PARTE 1: La Mansión de Cristal y Hielo

Capítulo 1: El Silencio que Aterroriza

La mansión de los Halloway, una mole de mármol y cristal, se alzaba en lo alto del cerro como una promesa rota. Desde abajo, parecía la perfección, la riqueza intocable. La gente murmuraba sobre sus fiestas exclusivas, sobre el lujo desmedido. Pero Elena, la que limpiaba los pisos, y su hija Sofía, la niña de 5 años, sabían que esa belleza gélida escondía una crueldad que te helaba el alma. La chamba de Elena en esa casa era un arma de doble filo: aseguraba el plato en la mesa, pero le arrebataba la paz.

El día que entraron por primera vez, Sofía se aferró a la mano de su mami con una fuerza que le dolía. Sus ojitos, grandes y oscuros, se abrieron ante el espectáculo del piso de mármol blanco que se extendía hasta el infinito, pulido como un espejo, y la lámpara de araña que colgaba del techo, brillando como una cascada congelada de diamantes. Parecía el interior de un palacio, pero no se sentía cálido.

Todo brillaba. Todo era frío.

Mami—susurró Sofía con la voz temblándole— ¿Por qué está tan callado?

Elena no pudo contestar. El silencio de esa casa no era de paz, ni de tranquilidad. Era un silencio denso, el tipo que te oprime el pecho, el que te hace temer respirar demasiado fuerte, no vaya a ser que rompas la burbuja de la perfección y despiertes algo.

Sus pasos resonaban, cada crujido del calzado de Elena en el mármol limpio rebotaba en las paredes y volvía como una advertencia. Los techos eran tan altos que la voz se perdía, sin encontrar un rincón cómodo donde posarse.

—¿Siempre es así?—preguntó Sofía, su voz diminuta rompiéndose de nuevo.

Elena le apretó la mano con desesperación. —Solo sé valiente, mi amor. Solo sé invisible.

Pero ¿cómo decirle la verdad a una niña de cinco años? Que el dinero no compra la bondad. Que la belleza puede ser un camuflaje para la fealdad interna. Que en casas como esa, la gente como ellas, la gente que trabaja y que tiene la piel más curtida por el sol, estaba destinada a ser, si acaso, una sombra. Una herramienta sin nombre.

Sofía miró el larguísimo pasillo. Pinturas gigantes de la familia Halloway, con marcos dorados y expresiones de superioridad, parecían observarla desde las alturas, juzgando con ojos inexpresivos y fríos. Ella se estremeció, a pesar de que la casa estaba cálida.

Y entonces lo vio.

Un Golden Retriever inmenso, de pelaje dorado y brillante como el sol, estaba sentado al final del pasillo. Observaba. No se movía. Solo observaba. Su porte era regio, casi inmóvil.

Se llamaba Apolo.

Cualquiera vería solo una mascota, un perro bonito, un accesorio de lujo para el estatus de los Halloway. Pero Sofía sintió algo más. Una conexión inexplicable que le erizó la piel. La forma en que Apolo la miraba no era la de un perro que ve a una extraña. Era diferente, como si ya la conociera, como si llevara días, semanas, esperando su llegada.

Las orejas de Apolo se movieron ligeramente. Sus músculos se tensaron bajo el pelaje sedoso. Sus ojos color miel siguieron cada movimiento de Elena y Sofía mientras se adentraban en el laberinto de la mansión. Elena también lo notó. Algo en ese perro la hizo detenerse.

Mami, ¿puedo acariciarlo?—pidió Sofía. El miedo en su voz había sido reemplazado por una curiosidad tierna.

—Ahora no, corazón—dijo Elena, temiendo que el perro de los patrones pudiera ser agresivo.

Pero Apolo se levantó. Lento. Deliberado. Fue como ver a un guerrero poniéndose en posición. Caminó hacia ellas con un propósito definido, sin la emoción juguetona de un animal doméstico.

Cuando llegó a Sofía, se sentó justo a su lado. Cerca. Protector. Su cuerpo grande era un ancla de oro.

El miedo de Sofía se derritió un poco. Extendió la mano. Sus deditos, pequeños y frágiles, rozaron el pelaje suave de Apolo. Él no movió la cola, no jadeó. Permaneció perfectamente quieto, con la mirada clavada en el pasillo, vigilando las escaleras, vigilando las sombras. Era como un centinela de oro.

De alguna parte, en el piso de arriba, una puerta se azotó con violencia. Pasos apresurados, demasiado fuertes para ser accidentales, retumbaron en el techo. Y luego vino la risa. Aguda. Falsa. Cruel.

El cuerpo de Sofía se tensó al instante. Los ojos de Apolo se estrecharon. Elena sintió que el corazón se le salía del pecho. Los pasos se acercaban, bajando las escaleras con rapidez.

Sofía miró a su madre, sus ojos se llenaron de terror líquido.

Mami

Apolo se interpuso entre ellas y la escalera. Su cuerpo inmenso se convirtió en un muro impenetrable. Su respiración cambió, se hizo profunda, enfocada, lista para el enfrentamiento.

La risa se hizo más fuerte. Sofía enterró su rostro en el refugio tibio del pelaje de Apolo.

Y entonces aparecieron en la cima de la escalera: Isabela y Ricardo Halloway, los condenados hijos de los patrones. Sus sonrisas eran afiladas como cuchillos. Había maldad pura en sus ojos.

Apolo no gruñó. No ladró. Solo se quedó mirando.

Y de alguna manera, esa quietud y esa mirada fija fueron mucho más aterradoras que cualquier ladrido. Porque en ese momento, todos en el pasillo entendieron algo sin palabras: este perro no era ordinario. Y fuera lo que fuese que estuviera a punto de desatarse en esa mansión de cristal, Apolo ya lo había previsto. Ya estaba diez pasos adelante, moviendo sus piezas en un tablero invisible para proteger a la pequeña que nadie más defendía.

Capítulo 2: El Tablero de Ajedrez de Apolo (905 palabras)

La luz de la mañana se filtraba por los ventanales gigantes, pero en la sala de juegos, el ambiente se sentía pesado, cargado de electricidad. Sofía estaba arrodillada en un rincón, intentando apilar unos libros. Sus manos le temblaban. Ya había aprendido la lección: no hagas ruido, no toques nada que no sea tuyo, no te hagas notar. No existas a menos que te lo exijan.

La puerta de madera fina se abrió de golpe, golpeando la pared.

Isabela, de 12 años, entró primero, con esa actitud de superioridad que la hacía parecer mayor de lo que era. Su sonrisa era falsa, sin vida en los ojos. Detrás venía Ricardo, de 10, con esa misma mueca cruel que imitaba a la de su madre, Meline Halloway, la patrona.

—Tu vestidito parece de trapo para limpiar—dijo Isabela con voz melosa, demasiado amable para ser sincera.

La garganta de Sofía se secó. Quiso responderle, decirle que al menos su ropa no la compraban con la indiferencia. Pero el miedo era una mordaza en su boca.

Ricardo la rodeó lentamente, como un animal de caza. —Tú para qué estás aquí. No eres de nuestra clase. No perteneces a esta casa.

Los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas calientes. No llores. No llores. Repetía el mantra. No les des el gusto. Pero su labio inferior tembló incontrolablemente.

Isabela se inclinó, acercando peligrosamente su rostro al de Sofía. —¿Qué pasa? ¿Vas a correr a la cocina a llorarle a tu mami? ¿O al patrón?

En el pasillo contiguo, Apolo lo escuchó todo. Sus orejas se enderezaron de golpe. Su cola se puso rígida como una varilla de acero. Ese gruñido bajo, ese aviso sísmico, comenzó a vibrar en lo profundo de su pecho.

Pero aún no se movía. La calma de Apolo era antinatural. Él era un estratega nato. Calculaba la amenaza. Observaba el punto de no retorno. Esperaba el instante exacto en que su intervención causaría el mayor impacto, sin generar una reacción violenta de los humanos.

En la cocina, Elena sintió un escalofrío. Escuchó el cambio en la respiración de su hija. Ese pequeño gaspeo de pánico que ninguna madre olvida.

Las manos de Elena se aferraron al filo de la encimera. Quería atravesar el pasillo, tomar a su niña y huir, mandar al carajo la chamba y la dignidad. Pero la ataba el miedo de la pobreza y la necesidad. Lo único que podía hacer era confiar en el protector que había aparecido de la nada.

De vuelta en la sala de juegos, Isabela finalmente extendió la mano. Sus dedos, blancos y delgados, se dirigieron hacia el moño rosa que Sofía llevaba en el cabello. La punta de los dedos estaba a centímetros de distancia.

Fue entonces cuando Apolo se movió.

No corrió. No ladró. Entró en la habitación con la tranquilidad de un general. Se colocó directamente, milimétricamente, entre los dos niños Halloway y Sofía. Se sentó, y su mirada se volvió implacable.

Ricardo soltó una risa forzada y nerviosa. —¡Ay, Apolo! ¡Solo es un perro, Isabela! ¡Muévelo!

Pero la mano de Isabela se detuvo, suspendida en el aire. Apolo no los miraba como una mascota: los miraba como si entendiera cada intención, cada plan perverso.

Sus ojos dorados se fijaron en los dedos de Isabela, los que seguían buscando el moño de Sofía.

Luego hizo el movimiento que definía su inteligencia:

Inclinó la cabeza a la izquierda. Lento. Con esa mirada enigmática, como un maestro de ajedrez que le pregunta a su oponente si está seguro del siguiente movimiento.

¿Estás segura de lo que vas a hacer, niña?

La mano de Sofía se aferró al pelaje de Apolo. Él era su balsa en el naufragio.

—Lo que sea—murmuró Isabela, retirando la mano con desprecio. —Este perro está loco.

—Sí, está de dar miedo—asintió Ricardo, su voz sin la rudeza habitual.

Ambos retrocedieron. Apolo no se movió. Había impuesto su ley sin un solo colmillo.

Los niños salieron de la habitación susurrando, mirando hacia atrás por encima del hombro. El cuerpo entero de Sofía se relajó y comenzó a temblar al mismo tiempo.

—Tú… tú hiciste que se fueran. ¿Cómo?

Apolo giró la cabeza hacia ella. Sus ojos eran suaves de nuevo. Le dio un suave empujón con el hocico, como diciéndole que estaba bien.

Elena apareció en la puerta, con el rostro húmedo. Vio a su hija recostada en el lomo del perro, el Golden posando su pesada cabeza en el hombro de Sofía, y notó cómo el perro se había posicionado para ver la puerta y la ventana a la vez.

—No es solo un perro—murmuró Elena para sí misma. —Es un protector.

Y entonces, los pasos resonaron de nuevo arriba. Las orejas de Apolo se movieron. Sofía se tensó. Volvían.

Pero esta vez, Apolo se puso de pie, dio dos pasos al umbral y lo bloqueó. El patrón de su respiración se hizo rápido y alerta. Sofía lo sintió.

—¿Qué pasa?

Apolo se quedó en el marco de la puerta, su cuerpo impidiendo cualquier paso. Los pasos de los niños se detuvieron. Se quedaron en el pasillo, sin atreverse a avanzar. Luego, los pasos se dieron la vuelta y se alejaron.

Sofía sonrió, una sonrisa genuina. —¿Lo ves? Se fueron por ti. ¡Siempre tienes un plan!

Apolo se sentó a su lado, y su cola dio un único y suave golpe en el suelo de madera.

Capítulo 3: La Estrategia del Silencio (885 palabras)

Apolo no era como cualquier perro, y cada día que pasaba, Elena y Sofía lo confirmaban. Su vigilancia no era instinto. Era pura estrategia. Cada movimiento, cada ubicación, era un cálculo frío y preciso.

Cuando Sofía caminaba por el pasillo, Apolo no iba a su lado. Se mantenía a una distancia de tres pasos, lo suficiente para tener un campo de visión completo y ver cualquier amenaza que viniera de frente o de la retaguardia. Era su ángulo de protección óptimo.

Si Sofía se sentaba a dibujar en el comedor, Apolo se colocaba siempre con la cara hacia la puerta. Siempre la puerta.

—¿Cómo lo haces, mi guardián?—le susurraba Sofía, acariciando su cabeza.

La respuesta de Apolo era solo el movimiento de su oreja. Un asentimiento sutil.

La prueba más clara de que Apolo no operaba por instinto sino por análisis era la forma en que estudiaba a Ricardo. El niño era ruidoso y entraba riendo a carcajadas. Un perro normal reaccionaría al sonido con emoción o con un ladrido. Apolo no. Él ignoraba el ruido y se concentraba en el lenguaje corporal de Ricardo: las manos, la velocidad de sus pasos, la tensión en sus hombros. Leía sus intenciones como si fueran subtítulos.

Y con Isabela, la amenaza era más sutil. Apolo no seguía su rostro. Seguía su trayectoria: predecía el camino que tomaría para interponerse.

—Los estás entendiendo—le decía Sofía. —Eres más listo que todos.

Una mañana, Elena los encontró a los dos. Sofía sentada, Apolo estirado, con la cabeza alerta.

—No dejes que me peguen—le susurró Sofía al perro.

Apolo respondió con el gruñido bajo, esa vibración profunda que era una promesa inquebrantable de protección.

Elena lo observó desde la cocina. Los perros protegen, sí. Pero la inteligencia en el posicionamiento de Apolo trascendía el instinto. En un momento, sin que nada hubiera cambiado en la sala, Apolo se reubicó. Se acercó más a la entrada, mejor angulado para ver la escalera.

Diez segundos después, Ricardo apareció arriba.

A Elena le dio un vuelco el corazón. Apolo lo había escuchado. Lo había anticipado. Y se había colocado estratégicamente antes de que la amenaza fuera visible.

—Eso no es un reflejo—musitó Elena. —Es una jugada de ajedrez.

Ricardo vio a Apolo en la puerta. Su sonrisa se desvaneció. —Perro estúpido—dijo en voz baja, pero sin acercarse.

Apolo no hizo nada. Solo lo miró. La intensidad de esa mirada era suficiente. Ricardo se dio la vuelta y se fue, derrotado por la quietud de un animal.

—Lo asustaste sin hacer ruido—celebró Sofía, abrazando a Apolo.

La cola del Golden dio un golpe lento en el piso.

—Sofía, chiquita, ven, vamos a la cocina.

—¿Puede venir Apolo?

—Por supuesto.

Caminaron juntos, Apolo entre ellas. Ya no era un perro. Era un escolta.

—Ese perro te ama de una forma especial—dijo Elena, arrodillándose.

—Me entiende, Mami. Me entiende todo—dijo Sofía, mirando al perro.

Elena quiso contradecirla, decir que era una niña imaginando cosas. Pero la evidencia la ahogaba. La forma en que se movía, la forma en que anticipaba, la forma en que se plantaba.

—Tal vez sí—admitió Elena. —Tal vez sí te entiende.

Desde el piso de arriba, el grito de Isabela atravesó el silencio. —¡Dónde está la niña chismosa!

La respiración de Sofía se cortó.

Apolo se levantó en el acto. Se movió a la entrada de la cocina y la bloqueó, plantando sus patas con firmeza.

—Está en guardia—dijo Elena, observando la escena con asombro.

—Siempre me cuida—dijo Sofía, con una calma que solo Apolo podía darle.

Isabela se acercó, se detuvo ante la imponente figura de Apolo.

—¡Muévete!—ordenó.

Apolo la miró fijamente. Isabela no parpadeó. Ella intentó desafiarlo con la mirada, pero cedió. Se dio la vuelta y se fue.

Sofía abrazó el cuello del perro con fuerza. —¡Eres el mejor! ¡El mejor!

Y Elena entendió la aterradora y maravillosa verdad: Apolo no solo era el protector de su hija. Era el único ser capaz de desarticular la crueldad en esa mansión.

Capítulo 4: El Plan de la Cámara Oculta (902 palabras)

El coche negro de Víctor Halloway, el padre, desapareció por la carretera a las 8:00 de la mañana. A las 8:15, la atmósfera de la casa cambió. La paz que reinaba con el patrón se desvaneció. La máscara de buenas maneras de Isabela y Ricardo se cayó al instante.

Sofía sintió la electricidad en el aire, esa señal de que la tormenta llegaba. Se sentó en el rincón de la sala de juegos, haciéndose tan pequeña como era posible. Su única arma era la invisibilidad.

La puerta se azotó.

—Siéntate ahí—espetó Ricardo, señalando el suelo. —No te muevas. Ni respires.

El pecho de Sofía se agitó. Apretó las manos tan fuerte que sus nudillos se pusieron blancos. Isabela la rodeó como un gato jugando con un ratón.

—¿Crees que eres parte de esta familia? Eres una don nadie.

Las palabras golpearon a Sofía más fuerte que cualquier mano. Sus ojos se humedecieron. Mordió su labio con todas sus fuerzas, sintiendo el sabor salado de la sangre.

Apolo, desde el pasillo, escuchó el tono antes que las palabras. Se levantó, sus músculos se tensaron. Pero no corrió ladrando. Esperó, midiendo el punto exacto para entrar.

Ricardo se inclinó hacia Sofía. —¿Qué pasa? ¿Vas a llorar, mocosa?

Fue entonces cuando Apolo entró. Sin ruido. Sin correr. Simplemente se plantó frente a Sofía. Su cuerpo era una barrera de oro macizo.

Ricardo se enderezó de golpe. —¡Quítate del camino!

Los ojos de Apolo se clavaron en él. El gruñido bajo comenzó a sonar, profundo, vibrando en el suelo, inconfundible.

—Es solo un perro, Ricardo, ¡muévelo!—la voz de Isabela se quebró.

Pero ninguno de los dos se movió. La mirada de Apolo no estaba vacía. Estaba llena de advertencia, de comprensión.

Sofía susurró detrás de él: —Está aquí, Mami.

En la cocina, Elena sintió que la oía. Sus manos temblaban aferradas al fregadero. Quería gritar, intervenir. Pero su realidad era su atadura. Todo lo que podía hacer era confiar en ese perro que actuaba como un guerrero.

En la sala de juegos, Ricardo trató de salvar su orgullo. —Lo que sea. Ni que valiera la pena.

Se dio la vuelta para irse. Los ojos de Apolo lo siguieron a cada paso. Isabela dudó. —Esta es nuestra casa, nuestra sala de juegos…

Apolo inclinó la cabeza, ese movimiento espectral de antes. Isabela sintió la garganta seca. Retrocedió hacia la puerta.

El segundo en que se fueron, el cuerpo entero de Apolo se relajó. Se giró hacia Sofía. Sus ojos, ahora suaves, se encontraron con los de ella. Apoyó la cabeza en su regazo.

—Los hiciste irse otra vez.

La cola de Apolo golpeó el suelo una sola vez.

Elena entró, con las lágrimas corriendo libremente por su rostro. Había estado conteniéndolas por meses, pero ver la conexión de su hija con el perro, ese milagro dorado, la desbordó.

Se arrodilló y miró a Apolo. Su posición no era casual: podía ver la puerta, la ventana, y Sofía estaba completamente protegida.

—¿Cómo haces esto?—susurró Elena.

Apolo la miró. Y por un instante, Elena juró que vio algo imposible: comprensión, estrategia, planeación.

—Tú sabes lo que le están haciendo, ¿verdad?—preguntó Elena con la voz ahogada. —Tú lo sabes todo.

Apolo parpadeó lentamente. Sofía lo abrazó con más fuerza. —Es mi ángel guardián.

Arriba, los pasos de los niños se escuchaban agitados, tramando algo.

—No se van a rendir—dijo Elena en voz baja.

—Lo sé—susurró Sofía. —Pero Apolo está listo.

El perro se puso de pie, regresó a su puesto en el umbral, vigilando.

—Necesitamos pruebas—dijo Elena de repente.

—¿Pruebas de qué?

—De lo que te están haciendo. Y de lo que Apolo está haciendo para detenerlos.

—¿Cómo?

La mente de Elena trabajaba a toda velocidad. —Una cámara. Pequeña, escondida.

—Pero, ¿y si la encuentran?

—No, si Apolo nos ayuda a esconderla.

Ambas miraron al perro. Él ya las estaba observando, como si hubiera estado esperando que por fin llegaran a esa conclusión.

—Mañana—dijo Elena, con el tono de quien ha tomado una decisión vital. —La instalamos mañana.

Sofía asintió. Apolo se estiró, luego se movió de nuevo a la entrada.

—Vamos a terminar con esto—dijo Elena, abrazando a su hija. —Por la cámara. Y por Apolo.

Arriba, los pasos seguían de un lado a otro. Los niños tramaban. Pero abajo, Elena también tramaba. Y ella tenía el arma secreta: un perro que entendía el lenguaje de la verdad. Un perro que estaba a punto de exponerlos a todos.

Capítulo 5: El Perro que Sabía Dónde Estaba la Lente (878 palabras)

La pequeña cámara, del tamaño de un naipe, estaba lista. Elena se había pasado la noche estudiándola. Ahora, en el silencio tenso de la sala de juegos, ella y Sofía buscaban el escondite perfecto.

—¿Dónde la ponemos?—preguntó Elena. Había juguetes, libros, estanterías.

Apolo se acercó a la estantería más grande. Se sentó frente a ella.

—¿Ahí?—preguntó Sofía.

La cola de Apolo dio un único golpe en el suelo.

La piel de Elena se erizó. Estaba eligiendo el lugar. El mejor ángulo, la mejor vista. Elena se acercó: desde ese punto, la cámara grabaría la puerta, el centro de la sala y la ventana. Era perfecto.

Elena la colocó detrás de un libro grueso, dejando la lente apenas visible. —Diez minutos—dijo. —Grabamos por diez minutos y vemos qué captamos.

—Van a volver—dijo Sofía con voz queda.

—Lo sé, mi amor. Siempre vuelven.

Apolo se movió al centro de la sala, colocándose estratégicamente para ver la cámara y la puerta. Elena sintió un nudo en la garganta. Él sabía. Lo sabía todo.

Esperaron.

Cinco minutos, seis. Entonces, pasos en el pasillo.

La mano de Sofía encontró el pelaje de Apolo.

La puerta se abrió despacio. Ricardo asomó la cabeza. —¿Sigues aquí?

La cámara grabó la malicia en su rostro. La forma en que miraba a Sofía como si fuera menos que humana.

—Déjame en paz—la voz de Sofía se quebró.

—Oblígame.

Apolo se puso de pie. La sonrisa de Ricardo se desvaneció. —Solo eres un perro. No puedes hacer nada.

Pero no se acercó. Isabela apareció a su lado. —Qué esperas. Es solo un perro.

Apolo se movió. Calculado. Preciso. Dio tres centímetros a la izquierda. Ese pequeño ajuste bloqueó completamente el umbral. Para pasar, tendrían que rozarlo. Demasiado cerca.

Los niños se quedaron congelados.

—Esto es estúpido—murmuró Ricardo. Se fueron, fastidiados.

Apolo esperó treinta segundos, luego se relajó.

Elena corrió hacia la cámara. Sus dedos temblaron al revisar la grabación.

Ahí estaba. Todo. Las palabras crueles, la burla, la forma en que rodeaban a su hija como depredadores. Y Apolo. Cada movimiento estratégico, cada posición protectora, capturado perfectamente.

—Dios mío—susurró Elena.

—¿Qué pasa, Mami?

Elena le mostró la pantalla. Vieron el video juntas. Cuando Apolo se movió para bloquear a Ricardo, el ángulo de la cámara era perfecto. Cuando se interpuso, la luz capturó la ferocidad controlada en sus ojos.

—Es como si supiera dónde estaba la cámara—susurró Elena.

Sofía miró a Apolo. —¿Sabías, chico?

La cola del perro dio dos suaves golpes.

—Es imposible—dijo Elena, pero no había convicción en su voz. Lo había visto mirar la estantería. Lo había visto ajustarse.

—Nos está ayudando—dijo Sofía con simplicidad.

Elena se sentó pesadamente. —Los perros no… no pueden planear así.

—Apolo sí puede.

Hicieron una grabación más al día siguiente. Los niños, más enojados, entraron listos para desquitarse.

—Te vamos a enseñar a respetar—amenazó Isabela.

Pero Apolo estaba listo. Bloqueó la entrada de manera tan imponente que los niños se quedaron paralizados, balbuceando.

—¡Es un perro agresivo!—gritó Ricardo.

—No lo es—se oyó decir a Sofía. —Solo es un perro que sabe la verdad.

El video capturó la ira pura en el rostro de Isabela. El terror real en los ojos de Sofía. Y la calma inamovible de Apolo.

Elena sacó la cámara. —Ya es suficiente, mi amor. Tenemos lo que necesitamos.

—¿Cuándo se lo vas a enseñar a alguien?

—Pronto, chiquita. Muy pronto.

El perro volvió a su puesto. Arriba, las voces eran más fuertes, más agrias.

—Saben que algo cambió—dijo Elena.

—Me tienen miedo a mí—dijo Sofía, acariciando a Apolo.

—No a ti, bebé. Le tienen miedo a él. Le tienen miedo a la verdad.

Capítulo 6: La Intervención y el Desprecio de la Patrona

La mañana en que Elena tomó la decisión, la mansión se sentía especialmente cargada. Ella estaba en la cocina, tratando de calmar su pulso. Sofía estaba en la sala de juegos con Apolo.

—¡Nunca has sido especial y nunca lo serás!—el grito de Isabela atravesó la pared.

Elena no pudo más. Dejó caer el trapo y corrió.

Apolo estaba plantado frente a Sofía, su cuerpo una muralla, su gruñido profundo vibrando. Ricardo tenía la mano levantada, a punto de golpear un juguete cerca de la cabeza de Sofía.

—¡Quita a ese perro de ahí!—gritó Ricardo.

—¡Tú quita tus manos de mi hija!

Elena estaba en el umbral, sin aliento.

—¡No es tu asunto, criada!—gritó Isabela.

—¡Ella es mi hija! ¡Es absolutamente mi asunto!

—Tú eres solo la sirvienta.

Las palabras fueron un veneno en el aire. Elena sintió el golpe.

—Salgan de esta habitación—dijo, con una calma forzada que la hizo sonar más aterradora.

—No puedes darnos órdenes.

Apolo avanzó. Un solo paso. Lento.

Los niños retrocedieron, el rostro pálido.

—¡Papá se va a enterar de esto!—amenazó Ricardo.

—Qué bien. Yo quiero que se entere—respondió Elena.

Se fueron, azotando las escaleras.

Elena corrió a abrazar a Sofía, que lloraba silenciosamente. —¿Te tocó?

—No. Apolo no los dejó.

Minutos después, un coche entró en el driveway. El coche de Víctor Halloway. En pleno día. Eso no era normal.

—Ay, no—susurró Elena.

El coche se detuvo. Víctor entró.

—¡Dónde están!—su voz resonó por toda la casa.

Víctor Halloway apareció en la puerta. Su rostro era de piedra.

—Mis hijos dicen que usted los amenazó—dijo, mirando a Elena.

—Eso no es lo que pasó.

—Dicen que usted soltó al perro para que los atacara.

—Apolo jamás ha atacado a nadie.

—Entonces, ¿por qué están aterrorizados?

—Porque saben lo que han estado haciendo.

—Está yendo demasiado lejos.

—Estoy protegiendo a mi hija.

Víctor apretó la mandíbula. —Le recuerdo su lugar, señorita.

—Señor Halloway—dijo Elena, con el corazón latiéndole a mil. —Yo tengo pruebas.

—¿Pruebas de qué?

Elena sacó su celular. —De lo que han estado haciendo cuando usted no está.

Puso el video.

El rostro de Víctor se puso ceniciento mientras escuchaba a sus hijos: Tu vestido es basura. No perteneces aquí. Vio a Apolo, la muralla de oro. Vio a Elena entrando en el momento justo.

Víctor se quedó en silencio. El video terminó.

—Hay más—susurró Elena. —De ayer, de antier.

El rostro de Víctor pasó del shock a la vergüenza. Miró a Sofía. Luego a Apolo.

—¿Cuánto tiempo?—su voz era un hilo.

—Semanas.

—¿Y lo grabó?

—Porque nadie nos creería sin pruebas.

Víctor Halloway subió las escaleras sin decir una palabra. Arriba, se escucharon las voces de Isabela y Ricardo.

—¡Papá, ya la corriste!

—¡A sus cuartos, ahora!—el rugido de Víctor los silenció.

Bajó. Exhausto. —Señorita Lawson—dijo.

—Sí, señor.

—Muéstreme todo.

Elena le mostró horas de videos. Víctor miraba. Su rostro se tensaba con cada clip.

—Lo siento—dijo al terminar.

—No sabía.

—Debí saberlo. Fallé.

Miró a Apolo. —Este perro la protegió cuando yo no lo hice.

—Él lo hizo desde el primer día—dijo Elena.

Víctor se arrodilló ante Sofía. —¿Puedes perdonarme?

Sofía miró a su madre. —Aún no sé—susurró.

—Es justo—Víctor se puso de pie. —Las cosas van a cambiar aquí. Usted tendrá un aumento y una habitación adecuada.

—Señor Halloway…

—Fallé a ambas. Déjenme repararlo.

Justo entonces, un coche se detuvo afuera. Apolo se puso rígido.

—Meline viene en camino—dijo Víctor. —¿Sabe?

—Todavía no. Pero lo sabrá.

La puerta se abrió. Meline Halloway entró, su figura impecable y fría. Vio la escena: su marido, la empleada, la niña, el perro.

—Víctor, ¿qué pasa?

—Necesitamos hablar sobre lo que han hecho nuestros hijos.

—Son niños. Juegan.

—Esto no es jugar, Meline. Mira.

Víctor le puso el celular en la mano. Meline vio el video. Su rostro permaneció inexpresivo.

—¿Y bien?—preguntó Víctor.

—Los niños se molestan. Es normal. Están estableciendo jerarquía.

—¡Jerarquía!—Elena sintió que le hervía la sangre. —¡Es una niña de cinco años!

—Y necesita aprender su lugar—dijo Meline con un desprecio helado.

Sofía comenzó a llorar.

Apolo se interpuso entre Meline y la niña. Su gruñido era una advertencia.

—Controla a tu perro—dijo Meline.

—No es mi perro—dijo Víctor. —Y está protegiendo a una niña que tú debiste proteger.

—¡Tú eres la culpable!—le siseó Meline a Elena. —¡Envenenaste la mente de mi marido!

—Le mostré la verdad—replicó Elena.

—¡Manipulaste videos! ¡Entrenaste a ese animal para que pareciera agresivo!

Apolo gruñó más fuerte.

—¡Basta!—Víctor se interpuso. —Sube. Hablaremos en privado.

Meline se fue. Sus tacones marcaban el ritmo de su odio.

—Lo siento—dijo Víctor. —Esto será difícil.

—Lo sé.

Apolo se sentó al lado de Sofía. Misión cumplida. La verdad estaba expuesta.

Capítulo 7: La Revancha Legal y el Héroe en la Corte (990 palabras)

Una semana de tensa calma reinó en la mansión. Isabela y Ricardo seguían en sus habitaciones, castigados e incomunicados. Meline se había ido a casa de su hermana, la ira pura grabada en su rostro.

Víctor se acercó a Elena con una resolución inusual. —Mis hijos se van.

—¿A dónde?

—A un internado. Necesitan disciplina y consecuencias. Yo no se las di. Se van la próxima semana.

Elena no podía creerlo. Sofía miró a Apolo, y el perro movió la cola, confirmando la noticia.

La partida fue silenciosa. Isabela y Ricardo bajaron con sus maletas. Parecían más pequeños, más frágiles. Ricardo miró a Apolo. —Ese perro es más listo que todos nosotros—murmuró.

Una vez que el coche se fue, la casa se sintió ligera. Por primera vez en meses, Sofía corrió en el jardín y Apolo corrió con ella, moviendo la cola, jugando por fin.

Pero la paz no duró.

Una tarde, un coche desconocido se detuvo. Una mujer con un portafolio se bajó.

—Soy de Servicios de Protección Infantil—dijo. —Recibimos un informe sobre la niña Sky Lawson.

El mundo de Elena se colapsó. Meline. Había llamado a Servicios Sociales.

—El informe alega un entorno inseguro—dijo la trabajadora. —Y menciona a un animal peligroso que amenaza a los miembros del hogar.

Apolo, que estaba con Sofía, gruñó profundamente y se puso delante de la niña.

—Eso es una mentira—dijo Víctor.

—Necesito evaluarlo.

—Tenemos videos—dijo Elena. —Pruebas de que la única amenaza eran los hijos de la señora Halloway, y que Apolo es el único que la protegió.

Los videos se reprodujeron en el celular de Víctor. El testimonio mudo del abuso y de la protección sobrenatural de Apolo.

La trabajadora social, después de ver las grabaciones, se quedó en silencio. Miró a Apolo de una manera diferente.

—¿Te sientes segura aquí, chiquita?—le preguntó a Sofía.

—Sí. Sobre todo con Apolo.

La trabajadora cerró su portafolio. —Caso cerrado. Presentaré un contra-informe sobre alegaciones falsas.

El alivio inundó la mansión.

Pero el ataque más brutal llegó dos semanas después: un sobre con papeles legales.

Meline estaba demandando la custodia de Sofía.

—Alega negligencia, ambiente inseguro y usa a Apolo como prueba de un “animal peligroso”—dijo Víctor.

—¡Es una locura!—gritó Elena, sintiendo que le arrancaban el alma.

—Es estrategia legal—dijo Víctor. —Abogados caros que tuercen la verdad.

El día del juicio se acercaba. Necesitaban más que videos.

—La llevaremos a la corte—dijo Víctor.

—¿A quién?

—A Apolo.

Elena lo miró fijamente. —Los perros no están permitidos.

—Los animales de soporte emocional sí. Lo registraremos hoy mismo para la ansiedad de Sofía. La prueba final es Apolo en persona.

La noche antes de la audiencia, Sofía lloró en los brazos de Elena. —Si me quitan, ¿quién me va a proteger?

—Nadie te va a quitar, mi vida. Y Apolo va a pelear.

El perro, que estaba acostado a su lado, levantó la cabeza. Sus ojos eran serios, enfocados. Entendía la gravedad del momento.

Llegó el día.

En la corte, Apolo llevaba un chaleco que lo identificaba como animal de soporte emocional. Meline, con tres abogados caros, echaba humo.

—Ese animal no debe estar aquí—dijo la abogada de Meline.

—Está registrado, Señoría—dijo el abogado de Víctor.

La jueza, una mujer con el rostro severo, miró a Apolo con curiosidad. —Esto es inusual. Procedamos.

El abogado de Meline pintó un cuadro de Elena como una madre ausente, una empleada que descuidaba a su hija, y a Apolo como una amenaza.

—Las fotos lo demuestran—dijo, mostrando imágenes de Apolo con los dientes expuestos, manipuladas para hacerlo parecer feroz.

El abogado de Víctor mostró los videos. Horas de metraje del maltrato y de la protección precisa de Apolo. La sala se quedó en silencio.

Meline subió al estrado, mintiendo con aplomo. —Amo a la niña como si fuera mía. Solo quiero protegerla de ese animal vicioso.

—¿Puede dar un solo ejemplo de que el perro haya atacado a alguien?—preguntó el abogado de Víctor.

—Me amenazó.

—¿O protegió a una niña que usted estaba amenazando?

Meline no pudo responder.

Elena subió. Su voz, al principio temblorosa, se hizo fuerte. —Apolo le salvó la vida emocional. La protegió del día a día, de ser destruida. Yo no podía estar siempre. Él sí.

Víctor subió. —Mis hijos fueron crueles. Mi esposa lo alentó. Yo fallé. Apolo hizo lo que yo debí haber hecho. Elegí a las víctimas sobre los abusadores.

La jueza miró a Sofía. —Llamo a Sofía Lawson al estrado.

Elena sintió que el mundo se detenía. Sofía se acercó. Apolo caminó a su lado y se sentó bajo su silla, la cabeza apoyada en sus piernas.

—El perro se queda—dijo la jueza, antes de cualquier objeción.

—Hola, Sofía. ¿Tienes miedo de Apolo?

—No.

—¿Qué hace por ti?

—Me protege.

—¿De qué?

—De la gente que es mala. De la gente que dice que no importo.

—¿Y no te asusta cuando te protege?

—No. Me hace sentir segura. Sobre todo cuando gruñe. Sé que me está cuidando.

La jueza miró a Apolo, que estaba fijo en Sofía.

—Señora Halloway—dijo la jueza a Meline. —Por favor, acérquese a la niña, muy lentamente.

Meline se acercó, furiosa.

Apolo se movió. Lento. Controlado. Se interpuso entre Meline y Sofía. Sin dientes. Solo su cuerpo como un escudo.

—Deténgase ahí, señora Halloway.

Meline se detuvo. La jueza observó al perro.

—Extraordinario.

El abogado de Víctor presentó la última prueba: las cartas escondidas de Víctor padre, que Apolo había “encontrado” detrás de un jarrón, donde el patriarca de los Halloway estipulaba el trato digno para el personal.

—Este perro llevó a mi cliente a encontrar estos documentos. Prueba de que Apolo no solo es inteligente, sino que entendía que estas cartas eran cruciales para la justicia en la casa.

La jueza se levantó. Necesitaba un receso.

Veinte minutos después, la jueza regresó.

—Señora Halloway. Su petición de custodia es negada. Y la orden de restricción se mantiene.

Meline se puso de pie, su rostro descompuesto. —¡Esto es indignante!

—Lo indignante es usar a una niña para castigar a su exmarido—dijo la jueza con firmeza. —Hemos terminado aquí.

Apolo movió la cola. Había ganado.

Capítulo 8: El Final Imposible y la Leyenda del Guardián (980 palabras)

Seis meses después, la mansión Halloway era irreconocible. Por fuera, el mismo lujo inmenso. Por dentro, un hogar. Sofía corría por los pasillos, sin el menor temor. Reía a carcajadas. Apolo la seguía, su vigilancia relajada, convertida en compañía alegre.

Elena trabajaba, pero ya no era invisible. Era la mujer de la casa, tratada con respeto por Víctor Halloway, que pasaba más tiempo en casa.

—Está floreciendo—dijo Víctor, mirando a Sofía y Apolo jugar en el jardín.

—Sí—dijo Elena. —Y todo por él.

Apolo se detuvo. Miró hacia la casa, un instante de tensión, un viejo hábito que no moría. Pero no era peligro. Era solo un mensajero.

Víctor recibió una llamada de su abogado. Isabela y Ricardo, en el internado, mostraban mejor comportamiento. Isabela incluso le había escrito una carta a Sofía.

“Querida Sofía: Lamento mucho de verdad. Me tomó tiempo entenderlo. Apolo sabía que estábamos mal antes que cualquiera. Creo que los perros son más listos que las personas. Espero que un día me perdones. Con cariño, Isabela.”

Elena leyó la carta. La guardó. —Todavía no es tiempo.

Apolo dejó de jugar. Se sentó en el pasto, mirando el horizonte. Su trabajo, el trabajo real, había terminado. Sofía ya no necesitaba la misma protección. Había encontrado su voz, su valentía.

Sofía se acercó a él, lo abrazó fuerte. —Gracias—susurró. —Por todo.

Apolo movió la cola lentamente.

—Creo que sabe lo especial que es—dijo Víctor.

—Siempre lo supo. Nosotros fuimos los que tardamos en verlo.

Víctor y Meline se divorciaron. La paz en la mansión se asentó. Los niños seguían en el internado. La vida era tranquila.

Pero una noche, Elena estaba en la cocina. El teléfono de Víctor vibró. El abogado había enviado un paquete de documentos. Eran los archivos de la corte, el acta final de la custodia. Adjunto venía un archivo de audio.

—¿Qué es esto?—preguntó Víctor.

—El abogado dice que lo grabó la noche de la audiencia. En la sala de espera.

Víctor le dio play. Era la voz de Meline y su abogado, después del fallo.

Meline (histérica): “¡Es absurdo! ¡Me ganó la criada y un perro! ¡Y ni siquiera es un perro de servicio real! ¡No sirve!”

Abogado (cansado): “Señora Halloway, le sugiero calma. La jueza no falló por el registro. Falló por la evidencia y por la reacción de la niña. Y si me permite, ese animal… es imposible. Entendía la dinámica de la casa. Era un testigo silencioso. Es la razón por la que perdimos.”

Meline: “¡Lo entrenaron para eso!”

Abogado: “Nadie puede entrenar a un perro para que entienda el contenido de unas cartas ocultas. Lo que pasó allí no tiene explicación humana. La jueza no podía ignorar lo que vio. Ella creyó en el perro.”

El audio terminó.

Elena y Víctor se miraron.

—La verdad es que…—dijo Víctor. —La inteligencia de Apolo fue lo que nos salvó. El perro no solo nos protegió. Nos dio la prueba, nos dio la estrategia, y nos dio la victoria legal.

—Un perro le ganó a tres abogados caros—dijo Elena, con una mezcla de risa y lágrimas.

—Y al desprecio de toda una clase social.

Apolo entró a la cocina, se sentó entre ellos, como siempre hacía. Su cabeza era un ancla de oro.

—El mundo no va a creer esta historia—dijo Elena.

—Lo que importa es que nosotros sí—respondió Víctor.

Años después, Sofía creció. Apolo, ya un perro anciano, era su sombra dorada. La acompañaba a la escuela, la esperaba en la puerta. Los vecinos lo llamaban “El Guardián”.

Sofía nunca olvidó lo que hizo por ella. En su diario, escribió: “Me enseñaste que los verdaderos héroes no necesitan hablar. Solo necesitan mirar y saber cuándo moverse. Y saber dónde se esconde la verdad”.

Una tarde, mientras Apolo dormía profundamente junto a su cama, Sofía se acercó y le acarició la oreja.

—Gracias, Apolo. Por elegirme.

El perro, incluso en el sueño, movió la cola una vez, un golpe suave y final contra el piso. Había mantenido su promesa hasta el último día. El silencio de la mansión ya no era de terror. Era de paz. Una paz ganada por la inteligencia, la lealtad y el corazón de un perro extraordinario que se negó a ser invisible.

Su misión estaba, por fin, completa