CAPÍTULO 1: El Silencio de la Mansión
El hombre en la banca parecía estar muriendo por dentro, aunque su traje italiano de cincuenta mil pesos sugería que tenía todo para vivir.
Jaime Garza se mantenía perfectamente inmóvil, como una estatua abandonada en medio del bullicio de la Ciudad de México. Sus ojos, oscuros y profundos, estaban fijos en el área de juegos infantiles del Parque México. Debería haber risas llenando el aire, gritos de “¡Papá, mírame!”, pero para Jaime, el único sonido era el eco hueco en su pecho.
Ese vacío había comenzado a crecer hace tres años, en una clínica de fertilidad de esas que huelen a dinero y desesperanza, cuando los doctores les dijeron a él y a su difunta esposa, Catalina, que nunca tendrían hijos propios.
El sol de la tarde alargaba las sombras de los árboles de jacaranda sobre el pavimento. Jaime regresaba a esta misma banca todos los días desde hacía seis meses. Era su ritual de castigo y soledad.
Desde que Catalina perdió su batalla contra el cáncer, dejándolo con una fortuna que ya no le importaba y una mansión en Lomas de Chapultepec que se sentía más como una tumba de mármol que como un hogar, Jaime no encontraba paz en ningún lado.
A los 42 años, había construido un imperio inmobiliario. “Garza Real Estate” dominaba el horizonte de la ciudad. Tenía propiedades en Tulum, edificios en Reforma, y ordenaba respeto en cada sala de juntas en la que entraba. Los meseros sabían su nombre, los valets corrían por su auto.
Sin embargo, con todo el poder de su firma, no podía comprar la única cosa que deseaba más que el aire: el sonido de pies pequeños corriendo por sus pasillos vacíos.
—Disculpe, señor…
La voz era tan bajita que casi se pierde entre el ruido de los cláxones lejanos y los vendedores de elotes.
Jaime no se movió. Estaba perdido en el recuerdo del perfume de Catalina.
—¿Señor? —insistió la voz, un poco más fuerte pero temblorosa. — ¿Me puedo sentar aquí? Es que mis pies me duelen bien harto.
El “bien harto” lo sacó de su trance. Jaime bajó la mirada, esperando ver a algún vendedor ambulante o a alguien pidiendo monedas.
En su lugar, vio a una niña. Quizás de siete u ocho años. Tenía los ojos color café, grandes y cansados, y unas trenzas prolijas atadas con listones de colores que, a juzgar por lo deshilachado de las puntas, habían visto mejores días.
Su uniforme escolar era el clásico de escuela pública: un jumper verde a cuadros, una camisa blanca que, aunque impecable, estaba tan lavada que la tela se veía delgada. Cargaba una mochila de “Princesas” que se veía demasiado pesada para su pequeño cuerpo.
Era una niña preciosa, con la piel morena brillando bajo la luz dorada de la tarde. Pero había algo en su petición educada y en su expresión de agotamiento absoluto que tiró de su corazón de una manera que no había sentido desde la última vez que sostuvo la mano de Catalina.
Jaime, conocido en los negocios como “El Tiburón Garza”, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—Claro… claro que sí, pequeña. Por favor, siéntate.
Jaime se recorrió hacia un extremo de la banca, alisando su pantalón de vestir instintivamente. Notó cómo la niña prácticamente se desplomó sobre la madera con un suspiro de alivio tan profundo que parecía de una anciana, no de una niña de primaria.
—Gracias, señor —dijo ella, acomodando su mochila en su regazo como si fuera un escudo. —He caminado un buen tramo. Mi mamá dice que el pesero cuesta mucho dinero solo para mí, así que camino desde la escuela todos los días.
Jaime frunció el ceño ligeramente. —¿Caminas sola?
—No está tan lejos —respondió ella rápidamente, como si estuviera acostumbrada a defenderse. —Pero mis zapatos… bueno, tienen agujeros abajo. Y con el pavimento caliente, mis pies se ponen como tamales mal cocidos.
Ella balanceó sus piernas. Sus pies no tocaban el suelo. Jaime miró discretamente los zapatos negros escolares. Estaban raspados, y efectivamente, la suela de uno se estaba despeganzo. Sintió que algo se quebraba dentro de su pecho ante ese tono tan práctico, tan resignado a la incomodidad.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jaime, sorprendido por cuánto deseaba seguir hablando con esta niña. Había aparecido como una respuesta a una plegaria que no sabía que había estado rezando.
—Soy Sofía. Sofía Johnson. Bueno, mi papá era gringo pero se fue antes de que yo naciera, así que soy mexicana, mexicana —aclaró con orgullo, tocándose el pecho. —Mi mamá me puso Sofía porque leyó en un libro que significa sabiduría. Dice que los nombres inteligentes te ayudan a ser inteligente. ¿Usted cómo se llama, señor?
—Soy Jaime. Jaime Garza.
La niña lo miró con seriedad, evaluándolo.
—Es un gusto conocerlo, Don Jaime. Suena a nombre de telenovela.
Jaime soltó una carcajada. Fue un sonido oxidado, extraño para sus propios oídos. No se había reído en seis meses.
—El gusto es mío, Sofía. Tu madre suena como una mujer muy sabia.
—Lo es —asintió Sofía con vehemencia. —Ella trabaja limpiando oficinas en Reforma durante el día, y luego trabaja en una taquería lavando platos en la noche. Dice que trabaja duro para que yo pueda tener una vida mejor que la suya. Que yo voy a ir a la universidad y no voy a tener que sobarme las manos con cloro.
Sofía hizo una pausa y su mirada se nubló un poco.
—Pero a veces… a veces desearía que no tuviera que trabajar tanto. La extraño mucho. A veces, cuando llega, ya estoy dormida.
La honestidad inocente de Sofía golpeó a Jaime como un golpe físico. Le recordó todas las conversaciones que él y Catalina soñaron tener con su propio hijo. Cuánto hubieran dado ellos por tener ese problema, el problema de trabajar duro por alguien.
Se quedaron sentados en un silencio cómodo. Jaime observaba a otros niños jugando en los columpios, sus padres chismeando cerca o revisando sus celulares.
Y por primera vez desde el funeral de Catalina, no sintió esa punzada familiar de celos y pérdida, ese veneno que le corría por las venas al ver familias felices. En cambio, con esta niña extraordinaria a su lado, sintió algo que casi había olvidado que existía.
Esperanza.
CAPÍTULO 2: Ojos que Ven el Alma
El ruido de la ciudad seguía su curso. Vendedores de merengues pasaban gritando “¡Gasparines!”, y el olor a esquites flotaba en el aire.
—¿Usted tiene hijos, Don Jaime? —preguntó Sofía de repente.
Miró hacia arriba con esos ojos curiosos que no tenían juicio, solo un interés genuino que desarmaba cualquier defensa.
La pregunta debería haber dolido. Normalmente, cuando alguien en una cena de negocios preguntaba eso, Jaime se cerraba, su rostro se volvía de piedra. Pero viniendo de ella, se sintió como una oportunidad, no como una herida.
—No, Sofía. No tengo. —La verdad se deslizó antes de que pudiera detenerla, suave y vulnerable. —Pero siempre los quise. Mucho.
Se preparó para el silencio incómodo, para el “ay, lo siento” que los adultos solían dar.
En cambio, Sofía asintió lentamente, balanceando sus piernitas de nuevo.
—De veritas, eso es triste —dijo ella. —Usted parece que sería un papá bien chido.
Jaime parpadeó, sorprendido. —¿Por qué dices eso?
—Tiene ojos amables, señor. Y huele rico, como el jabón caro que usa el padre en la iglesia los domingos. —Sofía se inclinó un poco hacia él, olfateando el aire discretamente. —Mi mamá dice que puedes saber mucho de una persona por sus ojos y por cómo huelen.
Jaime sintió que las lágrimas amenazaban con salir por primera vez sin alcohol de por medio.
—Gracias, Sofía. Creo que es una de las cosas más bonitas que alguien me ha dicho.
—¿En serio? Pero es la verdad. Yo me doy cuenta de esas cosas —continuó ella, con la autoridad de quien ha tenido que aprender a leer a la gente para sobrevivir. —Como puedo ver que usted está muy triste por algo. Pero no es una tristeza mala, de esas de gente enojada. Es una tristeza solitaria.
Jaime se quedó helado.
—Y también puedo ver que tiene mucho dinero —agregó ella, señalando su reloj sin tocarlo. —Su ropa es bonita y sus zapatos brillan como espejos. Pero no se ve feliz con eso, no como los ricos de las novelas que se ríen todo el tiempo. Usted solo se sienta aquí solito todos los días mirando los juegos como si quisiera subirse al pasamanos.
La precisión de su observación dejó a Jaime sin habla. Esta niña, que no podía tener más de ocho años, había visto directo a través de su alma, atravesando las capas de su traje Armani y su actitud de empresario intocable, de una manera que ninguno de sus socios o amigos había logrado.
Ella lo había estado observando. Lo había notado. Le había importado lo suficiente como para acercarse cuando él pensaba que era invisible en su dolor.
—Eres muy observadora, Sofía —logró decir, con la voz un poco ronca. —¿Cómo sabías que vengo aquí diario?
—Porque paso por aquí todos los días de regreso de la escuela. Es mi atajo —explicó ella, señalando un sendero de tierra. —Y usted siempre está en esta misma banca, con la cara larga. Quería hablarle antes, pero mi mamá me enseñó que no debo hablar con extraños, porque en la ciudad hay gente mala.
—Tu mamá tiene mucha razón, hay que tener cuidado.
—Sí, pero hoy… hoy estaba tan cansada —suspiró, tocándose la suela del zapato. —Y usted se veía tan solo. Pensé que tal vez los dos nos sentiríamos mejor si platicábamos un ratito. Mi mamá dice que las penas compartidas pesan menos.
Jaime sintió una calidez expandirse en su pecho.
—Bueno, estoy muy contento de que hayas decidido hablarme hoy. Me has hecho sentir mejor de lo que me he sentido en mucho, mucho tiempo.
Lo decía en serio. Podía ver que Sofía sentía su sinceridad.
—Qué bueno —sonrió ella, y le faltaba un diente canino, lo que la hacía ver aún más adorable. —Mi mamá dice que eso es lo que la gente debe hacer. Ayudarse. Dice: “Sofi, ya hay suficiente tristeza en el mundo, hay que echarle tantita luz donde se pueda”.
El sol comenzaba a ponerse, pintando el cielo contaminado de la CDMX con tonos naranjas y rosas violáceos espectaculares. Jaime se dio cuenta de que no quería que esta conversación terminara.
Por primera vez en meses, se sentía vivo. Conectado.
Esta niña le había recordado que todavía había inocencia en el mundo, y que tal vez, solo tal vez, no estaba destinado a pasar el resto de su vida en silencio.
—Sofía… —Jaime dudó un segundo, sabiendo que debía ser cuidadoso. —¿Estaría bien si me siento aquí mañana otra vez? A la misma hora que pasas. Me gustaría escuchar más sobre tu día. Y tal vez… tal vez podría traerte un jugo o algo.
La cara de la niña se iluminó con una sonrisa que podría haber dado energía a todo el Paseo de la Reforma.
—¿De veritas? ¿Quiere ser mi amigo, Don Jaime?
—Sería un honor ser tu amigo, Sofía.
—¡Eso estaría padrísimo! —exclamó ella, dando un pequeño aplauso. —No tengo muchos amigos porque no tengo dinero para ir al cine o comprar las estampitas que ellos compran. Y tengo que ir directo a mi casa a hacer la tarea antes de que mi mamá llegue de su primer trabajo.
Jaime sintió una punzada de indignación por la injusticia de la vida, pero la ocultó con una sonrisa.
—Entonces es un trato.
Sofía recogió su pesada mochila. Jaime hizo el ademán de ayudarla, pero se detuvo, respetando su autonomía. Vio cómo se la colgaba con un esfuerzo visible.
—Pero si usted está aquí, puedo parar un ratito. Así no me siento tan solita en el camino y mis pies descansan.
Mientras Sofía se preparaba para continuar su viaje a casa, hacia alguna colonia que seguramente no se parecía en nada a la zona residencial de Jaime, él sintió un cambio en su universo.
La banca, que había sido un símbolo de su aislamiento y luto, se estaba transformando en algo más. Un punto de encuentro.
—¿A la misma hora mañana, entonces? —preguntó él.
—A la misma hora, Don Jaime. Gracias por dejarme sentar y por ser tan buena onda. Va a ser un muy buen amigo, ya lo vi.
Jaime se quedó viendo cómo su pequeña figura se alejaba por el camino, sus listones de colores rebotando con cada paso, mezclándose con la gente que salía del trabajo.
Sintió algo que no había experimentado desde el diagnóstico de Catalina. Emoción por el mañana.
Por primera vez en seis meses, tenía una cita. Tenía a alguien que lo necesitaba, aunque fuera solo para descansar los pies cinco minutos. Tenía una razón para creer que su historia no había terminado con la muerte de su esposa.
Esa noche, Jaime Garza no cenó solo con un vaso de whisky. Cenó pensando en qué tipo de dulces le gustarían a una niña de ocho años, y si sería muy raro comprarle unos zapatos nuevos tan pronto.
Se durmió con una idea loca, peligrosa y maravillosa rondando su cabeza: Voy a salvar a esa niña.
Lo que Jaime no sabía, era que Sofía ya lo estaba salvando a él.
CAPÍTULO 3: El Efecto Mariposa en la Condesa
A la tarde siguiente, Jaime Garza llegó al Parque México treinta minutos antes. Sentía el corazón martilleando contra las costillas con una anticipación que no había sentido desde que tenía la edad de Sofía y esperaba la llegada de los Reyes Magos.
Había pasado la noche entera pensando en su conversación, repitiendo cada palabra en su mente solitaria. Esa mañana, en lugar de revisar los índices de la Bolsa o gritarle a algún contratista por teléfono, Jaime había pasado una hora en el City Market, el supermercado más exclusivo de la zona, buscando los bocadillos perfectos.
Leyó etiquetas nutricionales como si fueran contratos millonarios. Quería algo que le diera energía para su caminata, pero que no pareciera un regalo exagerado que asustara a la madre. Terminó comprando una caja de nueces de la india, arándanos deshidratados, unos jugos orgánicos y fruta picada fresca.
Cuando la figura pequeña de Sofía apareció en el sendero, moviéndose lento bajo el peso de esa mochila de princesas que parecía rellena de piedras, Jaime sintió que el pecho se le apretaba. Era una mezcla de afecto y una preocupación punzante.
¿Cómo era posible que en menos de 24 horas, esta niña desconocida se hubiera vuelto el centro de su universo?
—¡Don Jaime! ¡Sí vino!
La cara de Sofía se iluminó como si acabara de ver un milagro. Aceleró el paso, aunque se notaba que sus piernas flacas ya no daban para más.
—Prometí que vendría, ¿no? Y yo siempre cumplo mis promesas. —Jaime se levantó para saludarla, notando con dolor que el uniforme verde se veía aún más desgastado bajo la luz dura del sol de las tres de la tarde. —¿Cómo estuvo la escuela hoy?
Sofía se dejó caer en la banca, soltando el aire.
—Estuvo bien. Aprendimos sobre las Mariposas Monarca. La maestra Paty nos explicó que viajan lejísimos, desde Canadá hasta Michoacán, y que antes de ser bonitas son solo gusanos feos.
Jaime sonrió. —Orugas, Sofía.
—Eso, orugas. La maestra dice que se llama “metamorfosis”. Dice que es como magia, pero de verdad. Que te metes en una cajita oscura y sales con alas. —Sofía lo miró con intensidad. —¿Usted cree en eso, Don Jaime? ¿Cree que la gente puede tener metamorfosis también?
Jaime sintió un escalofrío. Recordó cómo Catalina solía decir que el dolor te cambiaba la forma, te reconstruía.
—Sí creo. A veces, las cosas más hermosas vienen de los cambios más difíciles.
—Yo le dije eso a Iker, el niño que se sienta atrás de mí. Le dije que tal vez la gente triste puede volverse gente feliz si les pasa algo mágico. O si encuentran un amigo.
La inocencia de su declaración golpeó a Jaime con fuerza. ¿Podría ser tan simple? ¿Podría ser que conocer a esta niña fuera su propia metamorfosis? ¿Su transformación de viudo amargado a un ser humano capaz de sentir alegría de nuevo?
—Creo que eres muy sabia para tu edad, Sofía. —Jaime sacó discretamente la bolsa de papel con los snacks. —Te traje algo para el camino. Fruta y nueces. Para que tengas fuerza.
Los ojos de Sofía se abrieron como platos al ver el contenedor de fruta fresca y la bolsa de nueces caras.
—¿Para mí? ¿De veritas? —Dudó un segundo, retirando la mano. —Mi mamá dice que no debo aceptar cosas de nadie a menos que pueda dar algo a cambio. Y yo no tengo dinero, Don Jaime.
—Ayer me diste algo muy valioso, Sofía. Me diste tu tiempo y tu compañía. Eso vale más que unas nueces, ¿no crees?
Sofía frunció el ceño, pensando seriamente en la transacción.
—Supongo que sí. Mi mamá dice que la amistad es lo más caro del mundo porque no se compra. —Tomó la fruta con delicadeza. —Gracias, Don Jaime.
Mientras comía con un hambre que intentaba disimular por educación, Jaime aprovechó para preguntar.
—Cuéntame más de tu mamá. Suena a que es una mujer increíble.
—Se llama Rebeca. Es la mamá más bonita del mundo, aunque siempre tiene ojeras. —Sofía masticó un pedazo de melón. —Ella canta cuando cocina, incluso si llega muerta de cansancio. Me enseña cosas en la noche, después de la tarea. Dice que la educación es la llave para no tener que tronarse los dedos a fin de mes.
—Suena muy inteligente.
—Lo es. Está estudiando para ser enfermera. Va a la escuela en línea en las noches, cuando llega de la taquería. A veces escucho que teclea en la computadora a las dos de la mañana. Quiere ser enfermera porque dice que le gusta cuidar a la gente para que se sientan mejor.
Jaime sintió que el corazón se le partía y se le inflaba al mismo tiempo. Ahí estaba una mujer criando sola a una hija brillante, trabajando hasta el agotamiento en dos empleos mal pagados, estudiando de madrugada, y aun así, tomando el tiempo para enseñarle valores y dignidad a su pequeña.
Le recordaba a las historias que su propia abuela le contaba sobre la pobreza, sobre el esfuerzo sobrehumano para salir adelante. Historias que él había olvidado desde la comodidad de su oficina con aire acondicionado en Santa Fe.
—Debe ser muy duro para ella. Trabajar y estudiar.
—Sí… a veces se queda dormida sentada en la mesa con los libros abiertos. Yo la tapo con una cobija para no despertarla. —Sofía bajó la voz, como confesando un secreto. —Me gustaría ayudarla más, pero ella dice que mi único trabajo es ser niña y sacar dieces. Dice: “Sofi, tú vas a llegar a donde yo no pude”.
—¿Y qué quieres ser tú de grande?
—Quiero ser doctora. O maestra. O tal vez dueña de una empresa, como usted. Quiero hacer algo que ayude a la gente, porque mi mamá dice que esa es la mejor forma de vivir.
Cuanto más escuchaba, más pequeño se sentía Jaime. Él tenía millones en el banco, pero esa mujer, Rebeca, tenía una riqueza de espíritu que él envidiaba. Habían creado un hogar lleno de amor, propósito y esperanza con casi nada de recursos.
—Sabes, Sofía… Yo construyo edificios. Hago casas para gente rica. A veces me pregunto si realmente ayudo a alguien o solo hago dinero.
—¡Ay, Don Jaime! Claro que ayuda. Todos necesitan donde vivir, ¿no? Si usted construye casas, les da un techo para que no se mojen. Eso es ayudar.
Una vez más, la filósofa de ocho años había reformulado su existencia. Su imperio no era solo lucro; era refugio.
—Nunca lo había visto así. Gracias.
Jaime miró su Rolex. Habían pasado más de una hora hablando. El sol empezaba a ocultarse detrás de los edificios altos.
—Se está haciendo tarde, pequeña. ¿Tu mamá no se preocupará si no llegas?
La cara de Sofía cambió sutilmente. Una sombra de preocupación adulta cruzó sus facciones infantiles.
—Ella no llega de su primer trabajo hasta las seis. Y luego se va al segundo a las siete. Yo llego, me encierro con llave, hago mi tarea y me hago un sándwich. La vecina, Doña Rodríguez, me echa un ojo a veces, pero… soy responsable. Sé que no debo abrirle a nadie.
La revelación cayó sobre Jaime como un balde de agua helada.
CAPÍTULO 4: La Promesa de un Encuentro
La imagen mental fue insoportable: Sofía, esta niña brillante y frágil, encerrada sola en un departamento minúsculo mientras la ciudad rugía afuera, haciéndose su propia cena fría noche tras noche.
Ningún niño debería vivir así. Era peligroso. Era injusto.
Y de repente, Jaime supo exactamente qué quería hacer con su dinero y su tiempo. Ya no quería viajar a Europa para escapar de sus recuerdos. Quería asegurarse de que Sofía nunca más tuviera que cenar sola con miedo.
—Sofía… —Jaime inclinó el cuerpo hacia adelante, con cuidado. —¿Estaría bien si mañana te traigo cena? Algo rico, caliente. No me gusta pensar que comes sándwiches sola todas las noches. Podría pedirte algo de un restaurante.
Sofía negó con la cabeza inmediatamente, sus trenzas sacudiéndose.
—Eso es bien lindo, Don Jaime, pero mi mamá me mataría. Ella es súper cuidadosa con los extraños. Dice que nadie da nada gratis, y que los hombres que hacen regalos a las niñas… bueno, dice que son peligrosos.
—Tu mamá tiene toda la razón del mundo en protegerte —se apresuró a decir Jaime, respetando ese instinto maternal que claramente había mantenido a Sofía a salvo hasta ahora. —No quiero que tengas problemas.
—Pero… —Sofía mordió su labio inferior. —Usted no es peligroso. Yo lo sé. Mi corazón me lo dice.
—¿Y si hiciéramos algo diferente? —Jaime tuvo una idea, una que sabía que era arriesgada pero necesaria. —Me has dado tanto con tu amistad, Sofía. Me has quitado la soledad. Quisiera agradecerle a tu mamá por criar a una niña tan maravillosa. ¿Crees que podría conocerla?
La niña lo miró con sorpresa, y luego con una mezcla de emoción y miedo.
—¿Conocer a mi mamá? ¿Usted?
—Sí. Me gustaría presentarme. Que ella sepa quién soy, que vea que soy una persona segura para ti. Tal vez así no se preocupe tanto.
—¡Me encantaría! —gritó Sofía, dando un saltito en la banca. —Pero ella siempre está trabajando o estudiando. Es bien difícil atraparla.
—Bueno, ¿cuándo tiene un rato libre?
—Los sábados en la tarde. Es cuando lava la ropa y vamos al mercado sobre ruedas. A veces nos sentamos un ratito en el parque de la colonia si no está muy cansada.
—Este sábado —dijo Jaime con determinación. —Dime dónde. Yo iré a donde ustedes estén. Solo quiero saludarla cinco minutos.
—¿De verdad iría hasta mi colonia? No es bonita como aquí, Don Jaime. No hay árboles grandes ni fuentes. Hay muchos perros en la calle y a veces huele feo.
—No me importa dónde sea, Sofía. Iré.
—Está bien. —Sofía sacó un cuaderno de su mochila, arrancó una hoja con cuidado y escribió una dirección con letra redonda y grande. —El sábado a las 4. Hay unas canchas de básquetbol cerca del mercado. Ahí nos sentamos a comer helado si sobró dinero de la semana.
Jaime tomó el papel como si fuera un cheque al portador por un millón de dólares.
—Ahí estaré.
—Pero Don Jaime… —Sofía se puso seria de nuevo. —Mi mamá es… ella es dura. No le gustan los ricos. Dice que no entienden nada. Tal vez se enoje con usted. O conmigo.
—Déjame eso a mí. Yo hablaré con ella. Tú no te preocupes por nada.
Sofía comenzó a recoger sus cosas. El sol ya casi se había ido y las luces del parque se encendían. Jaime sintió el pánico habitual de verla irse, esa sensación de que ella se llevaba el oxígeno consigo.
—¿Mañana igual? —preguntó ella.
—Mañana igual, Sofía. Y el sábado… conoceré a Rebeca.
—Gracias por la fruta, Don Jaime. Y gracias por escucharme. Mi mamá dice que escuchar es el regalo más caro que le puedes dar a alguien.
Mientras la veía alejarse, perdiéndose entre la gente que paseaba a sus perros de raza, Jaime sintió un propósito nacer en su interior. Un propósito feroz.
Había pasado meses enfocado en su pérdida, en su infertilidad, en el silencio de su mansión. Pero el universo le había mandado una señal. Tal vez no podía tener hijos biológicos, tal vez su ADN no pasaría a otra generación. Pero eso no significaba que no podía ser un padre.
Familia no es sangre. Familia es quién te espera cuando tienes miedo.
Jaime miró la dirección escrita en el papel arrugado. Era una colonia en la periferia, un lugar donde sus zapatos italianos llamarían la atención, un lugar donde “El Tiburón Garza” jamás pondría un pie por negocios.
Pero iría. Enfrentaría a Rebeca Johnson, la madre leona que trabajaba de sol a sol. Tendría que convencerla de que no era un loco, ni un depredador, ni un rico aburrido buscando caridad para sentirse bien.
Tendría que convencerla de que él necesitaba a Sofía tanto como Sofía necesitaba un papá.
Esa noche, Jaime llegó a su casa. El eco del vestíbulo ya no sonaba a vacío. Sonaba a espacio. Espacio para llenar.
Fue a su despacho, abrió su computadora y empezó a investigar. No sobre acciones o bienes raíces. Buscó: “Mejores escuelas privadas en CDMX con becas académicas”, “Programas de apoyo para estudiantes de enfermería”, “Cómo ayudar legalmente a una familia sin asustarlos”.
Tres semanas después de conocerse, Jaime ya no era el viudo que esperaba la muerte en una banca. Era un hombre con una misión. Se había aprendido los gustos de Sofía: el color morado, las matemáticas, y su miedo a que su mamá se enfermara por trabajar tanto.
Sabía que Rebeca tenía turnos dobles. Sabía que Sofía nunca había ido al mar, ni al cine VIP, ni a KidZania.
El sábado llegó con un calor seco y polvoriento. Jaime se vistió tres veces. Traje no, muy intimidante. Ropa deportiva de marca no, muy pretencioso. Optó por unos jeans oscuros y una camisa azul sencilla, remangada. Se quitó el Rolex y lo dejó en la mesa de noche.
Se subió a su auto, pero decidió dejar el Mercedes en casa. Pidió un Uber. Quería llegar a pie, al nivel del suelo.
Cuando llegó a las canchas de básquetbol de la dirección, el contraste fue brutal. El pavimento estaba roto, había grafitis en las paredes y la música de banda sonaba fuerte desde alguna casa cercana.
Y ahí estaban.
Sofía, con una playera de “Frozen” que le quedaba chica, comiendo una paleta de hielo de limón. Y a su lado, una mujer que le robó el aliento a Jaime.
No por ser una belleza de revista, sino por la fuerza que irradiaba. Rebeca Johnson estaba sentada con la espalda recta, alerta, vigilando todo a su alrededor como un halcón. Tenía los mismos ojos que Sofía, pero donde los de la niña tenían esperanza, los de la madre tenían una muralla de acero.
—¡Mamá, mira! ¡Es él! ¡Es Don Jaime!
Sofía señaló con entusiasmo, saltando de la grada de concreto.
Rebeca giró la cabeza. Sus ojos se clavaron en Jaime. No hubo sonrisa. No hubo bienvenida. Hubo un escaneo frío, calculador, de arriba abajo. Vio la calidad de la camisa, el corte de pelo de peluquería cara, la postura de hombre de negocios.
Y Jaime vio el momento exacto en que los instintos de madre de Rebeca se dispararon a alerta roja.
Ella se puso de pie lentamente, poniéndose instintivamente entre su hija y él.
—Sofía, quédate detrás de mí —ordenó con una voz que no admitía discusión. —Quiero hablar con este señor… a solas.
Jaime tragó saliva. La negociación más difícil de su vida estaba a punto de comenzar. Y no se trataba de millones de dólares. Se trataba de algo mucho más valioso.
Se trataba de amor
CAPÍTULO 5: La Leona y el Tiburón
Rebeca Johnson caminó hacia él con pasos firmes, sus tenis gastados golpeando el cemento de la cancha como si fueran botas de combate. De cerca, Jaime pudo ver el cansancio grabado en las líneas alrededor de sus ojos, las manos ásperas por el cloro y el jabón, pero también una dignidad que ninguna marca de ropa podía fabricar.
—Señor Garza —su voz era fría, profesional, el tono de alguien que ha aprendido a defenderse del mundo.
—Por favor, llámame Jaime. Y tú debes ser Rebeca. Sofía no deja de hablar de ti. Es evidente que has criado a una niña extraordinaria.
—Sí, lo he hecho —respondió ella secamente, cruzándose de brazos. —Y me gustaría saber por qué un hombre como usted, que se baja de autos de lujo y vive en otro código postal, está tan interesado en pasar el tiempo con mi hija de ocho años.
La franqueza de Rebeca fue como una bofetada, pero Jaime la respetó.
—Entiendo tu preocupación, Rebeca. Tienes todo el derecho de cuestionar mis motivos. La verdad es… he pasado por un momento muy oscuro.
—Esa es mucha responsabilidad para poner sobre los hombros de una niña. ¿De qué oscuridad estamos hablando?
Jaime respiró hondo. Aquí vamos. La verdad desnuda.
—Mi esposa murió hace seis meses. Cáncer. Antes de eso, intentamos tener hijos por años, pero descubrimos que yo soy estéril. —La palabra salió con dificultad. —Cuando Catalina murió, no solo la perdí a ella. Perdí la familia que soñamos. Me quedé solo en una casa enorme, sin propósito.
La postura de Rebeca se suavizó imperceptiblemente. No era lástima, era reconocimiento. Ella sabía lo que era el dolor.
—Lamento su pérdida. Pero eso no explica por qué se ha enfocado en mi hija.
—No lo planeé. Hace tres semanas, yo estaba en esa banca pensando que mi vida había terminado. Sofía me pidió sentarse. Empezamos a hablar y, por primera vez desde el funeral, me sentí humano de nuevo.
—Así que está comprando su cariño con fruta picada y nueces caras.
—Le traje comida porque me dijo que tenía hambre y estaba cansada. No le he dado nada que cueste más de cien pesos. Y solo lo hice porque quería verla sonreír.
—¿Y qué quiere a cambio? —preguntó ella, sus ojos entrecerrados buscando la trampa.
—Nada. Solo su amistad. Solo el privilegio de escuchar sobre su día. —La voz de Jaime se quebró. —Rebeca, tu hija me salvó la vida. Literalmente.
Rebeca guardó silencio un largo momento, estudiando su rostro como si fuera un libro difícil de leer.
—Ella me dijo que usted es rico.
—Soy dueño de Inmobiliaria Garza. Tengo dinero, sí. Pero no tengo a nadie con quien compartirlo.
—¿Y qué está proponiendo exactamente? ¿Jugar al papá porque no pudo tener los suyos? ¿Adoptarla como si fuera un perrito de la calle?
La pregunta fue brutal, pero necesaria.
—No estoy jugando. Te estoy diciendo que tu hija se ha vuelto importante para mí. Y me gustaría, con tu permiso, seguir siendo su amigo. Y tal vez… tal vez ayudarlas.
—No acepto caridad, señor Garza. Trabajo dos turnos y estudio. No necesitamos que nadie nos rescate.
—No es caridad. Es… familia.
Rebeca lo miró como si le hubiera salido una segunda cabeza.
—¿Familia? Acaba de conocerme hace cinco minutos.
—Lo sé. Suena loco. Pero sé que eres una mujer increíble porque veo a Sofía. Sé que te sacrificas, que cantas cuando cocinas, que quieres ser enfermera.
—¿Usted cree que puede entrar aquí y arreglar nuestra vida con su chequera?
—No. Creo que ustedes pueden arreglar la mía con su presencia. —Jaime dio un paso adelante, bajando la guardia. —Propongo un trato. Déjame ayudar con la escuela de Sofía, con tus estudios para que no tengas que trabajar doble turno. Déjame ser parte de sus vidas. Si en algún momento te sientes incómoda, me voy. Pero dame la oportunidad de demostrarte que mis intenciones son puras.
Rebeca miró hacia las gradas, donde Sofía fingía leer un libro pero los observaba con ojos de águila.
—Ella ya lo quiere —murmuró Rebeca. —Habla de usted todo el día. “Don Jaime esto, Don Jaime aquello”. Me da pavor que se encariñe y usted se aburra y se vaya.
—No me voy a ir. He perdido a la persona más importante de mi mundo, sé lo que se siente el abandono. Nunca le haría eso a Sofía.
Rebeca suspiró, un sonido que llevaba años de carga.
—Si le hace daño… si le rompe el corazón… juro que no le servirá todo su dinero para esconderse de mí.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr.
—Está bien —dijo ella finalmente, extendiendo una mano callosa pero firme. —Puede quedarse a tomar un helado. Pero lo estaré vigilando, Jaime Garza.
Al estrechar su mano, Jaime sintió una descarga eléctrica. No era miedo. Era el comienzo de algo real.
CAPÍTULO 6: Zoológico de Chapultepec y Preguntas Incómodas
Dos semanas después, Rebeca hizo algo que no hacía desde que Sofía era bebé: pidió un día libre en el trabajo solo por diversión.
Jaime había organizado una visita al Zoológico de Chapultepec. No era un viaje a Disney, pero para Sofía, ver a los pandas (o lo que quedaba de ellos) y a las jirafas era como viajar a otro planeta.
—¡Mamá, mira! ¡Los pingüinos nadan igualito a como me enseñaste en la tina! —gritó Sofía, pegando la nariz al cristal.
Rebeca soltó una carcajada, sintiéndose más ligera que en años. Miró a Jaime, quien cargaba la mochila de Sofía y le explicaba algo sobre el hábitat polar con la paciencia de un santo.
Durante las últimas dos semanas, Jaime había sido impecable. Había ayudado a Sofía con las matemáticas, había mandado despensa “que le sobró de una reunión”, y había respetado cada límite que Rebeca puso.
—¿Estás bien? —preguntó Jaime, acercándose a ella mientras Sofía corría hacia los elefantes.
—Solo estoy… procesando. Se siente raro no estar corriendo. Se siente raro ser feliz un martes a las once de la mañana.
—La felicidad no debería ser rara, Rebeca. Debería ser la norma.
Fueron a comer a la zona de comida rápida del zoológico. Jaime, el hombre que cerraba tratos en los mejores restaurantes de Polanco, estaba comiendo una hamburguesa tibia en una mesa de plástico con una sonrisa de oreja a oreja.
—Don Jaime, ¿le puedo preguntar algo? —dijo Sofía con la boca llena de cátsup.
—Sofía, no hables con la boca llena —reprendió Rebeca suavemente.
—Perdón. Don Jaime… ¿Usted se va a casar con mi mamá?
Rebeca casi escupe su refresco. Jaime se atragantó con una papa frita.
—¡Sofía! —exclamó Rebeca, sintiendo que la cara le ardía. —¡No puedes preguntar eso!
—¿Por qué no? —insistió la niña con lógica aplastante. —Ustedes harían buena pareja. Don Jaime es rico y huele rico, y tú eres bonita y cocinas rico. Además, él ya nos cuida. Eso es lo que hacen los papás y los esposos, ¿no?
Jaime se limpió la boca con una servilleta, recuperando la compostura, pero sus ojos brillaban con ternura.
—Tu hija va directo al grano, ¿eh?
—Lo siento mucho, Jaime. Ella ve muchas telenovelas con mi vecina.
—No te disculpes. —Jaime se giró hacia Sofía y tomó su manita pegajosa. —Sofía, casarse es algo muy serio. Pero te voy a decir algo: me encantaría ser tu papá. Te elegiría a ti como mi hija todos los días de la semana.
—¿De veritas? —los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas. —Yo también te elijo, Don Jaime.
—¿Y a mi mamá? ¿La elegirías?
El silencio en la mesa se volvió denso, cargado de posibilidad. Jaime miró a Rebeca. Ya no veía a la mujer defensiva de la cancha de básquetbol. Veía a una compañera. A una guerrera. A una mujer que despertaba en él cosas que creía muertas.
—Creo… —dijo Jaime suavemente, sosteniendo la mirada de Rebeca— que tu mamá es la mujer más valiente y especial que he conocido. Y si ella me dejara, la elegiría mil veces.
Rebeca sintió que sus muros se derrumbaban. No por el dinero, no por la seguridad, sino por la forma en que él miraba a su hija. Como si fuera un tesoro.
—Creo que el helado se nos está derritiendo —dijo Rebeca con voz temblorosa, pero le regaló a Jaime una sonrisa tímida que prometía un futuro.
Esa tarde, cuando Jaime las dejó en su departamento, Rebeca no le dio la mano. Le dio un abrazo. Y por primera vez, se permitió creer que tal vez, solo tal vez, la vida le estaba dando un respiro.
CAPÍTULO 7: La Propuesta en la Terraza
Pasaron tres meses. Tres meses que parecieron tres años de vida comprimida.
Jaime había convencido a Rebeca de mudarse a su casa en Lomas. No como “arrimadas”, sino como familia. Sofía tenía su propia habitación pintada de lila, y Rebeca había renunciado a sus dos trabajos para dedicarse tiempo completo a la escuela de enfermería, becada por Jaime.
Era una noche fresca de octubre. Sofía ya estaba dormida después de una sesión intensa de tarea sobre el sistema solar. Jaime y Rebeca estaban sentados en la terraza trasera, mirando las luces de la ciudad a lo lejos.
—Me aceptaron en el programa acelerado —dijo Rebeca, rompiendo el silencio.
—¡Eso es increíble! Te dije que podías. Eres brillante, Rebeca.
—Es gracias a ti. Nunca hubiera podido estudiar sin tener que preocuparme por la renta o la comida.
—No, es gracias a tu esfuerzo. Yo solo puse el piso parejo. Tú corriste la carrera.
Jaime se levantó y caminó nerviosamente por la terraza. Se notaba inquieto.
—Rebeca, tengo que preguntarte algo. Y no es sobre la escuela.
Él metió la mano en su bolsillo y sacó una pequeña caja de terciopelo. El corazón de Rebeca se detuvo.
—Sé que todo ha sido rápido. Sé que somos de mundos diferentes. Pero estos meses viviendo juntos… han sido los más felices de mi vida. Me despierto emocionado por verlas desayunar. Corro del trabajo para llegar a cenar con ustedes.
Jaime se arrodilló. No había duda en sus ojos, solo certeza absoluta.
—Rebeca Johnson, no busco una esposa trofeo. Busco una compañera. Busco a la madre de mi hija. Porque quiero adoptar a Sofía legalmente. Quiero que lleve mi apellido. Quiero que seamos los Garza-Johnson. ¿Te casarías conmigo?
Rebeca miró el anillo. Era sencillo, elegante, perfecto. Pero luego miró al hombre. Al hombre que había sanado sus propias heridas curando las de ellas.
—¿Estás seguro? —susurró ella, con lágrimas corriendo por sus mejillas. —Venimos con equipaje, Jaime. Complicaciones. No soy una socialité.
—No quiero una socialité. Quiero a la mujer que canta mientras cocina y pelea como leona por su hija. Te quiero a ti.
—Sí —sollozó ella, cayendo de rodillas para abrazarlo. —Sí, sí, mil veces sí.
Se besaron bajo la luz de la luna, un beso que sabía a promesas cumplidas y a segundas oportunidades.
—Tenemos que decirle a Sofía —dijo Jaime, riendo entre el llanto de ella.
—Mañana. Si la despertamos ahora, no nos dejará dormir de la emoción.
Pero no tuvieron que esperar. La puerta corrediza se abrió y una pequeña figura en pijama apareció frotándose los ojos.
—¿Ya se besaron? —preguntó Sofía. —Escuché ruidos cursis.
Jaime abrió los brazos. —Ven acá, chismosa. Tu mamá dijo que sí. Y tengo una pregunta para ti también.
Sofía corrió hacia ellos. Jaime sacó un segundo documento, un papel legal con un moño.
—Sofía, ¿me dejarías adoptarte? ¿Te gustaría ser Sofía Garza?
El grito de alegría de la niña despertó seguramente a los vecinos de tres mansiones a la redonda.
CAPÍTULO 8: El Final es Solo el Comienzo
La boda no fue en un salón de lujo, ni en una catedral. Fue en el Parque México. Justo frente a la banca donde se conocieron.
Habían decorado la banca con flores blancas y listones morados. Los invitados eran una mezcla ecléctica: los socios millonarios de Jaime en trajes de diseñador, y las amigas de la taquería y vecinas de la antigua colonia de Rebeca.
Sofía, vestida con un vestido de flores y una sonrisa que le partía la cara, fue la niña de las flores, la dama de honor y casi casi la ministra.
Cuando Rebeca caminó hacia Jaime, el sol de la tarde iluminaba el parque igual que aquel primer día. Pero ya no había sombras largas de soledad.
—Yo, Jaime, te elijo a ti, Rebeca… y a ti, Sofía… —dijo él en sus votos, con la voz quebrada. —Prometo que nunca más caminarán solas. Prometo que siempre habrá zapatos nuevos y, lo más importante, alguien que les sobe los pies al final del día.
Cuando el juez los declaró marido y mujer, y padre e hija legalmente, el aplauso fue ensordecedor.
EPÍLOGO: Un Año Después
La casa de las Lomas ya no estaba en silencio. De hecho, era un caos maravilloso.
Rebeca estaba en la cocina, terminando su tesis de enfermería mientras mecía una carriola doble con el pie.
—¡Mamá! ¡Tomás le jaló el pelo a Catalina otra vez! —gritó Sofía desde la sala.
Jaime entró corriendo, con la camisa desabotonada y ojeras de padre primerizo, pero riendo.
—¡Yo me encargo! —gritó, levantando a uno de los mellizos en brazos.
Sí, mellizos. Tomás y Catalina (en honor a su primera esposa, una decisión que Rebeca apoyó con todo su corazón). La vida tiene un sentido del humor irónico; después de años de infertilidad diagnosticada, un tratamiento nuevo y un milagro médico les habían dado dos bebés ruidosos.
Sofía, ahora de nueve años y oficialmente la hermana mayor más mandona y amorosa del mundo, se sentó a la mesa con su cuaderno.
—¿Qué haces, mijita? —preguntó Jaime, besando la cabeza de su hija mayor mientras mecía al bebé.
—Mi tarea de Civismo. El tema es “La Familia”.
—¿Y qué escribiste?
Sofía leyó en voz alta, con orgullo:
“Hay familias que te tocan por sangre, y esas son buenas. Pero hay familias que se construyen por elección, y esas son mágicas. Mi papá Jaime no me dio la vida, pero me enseñó a vivirla. Mi familia es como un rompecabezas de piezas diferentes que encajaron perfecto. Y aprendí que no importa si tienes zapatos rotos o un traje caro; lo único que importa es quién se sienta contigo en la banca cuando estás cansado.”
Jaime Garza, el empresario más duro de la ciudad, tuvo que dejar al bebé en su cuna para poder secarse las lágrimas. Miró a su esposa, a sus bebés, y a la niña que lo empezó todo.
Ya no había eco en la mansión. Solo vida. Mucha, ruidosa y hermosa vida.
FIN
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