PARTE 1
Llegué a Polanco sintiéndome un fraude. El aire olía a perfume caro y a gases de autos de lujo, un mundo aparte de mi colonia en Iztapalapa. El guardia de seguridad del edificio corporativo me barrió con la mirada, sus ojos deteniéndose con desprecio en mis jeans gastados y mis tenis.
—¿Entrevista para qué? —masculló, como si mi sola presencia fuera un insulto.
—Soy Sofía. Para el casting de vocera de la marca —dije, intentando que mi voz sonara firme.
Él resopló, pero mi nombre estaba en la lista.
El lobby era un mar de mujeres perfectas. Bolsos Gucci, tacones que costaban más que mi renta de seis meses, y esa confianza brillante que solo da el dinero. Me sentí pequeña, sucia. Miré mi reflejo en el mármol pulido; la ropa que me había parecido decente en casa, aquí gritaba “pobreza”.
Justo cuando estaba por darme la vuelta, la vi. En una silla de espera de diseño, alguien había olvidado una mascada de seda. Era de un color esmeralda profundo. Al lado, sobre una mesita, unos aretes de fantasía fina brillaban, abandonados momentáneamente.
Mi corazón latió con fuerza. Era una idea terrible.
Aprovechando que nadie miraba, tomé la mascada y los aretes y corrí al baño de mujeres. El lugar olía a lirios. Me encerré en un cubículo, respirando agitadamente. ¿Qué estaba haciendo? Pero la imagen de la cara de mi papá, de las deudas, me endureció.
Salí y me miré en el espejo. Lavé mi cara, solté mi cabello, que era lo único bonito que sentía tener. Anudé la mascada alrededor de mi cuello, ocultando el cuello gastado de mi blusa. Me puse los aretes. La transformación fue instantánea. No era una de ellas, pero al menos parecía una buena imitación.
Cuando salí, las miradas cambiaron. Ya no era invisible; era competencia. Me senté, erguida, esperando mi turno.
El director del casting, un hombre de ojos penetrantes, me miró fijamente.
—Date la vuelta —ordenó.
Obedecí. El silencio era tenso.
Él sonrió de repente, una sonrisa amplia que iluminó su rostro. —¡Es ella! ¡Es el rostro, la actitud que estaba buscando!
No podía creerlo. Yo, Sofía, la chica de Iztapalapa que había robado una mascada para entrar, acababa de conseguir el trabajo de su vida.
Llamé a mi mejor amiga, Jimena, gritando de alegría. —¡Lo logré, Jime! ¡Vamos a salir de esto!
Pero la alegría es efímera en mi mundo.
Llegué a casa esa noche, flotando, y encontré a mi madre llorando en la cocina. Mi papá, Arturo, estaba sentado en la mesa, con la cabeza entre las manos. El olor a miedo y a tequila barato llenaba el aire.
—¿Qué pasó, ‘apá?
Levantó la mirada. Sus ojos estaban muertos. —La empresa quebró, Sofía. Lo perdí todo.
—No importa, papá. ¡Conseguí el trabajo! ¡Pagaré todo!
Él negó con la cabeza. —No entiendes. No es una deuda con el banco. Es con él.
Sentí un frío helado recorrer mi espalda. —¿Él?
—Bruno.
Bruno. El dueño de la fábrica. Un hombre poderoso, con conexiones oscuras y una obsesión enfermiza conmigo desde que yo era casi una niña. Sus ojos siempre se habían demorado demasiado, sus manos “accidentalmente” rozando la mía.
—Dijo que… perdonará la deuda —susurró mi padre, sin poder mirarme—. Pero hay una condición.
—No —rogué, aunque ya sabía la respuesta.
—Quiere que te cases con él, Sofía.
El mundo se detuvo. —¿Qué? ¡No! ¡Prefiero morirme!
—¡No tienes opción! —gritó, su desesperación convirtiéndose en rabia—. ¡Nos destruirá! ¿No puedes hacer este sacrificio por tu familia?
—¿Sacrificio? ¡Me estás vendiendo! —grité, las lágrimas quemándome los ojos—. ¡Conseguí un trabajo! ¡Pagaré la deuda!
—¿Con tu trabajo de modelito? —se burló—. ¡Eso no es decente!
—¿Y vender a tu hija sí lo es?
Mi madre sollozó, rogándome que entendiera. Pero mi padre fue inflexible. Me arrastró a mi habitación y cerró la puerta con llave desde afuera.
—Te quedarás ahí hasta que entres en razón. La boda es en una semana.
Me derrumbé contra la puerta, escuchando sus pasos alejarse. El olor a humedad de mi cuarto se sentía como una tumba. Miré la ventana. No tenía barrotes, pero estábamos en un segundo piso.
No iba a ser la mercancía de nadie.
Esperé hasta que la casa quedó en silencio, pasada la medianoche. El llanto de mi madre se había apagado. Amarré varias sábanas, tal como lo hacía de niña para escaparme a fiestas.
Bajé por la pared, raspándome las manos contra el estuco. Mis pies tocaron el pavimento frío de la calle. Corrí. Corrí como si el diablo me persiguiera. Y, en cierto modo, así era.
Llamé a Jimena desde un teléfono público. —Jime, estoy en la calle. Me escapé.
—¿Qué? ¡Sofía, estás loca! —Su voz estaba llena de pánico.
—Ven por mí. Por favor.
Jimena me encontró temblando en una esquina. Me llevó a su pequeño departamento en la colonia Roma. Me sirvió un tequila que ninguna de las dos podía permitirse.
—Tranquila, aquí estarás segura —dijo, abrazándome.
Pero la seguridad tampoco duró mucho.
Mi celular, un modelo viejo que apenas funcionaba, vibró. Era Mateo, mi hermano menor.
—Sofía… —su voz era un hilo ahogado—. Tienes que ayudarme.
—Mateo, ¿qué pasa? ¿Estás bien?
—Le debía dinero a… a la gente de Bruno. Pensaron que como ibas a ser su esposa, podían fiarme. Pero ahora que te escapaste… dicen que tengo hasta mañana para pagar 100,000 pesos.
100,000 pesos.
—Sofía, van a romperme las piernas. O algo peor.
Colgué. El tequila se me agrió en el estómago. Miré a Jimena.
—No tienes el dinero, ¿verdad? —preguntó ella, pálida.
Negué con la cabeza.
Jimena suspiró, su rostro endureciéndose con un pragmatismo que me heló. —¿Y si… y si vuelves? Cásate con él, Sofía. Por tu familia.
—No.
—Entonces… —vaciló—. Solo hay una persona que tiene ese dinero.
Sabía a quién se refería. Bruno.
Jimena me dijo que tal vez, si iba a verlo, si le rogaba, él podría prestarme el dinero para salvar a Mateo. Era una trampa, lo sabía. Pero era mi hermano.
—De acuerdo —dije, mi voz vacía—. Iré a hablar con Bruno.
PARTE 2
La mansión de Bruno en Las Lomas era una fortaleza de cristal y mármol frío. Los guaruras (guardaespaldas) en la entrada me miraron como si fuera basura, pero mi nombre les abrió las puertas. Bruno me esperaba.
Estaba en su estudio, un lugar opresivo que olía a tabaco caro y a poder rancio. Sostenía una copa de brandy.
—Sofía, querida —dijo, su voz melosa—. Sabía que volverías.
—No he vuelto —dije, manteniéndome cerca de la puerta—. Necesito dinero. Mi hermano…
—Ah, sí. El pequeño Mateo. Qué situación tan desafortunada.
—Es tu gente la que lo amenaza.
—Mi gente solo cobra lo que se debe. —Se acercó, y yo retrocedí instintivamente—. Pero para ti… todo es posible.
—Quiero un préstamo. Te lo pagaré. Con mi nuevo trabajo.
Bruno se rio, un sonido seco y desagradable. —No quiero tu dinero, Sofía. Te quiero a ti.
Sobre su escritorio, vi un fajo de billetes. Era mucho dinero. Más de 100,000 pesos.
—Solo… solo dame el dinero para Mateo. Por favor.
—Claro —dijo, y su sonrisa se volvió depredadora—. Pero primero, demuéstrame que estás… agradecida.
Se movió rápido. Me agarró de la muñeca y me atrajo hacia él. Su aliento a brandy me golpeó la cara. Grité y luché, pero era fuerte.
—¡Suéltame!
—¡Serás mía de todos modos! —gruñó, empujándome contra el sofá.
El pánico me ahogaba. Mis ojos buscaron frenéticamente algo, cualquier cosa. Sobre una mesita auxiliar, había un pesado jarrón de mármol.
Mientras él se inclinaba sobre mí, forcejeando con mi ropa, estiré la mano. Mis dedos rozaron la piedra fría. Lo agarré. Con toda la fuerza de mi desesperación, lo levanté y lo estrellé contra el costado de su cabeza.
El sonido fue sordo, húmedo.
Bruno se quedó quieto por un segundo y luego se desplomó en el suelo, inconsciente.
El silencio fue ensordecedor. Jadeé, temblando de pies a cabeza. Estaba vivo, su pecho subía y bajaba débilmente. Miré el dinero sobre el escritorio. Miré a Bruno.
Era mi hermano. Era mi vida.
Corrí al escritorio, tomé el fajo de billetes y me lo metí en la chaqueta.
Salí del estudio, tratando de parecer tranquila. Los guaruras en el pasillo ni me miraron. Crucé el enorme vestíbulo. Salí por la puerta principal.
Caminé con calma hasta la reja. Una vez en la calle, eché a correr.
Corrí y corrí, adentrándome en las calles oscuras. No sabía a dónde iba, solo sabía que tenía que desaparecer. Escuché un auto acelerar detrás de mí. ¡Ya lo sabían!
Me metí en un callejón, salté una barda y caí en un patio oscuro. Seguí corriendo, mis pulmones ardían. Llegué a Coyoacán, las calles adoquinadas estaban desiertas. Vi un portón de madera antiguo, ligeramente entreabierto.
Me deslicé dentro. Era el jardín de una casa. Todo estaba oscuro, silencioso. Me escondí detrás de unos arbustos, intentando recuperar el aliento.
De repente, se encendió una luz en el porche.
Escuché el sonido de una llave en la cerradura. La puerta principal se abrió.
Me quedé helada.
Un hombre salió. No era Bruno. Era alguien que no había visto en mi vida. Era alto, con una presencia callada pero intensa. Me vio al instante.
Nuestros ojos se encontraron en la oscuridad. Mi corazón se detuvo. Acababa de escapar de un monstruo solo para invadir la casa de un extraño.
Él me miró, sin sorpresa, casi con tristeza. Levantó una mano, no para amenazar, sino como para calmar a un animal asustado.
—¿Estás bien?
Antes de que pudiera responder, sonó el timbre de la calle. Eran luces rojas y azules. La policía.
—¡Policía! —gritó una voz—. Recibimos un reporte de una intrusa en esta área. ¿Ha visto a una mujer joven?
El hombre, mi captor o mi salvador, no me quitó los ojos de encima. El mundo se encogió a ese momento. Su respuesta decidiría mi vida.
Se giró hacia la puerta.
—No, oficial —dijo, su voz era tranquila, firme—. No he visto a nadie.
Cerró la puerta, y el sonido del cerrojo al girar fue el más fuerte que jamás había escuchado.
Se volvió hacia mí en la penumbra del jardín.
—Será mejor que entres —dijo.
Entré. La casa era simple, casi monástica, pero limpia. Olía a café y a algo antiguo, como a libros.
—¿Quiénes te persiguen? —preguntó, mientras me servía un vaso de agua. Mis manos temblaban tanto que apenas podía sostenerlo.
Le conté. Fragmentos de la historia. La deuda de mi padre. Bruno. El ataque. No mencioné el dinero.
Él asintió, su rostro impasible. —¿Y el dinero que traes en la chaqueta?
Me sonrojé, avergonzada. —Era para mi hermano. Él me agredió. Yo solo…
—No tienes que explicarme. —Me tendió un pequeño botiquín—. Tienes un corte en la mano.
Su nombre era Alejandro.
Me dejó quedarme en un cuarto de huéspedes. A la mañana siguiente, me despertó el olor a café de olla. Mientras desayunábamos en silencio, vi una foto en la repisa. Él, sonriendo, abrazando a un niño pequeño.
—Tu hijo es hermoso —dije.
Sus ojos se nublaron al instante. Un dolor tan profundo pasó por su rostro que me hizo desviar la mirada. —Lo era —dijo en voz baja.
Hablamos poco, pero me sentía extrañamente segura. Hasta que sonó el timbre.
Miré por la ventana. Era una mujer joven, hermosa, que lo miraba con adoración. Y junto a ella, una señora mayor que escudriñaba la casa con ojos de halcón.
—Es Sabina —dijo Alejandro, con un suspiro—. Y su madre, Doña Eslem. Son vecinas.
Fue a la puerta. Yo me escondí en la cocina. Escuché a la mujer mayor, Doña Eslem, hablar en voz alta.
—¡Alejandro, hijo! Sabina te trajo un poco de pan dulce. Vimos luz anoche, ¿todo bien? Vives tan solo…
Antes de que él pudiera cerrar la puerta, la señora Eslem miró hacia adentro y sus ojos se clavaron en el suelo, justo donde yo había dejado mis tacones baratos al entrar.
Vi su mirada. Fue un segundo, pero fue suficiente.
Esa noche, no podía dormir. Salí de mi cuarto y encontré a Alejandro en la sala, mirando una esfera de nieve. Una de esas baratas, con la Torre Latinoamericana dentro.
—No puedo dormir —susurré.
Él no se giró. —Yo tampoco.
Me acerqué para verla mejor y, en mi torpeza, tropecé. Mi mano golpeó la esfera de nieve. Cayó al suelo y se hizo añicos.
El silencio fue aterrador.
Alejandro se giró. Su rostro, usualmente tranquilo, estaba desfigurado por una rabia que me heló la sangre.
—¡NO! —rugió.
Se arrodilló, recogiendo los pedazos de vidrio con manos temblorosas.
—Yo… yo no… fue un accidente…
—¡LÁRGATE! —gritó, su voz rota—. ¡Fuera de mi casa!
Corrí a mi cuarto, llorando, aterrorizada. ¿Qué había hecho? Era solo un juguete.
Unos minutos después, tocó a mi puerta.
—Sofía.
Abrí. Sus ojos estaban rojos, pero la rabia se había ido, reemplazada por esa tristeza infinita.
—Perdóname —dijo—. No debí gritarte.
—Era solo…
—No era solo una esfera de nieve. Era lo único que me quedaba de mi hermano. Se perdió hace años. Era nuestra… nuestra conexión.
La vulnerabilidad en su voz me desarmó. Vi al hombre detrás de la fachada estoica.
Y entonces, escuchamos el estruendo.
La puerta principal se astilló. Voces gritando. Eran los guaruras de Bruno.
—¡Sabíamos que estaba aquí! ¡Doña Eslem nos lo dijo!
Alejandro me empujó detrás de él. —Quédate en el cuarto. Cierra con llave.
Pero yo no podía moverme. Vi a dos hombres corpulentos entrar a la sala.
Y entonces, vi al verdadero Alejandro.
No fue una pelea; fue una ejecución. Se movió con una velocidad y una precisión que no eran humanas. Un golpe seco en la garganta de uno, una llave que rompió el brazo del otro. En menos de diez segundos, ambos estaban en el suelo, gimiendo.
Me quedé boquiabierta. ¿Quién era este hombre?
Escuchamos un auto afuera. Bruno.
Alejandro me agarró de la mano. —Vamos. Por atrás.
Corrimos al garaje. Bruno estaba allí, bloqueando la salida, sosteniéndome del brazo.
—¡Creíste que podías escapar, perra!
Antes de que pudiera reaccionar, Alejandro estaba sobre él. Lo levantó del cuello y lo estrelló contra la pared. La cara de Bruno se puso morada.
—No vuelvas a tocarla —siseó Alejandro, su voz era un gruñido bajo y letal.
Bruno farfullaba, aterrorizado.
Alejandro lo soltó y me empujó hacia un auto viejo en el garaje. —Sube.
Pero mientras él abría la puerta, uno de los guaruras que había recuperado la conciencia apareció en la puerta del garaje. Tenía un arma.
Disparó.
Grité. Alejandro me empujó dentro del auto y cayó sobre el asiento del conductor, pero no antes de que la bala le rozara el hombro.
Arrancó el motor y salimos del garaje a toda velocidad, dejando atrás a Bruno y a sus hombres.
Estábamos en la carretera, la sangre de Alejandro manchando su camisa.
—¿Estás bien? —logré preguntar.
—Es solo un rasguño —dijo, pero estaba pálido.
Manejamos hacia el sur, hacia la nada.
PARTE 3
El auto empezó a fallar en medio de la carretera a Cuernavaca. Alejandro maldijo en voz baja y se detuvo en el acotamiento. La noche era total, solo el sonido de los grillos y el viento.
—¿Ahora qué? —pregunté, el pánico subiendo de nuevo.
—Tranquila. Sé de mecánica.
Se bajó y abrió el cofre. Yo lo seguí, sosteniendo la luz de mi celular. Mientras trabajaba, con una mano, noté cómo la luz acentuaba las líneas de su rostro. Había una cicatriz delgada junto a su ojo que no había visto.
Mientras apretaba algo, se manchó la cara con grasa. Sin pensarlo, extendí mi pulgar y limpié la mancha de su mejilla.
Nuestras miradas se encontraron. El mundo se detuvo de nuevo. El aire se volvió espeso. Estábamos tan cerca…
Un coyote aulló en la distancia, rompiendo el hechizo.
Ambos retrocedimos, nerviosos.
—Listo —dijo, cerrando el cofre—. Debería aguantar hasta la casa de mi tío.
Llegamos a una pequeña casa en las afueras de Tepoztlán. Un hombre mayor, Héctor, nos abrió la puerta. Vio la sangre y no hizo preguntas.
—Entren.
Mientras Tío Héctor ayudaba a Alejandro a vendar la herida, yo preparaba café en la cocina. Escuché su conversación en voz baja.
—…su hijo —dijo Alejandro—. Murió en una explosión. Fue un asesinato, Héctor. Y voy a encontrar al culpable.
Mi corazón se encogió.
Llamé a mi madre. Me dijo algo que me heló la sangre. Bruno había ido a mi casa.
—Pero lo extraño, m’ija —dijo mi madre—, fue cuando tu papá escuchó el nombre del hombre que te ayudó… Alejandro. Tu papá se puso blanco como un fantasma. Casi se desmaya.
Colgué, confundida. ¿Por qué mi padre le tendría miedo a Alejandro?
La situación se complicó. Sabina, la vecina celosa, apareció en la casa de Tío Héctor. Resulta que era enfermera y la había llamado Felipe (el amigo de Alejandro que reemplazaba a “Ferry”), preocupado.
Sabina me miró con odio puro. —Tú le trajiste esto. Estaba bien hasta que apareciste.
Empezó a curar a Alejandro con un aire de posesión que me hizo hervir la sangre.
Mientras tanto, en la Ciudad de México, el infierno se desataba. Felipe fue capturado por los hombres de Bruno. Y mi mejor amiga, Jimena, la que me había acogido, fue a ver a Bruno. Le vendió mi ubicación. Y peor aún, le contó la historia de la esfera de nieve, la única pista de Alejandro para encontrar a su hermano perdido.
Bruno ahora tenía un arma nueva: la debilidad de Alejandro.
Sabina llegó, histérica, diciendo que Bruno tenía a Felipe. Alejandro, a pesar de estar herido, se levantó.
—Tengo que ir.
—Voy contigo —dije.
—No. Quédate aquí.
Se fue. Con Sabina. Me quedé sola con Tío Héctor, sintiéndome inútil y traicionada.
Bruno y otro hombre, un líder de bajo mundo al que llamaban “El Nene”, usaron la información de Jimena para tenderle una trampa a Alejandro. Pero no contaban con mi hermano.
Mateo, intentando conseguir el dinero para sus deudores (que ahora sabía que trabajaban para El Nene, no para Bruno), fue forzado a vender drogas en el territorio de Alejandro.
Justo cuando Alejandro rescataba a Felipe, le llegó un mensaje. Una foto de la esfera de nieve. “Sé dónde está tu hermano. Ven solo.”
Era una trampa obvia.
Al mismo tiempo, yo me enteré de lo que Mateo estaba haciendo y fui a buscarlo.
Llegué al lugar de la trampa, un almacén abandonado, justo cuando Alejandro llegaba. Vi a Mateo. Y vi a un hombre en las sombras, apuntando un arma.
El hombre disparó. Vi a Alejandro caer. Y luego, el hombre disparó contra Mateo, que también cayó.
El asesino colocó el arma cerca de la mano inconsciente de Alejandro y huyó.
Segundos después, la policía irrumpió.
Corrí hacia Mateo, que sangraba en el suelo. Y vi a Alejandro, despertando, confundido, con el arma a su lado.
—¡Fue él! —grité, señalándolo, mi corazón roto en mil pedazos—. ¡Él le disparó a mi hermano!
La policía arrestó a Alejandro. En el hospital, mientras Mateo estaba en cirugía, Bruno llegó, fingiendo preocupación.
—Pobre Sofía. Te lo dije. Es un asesino.
Pero algo no cuadraba. Alejandro fue liberado por falta de pruebas horas después. Mateo, milagrosamente, sobrevivió, pero dijo no recordar nada.
Alejandro vino al hospital.
—Sofía, tienes que creerme. Yo no fui.
—¡Yo te vi!
—Fue una trampa. Bruno está detrás de esto.
Justo entonces, Bruno entró al cuarto de Mateo. Nadie lo vio, pero yo sí: sacó una jeringa del bolsillo. Iba a matar a mi hermano.
—¡NO! —grité.
Alejandro reaccionó. Agarró a Bruno, le quitó la jeringa y lo golpeó. Los guardias del hospital llegaron.
Estaba tan confundida. ¿Quién era el monstruo?
Alejandro encontró al verdadero tirador, un sicario llamado Kagan. Pero antes de que Kagan pudiera confesar quién lo contrató (Bruno), fue asesinado por un francotirador.
Todo era un callejón sin salida.
Regresé a casa, mi mente era un caos. Y esa noche, escuché a mis padres discutir.
—¡Arturo, tienes que decírselo! —lloraba mi madre.
—¡Nos matará! —respondió mi padre.
—¿Decirme qué, ‘apá? —pregunté, entrando a la cocina.
Mi padre se derrumbó. —Sofía… la explosión… la que mató al hijo de Alejandro…
—¿Qué pasa con eso?
—Fui yo. —Su voz era apenas un susurro—. Yo no sabía que el niño estaba en el auto. Me pagaron para poner la bomba. Era… era para matar a Alejandro.
El suelo desapareció bajo mis pies.
El hombre que amaba… el hombre que me había salvado… y mi padre era el asesino de su hijo.
Corrí. Corrí hasta la presa, el agua sucia reflejando mi mundo destruido.
Alejandro me encontró allí, temblando de frío y de horror.
—Sofía, ¿qué pasa? ¿Es por Mateo?
Lo miré, y él debió ver la verdad en mis ojos. El horror.
—¿Qué sabes? —preguntó, su voz volviéndose peligrosamente baja.
No pude decirlo. Solo lloré.
Las cosas se precipitaron. Jimena, en un acto final de traición, le envió a Alejandro una foto que Bruno le había tomado: yo, dormida en el sofá de su mansión (la noche que fui a pedir el dinero). Hizo que pareciera que yo era amante de Bruno todo el tiempo.
Alejandro, creyendo que yo era cómplice de todo, incluyendo el secreto de mi padre, me confrontó. Su corazón se cerró. Vi cómo quemaba la mascada esmeralda que yo había usado en la audición y que él había guardado.
Pero el peligro real apenas comenzaba. La casa de mi familia se incendió. Bruno, en un acto heroico planeado, entró y me “salvó” de las llamas que él mismo había mandado a encender.
Ahora mi familia le debía la vida. Estaba atrapada.
Alejandro, mientras tanto, descubrió que la muerte de su hermano (el cuerpo que le habían mostrado) era falsa. El ADN no coincidía.
Fue entonces cuando los hombres de El Nene me secuestraron. Creían que Alejandro había secuestrado a El Nene (que en realidad había sido capturado por el tío de Bruno) y querían un intercambio.
Me llevaron a una cabaña al borde de un acantilado.
Intenté escapar. Un guardia me atrapó en el borde.
—Solo los muertos guardan secretos —dijo, sacando un arma.
Y entonces, apareció Alejandro. Abatió al guardia. Corrí hacia él.
Pero el guardia, en su último aliento, me empujó.
Caí por el precipicio.
Logré agarrarme a una raíz que sobresalía. Colgaba sobre el abismo.
—¡ALEJANDRO!
Vi su rostro de pánico asomándose por el borde. Bajó y me agarró de la muñeca.
—¡No te soltaré, Sofía!
Me subió. Nos abrazamos en el suelo, temblando.
Pero El Nene y sus hombres llegaron. Nos rodearon.
—¿Dónde está mi jefe? —preguntó el segundo al mando, apuntándonos.
Y en ese momento, El Nene apareció. Estaba herido, pero vivo. Había escapado.
Vio la situación. Vio a Alejandro protegiéndome.
—Él no me secuestró —dijo El Nene—. Fue el tío de Bruno.
La tregua fue tensa. Regresé a mi casa (lo que quedaba de ella). Mi madre estaba histérica, gritando que era una maldición, que estábamos pagando por el pecado de mi padre.
Bruno estaba allí. —Vendrás conmigo. Estarás a salvo.
Me amenazó con mi hermano, con mi padre. No tuve elección.
Mientras me subía a su auto, vi a Alejandro al otro lado de la calle. Observándome. Su rostro era una máscara de furia y dolor. Me estaba yendo con el enemigo.
Pero ninguno de los dos sabía la peor parte. Alguien, un tercero, le envió un video a Alejandro.
Era yo, durmiendo en la habitación de invitados de Bruno. Y el punto rojo de la mira de un francotirador estaba sobre mi cabeza.
El mensaje era claro: “Deja de investigar lo de tu hijo, o ella muere.”
Esa noche, Alejandro irrumpió en la mansión de Bruno. Me encontró durmiendo. Me despertó bruscamente.
—¿Qué… qué haces aquí?
—Vístete. Te vienes conmigo.
Nos fugamos a su casa. Estábamos juntos, pero rotos. La verdad de mi padre estaba entre nosotros como un muro de veneno.
Entonces, el chisme de Doña Eslem explotó. Para callar los rumores de que yo, una mujer soltera, vivía con él, tomé una decisión desesperada frente a todos los vecinos que nos acosaban en la puerta.
—¡No estamos viviendo en pecado! —grité—. ¡Estamos casados!
El silencio fue total. Bruno, que había llegado con Jimena, palideció de rabia. Sabina, que miraba desde lejos, salió corriendo, llorando.
Alejandro me miró, sorprendido. Y luego, ante todos, me pasó un brazo por la cintura.
—Es verdad —dijo, su voz retumbando—. Es mi esposa.
Era una mentira. Pero se sentía como la única verdad que nos quedaba.
Los vecinos, encantados, decidieron organizarnos una boda “real” esa misma noche. Compramos anillos baratos. Me pusieron un vestido blanco prestado.
La ceremonia improvisada comenzó en el patio de Alejandro. La música sonaba. La gente aplaudía.
Pero cuando el juez improvisado dijo: “Y ahora, los votos…”
Alejandro recibió un mensaje. El Nene estaba en problemas. El mismo enemigo que había matado a su hijo estaba acorralando a El Nene.
Alejandro me miró. Vio el pánico en mis ojos. No otra vez.
—Tengo que ir —dijo.
—Si te vas ahora, Alejandro…
—Volveré.
Se fue. Me dejó sola en mi boda falsa, frente a todo el vecindario. La humillación era insoportable.
Pero mientras el enemigo (un hombre llamado Timer) tenía a El Nene y a su mano derecha, Eran, acorralados, les dio una opción. Un video de la boda.
“Solo uno puede vivir,” dijo Timer. “Tu hombre… o su nueva esposa.”
Alejandro tuvo que elegir entre salvar al hombre de El Nene o volver para salvarme a mí del francotirador que Timer había enviado.
Vi el punto rojo aparecer en mi vestido.
La música se detuvo.
Pero el disparo nunca llegó.
Alejandro regresó corriendo al patio, justo a tiempo. Había salvado a Eran y neutralizado al francotirador.
Se paró frente a mí, sin aliento, con sangre en la camisa.
Tomó mi mano.
—Terminemos esto —dijo.
Y frente a todos, bajo las luces de la verbena, este hombre misterioso, atormentado, y peligroso, el hombre cuyo hijo mi padre asesinó, me besó.
Y yo, Sofía, la chica que lo había perdido todo, supe que mi infierno apenas comen
EXTRA: DESPUÉS DE LA MENTIRA
El grito de “¡Vivan los novios!” resonó como un rugido ensordecedor, sacándome del momento de asombro. El beso terminó tan abruptamente como había comenzado. El aliento de Alejandro rozó mi mejilla, caliente y con un leve olor a pólvora del enfrentamiento del que acababa de regresar.
Mis labios ardían. Pero el ardor no era por el beso. Venía de la mentira que quemaba en mi pecho.
Acababa de besar al hombre al que mi padre había destruido.
El mundo volvió a girar. La música de salsa arrancó, y Doña Eslem, la vecina entrometida que sin querer había causado todo esto, se acercaba a nosotros con una botella de tequila y tres caballitos.
“¡Hay que brindar, çocuklar (mis niños)!” rio ella, radiante, completamente inconsciente de que estaba sirviendo tragos a un asesino y a la hija de su víctima… no, era al revés. Mi padre era el asesino.
Miré de reojo a Alejandro. Él no me estaba mirando a mí. Sus ojos escaneaban a la multitud, los tejados circundantes. Seguía en modo de protección. La bala del francotirador, que solo él y yo sabíamos que era real.
Esta fiesta, esta boda, este beso: todo era un escudo endeble.
“Gracias, Doña Eslem,” dijo Alejandro, su voz plana, fría. Tomó el caballito y se lo bebió de un solo trago. La tensión en sus hombros no disminuyó en absoluto. No era un novio. Era un jaguar atrapado en una jaula con su enemigo.
Y yo era la jaula.
“Entra,” susurró, su voz era una orden, sin dejar lugar a réplicas. Me agarró del codo, apretando con tanta fuerza que casi dolía.
Me sacó de la música estridente, a través de la puerta trasera y hacia la tranquila cocina. El ruido de la fiesta se ahogó al instante, dejando solo el zumbido del refrigerador y los fuertes latidos de mi propio corazón.
No me soltó. Me empujó contra la pared, junto al fregadero. Puso sus manos a cada lado de mi cabeza, apoyándose en la pared. Estaba atrapada.
“¿Qué demonios fue esa farsa, Sofía?” gruñó.
“Yo… no lo sé,” tartamudeé. “Empezaron a murmurar. Doña Eslem… dijeron que estaba viviendo en pecado contigo. ¡Solo quería que se callaran! ¡Lo hice para protegerte!”
“¿Protegerme?” Se rio, un sonido seco y sin humor. “¿Crees que una mentira sobre una boda puede protegerme de lo que hay ahí fuera? Esa bala era real. La amenaza es real.”
“¡Lo sé!” grité de vuelta, el miedo dando paso a la desesperación. “¿Cómo crees que me siento yo? ¡Atrapada aquí, usando este estúpido vestido, mientras alguien quiere dispararme!”
Sus ojos se entrecerraron, estudiando mi rostro. “Aún no me lo has contado todo.”
El aire fue succionado de la habitación. Ahí estaba.
“No sé de qué hablas,” mentí.
“No. No más mentiras.” Se inclinó más cerca. Podía ver la fina cicatriz junto a su sien. “La foto que Jimena me envió. Tú, durmiendo en casa de Bruno. Dijiste que era un malentendido. Pero luego… tu padre.”
Mi corazón se detuvo.
“Cuando vino aquí,” continuó Alejandro, su voz lenta, peligrosa, “cuando escuchó mi nombre. Lo vi. Parecía que había visto un fantasma. Estaba aterrorizado. No era el miedo a un acreedor, Sofía. Era el miedo de alguien que sabe algo.”
No podía respirar. Las lágrimas comenzaron a acumularse.
“Le debía dinero a Bruno,” susurré, tratando de aferrarme a esa media verdad.
“No es suficiente. Ese miedo era más profundo. Tiene que ver conmigo. Y tú sabes qué es.”
“Alejandro, por favor…” supliqué.
“¡Dímelo!” Golpeó la pared justo al lado de mi cabeza. El gabinete de arriba vibró violentamente. Grité de miedo.
Dio un paso atrás, sorprendido por su propia reacción. La rabia en él estaba luchando contra algo más, algo que lo había hecho volver al altar, algo que lo había hecho besarme.
Me deslicé por la pared, cayendo al suelo frío de la cocina, el falso vestido de novia amontonado a mi alrededor. Empecé a llorar, no solo de miedo, sino por el peso insoportable de todo.
“Mi padre… él… él hizo cosas terribles,” sollocé. “Estaba endeudado. Tenía miedo de que Bruno nos matara a todos.”
Alejandro se quedó allí, su pecho subiendo y bajando. Estaba tratando de armar el rompecabezas. Era inteligente, demasiado inteligente.
“¿Qué cosas terribles?” preguntó, más suavemente, pero aún lleno de presión.
Lo miré, con el rostro cubierto de lágrimas. No podía decirlo. No podía ser yo quien le dijera que mi padre le había quitado a su único hijo. Si lo decía, ese beso, esta frágil protección, todo desaparecería. Él lo mataría. O me odiaría a mí. Ambas eran sentencias de muerte.
“No puedo,” susurré. “Por favor, no me obligues.”
El silencio se alargó. Me observó durante mucho tiempo, la sospecha y la furia en sus ojos luchando contra una emoción que claramente no quería admitir.
“Levántate,” ordenó.
Me puse de pie temblando.
No me tocó. Solo me miró, y esa mirada fue peor que un golpe. “De acuerdo, Sofía. Eres mi ‘esposa’. Te quedarás aquí. No irás a ningún lado sin mí.”
Se dio la vuelta, abrió el refrigerador y sacó una botella de agua.
“Pero que sepas esto,” dijo, todavía de espaldas a mí. “Voy a averiguar la verdad. No importa a quién estés protegiendo, a Bruno o a tu padre, lo averiguaré. Y cuando lo haga, no habrá boda en el mundo que pueda salvarlos de mí.”
Salió de la cocina, dejándome sola con mi vestido de mentiras. La música de salsa de afuera de repente sonó como una marcha fúnebre.
Me había casado, no con un hombre, sino con el secreto que había matado a su hijo. Y ahora, estaba encerrada con él, esperando el día en que lo descubriera.
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