PARTE 1: La Noche que el Pánico Desató la Locura

CAPÍTULO 1: La Deuda Que No Dejaba Respirar

Camila Flores se miró al espejo de su pequeño baño, sintiendo cómo el temblor de sus manos se extendía hasta el tubo de lápiz labial. Era un rojo vibrante, casi un color de guerra, la armadura barata para una batalla que no quería pelear. En solo tres horas, estaría cruzando las puertas de Zenith, el restaurante más fifí y exclusivo en el corazón de Polanco, en la Ciudad de México. Iba a encontrarse con un licenciado cuyo nombre apenas recordaba.

¿Fue Ricardo? ¿Fue Raúl?

Su reflejo le devolvía una mirada llena de ansiedad. Ojos café, cansados, con ojeras que ni el maquillaje más caro del mundo podía ocultar. Se suponía que era una simple cena, un break de su vida. Pero nada en la vida de Camila había sido simple desde hacía seis meses.

Desde que su mamá, su ancla en este mundo, había fallecido.

Su madre le había dejado un regalo envenenado: una montaña de deudas médicas de un hospital privado que amenazaban con sepultarla viva. Trabajar doble turno en el Hospital General ya no era suficiente. El dinero se iba en pagos mínimos, intereses, y la cruel realidad de la vida en la CDMX. Recordó la última conversación con el contador del hospital: un tono frío, profesional, que le recordaba que las facilidades de pago no durarían para siempre. La presión era física, la sentía como un nudo apretado en la boca del estómago.

La dignidad de su madre no tenía precio, pero la enfermedad sí.

Hace dos semanas, su casera en la colonia Portales le había avisado del aumento de renta. Quinientos pesos extra que, para Camila, eran un abismo. Un abismo que no podía cruzar. En esa colonia, cada peso contaba. Los olores a tacos al pastor y gas de tanque por las noches, los gritos de los niños en la tarde, eran su realidad. Una realidad que el aumento amenazaba con arrebatarle. Su pequeño departamento, que no era mucho, era lo único que le quedaba.

Y para rematar, su viejo Aveo color gris —su fiel compañero en la noche de guardias— había empezado a hacer un ruido metálico que el mecánico le había cotizado en no menos de veinte mil pesos. Un Aveo sin clima, con la tapicería rota y una vida de batallas en el tráfico chilango. Veinte mil pesos era el presupuesto de comida de dos meses. Era impensable.

“Tienes que salir, mija,” le había dicho su mejor amiga, Tania, la semana pasada, obligándola prácticamente a aceptar esta cita a ciegas. “Trabajas en la chamba doble, llegas, duermes y vuelves a empezar. Tienes veintiocho años, Camila. ¿Cuándo fue la última vez que te divertiste?”

¿Divertirse? La palabra se sentía ajena, casi ofensiva. Camila no recordaba la última vez que había hecho algo por gusto. Cada decisión era un cálculo matemático contra su cuenta de banco. Ir a esta cena significaba un gasto en un vestido decente (aunque fuera de segunda mano), el Uber de ida y vuelta a Polanco, y el terror de tener que “cooperar” con la cuenta. Se imaginó la pena de tener que sacar su tarjeta de débito en un lugar así, esperando que no fuera declinada.

Dinero que le urgía para las deudas, para la renta, para la interminable lista de obligaciones que marchaban por su vida como un ejército invasor.

Pero Tania no se rindió. Su amiga, con su corazón de oro y su optimismo incurable, siempre buscaba sacarla de lo que llamaba “el pozo de la enfermera mártir.” Le había organizado la cita con el amigo de su prima, un hombre que “trabajaba en finanzas” y tenía una “gran personalidad,” que Camila sabía que era código para “aburrido, pero con dinero.” Un godínez de alto nivel.

Y como Camila era demasiado buena, demasiado temerosa al conflicto, y con un pánico atroz a decepcionar a su amiga, había dicho que sí. Ella siempre cargaba con la cultura del aguante: la de soportar, la de no quejarse, la de sonreír aunque por dentro se estuviera rompiendo.

Ahora, a pocas horas de la verdad, el pánico le oprimía el pecho como una prensa hidráulica. No podía hacerlo. No podía sentarse frente a un desconocido y fingir interés. Fingir que su vida no se caía a pedazos. Fingir que era alguien digno de conocer.

¿Y si le preguntaba dónde vivía? ¿Y si le preguntaba sobre sus planes futuros? Tendría que mentir. Y odiaba mentir.

Pero tampoco podía cancelar. Tania se sentiría herida. Ricardo o Raúl, o como se llamara, la consideraría una maleducada, una chava que no es seria. Y Camila, que se enorgullecía de ser responsable y cumplida, no podía soportar defraudar a la gente. Era una enfermera, una cuidadora por naturaleza. No una saboteadora.

Fue entonces cuando la idea llegó.

Fue imprudente. Fue completamente ajena a su carácter. Probablemente, una locura de las grandes, algo de telenovela barata. Pero mientras Camila estaba parada en su pequeño departamento, rodeada de recibos impagados y el fantasma del recuerdo de su madre, algo se rompió dentro de ella.

Solo por una vez.

Solo por esta noche, haría algo completamente inesperado. Iba a sabotear la cita de una forma que hiciera que el hombre se fuera, no ella. Ella no sería la mala del cuento. Ella sería la mujer claramente no disponible, la que ya estaba involucrada con alguien más. Usaría el cliché más viejo del mundo para ganar su libertad.

Ella iba a besar a un desconocido.

El plan se formó en su mente con la rapidez de un rayo. Llegaría temprano a Zenith, encontraría a un hombre al azar en la barra, y cuando su cita a ciegas entrara, besaría al extraño.

No un piquito, no. Un beso de verdad.

El tipo de beso que haría que su cita diera media vuelta y se largara de inmediato, pensando: “No manches, me engañó, ¡ya tiene novio y es súper apasionado!” El extraño estaría confundido, tal vez enojado, pero todo terminaría en segundos. Su cita se iría. Ella se disculparía con el desconocido (le diría que era un juego, que su ex la estaba siguiendo), y sería libre.

Libre para ir a casa, libre para no desperdiciar dinero y tiempo, libre para continuar ahogándose sola en sus problemas.

Era un plan terrible, lo sabía. Pero un plan terrible era mejor que pasar por una cena incómoda mientras su mundo se derrumbaba. La desesperación había torcido su moralidad.

Se terminó de arreglar aturdida, poniéndose el único vestido “decente” que poseía. Un diseño azul sin mangas que su madre le había regalado dos navidades atrás. Le quedaba bien, abrazando sus curvas de una manera que la hacía sentir a la vez confiada y expuesta. Se recogió su cabello oscuro en un moño pulcro, se puso un maquillaje mínimo y se miró una vez más.

“Puedes hacerlo,” susurró a su reflejo. “Es solo un beso con un extraño que, probablemente, te tomará por loca. Y mañana, solo será una anécdota ridícula.”


CAPÍTULO 2: El Beso De La Desesperación En Zenith

El viaje en Uber hacia Polanco se sintió como un trayecto a su propia ejecución. Mientras el vehículo se abría paso por el tráfico que se acercaba al Periférico, Camila observaba cómo el paisaje urbano se transformaba. De las fachadas modestas y los pequeños negocios de la Portales, pasaron a los edificios de diseño minimalista, las joyerías de marca y los coches de lujo estacionados en la calle. Un cambio de mundo, no solo de colonia.

El conductor intentó hacer la plática sobre el tráfico infernal de la tarde, lamentándose del “no circula,” pero Camila apenas lo escuchaba. Su mente estaba a mil por hora, corriendo con escenarios, cada uno peor que el anterior.

¿Y si el extraño estaba casado? ¿Y si armaba un escándalo? ¿Y si su cita llegaba antes y la encontraba cazando víctimas en la barra? El qué oso (qué vergüenza) de la situación era abrumador.

Zenith era exactamente tan intimidante como Camila había temido. El restaurante ocupaba el piso superior de un rascacielos de cristal en la Avenida Masaryk, pura elegancia moderna y luces tenues diseñadas para hacer sentir sofisticado a cualquiera. Pero no a ella.

A través de los ventanales, veía parejas bien vestidas en mesas íntimas. Meseros, o “capitanes,” deslizándose con una gracia ensayada. Este no era el mundo de Camila. Ella compraba ropa en tianguis y comía sopas Maruchan más de lo que admitiría. Era una enfermera que usaba scrubs, no seda fina. Pero ya estaba aquí, y echarse para atrás no era una opción.

Camila empujó las pesadas puertas de cristal. Fue inmediatamente golpeada por el aroma a comida carísima —una mezcla de trufa y vinos importados— y el murmullo discreto de conversaciones de gente adinerada. El anfitrión, un joven de camisa blanca impecable y peinado perfecto, le sonrió.

“Buenas noches. ¿Tiene reservación?”

“Voy a encontrarme con alguien,” dijo Camila, su voz más firme de lo que se sentía. “Esperaré en la barra. Quiero un vaso de agua, por favor.”

El anfitrión asintió y señaló el área del bar, un tramo pulido de mármol con taburetes de piel. Sus tacones (los únicos que tenía) hicieron un clac-clac que sonó inmensamente fuerte sobre el piso. Se dirigió hacia allá, sintiéndose hiperconsciente de todas las miradas sobre ella.

O quizás era solo paranoia. Tal vez a nadie le importaba la mujer nerviosa de vestido azul de liquidación.

La barra estaba casi vacía. Una pareja se besaba al fondo, enfrascada en su intimidad. Un empresario mayor tecleaba en su teléfono, ignorando su whisky, con una expresión de estar cerrando un negocio de millones. Y luego, a tres taburetes del final, lo vio.

Era exactamente lo que necesitaba.

Estaba solo, lo suficientemente atractivo como para que el beso pareciera creíble, y completamente absorto en su bebida. Vestía un traje sastre gris oscuro que le quedaba perfecto, un corte impecable que costaría un riñón. La chaqueta colgaba del respaldo del taburete. Tenía el cabello oscuro, peinado, pero ligeramente despeinado, como si se hubiera pasado las manos por él con frustración después de una junta agotadora.

Parecía cansado, se dio cuenta. No físicamente agotado, sino mentalmente drenado, como si estuviera lidiando con sus propios problemas existenciales de alto nivel.

Perfecto.

Camila se deslizó en un taburete a dos asientos de él, pidió su vaso de agua que no pensaba beber, y trató de calmar el martilleo de su corazón. Revisó su teléfono: 7:00 PM. Su cita debía llegar en cinco minutos. Necesitaba cronometrar esto a la perfección.

Sus manos temblaban mientras sostenía el celular. Esto era una locura. Una absoluta locura. Estaba a punto de besar a un completo extraño para evitar una cita a ciegas. ¿Qué demonios le pasaba? Normal. Simple. Racional. Eran conceptos que habían desaparecido de su vida.

El extraño levantó la vista de su bebida, un whisky de un color ambarino profundo, y por un breve instante, sus ojos se encontraron. Ella notó que eran azules. Muy azules, contrastando con su tez morena clara, y amables, a pesar del cansancio que los rodeaba. Él le dio un pequeño y cortés asentimiento. El tipo de saludo que los extraños se dan en lugares públicos. Luego, regresó a su whisky.

El teléfono de Camila vibró. Un texto de Tania: Diviértete mucho esta noche. Es un tipazo. Dale chance.

La culpa se revolvió en el estómago de Camila. Tanta esperanza de su amiga, y allí estaba Camila, a punto de montar una elaborada mentira.

Pero antes de que pudiera cambiar de opinión, antes de que su cerebro racional la convenciera de abortar su plan ridículo, la puerta del restaurante se abrió.

Camila levantó la vista y lo vio.

Un hombre de unos treinta y tantos, cabello castaño, camisa azul de botones, escaneando el restaurante con energía nerviosa. Coincidía con la foto que Tania le había mostrado.

Ricardo o Raúl. Su cita a ciegas.

El tiempo se hizo lento. Los ojos de Ricardo/Raúl recorrieron el área de la barra. Camila supo que tenía unos tres segundos antes de que la localizara. Tres segundos para comprometerse con su plan demente o abandonarlo por completo.

No pensó. Simplemente se movió.

Camila se levantó de su taburete, caminó los dos pasos que la separaban del extraño del traje gris y, antes de que su cerebro pudiera intervenir, tomó su rostro entre sus manos.

Y lo besó.

Los labios del extraño estaban tibios y sabían ligeramente a whisky. Por una fracción de segundo, Camila sintió su sorpresa, la forma en que su cuerpo se tensó bajo su toque, pero él no se apartó. De hecho, se inclinó hacia el beso, una de sus manos subió para posarse ligeramente sobre su cintura, como si hubieran hecho esto mil veces.

Se suponía que sería rápido, una exhibición breve y escandalosa para ahuyentar a su cita. Pero en el momento en que sus labios se unieron, algo cambió. El beso no fue frenético o actuado. Fue suave, inquisitivo, como si ambos se estuvieran haciendo la misma pregunta silenciosa: ¿Qué estamos haciendo?

Camila tenía los ojos cerrados, pero sintió movimiento cerca de la entrada. Pasos. Luego, nada. Su plan había funcionado. Ricardo o Raúl, o como se llamara, la había visto y se había ido. Misión cumplida.

Entonces, ¿por qué no se estaba separando?

Finalmente rompió el beso, retrocediendo rápidamente, sus manos cayendo del rostro del extraño. Su corazón golpeaba salvajemente en su pecho, y sentía el calor subiéndole a las mejillas. El extraño la miraba con esos ojos increíblemente azules, su expresión ilegible. No estaba enojado, no exactamente, pero definitivamente curioso.

“Yo… Camila comenzó, luego se detuvo. ¿Qué podría decir? “Perdón, lo usé para escapar de una cita horrible.” Sonaba a locura, porque lo era.

Los labios del extraño se curvaron en una pequeña sonrisa. “Bueno,” dijo, su voz grave y suave. “Eso sí que fue inesperado.”

Camila quería desaparecer. Quería que el mármol se abriera y la tragara entera. “Lo siento, lo siento muchísimo. Yo solo… había un chico y no quería… no debí haberlo hecho.” Estaba balbuceando, las palabras saliendo en un torrente de pánico.

El extraño levantó una mano, deteniéndola a mitad de la frase. “Respira,” dijo, simplemente.

Camila tomó una bocanada de aire, luego otra. El extraño seguía sonriendo, lo que parecía una buena señal. Al menos no estaba llamando a seguridad o tirándole su bebida encima.

“A ver, déjame adivinar,” dijo, girándose ligeramente en su taburete para encararla por completo. “¿Cita a ciegas a la que no querías ir?”

Los ojos de Camila se abrieron. “¿Cómo lo supiste?”

“Porque,” dijo el extraño, señalando su vaso de whisky a medio terminar. “Yo estoy aquí intentando evitar una cena de negocios a la que tampoco quería asistir. La desesperación reconoce a la desesperación, querida.”

A pesar de todo el drama, Camila sintió que una risa histérica se le inflaba en el pecho. Salió como una risita ahogada, pero era mejor que llorar.

“Lo siento de nuevo,” dijo. “Fue completamente inapropiado y raro, y entiendo si me odias.”

“¿Odiarte?” El extraño parecía genuinamente sorprendido. “Acabas de hacer lo más interesante que me ha pasado en meses, si no es que en años.” Se levantó y Camila se dio cuenta de que era alto, por lo menos de un metro ochenta. Extendió la mano.

“Julián Navarro.”

Camila miró su mano por un momento, luego la tomó. Su agarre era firme, cálido.

“Camila Flores. Mucho gusto, Julián Navarro.”

Julián señaló el taburete junto a él. “¿Puedo invitarte algo de beber? Creo que me debes al menos una explicación por lo que acaba de pasar.”

Todo instinto le decía a Camila que se negara, que se disculpara una vez más y se fuera. Había logrado lo que se proponía. Su cita se había ido. Ella era libre. Pero algo en los ojos de Julián la detuvo. No la estaba juzgando. No estaba enojado. Parecía genuinamente interesado, como si besar a extraños en la barra fuera una cosa perfectamente normal.

“Está bien,” se oyó decir Camila. “Solo un vaso de agua mineral.”

Se sentó junto a él, hiperconsciente de lo cerca que estaban, de la diferencia de mundos palpable entre su vestido barato y el reloj en la muñeca de Julián.


PARTE 2: El Choque de Mundos

CAPÍTULO 3: CEO por Descarte

La mesera, una mujer con el pelo teñido de un rubio platino y una expresión divertida, se acercó. “¿Qué le sirvo?” le preguntó a Camila.

“Solo agua mineral, por favor.”

Julián levantó una ceja. “¿Besas a hombres extraños en restaurantes de lujo pero no aceptas una copa?”

“No bebo,” dijo Camila, sintiendo inmediatamente la necesidad de explicarlo. “No es porque tenga un problema ni nada. Es solo que… soy enfermera. Trabajo en turnos tempranos y, francamente, el alcohol es caro.” La honestidad la sorprendió. No solía ser tan abierta con desconocidos. Pero algo en Julián le daba seguridad, o tal vez era el hecho de que ya había hecho lo más mortificante posible. ¿Qué importaba si le decía que estaba quebrada?

“¿Enfermera?” repitió Julián. “Eso explica la eficiencia con la que ejecutaste tu plan. Muy precisa, como una inyección.”

Camila gimió, cubriéndose la cara con las manos. “Por favor, para. Ya me estoy muriendo de vergüenza.”

“No te avergüences,” la voz de Julián era dulce. “Yo creo que fue valiente. Despistado, sí, pero valiente.”

Camila lo miró a través de sus dedos. “¿Valiente o loca?”

“Ambas, probablemente.” Julián tomó un sorbo de su whisky. “Entonces, esa cita a ciegas debió ser muy mala si besar a un extraño te pareció una mejor opción.”

Llegó su agua mineral y Camila bebió con gratitud. “No se trataba de él. Estoy segura de que es perfectamente agradable. Es solo que… no debí haber aceptado ir en primer lugar, pero mi amiga lo organizó y estaba muy emocionada, y yo no quería decepcionarla.”

“Así que, en cambio, lo saboteaste de forma espectacular.”

“Exacto,” dijo Camila. Se encontró relajándose. Julián era fácil de tratar, más de lo que esperaba. “¿Y tú? ¿Qué cena de negocios estabas evitando?”

La expresión de Julián se ensombreció ligeramente. “Una idea de mi padre sobre ‘networking’. Ha estado intentando emparejarme con la hija de uno de sus socios de negocios. Ella es encantadora, estoy seguro, pero no estoy interesado. Desafortunadamente, mi padre no acepta un ‘no’ por respuesta. Mi vida es un guion que él escribió hace veinte años.”

“Así que ambos estamos huyendo,” observó Camila.

“Parece que sí.” Julián giró el vaso en sus manos, observando cómo el líquido ambarino captaba la luz. “Aunque debo decir que tu método fue más creativo que el mío. Yo solo planeaba llegar tarde y alegar una emergencia de trabajo.”

Hablaron durante otra hora. La conversación fluía con facilidad, saltando de un tema a otro. Julián le preguntó sobre su trabajo en el hospital, y Camila se encontró contándole sobre sus pacientes, sobre los largos turnos de guardia, sobre la adrenalina de una emergencia. Sobre los momentos de conexión humana que hacían que todo valiera la pena.

Él escuchaba intensamente, haciendo preguntas que demostraban que estaba genuinamente interesado, no solo por cortesía.

A su vez, Julián habló de su trabajo, aunque fue vago con los detalles. Mencionó algo sobre gestión corporativa e inversiones, pero parecía más interesado en hablar de las frustraciones de lidiar con las expectativas familiares que de los tecnicismos de su puesto.

“Mi padre construyó Navarro Capital desde cero,” dijo Julián, mirando su vaso ahora vacío. “Y ahora espera que yo la mantenga exactamente como él lo hizo. Sin cambios, sin ideas nuevas, solo perpetuar su legado. Me heredó un trono de oro, no una vida propia.”

“Eso suena asfixiante,” dijo Camila en voz baja. Una jaula dorada.

Julián la miró, algo vulnerable parpadeando en sus ojos. “Lo es.”

La mesera se acercó preguntando si querían otra ronda. Julián miró a Camila interrogante, pero ella negó con la cabeza. “Debo irme,” dijo, aunque una parte de ella no quería. “Mi turno empieza temprano mañana.”

Julián asintió, pero ella pudo ver decepción en su rostro. “Claro.” Dudó, luego añadió: “¿Puedo acompañarte a la salida? Por lo menos al Uber.”

Salieron juntos del restaurante, pisando la fría noche de Polanco. La calle estaba ocupada con el tráfico de la noche de viernes. Gente dirigiéndose a bares, antros, parejas caminando de la mano. Camila se sintió de repente consciente de lo cerca que estaba Julián. Lo suficientemente cerca como para oler su colonia, algo sutil y costoso, que olía a éxito puro.

“Gracias,” dijo Camila, “por no enojarte. Por el beso.”

Los ojos de Julián se encontraron con los suyos, y bajo la luz de la calle, parecían aún más azules que antes. “Yo debería agradecerte. Ese beso fue lo más honesto que alguien me ha hecho en mucho tiempo. Fue real, Camila.”

Camila sintió que le faltaba el aliento. Había algo en la forma en que él la miraba, algo que hizo que su corazón se acelerara de nuevo.

“Me gustaría verte otra vez,” dijo Julián. “Si estás interesada. Y prometo que la próxima vez será un lugar normal.”

Este era el momento en el que Camila debía decir no. Donde debía ser práctica y realista y recordar que vivía en un mundo de deudas médicas y carros descompuestos, no de restaurantes elegantes e imperios financieros. Hombres como Julián, fuera quien fuera realmente, no salían con mujeres como ella. Mujeres que usaban vestidos de tianguis y contaban los centavos.

Pero cuando lo miró a los ojos, vio la misma soledad que ella sentía. La misma hambre por algo real, algo que no tuviera un precio.

“De acuerdo,” se oyó decir. “Me gustaría.”

Intercambiaron números de teléfono. Sus dedos se rozaron cuando Julián le devolvió el celular. Un Uber se detuvo en la acera y Camila subió, mirando hacia atrás por la ventana mientras el coche se alejaba. Julián estaba de pie en la acera, con las manos en los bolsillos, observándola partir.

Camila se recostó en el asiento, tocándose los labios donde habían estado los de Julián. Lo que sea que hubiera esperado de esa noche, no era esto. No era él.

Y mientras el Uber la llevaba de regreso a su pequeño departamento y a su montaña de problemas, no podía dejar de sonreír. La sonrisa que llevaba era más costosa que cualquier traje sastre.


CAPÍTULO 4: El Secreto de Navarro Capital

Camila se despertó a la mañana siguiente con el teléfono vibrando insistentemente en su buró. Tanteó buscando el aparato, entrecerrando los ojos ante la pantalla brillante. 6:30 de la mañana, y tenía doce llamadas perdidas de Tania.

El recuerdo de la noche anterior la invadió: el beso, Julián, la conversación que se había sentido como entrar en otro mundo. Y antes de todo eso, la cita a ciegas que había saboteado.

Su teléfono sonó de nuevo. Tania. No había forma de evitarlo.

“¿Hola?” La voz de Camila estaba ronca por el sueño.

“¿Me estás bromeando ahora mismo?” La voz de Tania entró fuerte y enojada. “Ricardo me llamó anoche, Camila. Dijo que te vio besándote con otro wey en el restaurante. ¡¿Qué demonios te pasa?!”

Camila se sentó en la cama, frotándose los ojos. “Tania, puedo explicarlo.”

“¡Por favor, hazlo! Porque ahora mismo estoy tratando de entender cómo mi mejor amiga, la persona más amable que conozco, pudo hacer algo tan cruel con un tipo que solo intentaba conocer a alguien decente.”

La culpa que Camila había estado ignorando regresó con fuerza. Tania tenía razón. Había sido cruel, incluso si Ricardo era un desconocido. Él se había arreglado, había ido a un restaurante caro, probablemente estaba nervioso, y luego la había visto besar a otro hombre con pasión de telenovela.

“Tienes razón,” dijo Camila en voz baja. “Fue horrible. No debí haberlo hecho así.”

“¿Y por qué lo hiciste, Camila?” La ira de Tania se había suavizado un poco, transformada en exasperación. “Si no querías ir, pudiste habérmelo dicho. ¿Qué necesidad de tanto drama?”

“Lo sé. Es que… no quería decepcionarte. Has estado tan preocupada por mí desde que mi mamá murió, y sé que intentabas ayudar. Pero no estaba lista, me entró el pánico, y tomé una decisión terrible.”

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego, Tania suspiró. “Ay, amiga. Me vas a volver loca. La próxima vez, solo habla conmigo. Dime que no estás lista. No vayas por ahí besando a hombres al azar, ¡no manches!”

“No lo haré,” prometió Camila. Luego, porque no pudo evitarlo, añadió: “Aunque el hombre al azar era muy agradable.”

“Ni se te ocurra empezar,” dijo Tania, pero Camila pudo escuchar una sonrisa en su voz. “Todavía estoy enojada, pero te amo, y sé que has pasado por mucho. Solo discúlpate con Ricardo, ¿de acuerdo? Es buen tipo.”

Después de colgar, Camila le envió un mensaje de texto largo a Ricardo, disculpándose por su comportamiento y explicando que debió ser honesta sobre no estar lista para salir. No mencionó a Julián por nombre, pero fue lo más sincera posible acerca de haber conocido a alguien que despertó en ella algo inesperado.

La respuesta de Ricardo llegó una hora después. Un simple gracias por la disculpa seguido de un mucha suerte con tu nuevo galán. Camila sintió cómo el peso de la culpa se aliviaba un poco. No era perfecto, pero al menos había intentado hacer lo correcto.

Se duchó y se puso su uniforme de enfermera, preparándose para su turno en el Hospital General de Zona. El trabajo era exigente pero familiar, una bienvenida distracción del caos de su vida personal.

Estaba revisando las dosis de medicamentos en la estación de enfermería cuando su teléfono vibró con un mensaje de texto. Era un número desconocido.

Julián: Buen día. Soy Julián. Espero que no te moleste que te escriba. Quería asegurarme de que llegaste bien a casa anoche.

Camila se quedó mirando el mensaje, una sonrisa se dibujó en su rostro. Guardó su número y respondió.

Camila: Llegué bien. Gracias por preguntar.

Su respuesta fue rápida.

Julián: He estado pensando en anoche. ¿Te gustaría tomar un café alguna vez?

Los dedos de Camila flotaron sobre el teclado. El café era seguro, casual. El café era algo que ella podía pagar, a diferencia de las cenas elegantes. El café significaba que podía ver a Julián de nuevo sin sentirse completamente fuera de lugar.

Camila: Sí, me gustaría.

Hicieron planes para encontrarse en una pequeña cafetería cerca del hospital después de que el turno de Camila terminara a las 3:00 PM. El resto de su jornada laboral pasó en un borrón de cuidado de pacientes y papeleo, pero su mente no dejaba de pensar en Julián. Sabía casi nada de él en realidad, solo que era amable, que escuchaba cuando ella hablaba, y que su beso la había hecho sentir cosas que no sentía en años.

A las 2:45, Camila se cambió el uniforme por unos jeans y un suéter verde que había comprado en liquidación. Se retocó el maquillaje en el baño del hospital, e inmediatamente se sintió tonta por esforzarse tanto. Era solo café.

La cafetería estaba a diez minutos a pie del hospital, un lugar acogedor llamado El Molino Diario que Camila había pasado cien veces pero nunca había entrado. Las cafeterías eran un lujo que no podía justificar.

Entró e inmediatamente localizó a Julián en una mesa de la esquina, luciendo dramáticamente fuera de lugar con su traje caro entre los estudiantes y freelancers con sus laptops. Se puso de pie cuando la vio, esa misma sonrisa cálida de anoche iluminando su rostro.

“Camila, te ves radiante.”

Ella se deslizó en el asiento frente a él. “Tú pareces recién salido de una junta de consejo.”

“Casi. Una reunión que debió haber terminado hace una hora.” Julián le acercó una taza. “Te traje un café de olla. Espero que esté bien. No sabía qué te gustaba.”

Camila aceptó la taza con gratitud. El hecho de que él le hubiera comprado café antes de que llegara, ese pequeño gesto de amabilidad, le calentó el pecho. “Es perfecto. Gracias.”

Hablaron con facilidad, la conversación retomando donde la habían dejado. Julián le preguntó más sobre su trabajo, y Camila se encontró contándole sobre la señora Patterson, una paciente anciana que había sido ingresada con neumonía, y que pasaba sus días contándole a Camila historias sobre su difunto esposo.

“Me hace creer en ese tipo de amor,” dijo Camila. “El que dura cincuenta años y todavía te hace sonreír cuando hablas de él. ¿Tú crees en eso?”

“¿En el amor duradero?” preguntó Julián.

Camila pensó en sus padres, en cómo su padre había trabajado dos turnos para pagar la atención médica de su madre, cómo él le había sostenido la mano hasta el final. “Sí. Lo he visto. ¿Y tú?”

La expresión de Julián se puso pensativa. “Quiero creer, pero parece que todos en mi vida tienen una agenda. Mi padre quiere que me case con alguien que sea bueno para el negocio. Las mujeres con las que he salido estaban más interesadas en mi apellido que en mí. Es difícil creer en algo real cuando todo se siente calculado.”

“Eso suena solitario,” dijo Camila.

“Lo es.” Julián la miró a los ojos. “Por eso la noche anterior fue tan refrescante. Me besaste porque estabas desesperada. Sí, pero al menos fue una desesperación honesta, una desesperación que no tenía nada que ver con mi cuenta de banco.”

Camila rió, casi derramando su café. “Nunca voy a poder olvidar ese tema, ¿verdad?”

“Jamás,” asintió Julián, sonriendo.

Hablaron durante dos horas, mucho después de que sus tazas de café se vaciaran. Julián le habló de su madre, que había fallecido cuando él estaba en la universidad, y cómo su padre se había volcado en el trabajo después de eso, volviéndose frío y distante.

Camila compartió su propio dolor, cómo perder a su madre se había sentido como perder su ancla en el mundo. “Ella era mi mejor amiga,” dijo Camila en voz baja. “Y ahora solo hay este vacío donde solía estar. Sigo pensando que escucho su voz o que necesito llamarla para algo. Y luego recuerdo.”

Julián se acercó por encima de la mesa y le tomó la mano. El gesto era simple, pero se sintió profundo. “Lo entiendo completamente.”

Cuando finalmente salieron de la cafetería, el sol se estaba poniendo, pintando el horizonte de la CDMX con tonos anaranjados y rosados. Caminaron lentamente, ninguno de los dos parecía querer que la tarde terminara.

“¿Puedo preguntarte algo?” dijo Julián mientras se detenían en un cruce peatonal.

“Por supuesto.”

“¿Por qué me besaste realmente? Sé que dijiste que fue para escapar de la cita a ciegas, pero parecía algo más, como si estuvieras huyendo de algo más grande.”

Camila lo miró, sorprendida por su perspicacia. “Supongo que sí. He estado ahogándome en responsabilidades, deudas y dolor, y solo quería un momento donde yo fuera otra persona. Alguien valiente y espontánea, alguien que no tuviera que pensar en las consecuencias. Tú eras mi escape, mi acto de rebeldía.”

Julián asintió lentamente.

“Y ahora,” admitió Camila, “ahora estoy aterrada. Porque pareces maravilloso, y no tengo idea de lo que estoy haciendo, y mi vida es un desastre, y no puedo permitirme agregar otra complicación.”

“¿Y si no quiero ser una complicación?” preguntó Julián. “¿Y si solo quiero ser alguien que te haga sonreír?”

Camila sintió un nudo en la garganta.

“Camila, sé que acabamos de conocernos. Sé que esto es rápido, pero no he podido dejar de pensar en ti desde ese beso. No porque fuera impactante, sino porque por primera vez en años, sentí algo real, algo que no se compraba.”

Se quedaron parados en la acera mientras la gente pasaba a toda prisa, envuelta en sus propias vidas. Camila sabía que debía ser práctica, protegerse, recordar que los cuentos de hadas no les sucedían a mujeres como ella. Pero cuando miró a Julián, vio a alguien tan perdido como ella. Alguien buscando lo mismo: conexión, comprensión, esperanza.

“Me gustaría seguir viéndote,” dijo Camila. “Si eso es lo que quieres.”

La sonrisa de Julián fue respuesta suficiente. La acompañó a la parada del Metrobus, y antes de que ella subiera, se inclinó y la besó en la mejilla. Fue un beso casto, respetuoso, pero le envió electricidad a todo el cuerpo.

“Mándame un mensaje cuando llegues a casa,” dijo.

Camila asintió, subiendo al autobús. A través de la ventana, lo vio parado en la esquina, con las manos en los bolsillos, observándola partir, tal como lo había hecho la noche anterior.

Y por primera vez en meses, Camila sintió algo que casi había olvidado. Felicidad. Una felicidad peligrosa, de alto riesgo, pero auténtica.


CAPÍTULO 5: El Despliegue de un CEO en el Hospital

Camila estaba en medio de revisar las gráficas de un paciente cuando la estación de enfermería estalló en susurros. Miró a sus colegas agrupadas, mirando hacia los elevadores con los ojos abiertos como platos.

“¿Ese es él?” Susurró una de ellas. “Tiene que ser. Mira ese traje… y el portafolio, ¡no manches!”

Camila siguió sus miradas y sintió que el corazón le daba un vuelco. Julián Navarro salía del elevador, luciendo completamente fuera de lugar bajo la luz fluorescente del hospital público. Llevaba un traje azul marino, impecable y costoso, y cargaba dos bolsas de papel que olían sospechosamente a comida china de lujo.

Sus ojos se encontraron al otro lado del pasillo, y el rostro de Julián se iluminó con una sonrisa que pudo haber derretido el hielo del Ártico. Caminó hacia ella, completamente imperturbable, sin preocuparse por las miradas que lo seguían.

“Hola,” dijo cuando la alcanzó.

“Hola,” logró articular Camila, peligrosamente consciente de que cada enfermera, médico y camillero del piso estaba observándolos. “¿Qué estás haciendo aquí?”

“Mencionaste que sueles saltarte la comida en tus turnos. Pensé en arreglar eso.” Sostuvo las bolsas. “¿Hay algún lugar donde podamos comer sin que te regañen?”

La mente de Camila corrió. Podía sentir la curiosidad de sus compañeros quemándole la espalda. “Eh… hay una sala de descanso en el tercer piso. Suele estar vacía a esta hora.”

Lo guio hacia los elevadores, hiperconsciente de su presencia a su lado. En el espacio cerrado, podía oler su colonia, costosa y sutil. Todo en él gritaba riqueza y privilegio. A su lado, con sus scrubs arrugados del turno de noche, Camila se sintió pequeña, como una hormiga al lado de un transatlántico.

La sala de descanso estaba, afortunadamente, vacía. Julián colocó las bolsas sobre la mesa y comenzó a desempaquetar envases. Chow mein, dumplings, pollo agridulce, rollos primavera. Suficiente comida para cuatro personas.

“Esto es demasiado,” dijo Camila.

“No sabía qué te gustaba, así que pedí de todo,” se excusó Julián. Sacó una silla para ella. “Por favor, siéntate. Has estado de pie toda la mañana, tienes la postura de haber cargado un peso de cincuenta kilos.”

Camila se sentó, observando cómo Julián le servía comida en un plato de papel. El gesto era simple pero considerado, y le hizo doler el pecho. Era tan natural en su generosidad.

“Gracias,” dijo en voz baja. “No tenías que hacer esto.”

“Quise hacerlo.” Julián se sentó frente a ella, abriendo un recipiente con arroz. “Quería verte, y pensé que la comida era una buena excusa.”

Comieron en un silencio cómodo durante unos minutos. La comida estaba deliciosa, probablemente de algún restaurante carísimo del Centro. Camila trató de no pensar en cuánto debió haber costado.

“Tus colegas estaban mirando,” dijo Julián, con un matiz de diversión en su voz.

“Nunca me han visto con nadie,” admitió Camila. “Mantengo mi vida personal en privado. Y ahora te han visto con un hombre extraño en un traje carísimo trayendo comida china.”

Julián sonrió. “Los rumores ya deben estar circulando. Mañana serás la persona más interesante del hospital.”

A pesar de sí misma, Camila se rió. “Me has convertido en el chisme de la chamba.”

“Bien. Te mereces ser interesante, Camila.”

Terminaron de comer y Julián ayudó a Camila a limpiar, insistiendo en tirar los contenedores él mismo. Cuando llegó el momento de que ella regresara a su turno, Julián la acompañó de vuelta a los elevadores.

“¿Puedo llevarte a casa esta noche?” preguntó. “Tu turno termina a las 7:00, ¿verdad?”

Camila dudó. Dejar que Julián viera su departamento, su colonia, se sentía como abrir una puerta que no estaba segura de querer abrir. Significaba dejar al descubierto su realidad mexicana, su lucha. Pero su rostro era tan esperanzado, tan genuinamente interesado, que no pudo negarse.

“De acuerdo,” accedió. “Te veo en el lobby a las 7:00. No te asustes con el barrio.”

La sonrisa de Julián bien valía la ansiedad que se le instaló en el pecho. “Jamás.”


CAPÍTULO 6: La Vulnerabilidad de una Deuda de $40,000 Dólares

Fiel a su palabra, Julián estaba esperando en el lobby a las 7:00 PM. Se había quitado el saco y la corbata, y tenía las mangas de la camisa remangadas hasta los codos. De alguna manera, se veía aún mejor, ligeramente desarreglado, más humano.

Caminaron hacia el estacionamiento subterráneo del hospital y Camila se detuvo en seco cuando vio su coche. Era un sedán elegante y negro, un modelo alemán carísimo que ni siquiera podía identificar. El tipo de coche que costaba más de lo que ella ganaba en cinco años.

“¿Este es… el coche de la chamba?” preguntó, estúpidamente.

“Coche de la chamba,” dijo Julián, abriéndole la puerta del pasajero. “Viene con el puesto. Sube, por favor.”

Camila se deslizó en el asiento de cuero, sintiéndose completamente fuera de lugar. El interior olía a nuevo, y había más botones y pantallas de las que jamás había visto en un vehículo. Julián subió y encendió el motor, que no rugió, sino que ronroneó con una potencia discreta.

“¿A dónde vamos, Cami?”

Camila le dio su dirección, observando su rostro en busca de alguna reacción. Pero Julián solo asintió y salió del estacionamiento.

El viaje a su departamento tomó quince minutos a través del tráfico vespertino. Julián no comentó sobre el cambio gradual de escenario a medida que se alejaban del centro financiero y entraban en su colonia de clase trabajadora. No se inmutó por el grafiti en algunos edificios, ni por los grupos de adolescentes que conversaban en las esquinas, ni por la música de cumbia que sonaba a todo volumen en una tienda. Simplemente condujo, ocasionalmente haciéndole preguntas a Camila sobre su día.

Cuando se detuvieron frente a su edificio, una modesta estructura de ladrillo rojo de cuatro pisos sin elevador, Julián apagó el motor. “Vivo en el tercer piso,” advirtió Camila.

“¿Puedo acompañarte? Para asegurar que no te asalten en las escaleras.”

Subieron los tres tramos de escaleras en silencio. Camila estaba hiperconsciente de la pintura descascarada en las paredes, la luz parpadeante del segundo rellano, la televisión de los vecinos que se escuchaba a todo volumen. Esta era su realidad, su pequeña verdad, y no se parecía en nada al mundo de Julián.

Abrió la puerta de su departamento y entró, con Julián siguiéndola de cerca. El espacio se veía aún más pequeño con él dentro; su altura y presencia parecían acercar las paredes.

“No es mucho,” dijo Camila, dejando su bolsa sobre la pequeña mesa de la entrada. “Pero es mi hogar.”

Julián miró a su alrededor lentamente, asimilando los muebles modestos, las decoraciones de segunda mano, las fotos de la madre de Camila en las paredes. Su mirada se detuvo en la pila de recibos médicos sobre el mostrador de la cocina.

“¿Esos son…?” comenzó.

“Las deudas de mi madre,” terminó Camila. “No te preocupes por eso.”

Julián se acercó al mostrador, y Camila quiso detenerlo, pero no encontró las palabras. Él tomó el recibo superior, leyendo los números, su expresión se volvía más seria con cada segundo. “Camila, esto son cuarenta mil dólares. Casi 700 mil pesos.”

“Lo sé,” dijo ella. Se acercó al mostrador, recogiendo los recibos en una pila. “Estoy en un plan de pagos. Está bien.”

“No, no está bien.” La voz de Julián era suave pero firme. “Esto te está aplastando. Te está robando la vida.”

“Lo estoy manejando.” Camila apretó los recibos contra su pecho, sintiéndose defensiva. “No necesito tu lástima, Julián.”

“No es lástima.” Julián extendió la mano, colocando la suya sobre la de Camila. “Es preocupación. Déjame ayudarte a salir de esto.”

“No.” La palabra salió más aguda de lo que pretendía. “No puedo aceptar eso, Julián. No voy a ser alguien a quien rescatas porque le tienes lástima. No soy un proyecto de caridad.”

“No te tengo lástima. Me asombras.” Julián le tomó la cara con suavidad. “Estás cargando todo este peso y aun así te las arreglas para sonreír, para ser amable, para cuidar a todo el mundo. Pero no tienes que hacerlo sola.”

Camila sintió que las lágrimas amenazaban de nuevo. “Si tomo tu dinero, ¿qué soy? ¿Qué somos?”

“Somos personas que se preocupan el uno por el otro.” Julián acarició su rostro con sus pulgares. “Por favor, Camila, déjame hacer esto. Por ti. No por mí.”

Ella quería decir que sí. El peso de la deuda era sofocante, la mantenía despierta por las noches, la obligaba a elegir entre el súper y la gasolina. Pero aceptar la ayuda de Julián se sentía como cruzar una línea, como admitir que no podía cuidarse sola.

“Necesito pensarlo,” susurró.

Julián asintió, bajando las manos. “De acuerdo, pero no me voy a ir a ningún lado. El tiempo que necesites para pensar, yo esperaré.”

Se fue poco después, pero no sin antes besarla en la frente. Un gesto tan tierno que le hizo doler el alma a Camila. Después de que se marchó, ella se sentó en su sofá, rodeada de recibos e incertidumbre, preguntándose si la amabilidad de un hombre rico podía ser solo amabilidad, o si siempre venía con cadenas de oro invisibles atadas.


CAPÍTULO 7: El Contrato de Tres Meses

Camila no durmió esa noche. Se quedó en la cama mirando el techo, reviviendo la oferta de Julián en su mente. Déjame ayudarte. Cuatro palabras simples que cargaban el peso del mundo. A la mañana siguiente, aún no había tomado una decisión.

Fue a trabajar en automático, realizando los movimientos del cuidado de pacientes mientras su mente cavilaba con posibilidades y miedos. ¿Qué significaría aceptar la ayuda de Julián? ¿Esperaría algo a cambio? ¿Se sentiría obligada con él de maneras que no podía predecir?

Su compañera, Patricia (otra enfermera con más de quince años de servicio), notó su distracción. “¿Estás bien, mija?” preguntó Patricia durante su descanso. “Pareces a un millón de kilómetros de distancia.”

Camila consideró ignorarla, pero algo en el rostro bondadoso de Patricia la hizo abrirse. “Paty, si alguien te ofreciera ayudarte con algo muy grande, algo que cambiaría tu vida, ¿lo aceptarías?”

Patricia revolvió su café pensativamente. “Depende de la persona y de las condiciones. ¿Qué tan grande es?”

“Lo suficiente como para pagar todas las deudas del hospital de mi mamá y arreglar mi coche. Todo.”

“¿Y no hay condiciones, no hay gancho?”

“Dice que no. Dice que solo quiere ayudar porque se preocupa por mí.”

“Entonces, me preguntaría por qué tengo tanto miedo de aceptar la bondad.” Patricia miró a Camila directamente. “A veces, lo más difícil es dejar que la gente entre, que vean nuestras luchas y aceptar su ayuda. El orgullo puede ser tan destructivo como la deuda, ¿sabes? Tómalo como una bendición que te está llegando.”

La palabra orgullo se quedó con Camila durante el resto de su turno. Estaba terminando su papeleo cuando su teléfono vibró con un mensaje de Julián.

Julián: ¿Puedo verte esta noche? Tengo algo que quiero proponerte.

El corazón de Camila se aceleró mientras escribía. ¿Dónde?

Julián: En mi casa. Te envío un coche a las 7:00.

Camila se quedó mirando el mensaje. Su casa. Nunca había estado en el hogar de Julián, había evitado activamente pensar en dónde vivía, pero tal vez era hora de ver su mundo por completo, de comprender la brecha entre ellos.

Camila: Está bien.

Exactamente a las 7:00, un coche negro de lujo se detuvo frente al hospital. El chofer, un hombre de aspecto profesional, saludó a Camila por su nombre y le abrió la puerta. Ella se deslizó en el asiento trasero de cuero, sintiendo que vivía la vida de otra persona.

El viaje los llevó al corazón financiero de la Ciudad de México, a un reluciente rascacielos que se perdía en el cielo nocturno. El conductor se metió en un estacionamiento subterráneo y acompañó a Camila a un elevador privado.

Cuando las puertas se abrieron directamente al penthouse de Julián, el aliento se le cortó a Camila.

El espacio era enorme, todo ventanales de piso a techo y muebles de diseño. La vista del horizonte de la ciudad era impresionante, con las luces parpadeando como estrellas caídas. Pero a pesar de su tamaño y su obvio costo, el departamento se sentía sorprendentemente cálido. Había libros esparcidos sobre las mesas, fotos enmarcadas en estantes, una manta estratégicamente colocada sobre el sofá como si Julián la hubiera estado usando.

Julián apareció desde lo que parecía ser la cocina, vestido con jeans y un suéter azul. El Julián casual era de alguna manera aún más atractivo que el Julián de traje.

“Viniste,” dijo, sonriendo.

“Enviaste un coche muy persuasivo,” respondió Camila. Caminó más hacia el espacio, tratando de no quedarse boquiabierta ante todo.

“Es demasiado,” le dijo ella, sinceramente.

“Hermoso,” corrigió Julián. “Pero sí, también es demasiado para un solo hombre.” Se rió. “No lo elegí. Mi padre compró este lugar como inversión e insistió en que viviera aquí, pero he intentado que se sienta como un hogar. Es difícil.”

La guio hasta el sofá y se sentaron, uno frente al otro. Camila notó nerviosismo en sus ojos, lo que la hizo sentirse mejor. Al menos no era la única insegura.

“He estado pensando,” comenzó Julián, “sobre lo que dijiste, sobre no querer ser rescatada, sobre el orgullo y la independencia. Y lo entiendo, Camila. De verdad lo hago.”

“¿Pero?” Camila lo instó.

“Pero tengo una idea. Una propuesta, de hecho.” Julián se inclinó hacia adelante, sus ojos azules intensos. “Quiero ayudarte con las deudas médicas de tu madre, y con tu coche, y con tu renta, pero no como caridad.”

Camila sintió que sus defensas se activaban. “¿Entonces como qué?”

“Como pago por servicios.” Julián levantó una mano antes de que ella pudiera protestar. “Escúchame. Tengo que asistir a muchos eventos sociales: galas, cenas de caridad, funciones de negocios. Por lo general, voy solo porque no soporto a la gente de mi círculo. Son falsos, superficiales, solo les interesa el estatus. Pero tú, tú eres real. Eres amable. Tienes conversaciones genuinas. Necesito un ancla de realidad.”

“¿Quieres pagarme para que sea tu cita?” preguntó Camila, tratando de procesar la sugerencia.

“Quiero pagarte para que seas tú misma en situaciones donde necesito a alguien genuino a mi lado,” aclaró Julián. “Tres meses. Tú asistes a eventos conmigo y, a cambio, yo pago tus deudas, arreglo tu coche y cubro tu renta por el próximo año. Un salario por acompañamiento.”

Camila lo miró fijamente. “Eso es… eso es muchísimo.”

“Para mí, apenas es algo,” dijo Julián con honestidad. “Pero a ti te cambiaría la vida, y a mí también me la cambiaría. Tendría a alguien con quien realmente disfruto pasar tiempo en estos eventos horribles.”

“¿Por qué yo?” preguntó Camila. “Podrías contratar a alguien profesional, alguien que conozca tu mundo, una modelo.”

“Porque no conoces mi mundo, y esa es exactamente la razón por la que te quiero allí.” Julián le tomó la mano. “Por favor, Camila, esto nos beneficia a ambos. No es caridad. Es un arreglo de negocios.”

Camila miró sus manos unidas, pensando en las palabras de Patricia, la enfermera. A veces lo más difícil es dejar que la gente entre. Pensó en su cuenta bancaria, en las cartas de cobro, en la ansiedad constante.

Pensó en la alternativa: seguir luchando sola, demasiado orgullosa para aceptar ayuda, ahogándose lentamente en la deuda.

“¿Qué pasa después de tres meses?” preguntó en voz baja.

El pulgar de Julián acarició el dorso de su mano. “Lo que queramos que pase. Tal vez queramos continuar el arreglo. Tal vez queramos estar juntos sin ningún acuerdo. Tal vez nuestros caminos se separen. No hay obligaciones después de los tres meses, pase lo que pase entre nosotros.”

Camila lo miró a los ojos. “Y prometes que esto no es por nada más? ¿No hay expectativas más allá de aparecer en los eventos como tu pareja de acompañamiento?”

“Lo prometo,” dijo Julián con firmeza. “Si algo romántico sucede entre nosotros durante estos tres meses, será porque ambos lo queremos, no por un contrato. Te lo juro por mi madre.”

Camila respiró hondo. Cada parte lógica de su cerebro gritaba que era una mala idea, que tenía que haber una trampa. Pero otra parte, la parte que estaba tan cansada de luchar todos los días, la parte que tal vez quería confiar en alguien, decía .

“De acuerdo,” se oyó decir. “Tres meses. Pero quiero un contrato. Algo que lo haga oficial y claro. Necesito sentirme protegida.”

La sonrisa de Julián fue brillante. “Hecho. Haré que mi abogado redacte algo esta semana. Y no te preocupes, será un documento muy mexicano, con cláusulas de respeto y autonomía.”


CAPÍTULO 8: El Riesgo de los Sentimientos Reales

El contrato llegó por mensajería el jueves, entregado en un elegante portafolio de cuero. Camila lo leyó con cuidado dos veces antes de firmar. Era exactamente como Julián lo había descrito, un acuerdo profesional que describía sus responsabilidades y su compensación. Tres meses, sin obligaciones al finalizar. Incluso su amiga abogada (la que le había dado el contacto de Tania) lo revisó y no encontró banderas rojas.

Julián le envió un mensaje de texto esa noche. El primer evento es el sábado. Te enviaré algunas opciones para que te vistas.

Opciones resultó ser un eufemismo. El viernes por la tarde, llegaron tres bolsas de ropa a su departamento. Cada una contenía un vestido espectacular. Uno era de un rojo intenso, elegante y fluido. Otro era verde esmeralda, ajustado y sofisticado. El tercero era un azul rey, clásico y atemporal. Todos venían con zapatos y accesorios a juego.

Camila se los probó, parándose frente al espejo de su baño y apenas reconociéndose. Esa ropa no pertenecía a su vida. Eran prendas que pertenecían a otra persona, alguien que encajaba en el mundo de Julián.

Eligió el vestido rojo para el evento del sábado, que Julián había descrito como una gala benéfica para la alfabetización infantil.

El coche la recogió a las 6:00 PM y, esta vez, Camila se sintió ligeramente más preparada, un poco menos fuera de lugar. Julián la esperaba en el lobby del lugar del evento, perfecto en un smoking negro. Cuando la vio, su expresión hizo que Camila se alegrara de haber dedicado una hora a su cabello y maquillaje.

“Estás deslumbrante, Camila,” dijo, ofreciéndole el brazo.

“Tú tampoco te ves mal, Julián,” respondió, tomando su brazo e intentando ignorar el revoloteo en su estómago.

La gala se llevó a cabo en un gran salón de baile en el Centro Histórico, lleno de candelabros de cristal y manteles blancos. Cientos de personas socializaban, bebiendo champaña y hablando en pequeños grupos. Camila reconoció algunas caras de revistas y artículos de noticias. Esta era la élite de México, gente que donaba millones y tenía sus nombres en edificios.

“Respira,” le susurró Julián al oído mientras entraban. “Perteneces aquí tanto como cualquiera.”

Pero Camila no sentía que perteneciera. Se sentía como una impostora jugando a disfrazarse. Julián pareció notar su ansiedad porque la mantuvo cerca, presentándola a la gente con fácil confianza, siempre incluyéndola en las conversaciones.

“Ella es Camila Flores,” decía. “Es enfermera en el Hospital General de Zona. Una heroína de la salud.”

Y cada vez, los rostros de las personas se iluminaban con genuino interés. Le preguntaban sobre su trabajo, sobre sus pacientes, sobre cómo era trabajar en un concurrido hospital de la ciudad. Camila se encontró relajándose, hablando de lo único que conocía bien.

“Eres tan diferente de la multitud habitual,” le dijo una mujer llamada Bárbara, que llevaba diamantes que podrían pagar la deuda de Camila cien veces. “Aquí todos son abogados o CEOs o herederos. Es refrescante conocer a alguien que realmente ayuda a la gente directamente. Gracias por traerla, Julián.”

Al final de la noche, Camila había recolectado una docena de tarjetas de presentación y promesas de gente que quería apoyar al hospital con donaciones. Julián la observaba desenvolverse con evidente orgullo.

“Eres un talento natural,” le dijo mientras bailaban un vals lento. Su mano estaba cálida en su cintura y se movían juntos con facilidad.

“Solo hablé de mi trabajo,” respondió Camila.

“Exacto. Fuiste genuina. Eso es tan raro en este mundo,” Julián la acercó un poco más. “Gracias por estar aquí. Me salvaste la noche.”

“Me están pagando por estar aquí,” le recordó Camila, aunque su corazón no estaba realmente en la frase. Estar en los brazos de Julián no se sentía como un trabajo.

El segundo evento fue una cena de negocios donde la empresa de Julián se reunía con posibles inversores. Camila usó el vestido verde y se sentó junto a Julián mientras él discutía márgenes de ganancia y estrategias de expansión. No entendía ni la mitad de lo que se decía, pero sonrió y escuchó, ocasionalmente haciendo preguntas que Julián luego le dijo que eran sorprendentemente perspicaces.

“Me hiciste quedar bien esta noche,” dijo él en el coche después. “El Licenciado Thompson comentó cómo lo ayudaste a entender las aplicaciones humanitarias de nuestra tecnología.”

“Solo pregunté por qué era importante. El dinero está bien, pero quería saber cómo ayudaría a las personas.”

Julián la miró con algo en sus ojos que le cortó la respiración. “Esa es exactamente la razón por la que te quería aquí. Para que no me olvide de que mi empresa tiene un impacto en la gente de verdad.”

El tercer evento fue una inauguración de galería de arte. El cuarto fue una subasta benéfica donde Julián pagó una fortuna por un fin de semana en algún resort tropical e inmediatamente se volvió hacia Camila y le preguntó si quería ir con él cuando terminara el contrato.

“Lo pensaré,” dijo ella, tratando de no mostrar cuánto significaba la invitación.

Al final del primer mes, Camila había asistido a ocho eventos. Sus deudas médicas estaban pagadas. Su coche estaba en el mecánico con un motor nuevo. Su casera había recibido un cheque por la renta del próximo año. Y Camila, a pesar de toda intención de mantener esto profesional y distante, se estaba enamorando de Julián Navarro.

No era solo el dinero, aunque el alivio financiero había levantado un peso que había cargado durante tanto tiempo. Era la forma en que Julián la miraba, como si ella fuera la persona más interesante de cualquier habitación. Era cómo siempre preguntaba por su día, cómo realmente escuchaba sus historias sobre pacientes difíciles o momentos graciosos en el trabajo. Era la forma en que la hacía reír, la forma en que le abría las puertas, la forma en que nunca la hacía sentir inferior a pesar de sus diferentes circunstancias.

¿Estás con Camila y Julián? ¿Crees que su relación puede sobrevivir a las diferencias en sus mundos? Deja un comentario y comparte para descubrir qué sucede cuando Patricia Montgomery, la ex prometida de Julián, entra en escena. No querrás perderte la tormenta de celos y la lección de orgullo que se avecina.

Pero Camila también estaba aterrorizada, porque en dos meses más, el contrato terminaría, y no tenía idea de si Julián sentía lo mismo que ella. Tal vez, para él, esto era realmente solo un arreglo de negocios. Tal vez ella estaba leyendo demasiado en cada mirada tierna y cada toque suave. Tal vez se estaba preparando para una ruptura épica.

Tania notó el cambio en ella. “Estás brillando, amiga,” dijo una tarde cuando se encontraron por unos tacos en la Portales. “Y no me digas que es solo porque tus deudas están pagadas. Estás enamorada de él.”

Camila no podía negarlo. “¿Es estúpido?”

“Quizás,” admitió Tania, “pero a veces, estúpido y valiente son la misma cosa. Y tú, mija, por fin estás siendo valiente.”

Siete semanas después de su arreglo, la ex prometida de Julián regresó a la CDMX. Camila se enteró de Patricia Montgomery por un artículo de chismes que Tania le envió. El titular decía: La Heredera Patricia Montgomery Regresa a México tras Dos Años en París. ¿Recuperará al Soltero de Oro Navarro? El artículo incluía fotos de Patricia: alta, rubia, perfecta de esa manera que solo la gente extremadamente rica puede ser. Llevaba ropa de diseñador como si fuera casual y tenía esa confianza que provenía de nunca haber tenido que preocuparse por el dólar.

“No te preocupes por eso,” dijo Julián cuando Camila lo mencionó. Estaban cenando en un pequeño restaurante italiano que Julián había descubierto, lejos de los lugares elegantes a los que solían ir por los eventos. “Patricia y yo terminamos. Hace dos años que terminamos. Es prensa amarillista.”

“El artículo dice que regresó para reconquistarte,” señaló Camila.

“El artículo es chisme.” Julián se acercó por encima de la mesa para tomarle la mano. “No estoy interesado en Patricia. No lo he estado en mucho tiempo. Estoy interesado en una enfermera que me robó un beso en Polanco.”

Camila quería creerle. Pero cuando Patricia se presentó en su siguiente evento, una cena corporativa en Navarro Capital, Camila sintió que su confianza se desmoronaba. Patricia era todo lo que Camila no era. Se movía entre la multitud como si fuera dueña del lugar, conociendo a todos, diciendo exactamente las cosas correctas. Llevaba un vestido de diseñador que probablemente costó más de lo que Camila ganaba en seis meses. Y cuando vio a Julián, su rostro se iluminó con una sonrisa que parecía genuina.

“Julián,” dijo Patricia, deslizándose hacia ellos. Su voz tenía un ligero acento francés ahora, pulido y sofisticado. “Ha pasado demasiado tiempo.”

“Patricia,” la voz de Julián era cortés, pero distante. “Ella es Camila Flores. Camila, Patricia Montgomery.”

Los ojos de Patricia recorrieron a Camila, examinando su vestido azul, sus joyas sencillas, su sonrisa nerviosa. Algo parpadeó en la expresión de Patricia. Algo que parecía cálculo, y algo de desdén.

“Encantada de conocerte,” dijo Patricia, extendiendo una mano perfectamente manicurada. “Julián no me ha contado nada de ti, lo cual es curioso. Eres… la nueva cara, ¿verdad?”

“Hemos estado trabajando juntos,” dijo Camila, estrechando la mano de Patricia brevemente.

“¿Trabajando juntos?” Patricia levantó una ceja perfecta. “Qué interesante. Julián nunca antes había traído su trabajo a casa. Pensé que eso era solo para los subalternos.”

El comentario picó, aunque Camila no estaba segura de si había sido intencional.

Durante el resto de la noche, Patricia se mantuvo cerca, monopolizando la atención de Julián, hablando de personas y eventos de la alta sociedad sobre los que Camila no sabía nada. Cada historia que Patricia contaba parecía diseñada para recordarles a todos que ella y Julián compartían una historia, un mundo al que Camila nunca podría pertenecer. Un mundo donde el dinero y el apellido eran la única moneda de valor.

Julián intentó incluir a Camila en las conversaciones, pero estaba claro que estaba dividido entre ser educado con Patricia y proteger los sentimientos de Camila. Al final de la noche, Camila se sentía agotada y pequeña.

En el coche después, Julián le tomó la mano. “Lo siento por eso. Patricia puede ser… mucho.”

“Ella es hermosa,” dijo Camila en voz baja. “Y también lo eres tú, Camila.”

“Ella es de tu mundo. Ella sabe cómo estar en tu mundo. Yo solo soy temporal. Una enfermera con un contrato de tres meses.”

Julián se giró para encararla por completo. “No eres temporal para mí.”

Pero Camila retiró la mano. “Nuestro contrato termina en cinco semanas. ¿Y luego qué? Vuelvo a mi vida. Tú vuelves a la tuya, y tal vez Patricia llena el espacio que yo dejo. Es lo más lógico, Julián.”

“Eso no es lo que quiero.” La voz de Julián era de frustración. “Camila, pensé que lo sabías. Pensé que entendías que esto se había vuelto real.”

“¿Saber qué?” interrumpió Camila. “Tenemos un arreglo de negocios, Julián. Eso es todo lo que es. Yo te di autenticidad para tus eventos, tú me diste estabilidad. No hay corazones rotos en los contratos.”

“¿De verdad crees eso?” preguntó Julián.

Camila no respondió. No podía, porque la verdad era que ya no sabía qué pensar. Había sido tan cuidadosa de mantener su corazón protegido, de recordar que esto era temporal, pero en algún momento, había dejado de ser cuidadosa. Y ahora, el regreso de Patricia era un duro recordatorio de la realidad, del abismo social que los separaba.

Durante las siguientes dos semanas, Camila comenzó a alejarse. Seguía siendo profesional en los eventos, seguía sonriendo y encantando a los socios de Julián, pero la facilidad entre ellos había desaparecido. Rechazó sus invitaciones a cenar, puso excusas cuando él quería verla fuera de los eventos contratados.

Julián, por supuesto, lo notó.

“Habla conmigo,” dijo después de una gala particularmente incómoda. “¿Qué está pasando? ¿A qué le tienes miedo, Camila?”

“Nada,” mintió Camila. “Solo estoy cansada. Es la chamba.”

“Estás mintiendo.” Los ojos azules de Julián buscaron su rostro. “¿Esto es por Patricia? Porque te dije que no hay nada entre nosotros.”

“No es por Patricia,” dijo Camila, aunque eso no era del todo cierto. “Es porque me di cuenta de que esto siempre fue temporal. En tres semanas, nuestro contrato termina y volvemos a nuestras vidas separadas. Es lo sano.”

“No tiene por qué,” dijo Julián con urgencia. “Camila, no quiero que esto termine. Quiero presentarte a mi familia de verdad. Quiero llevarte de viaje sin tener que llamarlo ‘viaje de negocios.’”

Pero Camila tenía miedo. Miedo de la esperanza. Miedo de creer. Miedo del momento inevitable en que Julián se daría cuenta de que ella no encajaba en su mundo y se marcharía. Era más fácil alejarse ahora, protegerse antes de que doliera demasiado.

“Creo que deberíamos mantener esto profesional hasta que termine el contrato,” dijo en voz baja. “Luego, ambos podremos seguir adelante.”

Julián pareció como si lo hubieran abofeteado. “¿Eso es lo que quieres?”

“No,” pensó Camila, pero en su lugar dijo: “Sí.”

La mentira se instaló pesadamente en su pecho durante los días siguientes. Iba al trabajo, asistía a eventos con Julián y volvía a su departamento vacío, donde lloraba en su almohada. Tania trató de hacerla entrar en razón, diciéndole que estaba siendo tonta. Pero Camila no podía detener la espiral autodestructiva.

“Tienes miedo,” dijo Tania. “Lo entiendo, pero alejarlo no es protegerte. Es solo asegurarte de que te quedarás sola. Es el orgullo, amiga. Y el orgullo es un lujo que no puedes pagar cuando tienes a un hombre así enfrente.”

“Siempre iba a estar sola,” respondió Camila. “La gente como Julián no termina con gente como yo. No en la vida real. Él es CEO, yo soy enfermera. Hay un abismo.”

“¿Quién lo dice?” exigió Tania. “¿Algún manual que tú te inventaste? Camila, ese hombre te mira como si hubieras colgado la luna. ¡Y lo estás echando a perder por miedo! Es una cobardía de telenovela.”

Pero el miedo era poderoso. Y a medida que se acercaba la última semana de su contrato, Camila había construido muros tan altos alrededor de su corazón que no podía ver la forma de derribarlos.

El último evento de su contrato era una gala de etiqueta en el Palacio de Bellas Artes, uno de los lugares más prestigiosos de la CDMX. Camila se puso el vestido azul rey, el que Julián había dicho que era su favorito. Se sentía como una armadura y una despedida, todo a la vez.

Julián la recogió él mismo en lugar de enviar un coche, lo que la sorprendió. “Te ves cansado,” notó ella. Había sombras bajo sus ojos que no estaban allí antes.

“Tú te ves hermosa,” dijo él, pero a su voz le faltaba su calidez habitual.

“Gracias,” respondió Camila, manteniendo su tono neutro. Profesional.

El viaje a Bellas Artes fue en silencio. Camila miró por la ventana las calles de la ciudad, pensando en lo diferente que era su vida ahora en comparación con hacía tres meses. Sus deudas estaban pagadas. Su coche funcionaba sin problemas. Había construido una cuenta de ahorro con el estipendio que Julián había insistido en darle por cada evento. Financieramente, estaba en la mejor posición en años, pero emocionalmente, se sentía rota.

La gala era elegante, llena de personas que Camila ahora reconocía de eventos anteriores. La saludaron calurosamente, preguntando por el hospital, por sus pacientes. Bárbara, la mujer del primer evento, la tomó aparte para decirle que su donación había financiado una nueva ala pediátrica en el Hospital General.

“Es por ti,” dijo Bárbara. “Escucharte hablar de esos niños y la falta de recursos me inspiró. Estás haciendo una diferencia, Camila. Espero que lo sepas.”

Las palabras deberían haber hecho feliz a Camila, pero solo la entristecieron. Había hecho una diferencia en tantas vidas durante estos tres meses, pero estaba a punto de alejarse de la única persona que había marcado una diferencia en la suya.

Julián estaba al otro lado de la sala hablando con un grupo de empresarios. Patricia estaba allí también, deslumbrante en un vestido plateado, riéndose de algo que uno de los hombres había dicho. Mientras Camila observaba, Patricia tocó el brazo de Julián, inclinándose para susurrarle algo al oído.

La respuesta de Julián fue cortés pero distante. Se apartó del toque de Patricia, sus ojos recorrieron la sala hasta que aterrizaron en Camila. Por un momento, solo se miraron a través del salón de baile lleno de gente. Luego, Julián se disculpó y caminó hacia ella.

“¿Podemos hablar?” preguntó. “¿En privado? Por última vez.”

El corazón de Camila se aceleró, pero asintió.

Julián la guio fuera del salón y por un pasillo tranquilo hacia una sala de conferencias vacía. Cerró la puerta detrás de ellos y, de repente, el espacio se sintió muy pequeño.

“No puedo hacer esto más,” dijo Julián, pasándose una mano por el cabello. “No puedo fingir que esto es solo un negocio. No puedo pasar otra noche viéndote construir muros entre nosotros.”

“Julián…” comenzó Camila, pero él levantó la mano.

“Por favor, solo déjame decir esto.” Tomó una bocanada de aire. “Hace tres meses, me besaste en un restaurante para escapar de una cita a ciegas. Fue impulsivo, fue una locura, y fue lo mejor que me ha pasado. No por el beso en sí, sino por quién eres tú. Eres bondadosa, Camila. Eres real. Ves a la gente, realmente la ves. Y cuando me miraste, no viste a un millonario o a un CEO. Solo viste a Julián, un hombre que estaba solo y cansado y desesperado por algo real.”

Las lágrimas corrían por el rostro de Camila ahora, pero ella no lo interrumpió.

“Estos tres meses contigo han sido los más felices de mi vida,” continuó Julián. “Cada evento, cada conversación, cada momento que pude pasar contigo se sintió como un regalo. Y pensé, esperé, que tú sintieras lo mismo. Pero luego Patricia regresó y comenzaste a alejarte, y me di cuenta de que no ves lo que yo veo.”

“¿Qué ves?” susurró Camila.

“Veo un futuro,” dijo Julián simplemente. “Veo volver a casa contigo todas las noches. Veo apoyar tu carrera y que tú apoyes la mía. Veo construir algo real juntos, basado en la bondad y la esperanza y el amor, porque te amo, Camila. Estoy enamorado de ti, y creo que lo he estado desde ese primer beso, el más ridículo y valiente de mi vida.”

Camila no podía respirar. “¿Me amas?”

“Sí.” Julián se acercó. “Amo la forma en que cuidas a tus pacientes. Amo cómo recuerdas los nombres de todos y preguntas por sus familias. Amo que uses vestidos que compras en la Roma y no te importen las marcas de diseñador. Amo que me hagas querer ser mejor, usar mis recursos para algo bueno, importar más allá de solo ganar dinero. Te amo, Camila Flores. Toda tú: las partes asustadas y las partes valientes, y todo lo demás.”

“No soy de tu mundo,” dijo Camila, con la voz quebrada. “No encajo con Patricia, ni con Bárbara, ni con toda esa gente. No soy como ellas.”

“Te equivocas,” dijo Julián. “Encajas mejor que cualquiera de ellas porque eres real. Porque te preocupas por las cosas que importan. Porque ves el mundo no en términos de lo que puedes tomar de él, sino de lo que puedes darle. Eres una joya en un mar de vidrio, Camila. Y mi padre te respeta, ¿sabes? Algo que nunca hizo por ninguna de mis otras citas.”

“Pero, ¿qué pasará cuando te des cuenta de que no soy suficiente?” preguntó Camila. “¿Cuando te canses de explicar mi pasado, o mi modesto departamento en la Portales, o mi vida sencilla?”

Julián le tomó la cara con suavidad, limpiándole las lágrimas con los pulgares. “Entonces pasaré cada día por el resto de mi vida demostrándote que eres más que suficiente, que eres todo lo que necesito. Eres mi hogar.”

Camila cerró los ojos, sintiendo años de inseguridad y miedo luchar contra la esperanza. “Tengo miedo.”

“Lo sé. Yo también tengo miedo,” la frente de Julián tocó la suya. “Pero tengo más miedo de perderte. Así que, por favor, Camila, dame una oportunidad. Danos una oportunidad.”

Camila abrió los ojos, mirando los azules de Julián, viendo nada más que honestidad y amor. Y en ese momento, tomó una decisión.

Eligió la esperanza sobre el miedo. Eligió el amor sobre la soledad. Eligió a Julián.

“Yo también te amo,” susurró. “He estado enamorada de ti durante semanas. Tal vez desde ese primer beso. Tal vez desde que trajiste comida china a mi hospital y no te inmutaste por mi departamento.”

La sonrisa de Julián fue brillante. “¿Eso significa que nos darás una oportunidad real? ¿Sin contrato, sin arreglo de negocios, solo tú y yo?”

“Sí,” dijo Camila, y luego Julián la estaba besando. No se parecía en nada a ese primer beso en el restaurante. Este beso estaba lleno de promesas, de alivio y de amor. Este beso fue el comienzo de todo.

Cuando finalmente se separaron, ambos sin aliento y sonriendo, Camila se sintió más ligera de lo que se había sentido en meses. “Tenemos que salir de aquí,” dijo, riendo. “La gente va a empezar a buscar a la CEO y la enfermera desaparecida.”

“Vamos a salir,” dijo Julián, tomándola de la mano. “Y vamos a ir a cenar, como una cita de verdad. No de contrato.”

Regresaron a la gala juntos, tomados de la mano. Patricia estaba cerca de la barra y, cuando los vio, su expresión se tensó. Se acercó, con la mirada afilada.

“Así que es verdad,” dijo Patricia. “Tú y ella.”

“Su nombre es Camila,” dijo Julián con firmeza. “Y sí, es verdad. Camila y yo estamos juntos. No es un arreglo, es una relación.”

Patricia soltó una risa, pero sonó amarga. “¿Juntos? Julián, sé serio. Es una enfermera. No es nadie.”

“Es la mujer que amo,” dijo Julián. “Y si eso la convierte en nadie en tu mundo, entonces ya no quiero ser parte de tu mundo. Te deseo lo mejor, Patricia, de verdad. Pero la vida real está con Camila.”

Patricia los miró fijamente por un momento más, luego se dio la vuelta y se fue sin decir una palabra. Camila sintió el brazo de Julián rodear su cintura, atrayéndola.

“¿Estás bien?” preguntó.

Camila lo miró a él, a este hombre que había visto más allá de sus circunstancias, hacia quien realmente era. “Estoy mejor que bien. Estoy feliz.” Y por primera vez en mucho tiempo, era completamente cierto.


CAPÍTULO DE EPÍLOGO: El Compromiso en Zenith

Tres meses después de que su contrato terminara oficialmente, Julián llevó a Camila al mismo restaurante donde ella lo había besado por primera vez. Zenith se había convertido en su lugar, el punto donde todo comenzó. Se sentaron en el mismo bar donde Julián había estado tomando su whisky esa fatídica noche, y Camila no pudo evitar sonreír ante el recuerdo.

“¿En qué piensas?” preguntó Julián, tomándole la mano sobre la mesa.

“En lo absolutamente loco que es todo esto,” admitió Camila. “Hace seis meses, me estaba ahogando en deudas y dolor. Ahora estoy aquí contigo, feliz y enamorada, y preguntándome cómo tuve tanta suerte.”

“Yo soy el afortunado,” dijo Julián. “Cambiaste mi vida por completo, Camila. Antes de ti, solo estaba siguiendo los movimientos, la agenda de mi padre. Ahora cada día se siente con propósito.”

Habían pasado los últimos tres meses construyendo su relación fuera de galas y eventos. Julián cenó en el departamento de Camila, donde cocinaban juntos y veían películas en su vieja televisión. Camila se había quedado en el penthouse de Julián, aunque todavía no se sentía completamente cómoda con todo el lujo. Habían encontrado un punto intermedio, un equilibrio entre sus dos mundos.

Julián había comenzado a usar su riqueza de maneras que se sentían significativas. Había financiado dos nuevas alas en el Hospital General de Zona. Había establecido becas para estudiantes de enfermería. Había invertido en clínicas de salud comunitarias en colonias desatendidas, y acreditaba todo a la influencia de Camila.

“Me mostraste lo que realmente importa,” le dijo una noche mientras estaban acostados en la cama, abrazados. “No los márgenes de ganancia o los precios de las acciones, sino la gente, las vidas, la esperanza.”

Ahora, sentados en Zenith, Julián parecía nervioso. Su pierna rebotaba bajo la mesa, y seguía revisando su teléfono, lo cual no era propio de él.

“¿Está todo bien?” preguntó Camila.

“Sí,” dijo Julián rápidamente. “De hecho, mejor que bien. Tengo algo para ti.”

Sacó una pequeña caja de su bolsillo y el corazón de Camila se detuvo. Era una caja de anillo. Julián la abrió para revelar un hermoso anillo de diamantes, elegante y sencillo, exactamente el estilo de Camila.

“Antes de que entres en pánico,” dijo, “escúchame.”

“Está bien,” logró decir Camila, su voz apenas un susurro.

“Hace seis meses, me besaste para escapar de algo que no querías. Hoy, te estoy pidiendo que aceptes algo que espero que sí quieras. Camila Flores, ¿te casarías conmigo?

Las lágrimas llenaron los ojos de Camila. “Julián, sé que es rápido. Sé que solo hemos estado juntos por seis meses, pero nunca he estado más segura de algo en mi vida. Eres el indicado para mí, Camila. Eres mi mejor amiga, mi pareja, mi hogar, y quiero pasar el resto de mi vida demostrándote todos los días que tomaste la decisión correcta al darnos una oportunidad. Te amo, mi amor.”

Camila pensó en lo lejos que había llegado. Hace seis meses, tenía demasiado miedo incluso de ir a una cita a ciegas. Ahora, estaba siendo pedida en matrimonio por un hombre que la amaba, no a pesar de sus circunstancias, sino precisamente por quien ella era.

“Sí,” dijo, riendo a través de sus lágrimas. “Sí, me caso contigo, Julián.

Julián deslizó el anillo en su dedo, luego la atrajo a un beso que se sintió como volver a casa. Los otros comensales en el restaurante comenzaron a aplaudir, y Camila se dio cuenta de que habían tenido audiencia, pero no le importó. Estaba demasiado feliz para preocuparse por algo más que el hombre que la abrazaba.

Decidieron una boda pequeña, solo amigos cercanos y familiares. Tania fue la dama de honor de Camila, llorando durante toda la ceremonia. El padre de Julián asistió, luciendo ligeramente incómodo pero, en última instancia, feliz por su hijo. Patricia envió una tarjeta, pero no asistió, lo cual estuvo bien para todos.

La ceremonia se llevó a cabo en un pequeño jardín, todo flores blancas y luz solar. Camila llevaba un sencillo vestido blanco que a Julián le había encantado en cuanto lo vio. Mientras caminaba hacia él por el pasillo, pensó en esa noche desesperada de seis meses atrás, cuando besó a un extraño para evitar una cita a ciegas.

“Estaba huyendo de algo,” dijo en sus votos, con la voz firme. “Y corrí directamente hacia ti. Me atrapaste, Julián. Me viste cuando me sentía invisible. Me amaste cuando no creía que valía la pena amar. Y me mostraste que la bondad y la esperanza y el amor no son solo palabras. Son decisiones que tomamos todos los días. Te elijo a ti hoy, y todos los días después. Eres mi milagro chilango.”

Los votos de Julián fueron igualmente emotivos. “Me enseñaste lo que significa vivir de verdad,” dijo, con la voz quebrada por la emoción. “No solo existir, no solo seguir los movimientos, sino vivir con propósito y corazón. Me haces querer ser mejor. Me haces creer en cosas en las que había dejado de creer. Y prometo pasar cada día de nuestra vida juntos, haciéndote tan feliz como tú me haces a mí.”

Sellaron sus promesas con un beso, y todos vitorearon.

En la recepción, celebrada en el penthouse de Julián, Camila estaba junto a la ventana, mirando el horizonte de la CDMX. Julián se acercó por detrás, rodeando su cintura con sus brazos.

“¿Feliz?” preguntó.

“Más que feliz,” dijo Camila, apoyándose en él. “Aunque nunca pensé que terminaría casada con un CEO.”

“Y yo nunca pensé que terminaría casado con una mujer que me besó para escapar de una cita a ciegas.” Julián la hizo girar para mirarlo. “Es curioso cómo funciona la vida, mi amor.”

“Curioso,” asintió Camila, acercándose para tomarle la cara. “O tal vez es solo que a veces, las mejores cosas suceden cuando menos las esperamos. Cuando somos lo suficientemente valientes como para correr riesgos, como besar a extraños en la barra.”

“Exactamente como eso.”

Se quedaron allí, juntos, rodeados de amigos y familiares, comenzando su nueva vida. Afuera, las luces de la ciudad parpadeaban como estrellas. Y Camila, que una vez se había sentido como si se estuviera ahogando, ahora se sentía como si estuviera volando. Había aprendido que a veces, la bondad viene de lugares inesperados. A veces, la esperanza aparece cuando casi te has rendido. Y a veces, el amor te encuentra cuando ni siquiera lo estás buscando. En la forma de un extraño en un bar que se convierte en todo lo que nunca supiste que necesitabas.

Y mientras Julián la acercaba para otro beso, Camila supo con absoluta certeza que había tomado la decisión correcta. Esa noche en Zenith, cuando el miedo la había impulsado a hacer algo loco, la había llevado hasta aquí, al amor, a la felicidad, a su hogar, a Julián. Y eso valía cada momento de miedo, cada segundo de duda, cada riesgo que había corrido. Porque a veces, las mejores recompensas provienen de las elecciones más valientes