Parte 1: El Eco del Silencio
La lluvia caía sobre la Ciudad de México como un castigo. Las calles de Coyoacán, usualmente vibrantes, eran ríos oscuros. Él, Alejandro Herrera, la sostenía por el brazo, su agarre desesperado. El uniforme de la academia militar estaba empapado, pegado a un cuerpo joven que aún no conocía la derrota.
“Sofía, por favor. No hagas esto.”
Ella, Sofía Rivera, se soltó. El agua trazaba caminos por su rostro, mezclándose con lágrimas que sabían a sal y a final. “No funcionamos, Alejandro. Se acabó.”
Él la vio alejarse, disolverse en la noche. Esas dos palabras fueron el único disparo que no supo cómo esquivar.
Ocho años.
El Hospital General era un monstruo de concreto y caos controlado. Sofía Rivera ahora se movía por sus pasillos con la precisión de un reloj suizo. Como Jefa de Anestesiología, el silencio era su oficio; inducirlo, mantenerlo, y sacar a los pacientes de él. Su vida era una cadencia de batas azules, el olor a antiséptico y el bip rítmico de los monitores.
“Doctora Rivera, consulta para el nuevo ingreso de la 703. Tumor cerebral. El hijo es… intenso.”
Sofía asintió, revisando la tomografía. Un meningioma considerable, comprimiendo el tronco encefálico. Complicado. Entró en la habitación privada. Una mujer de ojos amables le sonrió, pero el hombre de pie junto a la ventana hizo que el expediente casi se le cayera de las manos.
Era él.
Alejandro Herrera.
Los ocho años lo habían tallado con crueldad y precisión. Era más alto, o al menos lo parecía. Una cicatriz delgada corría desde su ceja hasta la mandíbula. Sus hombros, ahora enfundados en una chamarra táctica que gritaba “autoridad”, eran el doble de anchos. Pero fueron sus ojos los que la golpearon. El fuego que recordaba se había extinguido, reemplazado por un hielo polar.
“Doctora Rivera,” dijo, su voz era grava. Ni sorpresa, ni reconocimiento. Solo hielo.
“Comandante Herrera,” respondió ella, notando la insignia discreta de la Guardia Nacional en su cinturón. “Soy la anestesióloga asignada a su padre, el Sr. Herrera.”
La consulta fue una batalla. Sofía explicó el protocolo: anestesia general, intubación endotraqueal.
“No,” la cortó Alejandro. “Mi padre tiene sinusitis crónica severa y un historial de hemorragia cerebral. La intubación es un riesgo inaceptable. El tumor es benigno. Quiero tratamiento farmacológico para reducir la inflamación.”
“Comandante,” replicó Sofía, su profesionalismo una armadura, “la sinusitis no es una contraindicación absoluta. El tumor está creciendo. Si comprime más el tronco, lo perderemos. El riesgo de la cirugía es alto, pero el riesgo de no operar es la muerte.”
“Su ‘cuidado’ sigue implicando un riesgo,” siseó él.
El Director del Hospital, el Dr. Martínez, quien había sido profesor de ambos en la UNAM, intervino. “Alejandro, Sofía es mi mejor alumna. Ha manejado más de cuatrocientos casos como este sin un solo incidente. Está en las mejores manos.”
Alejandro lo miró, y luego a ella. “No dudo de la capacidad de la doctora, Director. Simplemente no quiero arriesgar a mi padre.” Luego, sus ojos se clavaron en los de ella, y el hielo se volvió cortante. “Y no se preocupe, Doctora Rivera. No tengo ningún prejuicio contra usted. Usted no es tan importante para mí como para guardarle rencor.”
El golpe aterrizó. Sofía mantuvo la compostura. “Respeto la decisión de la familia.”
En el ascensor, el silencio era tan denso que Sofía sentía que la asfixiaba. Podía oler su perfume: ozono, pólvora y algo vagamente metálico.
“Si tiene algún problema conmigo,” dijo ella, mirando las puertas de acero, “puede solicitar otro anestesiólogo. El Dr. Pérez está disponible.”
Las puertas se abrieron. “No será necesario,” dijo él, y se fue.
En la habitación 703, el Sr. Herrera, un ex-Federal con la piel curtida, regañaba a su hijo. “Dejaste tu puesto en Chihuahua por un tumor benigno. ¡Insubordinación!”
“Papá, cállate y descansa.”
“Tu madre,” rió el viejo, “ya se hizo amiga de todas las doctoras solteras del piso. Le gusta esa, Rivera. Dice que tiene ‘ojos buenos’. Deberías hacerle caso.”
Alejandro solo miró por la ventana el caos de la CDMX.
Sofía bajó a la cafetería, su corazón un tambor desbocado. Necesitaba aire. Vio a Alejandro entrar al OXXO que estaba frente al hospital. Segundos después, salió con un refresco.
Fue entonces cuando todo se desató.
Un niño, no mayor de diez años, estaba sentado en una banca del vestíbulo, llorando y agarrándose el estómago. Alejandro, con instinto de policía, se acercó.
“¿Estás bien, campeón? ¿Dónde está tu mamá?”
Vio el cable que salía de la mochila del niño. Vio el temporizador digital pegado a su pecho. Vio el pánico en los ojos del niño.
Alejandro no gritó. Su voz fue un trueno bajo y controlado que cortó el murmullo del vestíbulo: “¡BOMBA! ¡DESPEJEN EL VESTÍBULO, AHORA!”
Agarró su radio. “¡Aquí Herrera! ¡Código Cero en el Hospital General! ¡Tengo un IED activo en un menor, repito, un IED en un civil! ¡Solicito EOD (Desactivación de Explosivos) inmediato!”
Sofía vio la escena desde la puerta de la cafetería. El pánico estalló. La gente corría. Pero Alejandro no. Se arrodilló frente al niño, protegiéndolo con su propio cuerpo.
El Dr. Martínez corrió hacia ellos. “¡El niño está sangrando! ¡Debe tener hemorragia interna!”
“¡Comandante Peralta!”, gritaba Alex a su radio, “¡El temporizador marca doce minutos!”
“No podemos moverlo,” dijo Martínez, pálido. “Si la bomba tiene sensor de movimiento… y está perdiendo sangre rápido. Necesita cirugía. ¡Ahora!”
Los ojos de Alejandro se encontraron con los de Sofía a través del vestíbulo vacío.
“¡Preparen un quirófano! ¡YA!”, gritó Martínez. “¡Lo operaremos aquí!”
“¡Negativo!”, rugió Peralta por el radio de Alex. “¡Evacúen!”
“¡No hay tiempo!”, gritó Alejandro. “¡El niño muere! ¡Voy a desactivarla… durante la cirugía!”
El equipo de EOD estaba a veinte minutos, atrapado en el tráfico de Viaducto.
“Yo entro,” dijo Sofía, su voz temblando pero firme, mientras se ponía guantes. “Es mi turno. Conozco este protocolo.”
El quirófano 5 era una pesadilla surrealista. El niño, intubado por Sofía, yacía en la mesa. Un cirujano abría mientras Alejandro, con un traje de protección ligero sobre su ropa de civil, trabajaba en el chaleco. Un experto de EOD lo guiaba por videollamada.
“Comandante, veo dos detonadores. Un cable rojo y uno amarillo. Deben cortarse simultáneamente. Tienes un margen de 0.5 segundos. Si te equivocas, volamos todos.”
“Entendido.”
“Además,” dijo el experto, “detecto un sensor de presión. Si quitas el peso del niño…”
“No lo haré,” dijo Alex.
“Doctora, salga de ahí,” ordenó Alex, sin mirarla.
Sofía estaba monitoreando la presión arterial del niño, que caía en picada. “No voy a dejar a mi paciente, Comandante. Haz tu trabajo.”
El tiempo: 1 minuto.
Los ojos de Alejandro se clavaron en los de ella. Ocho años de silencio, de dolor, de preguntas no hechas, se comprimieron en esa mirada.
“Confía en mí, Sofía.”
Ella asintió. “Confío en ti, Alex.”
Él cortó los cables.
El monitor del temporizador se apagó. El monitor cardíaco del niño se estabilizó.
Silencio.
Alejandro, sudando profusamente, levantó el chaleco desactivado. Lo metió en un contenedor de contención. “Gracias, Doctora Rivera.” Su voz era formal otra vez. Salió del quirófano.
Sofía terminó la cirugía. Sus manos no temblaron hasta que el último punto estuvo puesto.
Mientras se quitaba los guantes, escuchó una explosión sorda y contenida. La detonación controlada fuera del hospital.
Corrió por el pasillo, su corazón en la garganta. Vio los restos humeantes del contenedor. No lo vio a él.
“¿Sofía?”
Se giró. Alejandro estaba allí, recargado en la pared, pálido pero entero.
“¿Me buscabas?”
Antes de que pudiera responder, el radio de él cobró vida. “Herrera, reporte de situación.”
Se enderezó, su rostro volviéndose esa máscara de hielo. Pasó junto a ella como si fuera una extraña. “Aquí Herrera. Objetivo neutralizado. Regresando a la base.”
Parte 2: El Vals de los Fantasmas
La valentía de Alejandro tuvo un efecto inesperado. Esa noche, el Sr. Herrera, desde su cama de hospital, anunció: “Si mi hijo puede enfrentar una bomba en su trabajo, yo puedo enfrentar a un bisturí. Doctora Rivera, programe la cirugía.”
Dos semanas después, el caos había amainado, pero el silencio entre ellos había regresado, más pesado que antes. Hasta que llegó la invitación.
Diego y Valeria, sus mejores amigos de la universidad, se casaban.
Sofía miraba el vestido color lavanda colgado en su puerta con temor. Sabía que Alejandro sería el padrino.
Salió del hospital y pidió un Uber. Una camioneta negra, impecable y con vidrios polarizados, se detuvo frente a ella. La ventana bajó. Alejandro.
“El tráfico en Polanco es un infierno. Sube.”
El viaje fue tenso. El aire vibraba con palabras no dichas. El teléfono de Alex sonó. Era Diego. “¡Hermano! ¿Vienes? Oye, no te vas a arrepentir de ser el padrino. ¿Adivina quién es la dama de honor principal? ¡Sofía Rivera! ¿No es genial? ¡Como en los viejos tiempos!”
El agarre de Alejandro en el volante se tensó. Colgó.
“Ocho años, Sofía,” dijo, su voz baja, peligrosa. “Ocho años y ni una sola palabra. Ni una explicación. Solo ‘No funcionamos’. ¿Y ahora volvemos a ‘los viejos tiempos’?”
“Alex, yo…”
“No. No ahora.”
Llegaron al lujoso hotel en Polanco. Mientras esperaban el elevador, una voz suave interrumpió la tensión.
“¿Sofía? ¿Sofía Rivera? ¡No lo puedo creer!”
Ambos se giraron. Mateo Vargas. El “hermano mayor” de su grupo en la UNAM. Ahora era un empresario de medios increíblemente exitoso. Irradiaba encanto y dinero.
“Mateo,” sonrió Sofía, un alivio genuino. “Te ves increíble.”
“Tú no has cambiado nada, sigues siendo la chica que se roba todas las miradas,” dijo él, entregándole una pequeña caja. “Chocolates de Oaxaca. Recordé que te encantaban.”
Alejandro observaba la interacción, su rostro impasible.
“Alejandro Herrera,” dijo Mateo, extendiendo la mano. “Cuánto tiempo. ¿Sigues jugando básquetbol?”
“Algo así,” respondió Alex, su apretón de manos firme.
El elevador llegó. Los tres subieron. El silencio era, de nuevo, ensordecedor.
“Oye, Sofía,” dijo Mateo, “vi al Dr. Martínez el otro día. Dijo que eras su estrella. Deberíamos invitarlo a cenar la próxima semana, ¿qué dices?”
“Me encantaría, Mateo.”
“Se te cayó esto,” dijo Alejandro, su voz plana. Le entregó a Sofía su lápiz labial, que se había caído en el auto. Sus dedos apenas se rozaron. Fue como una descarga eléctrica.
La ceremonia fue hermosa. Diego, nervioso, olvidó sus votos.
Alejando, como padrino, se acercó para susurrarle la línea. Pero sus ojos no estaban en el novio. Estaban fijos en Sofía, que estaba parada frente a él.
“Desde el primer día que te vi…” le susurró Alex a Diego, pero su mirada estaba en Sofía, “…supe que eras tú. Y aunque hemos pasado por… mucho… el resto de mi vida no será suficiente para amarte.”
El aire abandonó los pulmones de Sofía.
Flashback. Ocho años atrás. Una noche fría en el estacionamiento de la UNAM, después de ganar el campeonato interuniversitario.
Alejandro, eufórico, la abrazó. “¡Gané, Sofi! ¡Gané!”
“¡Ganamos!”
Él la miró, la nieve falsa de una fiesta cercana cayendo sobre ellos. “Sofía, me aceptaron en la academia. Me voy a Chihuahua. Pero quiero que sepas… a donde vayas, Monterrey, Guadalajara, la luna… yo te sigo. Cuando me gradúe, iré a donde estés.”
“Alex…”
Él sacó una llave, no un anillo. “Es la llave de mi departamento. No es una propuesta… todavía. Es una promesa. Y esta promesa es válida para siempre.”
Ella tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes. Él se quitó la chamarra del equipo y la envolvió en ella. Ella se puso de puntillas y lo besó, un beso que sabía a victoria y a futuro.
Fin del Flashback.
En la recepción, Sofía sintió una mirada pesada. Camila Fernández (la Đinh Tịnh de la historia), una heredera que había estado obsesionada con Alejandro desde la universidad, se había sentado en la mesa de él, demasiado cerca.
Mateo, galante, llevó a Sofía a otra mesa. “Esa mujer es una víbora,” murmuró.
De repente, las luces bajaron. Un video sorpresa.
“¡Recordando los viejos tiempos en la UNAM!”, gritó Diego desde el micrófono.
La pantalla mostró un partido de básquetbol. Alejandro, joven y arrogante, anotando. Mateo, en el mismo equipo, dando una asistencia. Luego, el medio tiempo.
Sofía se congeló.
Era el grupo de animación. Ella estaba al frente. Camila, también en el grupo, olvidó la coreografía. Sofía, riendo, improvisó un baile, lleno de energía y carisma. La cámara hizo zoom en la banca: Alejandro la miraba, boquiabierto, completamente cautivado.
“¡Y ahora!”, gritó Valeria, la novia, “¡Que los protagonistas de ese día repitan el baile!”
Arrastraron a Alejandro y a Sofía al centro de la pista. La música era la misma. Estaban torpes, riendo nerviosamente, la electricidad entre ellos tan obvia que dolía.
Y entonces, la música se detuvo.
La imagen en la pantalla gigante cambió. Era una foto. Sofía. Valeria. Y entre ellas, una chica de sonrisa brillante y ojos tristes.
Isabela.
La amiga de Sofía. La chica que había muerto.
Sofía sintió que el aire le faltaba. Salió corriendo del salón, hacia la terraza.
Mateo la siguió. “Sofía, ¿estás bien? No fue intencional…”
“Déjame sola, Mateo, por favor.”
Una mano fuerte la agarró del brazo. Alejandro. Su rostro era una máscara de furia y preocupación.
“Te llevo a casa,” ordenó, ignorando a Mateo. “No debes estar sola. No así.”
El viaje a su departamento en la Colonia Roma fue en un silencio sepulcral. Las lágrimas de Sofía caían sin sonido.
Paró el auto. Ella no se movió. Él se quitó el saco del traje y se lo puso sobre los hombros. Ella temblaba.
“Aquí está mi nuevo número,” dijo, poniendo una tarjeta en su mano. “Llámame. Si me necesitas. A cualquier hora.”
Ella asintió, subió y cerró la puerta.
Sola en su departamento, el recuerdo la golpeó.
Flashback. Ocho años atrás. Una trajinera en Xochimilco. El aire olía a humedad y a flores marchitas. Isabela Gámez, su mejor amiga, la miraba con ojos enrojecidos.
“Me gusta Alejandro,” susurró Isabela.
“Isa… él y yo…”
“¡Lo sé! ¡Sé que están juntos! Pero Sofía, tú lo tienes todo. Yo no tengo nada. Solo déjame una oportunidad. Termina con él. Solo un mes. Para ver si me nota.”
“Isabela, no puedo hacer eso. Yo lo amo.”
“¡Eres igual que todas!”, gritó Isabela. “¡Egoísta!” Se bajó de la trajinera en el siguiente embarcadero, desapareciendo.
La siguiente vez que Sofía vio a Isabela fue en la morgue. Causa de la muerte: ahogamiento. Suicidio.
Días después, limpiando el dormitorio de Isabela, Sofía encontró notas escondidas bajo el colchón. Docenas de ellas.
“Te odio, Sofía.” “Me robaste mi única luz.” “Ojalá te mueras.” “Nunca te perdonaré.”
Sofía vomitó. El dolor y la culpa la consumieron. Fue dos días después de eso que encontró a Alejandro bajo la lluvia y le dijo: “No funcionamos.”
Fin del Flashback.
El timbre sonó, sacándola del trance. ¿Sería Alex? ¿Habría olvidado algo?
Miró por la mirilla. No había nadie.
Volvió al sofá, temblando.
El timbre sonó de nuevo. Insistente.
Miró otra vez.
En el pasillo, bajo la luz parpadeante del sensor, había una figura. Empapada por la lluvia, vistiendo un rebozo blanco… idéntico al que Isabela usaba siempre.
La figura levantó la cabeza lentamente. Era el rostro de Isabela.
Sofía retrocedió, un grito ahogado en su garganta.
La figura puso una mano en la puerta y susurró, su voz un eco acuoso que atravesó la madera:
“Nunca… te… perdonaré.”
Sofía se desplomó, gritando.
Parte 3: Sombras en el Callejón
Sofía despertó en el suelo frío, el eco de su propio grito resonando en el apartamento vacío. Su teléfono vibraba sin parar. Era el hospital. Una emergencia. ¿Lo había soñado? El pasillo estaba vacío. Se limpió las lágrimas, se echó agua fría en la cara y se transformó de nuevo en la Doctora Rivera.
Alejandro estaba en el hospital cuando ella llegó. Vio su rostro pálido y la mano que le temblaba.
“¿Estás bien?”, preguntó él, su tono más preocupado que frío.
“Sí. Solo… una pesadilla.”
“Te raspaste la mano,” dijo él, señalando sus nudillos.
“Me caí en el pasillo,” mintió ella.
Él la miró fijamente. “¿Por qué, Sofía? ¿Por qué después de ocho años, el nombre de Isabela todavía te destroza así?”
Ella desvió la mirada. “Tengo que irme. Pacientes.”
La Sra. Herrera la interceptó más tarde. Agarró las manos de Sofía. “M’ija, por favor. Tienes que hacer la cirugía de mi esposo. Él confía en ti. Y yo… yo confío en ti más.” Le contó la historia de una cirugía militar anterior que casi mata a su esposo por un error de anestesia. “Alejandro solo tiene miedo. Pero yo sé que tú eres diferente.”
Conmovida, Sofía asintió.
Alejandro la encontró en la estación de enfermeras. “Mi madre ha tomado una decisión. El Director Martínez lo aprueba. La vida de mi padre está en sus manos, Doctora. Espero que sus emociones personales no interfieran.”
Fría, profesional. El muro estaba de vuelta.
Esa noche, Sofía caminaba a casa. El callejón que usaba como atajo estaba más oscuro de lo habitual. El único farol estaba roto. El miedo, fresco desde la noche anterior, se apoderó de ella.
Escuchó un ruido. Se apresuró.
Una figura alta emergió de las sombras. Sofía gritó y retrocedió, pero la figura la agarró del brazo.
“¡Tranquila! Soy yo.”
Alejandro.
Estaba sobre una pequeña escalera, con herramientas en la mano y un foco nuevo.
“¿Qué… qué haces?”
“El foco estaba fundido,” dijo él, simplemente.
El jefe de manzana (líder de la cuadra) salió de su edificio. “¡Gracias, Comandante Herrera! Muy amable de su parte cambiar el foco del callejón. ¡Ya era hora de que alguien lo hiciera! Mi vecina se quejó de que alguien la asustó anoche.”
Alejandro bajó la escalera y la miró. “¿Estabas asustada anoche, Sofía?”
Ella no respondió.
Él suspiró. “Vamos. Te invito un taco.”
Terminaron en una taquería nocturna, el “Vilsito”. Sentados en la banqueta de plástico, el silencio se sentía diferente.
“Perdón por lo de esta mañana,” dijo él. “Fui un imbécil.”
“Estabas protegiendo a tu padre.”
“No,” dijo él, mirando su taco al pastor. “Estaba… asustado. Y lo pagué contigo.” La miró. “No evites el pasado, Sofía. No dejes que sea tu ancla. Lo que sea que pasó con Isabela… tienes que enfrentarlo.”
De regreso a su edificio, él notó la bicicleta recargada en la entrada. Era vieja, una Benotto azul, oxidada en algunas partes.
“Sigues teniendo la ‘Bala Azul’,” dijo él, casi sonriendo.
Flashback. UNAM. Él la sorprende con la bicicleta.
“¿Una bici? Alex, apenas sé caminar sin caerme.”
“Es para que puedas llegar a mí más rápido,” dijo él, besándola.
Fin del Flashback.
“Buenas noches, Sofía,” dijo él en la puerta de su edificio. Esperó. Ella subió. Él se quedó abajo, en la calle, hasta que vio la luz de su apartamento encenderse. Solo entonces se fue.
Esa noche, a las 2 AM, sonó el timbre. Una vez.
Sofía se congeló.
Sonó de nuevo. Insistente.
Miró por la mirilla. Un hombre, con el rostro cubierto por un pasamontañas, estaba parado frente a su puerta. Inmóvil.
Llamó a seguridad. “Hay un borracho en el área, doctora. Lo estamos buscando.”
A la mañana siguiente, salió con temor. El pasillo estaba vacío. Bajó.
Y se detuvo en seco.
Su bicicleta, la “Bala Azul”, estaba hecha pedazos. El cuadro doblado, las llantas cortadas, los radios rotos. Destruida con una violencia metódica.
“Jesús.”
“¿Sofía?”
Alejandro estaba allí. Traía una bolsa de papel. “Te traje pan dulce. De la Ideal.”
Vio la bicicleta. Su rostro se endureció. Vio el terror en los ojos de ella.
“¿Quién fue?”, su voz era acero.
“No lo sé. Anoche… había un hombre en mi puerta.”
“¿Y no me llamaste?” Su furia era palpable. “¿A quién más has hecho enojar, Sofía?”
“¡No lo sé! ¡No tengo tiempo de hacer enojar a nadie!”
Él sacó su teléfono. “Quédate aquí. Voy a revisar las cámaras.”
La cirugía del Sr. Herrera fue esa mañana. Sofía fue impecable. Sus manos eran roca firme. El Dr. Martínez extirpó el tumor limpiamente.
“Un éxito,” dijo Martínez, quitándose la bata. “La Dra. Rivera es una maestra. Mantuvo la presión estable como un metrónomo.”
Desde el otro lado del cristal de observación, Alejandro la miró. Cuando sus ojos se encontraron, él asintió, una mezcla de alivio y gratitud.
Más tarde, en la sala de recuperación, él le llevó un café.
“Gracias, Sofía.”
“Es mi trabajo.”
“Cumpliste tu promesa,” dijo él. “Te convertiste en una doctora excepcional.”
“Tú también,” dijo ella. “Un policía modelo.”
Él sonrió, una sonrisa triste. “La razón por la que quise ser policía… fue para protegerte. Para limpiar el mundo, para que estuvieras a salvo en él.”
Flashback. UNAM. La pista de tartán del Estadio Olímpico.
Él la ve intentando correr, jadeando después de una vuelta. Él está entrenando para las pruebas de la academia, corriendo vueltas y vueltas.
Días después. Un carterista le arrebata la bolsa a una estudiante en “Las Islas”. Sofía, que mide uno sesenta, lo placa. El ladrón saca una navaja. Antes de que pueda moverse, Alejandro está allí. Una llave, un movimiento rápido, y el ladrón está en el suelo, neutralizado.
“¿Estás loca?”, le grita él a Sofía, mientras somete al tipo. “¿No ves que te pudo matar?”
“Tú… eres de ingeniería, ¿verdad?”, jadea ella. “Parecías policía.”
Él la mira, impresionado. “Aún no.”
Fin del Flashback.
“Voy a instalarte una cámara en la puerta,” dijo Alejandro, volviendo al presente. “Mi equipo vendrá esta tarde.”
En el pasillo, Sofía vio a su colega, Teresa, discutiendo con su novio, Javier. Él la acusaba de coquetear con un paciente.
“¡Estás enfermo, Javier!”, lloraba Teresa.
Javier le arrebató el teléfono y lo estrelló contra el suelo. “¡Así aprenderás a respetarme!”
Más tarde, Teresa le confesó a Sofía. “Estoy aterrada. Su ex lo engañó, y ahora cree que todas somos iguales. Revisa mi teléfono, mi ropa… anoche rompió un vestido porque era ‘demasiado provocativo’. No sé cómo dejarlo. Me da miedo que le haga algo a mis padres.”
“Tienes que denunciarlo, Tere.”
“No puedo… ¿Y si se enoja más?”
Sofía tuvo una idea. “Necesitas animarte. ¿A quién admiras más en el mundo?”
“Emiliano Costa,” suspiró Teresa. “El de ‘Corazón Salvaje’. Es un dios.”
Sofía recordó su conversación con Mateo Vargas. Marcó su número. “Mateo, necesito un favor enorme…”
Esa noche, Alejandro, fuera de servicio, se encontró con Teresa. “Si vas a terminar con él,” le aconsejó, “hazlo en un lugar público. Y ten tu teléfono listo para marcarme. Avísame dónde.”
El restaurante era en la Condesa. Mateo había reservado un privado. “Invité a Teresa, mi colega,” le dijo Sofía a Mateo.
“Maravilloso.”
A mitad de la cena, la puerta se abrió. Emiliano Costa en persona. “Mateo, amigo. ¿Esta es tu invitada?”
Teresa casi se desmaya.
Estaban riendo, Emiliano contándole a Teresa anécdotas del set, cuando la puerta se abrió de golpe.
Era Javier. Sus ojos, inyectados en sangre.
“¡Así que aquí estabas, zorra!”, gritó. “¿Vistiéndote así para este imbécil?”
Agarró a Teresa del pelo. Sofía se interpuso. “¡Suéltala, Javier! ¡Estás loco!”
Javier la empujó y sacó una navaja. “¡Tú te callas!”
Se abalanzó sobre Sofía.
“¡No!”, gritó Teresa.
Pero fue Mateo quien se movió. Se interpuso entre Javier y Sofía. Agarró la hoja de la navaja con su mano desnuda. La sangre brotó.
En ese segundo, la puerta voló. El equipo de Alejandro, alertado por Sofía, irrumpió. Javier fue sometido en segundos.
Mateo se sostenía la mano, sangrando profusamente, pero sonriéndole a Sofía. “Estás bien. Es lo que importa.”
Parte 4: La Noche de las Confesiones
“Eres mi héroe, Mateo,” dijo Sofía, mientras una enfermera vendaba la mano de Mateo en urgencias.
“Haría cualquier cosa por ti, Sofi. Siempre lo he sabido.” La miró. “¿Cuál es tu tipo ideal de hombre, de todos modos? Digo, para saber si tengo oportunidad.”
Sofía se rio, nerviosa. “No lo sé… Supongo que alto… fuerte.”
Alejandro apareció en la puerta. Había escuchado la última parte. Vio la risa compartida. Su rostro se cerró. Dio media vuelta y se fue.
Al día siguiente, en el cuarto del Sr. Herrera, Alejandro estaba inquieto. Tomó el teléfono de su madre.
Texto a Sofía: “Ven rápido. Papá no se siente bien.”
Un segundo después, su propio teléfono sonó. Era Sofía. “Sra. Herrera, ¿qué pasa? ¿Qué tiene su esposo?”
Alejándro palideció. Lo había llamado a él, no a su madre. “Uh… Sofía. Soy Alex. Mi madre estaba… preocupada.”
“¡Ay, m’ijo!”, dijo la Sra. Herrera, arrebatándole el teléfono y jugando el papel. “¡Me siento tan mal! ¡Creo que me va a dar algo!”
Sofía llegó corriendo. Revisó al Sr. Herrera (perfectamente estable) y a la Sra. Herrera (presión un poco alta por la actuación).
“Creo que ambos están bien,” dijo Sofía, confundida.
“M’ija, quédate,” dijo la Sra. Herrera. “Ya que estás aquí. Cuéntame, ¿tienes novio? Un hombre en el gobierno, como mi Alex, es muy estable, ¿sabes? Muy leal.”
Alejandro quería que se lo tragara la tierra.
Esa noche, en su antiguo departamento de soltero, el que rara vez usaba ahora que estaba en la base, Alex miró las cosas que nunca había desempacado. Una caja etiquetada “UNAM”.
Dentro, un llavero. Una foto borrosa de él y Sofía, riendo.
Flashback. UNAM. La biblioteca. Él la ve estudiando. Ella se levanta para ir al baño. Él, en una maniobra de segundo, desliza una foto suya (que había tomado “accidentalmente”) dentro de su libro de anatomía.
Más tarde, en “Las Islas”, el área verde central de la UNAM. Ella lo confronta.
“Encontré esto,” dice ella, sosteniendo la foto.
“Se me debe haber caído.”
“Estaba dentro de mi libro, Alex.” Ella lo mira, sus ojos brillantes. “Tú me gustas. Mucho. Y sé que yo te gusto a ti.”
“Sofía…”
“Voy a correr los 3000 metros en el maratón de la universidad. Es una locura, no puedo ni correr una vuelta. Pero si sientes lo mismo… encuéntrame en la línea de meta.”
Fin del Flashback.
Al día siguiente, Alex llevó un reconocimiento oficial del GEO al hospital, agradeciendo al equipo por su ayuda en el incidente de la bomba. Se lo dio al Dr. Martínez, pero sus ojos estaban en Sofía.
La esperó a que saliera de una consulta.
“Oye,” dijo, torpemente. “¿Estás… estás libre esta noche?”
Antes de que pudiera responder, un “¡Código Azul, Quirófano 2!” sonó por los altavoces. Ella salió corriendo. “¡Tengo que irme!”
Él suspiró. Cuando fue a ver a sus padres, se encontró con una visita inesperada.
Camila Fernández.
“¡Alex, querido! ¡Vine a ver a tu papi!”, dijo, dándole un beso en la mejilla. “Sra. Herrera, ¡qué gusto! Alex y yo somos amigos desde la cuna.”
La Sra. Herrera estaba encantada. Camila invitó a Alex a cenar esa noche. “Una cena de negocios, claro. Mi padre quiere invertir en tecnología de seguridad.”
El Sr. Herrera, sintiendo el drama, le ordenó a Alex que fuera. “Ve, hijo. Sé cortés.”
Alex intentó buscar a Sofía, pero estaba en cirugía. Frustrado, garabateó una nota en un post-it y se lo dio a una enfermera. “Para la Dra. Rivera, cuando salga.”
La nota decía: “Tengo algo… inevitable. Pero espérame después de tu turno. Te recojo. Vamos a la UNAM.”
Sofía salió de cirugía horas después, agotada. La enfermera le dio la nota. Su corazón dio un vuelco.
Corrió escaleras abajo. Él estaba allí, recargado en su camioneta. Esperando.
Mateo Vargas estaba saliendo del hospital. Vio a Sofía correr hacia Alejandro. Vio la sonrisa que ella le dio. Vio cómo subía a la camioneta de Alex. El rostro de Mateo se oscureció.
Caminaron por la pista de tartán de la UNAM, ahora vacía bajo las luces naranjas.
“No pensé que vendrías,” dijo ella.
“No pensé que aceptarías,” dijo él.
Fueron a la taquería de la universidad, “El Güero”. El dueño, más viejo, los reconoció.
“¡La pareja de básquetbol y medicina! ¡Años sin verlos! ¿Dos con todo, como siempre?”
Comieron en silencio. Cuando el taquero le sirvió, Alex, por pura costumbre, tomó los trozos de piña de su taco y los puso en el de ella.
Sofía lo miró, sus ojos llenos de lágrimas. “Aún lo recuerdas.”
“Hay costumbres que nunca se olvidan, Sofía.”
Caminaron por su antiguo dormitorio.
Flashback. UNAM. Días después de la foto en el libro. Él la espera fuera de su dormitorio. Ella sale.
“¿Y bien?”, pregunta él.
“¿Bien, qué?”
“El maratón. ¿Vas a correr?”
“¿Tú vas a estar en la meta?”
Él sonríe. Ella salta sobre su espalda. “¡Entonces llévame! ¡Necesito entrenar!” Él la carga, corriendo por los pasillos.
Fin del Flashback.
Se detuvieron bajo un árbol de jacaranda.
“Sofía,” dijo él, su voz seria. “Necesito saberlo. ¿Por qué te fuiste?”
Ella lo miró. El dolor de Isabela, las notas de odio, el ahogamiento. Abrió la boca. Pero las palabras no salieron.
“No puedo, Alex.”
Su rostro se endureció. “Entendido. Mañana… mañana regreso a mi base en Chihuahua.”
El corazón de Sofía se detuvo. Chihuahua. Tan lejos.
“Alex, yo…”
“No importa.”
Flashback. Ocho años atrás. El aeropuerto de la CDMX. Él espera en la puerta 14, vuelo a Chihuahua. 6:00 PM. 6:30 PM. 7:00 PM. “Última llamada.” Él mira su teléfono. Sin mensajes. Sube al avión.
En el Hospital General, Sofía sale corriendo de una cirugía de emergencia (7:10 PM). Atrapada en el tráfico. Llega al aeropuerto (8:00 PM). La puerta está vacía. El avión se ha ido.
Fin del Flashback.
“Sofía.”
Ella se giró en la puerta de su edificio.
Era Alejandro.
“No me voy,” dijo él. “Me transfirieron. Permanentemente. A la base de la GN en Iztapalapa.”
Sacó su teléfono. “Dame tu número. Y desbloquéame de WhatsApp. Esta vez, de verdad.”
Ella sacó el suyo. Se miraron. Ninguno de los dos había cambiado su foto de perfil en ocho años. La de él era del equipo de básquetbol. La de ella era en la trajinera de Xochimilco, antes de que llegara Isabela.
“Alejandro,” susurró ella, añadiendo su número.
“Sofía. Estoy aquí.”
Se quedó allí hasta que ella entró.
Pero mientras ella subía, no vio al hombre que la observaba desde el otro lado de la calle. El mismo hombre de la bicicleta.
En su apartamento, se sintió segura por primera vez en mucho tiempo.
Su amiga Teresa estaba allí, empacando sus últimas cajas. Se mudaba a un departamento nuevo.
“Te dejo espacio, amiga,” bromeó Teresa. “Para que tú y el Comandante puedan… reconciliarse.”
“Tere, es complicado. Él es… mi ex. El de la universidad.”
“¿El ex? ¿El que nunca superaste? ¡Sofía! ¿Y qué esperas?”
“No puedo, Tere. El pasado… lo que pasó con Isabela…”
Teresa la abrazó. “El pasado te está ahogando. Él está aquí ahora. ¿Estás dispuesta a perderlo otra vez por un fantasma?”
Mientras tanto, en una base de la Guardia Nacional, Alejandro interrogaba al bombardero del hospital, un joven llamado Luis Villa. Estaba mentalmente inestable, obsesionado con una doctora que “lo había dejado morir”. No era Sofía.
Alejandro se quedó toda la noche, observándolo a través del cristal en la enfermería.
Sofía, incapaz de dormir, apareció a las 4 AM. Le llevó un café de olla.
“Ve a casa, Alex. Yo lo vigilo,” (aunque él era el paciente de Alex, no el de ella).
“No. Es mi deber.”
Ella se sentó a su lado. En silencio. Eventualmente, el cansancio lo venció. Su cabeza cayó sobre el hombro de ella.
Sofía se quedó inmóvil, respirando su olor, su corazón latiendo con un dolor familiar.
Alejandro despertó horas después. Estaba solo. Sofía se había ido. Pero encontró una nota en una servilleta.
“Duerme. El mundo puede cuidarse solo por una hora. -S.
La Noche en que el Hielo Empezó a Derretirse
Alejandro no solo instaló la pequeña cámara de video sobre el marco de mi puerta.
Estaba instalando una fortaleza.
Lo vi moverse por mi pequeño apartamento en la Colonia Roma, y ya no era el Alex que recordaba de la UNAM. Este era el Comandante Herrera. Metódico, silencioso, letal.
Revisó la cerradura de la zaguán (la reja de entrada) del edificio. Habló con el portero, Don Memo, quien de repente parecía haberse enlistado en el ejército. Revisó las bisagras de mis ventanas, las que daban al patio interior.
“Alex, es solo un apartamento viejo,” dije, tratando de aligerar la tensión. “Las ventanas apenas abren.”
“Se fuerzan en veinte segundos,” respondió sin mirarme, probando el pestillo. “La bici no fue vandalismo al azar, Sofía. Fue un mensaje.”
“¿Un mensaje de quién? ¿De un fantasma?”
Se detuvo. Se giró lentamente hacia mí. El olor a ozono y pólvora que percibí en el elevador parecía haberse quedado impregnado en él.
“Un fantasma no corta metal,” dijo, su voz baja. “Quienquiera que te asustó en el pasillo, quienquiera que destruyó tu bicicleta… sabía que era tuya. Sabía lo que significaba para… nosotros.”
Sacó un juego de herramientas que no había visto traer. No era una cámara lo que traía; era una ferretería de alta seguridad. Empezó a desatornillar mi cerradura.
“¿Qué haces? ¡Alejandro, esa es la única cerradura que tengo!”
“Exacto. Es basura. Voy a poner una de alta seguridad.”
“¡No! ¡Tienes que irte! ¿Qué pasa si el propietario lo ve?”
Ignoró mis protestas. Sus manos, que yo recordaba cubiertas de tiza de básquetbol o marcatextos, ahora trabajaban el metal con una precisión quirúrgica. Verlo trabajar era hipnótico. Fuerte, competente, protector.
Y me sentí exactamente como hace ocho años: furiosa con él por tomar el control, y aterrada por lo mucho que me gustaba que lo hiciera.
Terminó una hora después. La nueva cerradura era una monstruosidad de acero reforzado.
“No te muevas,” ordenó.
Fue a su camioneta. Regresó con dos bolsas. Una era la del pan dulce de la Ideal. La otra contenía una cena para llevar del Cardenal.
“No has comido,” dijo, dejando las bolsas en mi pequeña barra de cocina. “Come. Yo vigilaré.”
“¿Vigilar qué? ¡No puedes quedarte aquí!”
Sus ojos, esos ojos de hielo, se clavaron en los míos. “Me voy a quedar. Dormiré en ese sofá.” Señaló mi sillón de dos plazas. “Y no, Sofía, no es una negociación.”
Se sentó en el sofá, que era cómicamente pequeño para su cuerpo de soldado. Sus rodillas casi le llegaban al pecho. Parecía un gigante atrapado en una casa de muñecas.
Cenamos en silencio. Él, en el sofá; yo, en la barra. El espacio entre nosotros vibraba. Ocho años de preguntas, de dolor, de rabia, de deseo.
“¿Por qué?”, susurré, incapaz de soportar más el silencio.
Él levantó la vista de su plato. “¿Por qué, qué?”
“¿Por qué estás aquí? ¿Por qué haces todo esto? Dijiste… dijiste que no era importante para ti.”
Dejó el plato en el suelo. Se levantó. En dos pasos, estaba frente a mí. Me sentí diminuta. Retrocedí hasta que mi espalda golpeó la pared de la cocina.
Estaba atrapada.
“Mentí,” susurró.
Estaba tan cerca que podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Podía ver el cansancio en sus ojos, pero debajo, había algo más. El fuego que creí extinguido.
“Eres lo único que ha sido importante, Sofía. Durante ocho putos años.”
“Alex…”
“No hables.”
Levantó una mano, lentamente, como si temiera que yo fuera a correr. Con un dedo, trazó la línea de mi mandíbula. Un escalofrío me recorrió entera.
“Cuando te vi en el hospital,” continuó, su voz apenas audible, “creí que mi corazón se detendría. Quería sacudirte. Quería gritarte. Quería saber por qué me destrozaste y luego desapareciste como si nada.”
“No fue como si nada,” dije, las lágrimas brotando. “Isabela…”
“Shhh.” Puso su pulgar sobre mis labios. “No esta noche. Esta noche no hablaremos de fantasmas.”
Se inclinó. El mundo se redujo a la distancia entre sus labios y los míos. Milímetros. Podía oler el café en su aliento.
Cerré los ojos, esperando.
Bzzz. Bzzz.
El sonido de su radio táctica, la que llevaba en el cinturón, cortó el momento como un cuchillo.
Él se tensó, retrocediendo un paso. El Comandante estaba de vuelta.
Miró el dispositivo. “Herrera,” contestó.
Escuchó. Su rostro se volvió piedra.
“Entendido. Voy para allá.”
Me miró. El momento se había roto. “Era mi equipo. Revisaron las cámaras de la calle.”
“¿Vieron algo?”
“Vieron al hombre que rompió tu bicicleta. Lo hizo a las 3 AM. Justo después de que el ‘borracho’ te asustara.”
Mi sangre se heló.
“¿Quién era?”
“No lo sabemos. Usaba un casco de motocicleta y guantes. Pero no fue al azar. Te estaba observando, Sofía.”
Se dirigió a la puerta, agarrando su chamarra. “Cierra con la nueva cerradura. Doble vuelta. No le abras a nadie. Ni siquiera a Mateo. ¿Entendido?”
Asentí, muda.
“No te preocupes,” dijo, su voz ahora la del soldado. “Lo voy a encontrar.”
“Alejandro,” lo llamé antes de que saliera.
Se giró.
“Ten cuidado.”
Una sombra de sonrisa cruzó su rostro. “Ocho años tarde para esa advertencia, Doctora.”
Cerró la puerta. Escuché el sonido metálico y sólido de la cerradura que él había puesto.
Me quedé sola en mi apartamento, que de repente se sentía vacío y frío, pero olía a él. Olía a seguridad. Y toqué mis labios, donde su pulgar había estado.
La guerra había terminado, pero la batalla por nosotros apenas comenzaba
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