en paz.

Durante la reunión con Link, el nuevo líder de “Los Dragones” (quien había matado a su jefe por orden de Oz), volvió a ver a Víctor. Estaba en la esquina de la sala de conferencias, vistiendo su ropa sucia de Punta Cuervo, negando con la cabeza. Su expresión no era de ira. Era de decepción.

“Jefe”, susurró una voz en la cabeza de Oz, la voz de Víctor. “Él también te traicionará. Igual que traicionaste a Sofía. Igual que… me traicionaste a mí”.

“¡CÁLLATE!” Oz golpeó la mesa de caoba.

La sala quedó en silencio. Link y sus hombres miraron a Oz, el miedo mezclado con la confusión.

“Quiero decir”, Oz recuperó la compostura, alisando su costoso traje, “que este trato debe mantenerse en secreto. Cierren la boca al respecto”.

Pero la paranoia había sido sembrada. El rey se dio cuenta de que, cuando matas a la única persona leal a ti, nunca volverás a confiar en nadie.

Esa noche, golpeó una tormenta. La lluvia azotaba el cristal, como la noche de la inundación que ahogó la ciudad. Como la noche en que sus hermanos se ahogaron en esa estación de metro abandonada.

Eva se había ido a su casa. El enorme penthouse ahora solo lo contenía a él y a la respiración rítmica y mecánica de su madre desde la otra habitación.

Estaba sirviéndose su quinto whisky cuando lo escuchó.

“Jefe…”

Oz se congeló. Esa voz. No estaba en su cabeza. Estaba en la habitación.

Se giró bruscamente.

Víctor estaba sentado en el sofá de cuero blanco que tanto le gustaba a Oz. Estaba empapado. El agua goteaba de su cabello apelmazado sobre la alfombra persa de miles de dólares. Pero no estaba azul por la estrangulación. Parecía como si acabara de ahogarse.

“No eres real”, murmuró Oz, levantando su vaso como un escudo.

“Yo también pensaba eso”, dijo el fantasma de Víctor. Su voz era triste. “Pensaba que tú eras real. Que eras mi familia”.

“¡La familia es una carga!”, rugió Oz, la borrachera y el miedo explotando. “¡Eras mi debilidad! ¡Me hacías débil! ¡Me ablandabas! ¡Un rey no puede ser blando!”

“Mírate”, susurró Víctor, señalando por la ventana, donde la ciudad luchaba bajo la tormenta. “Lo tienes todo. Eres el rey. Pero estás solo, Oz. Siempre estuviste solo”.

“¡Tengo a mi madre!”, gritó, como un niño.

El fantasma de Víctor lo miró, una sonrisa trágica en su rostro mojado. “Ella intentó matarte. Dos veces. Le das asco”.

“¡CÁLLATE!”

“Y yo”, continuó Víctor, poniéndose de pie, “yo te salvé. Te elegí a ti por encima de una vida normal. Creí en ti, incluso cuando eras un monstruo. Y me mataste”.

“¡Fuiste un error!” Oz arrojó el vaso al fantasma.

El cristal se hizo añicos contra la pared vacía. Víctor se había ido.

Oz jadeó. La habitación estaba en silencio, salvo por el azote de la lluvia. Miró sus manos. Las manos de un rey. Las manos que habían aplastado la garganta de la única persona que alguna vez lo llamó “familia”.

Se tambaleó. Ya no era Oz, el jefe. Era Osvaldo, el niño gordo y tullido que había matado a sus hermanos por celos.

Entró en la habitación de su madre. Francisca seguía allí, con los ojos abiertos, sin ver nada.

Osvaldo “Oz” Cobos, Rey de Ciudad Gótica, se deslizó por el frío suelo. Hundió la cabeza en el regazo de la madre vegetal que una vez había deseado su muerte.

El amanecer llegó, arrojando una luz gris en el lujoso ático. El rey estaba acurrucado en el suelo, temblando, completamente solo. Había conquistado la ciudad, pero sabía que, desde ahora hasta su muerte, nunca podría derrotar al fantasma del chico flaco que había sacrificado por su corona