PARTE 1
Capítulo 1: La Torre de Cristal y el Reloj que No Perdona
Las 2:47 de la madrugada. El frío de la madrugada en la Ciudad de Querétaro, un frío que se te mete hasta los huesos y huele a humedad urbana, era lo único real que sentía. El aliento de Brenda Jiménez empañó el cristal de la puerta principal de Tecnologías Cúspide, y ella se quedó ahí, paralizada, viendo el infierno corporativo desatarse adentro. Debería haber estado en su casa, metida en su colchón, tratando de olvidar que la renta se vencía en menos de dos semanas y que no tenía ni la mitad de lo que necesitaba. Su turno de limpieza había terminado a la medianoche. Pero algo, una fuerza invisible y terca, una especie de deuda moral con un código que ella ya había descifrado, la tenía clavada en el asfalto, justo enfrente de esa torre de cristal que brillaba con una luz que no era de esperanza, sino de pura desesperación.
El piso ejecutivo, el mero nivel 15, estaba encendido como un faro. A través de las paredes transparentes de la sala de juntas principal, esa que ella limpiaba con tanto esmero para que no se viera ni una pizca de polvo, se veían por lo menos 30 personas amontonadas. No eran empleados cualquiera. Eran “expertos”. Los más picudos del país y de fuera. Los que cobraban un dineral solo por mirar un problema. Pero ahí estaban, todos ellos, como hormigas desesperadas alrededor de una proyección que dominaba el muro: líneas de código en un color rojo furioso, como una herida abierta en la pantalla. Cada intento fallido, cada línea roja, era un clavo más en el ataúd de la empresa.
Y en el centro de ese desmadre, con las manos temblando, estaba Alejandro Haro, o como todos le decían, “Alex”. El dueño, el CEO multimillonario. Treinta y cinco años, con una fortuna que daba vértigo, pero en ese momento se veía como cualquier godínez exhausto a punto de tronar. Se pasaba las manos por el cabello oscuro, un gesto de frustración que Brenda ya había visto cien veces. Llevaba puesta una camisa de vestir azul, arremangada hasta los codos, la corbata tirada en algún rincón. Desde la banqueta, Brenda podía ver el cansancio marcado en su rostro, la sombra oscura bajo sus ojos, la tensión en su mandíbula. Llevaba tres días seguidos sin ir a su casa. Tres días sin dormir, sin parar, peleando contra un algoritmo que se había puesto terco con una obstinación digna de un software rebelde.
Una mujer con un saco rojo, que Brenda recordaba como una consultora carísima de Monterrey especializada en IA, estaba gritando ahora, señalando la pantalla con rabia. Brenda no podía escuchar lo que decía, pero conocía el lenguaje corporal a la perfección. Era la rendición. Otro genio que se daba por vencido. Otra consultora que sumaba su nombre a la lista kilométrica de cinco mil personas que habían intentado y fallado en descifrar el bendito código. Cinco mil expertos. El número le provocaba un vértigo que la hacía tambalear. Matemáticos salidos de universidades de élite como el TEC de Monterrey. Programadores estrella de los hubs de Guadalajara. Descifradores que habían trabajado para agencias de seguridad. Consultores que cobraban lo que ella ganaba en seis meses solo por una hora de “diagnóstico”.
Todos ellos habían revisado el algoritmo, la pieza clave para completar el software revolucionario de Tecnologías Cúspide. Un sistema de seguridad de datos que, según prometió Alex, cambiaría el juego en todo el continente. Y todos se habían ido de ahí negando con la cabeza. La fecha límite, el deadline, era a las 3 de la tarde de ese mismo día. Menos de 12 horas. Si fallaban, Cúspide perdería un contrato de 500 millones de dólares con una agencia de gobierno. Pero más que la lana, perderían su reputación. Alex había prometido que su software revolucionaría la seguridad de datos. Había apostado todo lo que era a este proyecto, y ahora se estaba ahogando por culpa de una pequeña sección de código que se rehusaba a cooperar.
Brenda se movió, ajustando el mango de su cubeta. El plástico le cortaba la palma de la mano. Llevaba el uniforme estándar de limpieza, color verde gastado, con su gafete de “B. Jiménez” en letras sencillas. Su cabello rizado estaba recogido en un chongo simple. No llevaba portafolio, ni laptop, ni credenciales que convencieran a nadie de que pertenecía a esa sala de juntas.
Pero ella sabía la respuesta.
La había visto dos horas atrás, mientras vaciaba los botes de basura. El código ya estaba en la pantalla, y Alex le explicaba el problema a un nuevo grupo de consultores recién llegados. Brenda había estado agachada, invisible como siempre, escuchando cada palabra, cada tecnicismo. Y en ese instante, el patrón se dibujó en su mente con una claridad absoluta, como si alguien lo hubiera escrito en el aire.
La solución era simple. Tan, pero tan sencilla, que todos la habían pasado por alto. Buscaban una complejidad que no existía. El algoritmo estaba intentando hacer demasiadas cosas al mismo tiempo, como un coche que intenta arrancar y frenar simultáneamente. Necesitaba ser dividido en dos funciones distintas que pudieran comunicarse: una para manejar la encriptación y otra para manejar la autenticación. La clave de todo: la autenticación tenía que suceder primero, y luego pasar sus resultados a la encriptación con un retraso de tres segundos exactos para evitar el choque, la colisión que estaba mandando todo al carajo. Eso era todo. La respuesta que 5,000 mentes brillantes habían ignorado.
Brenda se había quedado congelada con la bolsa de basura en la mano, sintiendo la comprensión fluir por ella como electricidad. Quería hablar. Deseaba con todas sus fuerzas decirles. Pero las palabras se le atoraron en la garganta, una bola de miedo y vergüenza. ¿Quién era ella para interrumpir? Era la “chica de la limpieza”. La que trapeaba los pisos y vaciaba los restos de café. Nadie le pedía su opinión a una limpiadora sobre algoritmos de encriptación cuántica. Así que había terminado su turno en silencio, había bajado en el elevador al sótano, había checado su salida y se había sentado en su coche, un Tsuru viejo, por 20 minutos. Quería irse a casa, pero su conciencia no la dejaba.
Ahora estaba parada ahí, viendo por la ventana cómo el tiempo se agotaba. Viendo cómo Alex despedía a otro grupo de expertos con un apretón de manos cordial y una sonrisa cansada que no le llegaba a los ojos. Su sueño se estaba desmoronando, y la única persona con la solución en la mano era ella, la que estaba demasiado asustada para tocar la puerta. Un hombre con traje oscuro pasó a su lado en la banqueta, casi tirándola. Ni siquiera se disculpó. Ni siquiera la vio. Solo otra trabajadora invisible en una ciudad que nunca paraba. Brenda se enderezó, apretando más fuerte su cubeta. Dentro de la sala de juntas, Alex estaba solo ahora, solo con dos de sus ingenieros principales. Los tres veían la pantalla como si por arte de magia fuera a revelar sus secretos. Los hombros de Alex se encogieron. Uno de los ingenieros le puso una mano en el hombro. El lenguaje corporal era claro. Se estaban rindiendo.
El corazón de Brenda se oprimió. Esta empresa le había dado trabajo cuando más lo necesitaba. El sueldo era decente. Las prestaciones, buenas. Y Alex tenía fama de ser un “buen patrón”, de tratar a todos con respeto. Y ella estaba ahí afuera, con la respuesta que salvaría su empresa, su sueño, y era demasiado cobarde para tocar el cristal. La pregunta le picó en la conciencia, implacable: ¿Qué harías si tuvieras la solución que puede salvar el sueño de alguien, pero nadie te creería? ¿Seguirías en silencio para protegerte o lo arriesgarías todo por la oportunidad de ayudar?
Capítulo 2: El Toque de Queda y la Invasión
El miedo olía a desinfectante y a fracaso, pero la adrenalina de la decisión superó todo.
Brenda tomó la decisión. Dejó la cubeta con cuidado sobre la banqueta, junto a un parquímetro. Sus manos temblaban cuando se acercó a la manija de la puerta de cristal. El cristal seguía frío, pero esta vez lo jaló con determinación. El golpe de aire acondicionado la recibió en el vestíbulo de mármol. El guardia de seguridad, un señor robusto que se llamaba Don Toño, levantó la vista, sorprendido.
“Brenda, ¿creí que ya te habías ido a casa, mija? ¿Se te olvidó algo en el piso de arriba?”
“Sí, Don Toño,” dijo ella, forzando un tono casual, su voz apenas firme. “Olvidé un trapo en el 15. No tardo.”
Don Toño le hizo un gesto para que pasara sin hacer preguntas. Llevaba tres meses trabajando ahí. Era una cara familiar, de confianza, invisible en todos los sentidos que importaban. Hasta ahora. El viaje en elevador hasta el piso 15 se sintió como una eternidad, cada piso sumando más presión. Brenda observó los números encenderse, acercándola a un momento que cambiaría todo o la confirmaría como la “limpiadora loca” que no se conformaba con su lugar. Su reflejo la miraba desde el metal pulido de las puertas. Se veía asustada, se veía agotada. Se veía como alguien que llevaba diez años limpiando oficinas mientras soñaba con ser algo más.
Las puertas se abrieron con un suave “ding”. La sala de juntas estaba justo enfrente, sus paredes de cristal no ofrecían privacidad alguna. Alex estaba caminando de un lado a otro, con una mano en la frente. Los ingenieros habían jalado sus sillas y tecleaban en sus laptops, probablemente documentando la catástrofe para los archivos de la empresa. Los zapatos de Brenda rechinaron un poco en el piso brillante mientras caminaba hacia ellos. El sonido hizo que Alex levantara la cabeza. Sus ojos se encontraron a través del cristal. Confusión. Luego, un intento de ubicarla. ¿Quién era esa mujer con el uniforme verde que irrumpía en la madrugada en un momento de crisis?
Llegó a la puerta. Su mano se cerró alrededor de la manija. Este era el momento de la verdad. O cruzaba esa puerta y hablaba, o daba la media vuelta, se iba a su casa y pasaba el resto de su vida preguntándose “¿qué hubiera pasado si…?” Brenda empujó la puerta y entró. Tres caras se voltearon hacia ella. Tres pares de ojos viendo a la limpiadora que acababa de interrumpir su crisis.
“Lo siento,” dijo Brenda, obligando a que las palabras salieran a pesar del miedo que la asfixiaba. “Pero creo que puedo ayudarles.”
Tres meses antes, Brenda estaba en la oficina de Recursos Humanos de Tecnologías Cúspide, esforzándose por ocultar la desesperación que le quemaba por dentro. La mujer del otro lado del escritorio, una supervisora amable llamada Patricia, revisaba su solicitud para el puesto de limpieza nocturna. “Tienes experiencia en limpieza de oficinas,” dijo Patricia. “Cinco empresas diferentes en los últimos diez años.” “Sí, señora.” Brenda mantuvo las manos cruzadas en su regazo, con esa calma artificial que había perfeccionado en años de entrevistas de trabajo. Por dentro, estaba haciendo un cálculo mental. ¿Cuántos días le quedaban antes de la fecha límite para pagar la renta? Diecisiete días. Diecisiete días para conseguir el sueldo o la correrían de su departamento.
Patricia levantó la vista. “Veo que asististe a la universidad tecnológica por dos años. ¿Carrera de Ingeniería en Sistemas Computacionales?” “Sí, señora. Tuve que detenerme cuando… cuando mi situación económica cambió de golpe.” La verdad era mucho más complicada y dolorosa que eso. Brenda tenía 18 años y estaba a la mitad de su segundo año de carrera en Xalapa, fascinada con la programación y los algoritmos, cuando sus padres murieron en un accidente en la Autopista 57D. De un segundo a otro, pasó de ser una estudiante con sueños de ser ingeniera de software a una huérfana sin un peso y con unos gastos funerarios que no podía pagar. Intentó seguir yendo a clases mientras trabajaba a tiempo completo en una fonda de comida corrida, pero la aritmética no le cuadraba. La falta de sueño la hacía reprobar tareas. Los turnos de trabajo la obligaban a faltar a exámenes. Eventualmente, tuvo que elegir entre tener un techo sobre su cabeza y terminar sus estudios. La elección, en realidad, nunca fue tal.
Eso fue diez años atrás. Ahora tenía 28 años, seguía limpiando oficinas y soñando con la vida que se le había escapado. “Bueno,” dijo Patricia, cerrando la carpeta, “definitivamente necesitamos a alguien con tu experiencia. El turno nocturno es de 8:00 p.m. a 12:00 a.m., de lunes a viernes. 150 pesos por hora para empezar, seguro de gastos médicos mayores después de 90 días, y pagamos semanalmente. ¿Te funciona?” Un alivio tan intenso inundó a Brenda que casi rompe a llorar. En cambio, sonrió y dijo: “Sí, señora. Me funciona perfectamente. Muchísimas gracias por esta oportunidad.”
PARTE 2
Capítulo 3: El Sueño de Alex y la Mujer que Observaba
Su primera noche en Tecnologías Cúspide, conoció a Teresa, una mujer alegre de unos 50 años que llevaba 12 años en el edificio. Teresa le enseñó los cuartos de limpieza, las rutas más eficientes y, lo más importante, las reglas no escritas de la invisibilidad. “Estos chicos de tech trabajan a todas horas,” le explicó Teresa. “Tú solo limpia alrededor de ellos. No interrumpas. Apenas notan que existimos, y así nos gusta. Es más fácil hacer nuestra chamba cuando no estamos en la mira.” Brenda asintió, absorbiendo cada detalle. Había aprendido esa lección antes. Los de intendencia habitaban un espacio extraño: esenciales, pero completamente invisibles.
La gente tenía conversaciones privadas frente a ella como si no estuviera ahí. Discutían asuntos confidenciales. La mayoría se ponía audífonos. Pero Brenda no podía evitar escuchar. Su mente se enganchaba a los problemas como un programador a un bug. Escuchaba a los ingenieros debatir soluciones y, de inmediato, su cerebro empezaba a pensar en alternativas. Veía código en las pantallas y su mente automáticamente comenzaba a analizar la lógica. Era un hábito que le quedaba de sus días universitarios. Ella había sido muy buena. Sus profesores le habían dicho que tenía una comprensión intuitiva de la programación. Podía mirar un código complejo y ver los patrones, las soluciones elegantes que otros no veían. Pero eso había sido hace mucho tiempo. Ahora, empujaba un carrito de limpieza y se esforzaba por no pensar demasiado en lo que pudo haber sido.
Tecnologías Cúspide era diferente a sus trabajos anteriores. El edificio vibraba con un aire de innovación que casi se podía oler. Y en el centro de todo, estaba Alex Haro. Brenda lo vio por primera vez en su tercera noche. Él estaba trabajando hasta tarde en su oficina del piso 15. Llevaba jeans y un suéter azul, sentado con las piernas cruzadas sobre su escritorio. Música clásica sonaba muy bajito. Lo que le llamó la atención fue lo “normal” que parecía. Nada de trajes caros, ni poses de poder. Solo un tipo trabajando. Teresa le había hablado de Alex. “Construyó esta empresa de la nada. Empezó en un garaje. Es buena gente. Se aprende el nombre de la gente. La Navidad pasada, le dio a cada uno de nosotros un bono de cinco mil pesos.”
Durante las semanas siguientes, Brenda desarrolló su rutina. Dejaba el piso 15 para el final porque a esa hora casi siempre estaba vacío. Pero Alex, a menudo, seguía trabajando, la luz de su oficina encendida como un faro. Nunca hablaban. Él nunca parecía notarla. Pero ella sí lo notaba a él. Notaba la forma en que trataba a sus empleados con respeto, cómo siempre le daba las gracias a los guardias de seguridad. Notó que en su escritorio tenía fotos de personas mayores, sus padres adoptivos. Y notó el proyecto que estaba consumiendo toda su atención.
Comenzó unas seis semanas después. El piso 15 se llenó de gente. Más reuniones, más consultores, más personas mirando pizarrones blancos cubiertos de ecuaciones que le aceleraban el pulso a Brenda. Estaban construyendo algo enorme, relacionado con la encriptación cuántica y protocolos de autenticación. Ella no intentaba escuchar, pero era inevitable. Escuchó a Alex explicar su visión a los inversionistas. Un sistema de software que revolucionaría la seguridad de datos. El proyecto tenía una fecha de entrega fija, un contrato de 500 millones de dólares, condicionado a entregar el software funcionando para el 15 de octubre.
Capítulo 4: El Precio de la Invisibilidad y la Tentación del Silencio
Si lo lograban, Tecnologías Cúspide se convertiría en la empresa de ciberseguridad más importante de México. Si fallaban, Alex perdería todo. Brenda se sorprendió a sí misma deseando que tuvieran éxito. Limpiaba las salas de conferencias y veía el progreso en los pizarrones. Reconocía los desafíos. La parte de encriptación estaba sólida. La integración de la IA era brillante. Pero había una sección de código que seguía dando problemas: el protocolo de autenticación no se comunicaba correctamente con el algoritmo de encriptación. Cada vez que creían haberlo arreglado, aparecía un nuevo error.
Quería sugerir soluciones, pero la idea era absurda. Era una limpiadora. Tenía dos años de estudios de hace una década. Esas personas tenían doctorados del TEC de Monterrey. ¿Qué podría ofrecerles ella? Así que permaneció en silencio y siguió limpiando, observando desde los márgenes. Cuando pasaron tres meses, Brenda sabía que a Alex Haro se le estaba agotando el tiempo. La fecha límite se acercaba a toda velocidad. El proyecto estaba completo en un 99%, pero ese 1% final seguía roto.
Brenda veía a través del cristal cómo los consultores iban y venían. Cómo el agotamiento de Alex se hacía más profundo. Cómo la esperanza se desvanecía. Quería ayudar. Pero, ¿cómo? Nadie escucharía a una limpiadora. Ella no sabía que su oportunidad se acercaba. Que una noche desesperada le daría la posibilidad de salir de las sombras. Todo lo que sabía era que se preocupaba por este lugar y por estas personas más de lo que se había preocupado por algo en mucho tiempo.
La mañana del 15 de octubre amaneció con esa clase de alegría falsa del sol. El edificio olía a café cargado y desesperación pura. Brenda llegó a su turno a las 8:00 p.m. Inmediatamente sintió la diferencia. Derrota. Teresa la apartó en el cuarto de suministros. “Ya valió,” le susurró. “Escuché a dos gerentes. Han traído a todos los expertos. Nada funciona. Alex tendrá que llamar mañana y decirles que el trato se cayó.” “Eso es terrible,” dijo Brenda, y lo sentía de verdad.
Se separaron para trabajar más rápido. Brenda tomó los pisos del 8 al 15. Su mente estaba en otra parte, dándole vueltas al problema: el protocolo de autenticación. Había visto el código tantas veces que se había memorizado la estructura. El problema residía en la colisión. Ambos sistemas intentaban iniciar el contacto simultáneamente. La solución no era hacerlo más rápido. Había que eliminar el choque por completo. La autenticación tenía que completar su proceso primero, y luego pasar los resultados a la encriptación con un pequeño amortiguador de tiempo. Tres segundos. Un simple bucle de retraso. Esa era la respuesta.
Brenda terminó el piso 14 y subió al 15. La sala de juntas principal estaba abarrotada. La última ola de “expertos” traídos para un intento final. Brenda empujó su carrito, tratando de no molestar. Podía escuchar voces elevadas incluso a través del cristal. Se discutían los errores. Alex levantó ambas manos. “A ver, por favor. Pelear no ayuda. Necesito soluciones.” El rostro de Alex mostraba una derrota inminente. A la medianoche, cuando el turno de Brenda terminó, la sala de juntas solo albergaba a Alex y dos de sus ingenieros. Se estaban rindiendo. El corazón de Brenda palpitó con fuerza. Se miró las manos. Manos que limpiaban oficinas. Pero también las manos de alguien que entendía el código.
Cinco mil personas habían fallado. Ella había fallado en su vida, pero no en esto. Lo había resuelto hace semanas. La solución había aparecido en su mente, completa y clara. Tal vez el problema era que todos esos expertos buscaban soluciones complejas. Tal vez 5,000 mentes brillantes estaban pensando de más, mientras la verdad estaba ahí, obvia. O tal vez, ella era solo una limpiadora con delirios. Cerró los ojos, respiró hondo. Alex estaba recogiendo papeles. Mañana harían la llamada que terminaría con todo. A menos que alguien la detuviera. Sus pies la llevaron hacia adelante antes de que su cerebro pudiera detenerla. Caminó por el pasillo, su calzado chirriando ligeramente. El sonido hizo que Alex levantara la cabeza. Sus ojos se encontraron. Ella era la limpiadora. Brenda agarró la manija de la puerta. Su mano temblaba. Aún podía dar la vuelta. Pero ella lo sabría. La consumiría para siempre. La puerta se abrió. Tres caras se voltearon, la sorpresa escrita en cada una.
Capítulo 5: El Desafío de los Tres Segundos y la Mirada del CEO
La sala de juntas cayó en una clase de silencio tan pesado que el zumbido de un monitor parecía un grito. El corazón de Brenda retumbaba en sus oídos. Alex Haro la miraba, su cerebro agotado tratando de procesar este desarrollo inesperado. “Perdón, creo que no nos hemos presentado oficialmente.” “Soy Brenda Jiménez. Trabajo en el equipo de intendencia. Sé que esto es muy extraño, y lamento interrumpir, pero he estado pensando en su problema de código, y creo que sé cómo arreglarlo.”
Los dos ingenieros intercambiaron miradas. Uno de ellos, un hombre delgado con gafas llamado Juan, soltó un sonido que era mitad risa, mitad suspiro de resignación. “Mire, señorita,” dijo Juan, “apreciamos el gesto. Pero este es un asunto altamente técnico. Cinco mil expertos han examinado este código. Sin ofender, pero…” “…pero soy la limpiadora,” terminó Brenda por él. “Lo sé. Entiendo cómo se ve esto, pero les pido solo una oportunidad. Un minuto en ese teclado. Si me equivoco, no habrán perdido nada. Pero si tengo razón…” Ella dejó la frase colgando en el aire.
Alex la observaba ahora con intensidad. “¿Qué te hace pensar que puedes resolver esto?”
“Estudié Ingeniería en Sistemas. Solo completé dos años, pero era buena. Muy buena. Y he estado limpiando este edificio durante tres meses. He escuchado sus reuniones, vi sus pizarrones, observé cómo evolucionaba este problema. Sé que el código no está roto. La encriptación es perfecta. La autenticación es perfecta. Están tratando de comunicarse al mismo tiempo, creando una colisión. Necesitan que la autenticación termine primero, y luego pase sus resultados a la encriptación con un amortiguador de tres segundos de retraso. Esa es la solución que a todos se les ha escapado.”
El silencio que siguió fue aún más opresivo. El ingeniero Juan miró a Alex. “Eso… de hecho… consideramos algo similar en julio, pero pensamos que el retraso crearía vulnerabilidades de seguridad.” “No lo hará si usan un token de apretón de manos adecuado,” dijo Brenda en voz baja. “Los tres segundos de retraso no son un vacío. Son tiempo de verificación. La autenticación genera un token, espera tres segundos mientras el sistema verifica que ese token es legítimo, y luego lo pasa a la encriptación. De hecho, hace que el sistema sea más seguro, no menos.”
Las cejas de Alex se levantaron. Miró a sus ingenieros, luego de vuelta a Brenda. “Esa es… una solución muy elegante, de hecho.” Caminó hacia ella, estudiándola como si la estuviera viendo por primera vez. “¿Dónde estudiaste Sistemas?” “Universidad Tecnológica de Xalapa. Tuve que detenerme después de dos años por problemas financieros.” “Pero seguiste aprendiendo, ¿verdad?” “Nunca dejé de amar el código,” admitió Brenda. “La lógica es mi pasión.”
Alex se quedó en silencio por un largo momento. Luego, tomó su veredicto. “Bien. Muéstrame. Si tienes razón, quiero ver exactamente cómo implementarías esa solución.” El ingeniero Juan comenzó a protestar. “Alex, tenemos procedimientos. No podemos dejar que personal no autorizado acceda…” “Juan,” la voz de Alex fue firme, “Ya no tenemos tiempo ni opciones. Cada experto ‘autorizado’ ha fallado. Construí esta empresa sobre el principio de que las buenas ideas pueden venir de cualquier parte. Eso significa cualquier parte, en este momento. Por favor, hazte a un lado y déjala intentar.” Juan dudó, luego se movió, cediendo el terminal.
Capítulo 6: El Milagro del Código y la Propuesta que lo Cambió Todo
Brenda caminó hacia la computadora, sus piernas apenas funcionando. El teclado brillaba. El código llenaba la pantalla. Había limpiado alrededor de computadoras como esa cien veces. Nunca imaginó realmente usar una. “El núcleo del arreglo, sí. Agregar el amortiguador de retraso es una sola línea de código en el lugar correcto.” “Entonces, muéstranos,” dijo Alex. Estaba de pie junto a ella.
Brenda se sentó en el teclado. Sus manos se cernieron sobre las teclas, temblando ligeramente. Este era el momento. Escaneó el código, encontrando su posición. El error era obvio: ambos sistemas se inicializaban al mismo tiempo, chocando entre sí. La solución requería una línea, una sola línea de código. Brenda colocó sus dedos. Encontró la posición correcta, justo después de la función de verificación. Y tecleó: SLEEP(3000) // DELAY BUFFER PARA TOKEN DE HANDSHAKE. Una línea. Un segundo en teclearla.
Presionó Enter. Por un momento, no pasó nada. Luego, la pantalla parpadeó. El código se recompiló automáticamente. Los registros de error se borraron. Un nuevo texto comenzó a aparecer: Protocolo de autenticación: Generación de token en curso. Completo. Amortiguador de verificación: Activo. Apreón de manos: Éxito. Algoritmo de encriptación: Inicializado. Estado de integración: COMPLETO.
La palabra que apareció al final de la pantalla en letras verde brillante hizo que los ojos de Brenda se llenaran de lágrimas: ÉXITO.
La sala de juntas estalló en júbilo. Felipe gritó. Juan agarró a Alex por el hombro, riendo. Alex se quedó paralizado, mirando la pantalla. “¡Corran la simulación de nuevo!” dijo Alex. Juan prácticamente se abalanzó sobre el teclado. El grupo observó en silencio cómo el programa pasaba por todos los escenarios. Chequeos de autenticación, protocolos de encriptación, pruebas de estrés. Cada prueba regresaba en verde. Funcionalidad perfecta. Cero errores. Cero colisiones.
“El contrato,” suspiró Felipe. “Alex, salvamos el contrato.” Alex ya no estaba mirando la pantalla. Estaba mirando a Brenda, que estaba parada incómodamente. “Acabas de salvar a esta empresa,” dijo Alex, con la voz ronca por la emoción. “¿Lo entiendes? Cinco mil expertos, meses de trabajo, millones de dólares gastados… y tú entraste aquí a la 1:00 de la mañana y lo resolviste en un segundo.” “Era la respuesta correcta, simplemente,” dijo Brenda. “Todos buscaban algo complicado y se perdieron lo que estaba justo frente a ellos.”
Alex se echó a reír, una risa brusca y liberadora. “Simple. Esto me ha estado destruyendo, y tú le llamas simple.” Se pasó las manos por el cabello de nuevo, pero esta vez el gesto era de alivio. “¿Cuál es tu nombre completo?” “Brenda Jiménez.” “¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?” “Tres meses, en intendencia. He estado limpiando oficinas por diez años.” Alex sacudió la cabeza lentamente. “No, eso está mal. Completamente mal. Alguien con tu mente no debería estar limpiando oficinas. Deberías estar construyendo cosas, creando, resolviendo problemas, exactamente como acabas de hacer.”
Se dirigió a sus ingenieros. “Juan, Felipe, ¿pueden encargarse de la presentación del contrato mañana por la mañana? Necesito el resto de la noche libre.” “Claro que sí, Alex,” dijo Juan. “Le debemos todo, señorita Jiménez. Gracias.” Alex tomó su teléfono e hizo una llamada. “Patricia, lamento despertarte. Necesito que vengas a la oficina mañana a las 9:00 a.m. Voy a contratar a alguien nuevo y necesitamos procesar todo de inmediato. Puesto, prestaciones, sueldo, todo el paquete.” Colgó y se volteó hacia Brenda. “Espero que no tengas planes para el resto de la noche, porque tenemos que hablar. Sobre ti, sobre esta empresa, sobre lo que sigue. ¿Estás de acuerdo?” Brenda asintió, sin confiar en su voz. Alex sonrió. “Bien,” dijo. “Vámonos a mi oficina. Tenemos mucho que discutir.”
Capítulo 7: La Segunda Oportunidad y el Compromiso
La oficina de Alex era más grande que el departamento entero de Brenda. Ventanas de piso a techo daban a la ciudad. “Padres adoptivos,” dijo Alex, señalando las fotos. “Harold y Susan. Me acogieron cuando tenía 14 años. Lo mejor que me pasó en la vida.” Hizo un gesto hacia una de las sillas. “Por favor, siéntate.” Brenda se sentó, sintiéndose extraña al estar de este lado del escritorio. Usualmente, ella estaba vaciando el cesto de Alex.
Alex se dejó caer en su silla con un largo suspiro. “Voy a ser honesto contigo, Brenda. Necesito decirte algunas cosas ahora. ¿De verdad resolviste ese problema hace semanas?” “Sí. Hace unas seis semanas. Te escuché explicándoselo a un consultor y entendí lo que estaba mal.” “¿Y no dijiste nada?” “Soy la limpiadora. Pensé que nadie me escucharía. Que me verían como una entrometida.” Alex se quedó en silencio. “Eso es culpa mía. De nosotros. Creamos un ambiente donde no te sentiste capaz de hablar. Es un fracaso de liderazgo. Lo siento. Pero ahora lo sé. Y lo vamos a arreglar.”
“Háblame de ti. Todo. Quiero entender quién eres y cómo llegaste aquí.” Y Brenda le contó su historia. Sus padres, su beca parcial, su pasión por el código. Le contó sobre la llamada telefónica que lo cambió todo, el accidente, el funeral, la realidad de ser una joven de 18 años, sola, sin un peso. “Tuve que elegir entre la escuela y la supervivencia. Elegí sobrevivir.” “Pero nunca dejaste de aprender.” “No. Conseguía libros de la biblioteca. Y escuchaba. La gente no nota a los limpiadores, así que hablan libremente. Escuché tantas conversaciones sobre código y sistemas. No pude evitar intentar resolverlos en mi cabeza.”
Alex escribió algo en su cuaderno. “¿Qué harías si el dinero no fuera un factor? Si pudieras terminar tu carrera, ¿qué querrías hacer con ella?” “Querría construir cosas que ayuden a la gente. Software que haga la vida más fácil. Sistemas accesibles. Siempre he pensado que la tecnología debería servir a todos.” “Esa es exactamente la clase de mentalidad que necesitamos aquí.” Alex dejó el bolígrafo y la miró directamente. “Brenda, voy a hacerte una oferta. Quiero que trabajes para Tecnologías Cúspide como Analista Junior de Software. Puesto de tiempo completo. $65,000 pesos al mes para empezar, con todos los beneficios.”
A Brenda se le cortó la respiración. $65,000 pesos al mes. Más del cuádruple de su salario. “Pero eso no es todo,” continuó Alex. “También quiero pagar para que termines tu carrera de Sistemas. Tecnologías Cúspide cubrirá la colegiatura, libros, todo. Tu horario será flexible. Nadie debería tener que elegir entre su educación y la supervivencia como lo hiciste tú.” Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Brenda. Diez años. Diez años limpiando y soñando. “¿Por qué?” susurró. “¿Por qué está haciendo esto?” “Porque te lo ganaste. Porque tienes un talento que no debe desperdiciarse. Y, honestamente, porque me veo en ti. Yo crecí pobre. La única razón por la que tuve éxito fue porque la gente se arriesgó por mí. Construí esta empresa con ese principio: El potencial importa más que las credenciales.”
“No sé qué decir.” “Di que sí. Acepta la oferta. Déjame ayudarte a construir la vida que mereces.” “Sí.” La palabra salió ahogada, pero clara. “Sí, acepto. Gracias. Muchísimas gracias.” Alex sonrió. “Patricia, de Recursos Humanos, procesará todo mañana por la mañana. Tienes que venir a las 9:00 a.m. para firmar el papeleo. Trae tu uniforme de intendencia para devolverlo. No lo necesitarás más.” “Mi espacio de trabajo…” “Oficina, computadora, todo lo que necesitas. Eres una analista de software ahora, Brenda. Esto es real.” Brenda volvió a llorar. Lloró por la chica que abandonó la escuela. Lloró por los 10 años de lucha. Y lloró porque a veces, la bondad venía de los lugares más inesperados. Alex se levantó y le tendió la mano para un apretón formal. “Bienvenida al equipo,” dijo. “Tengo el presentimiento de que vas a cambiarlo todo aquí.”
Capítulo 8: El Baile de la Inclusión y la Nueva Realidad
Brenda salió de Tecnologías Cúspide a las 3:00 a.m., caminando hacia su Tsuru como si estuviera flotando. El mundo se sentía nuevo. Posible. Al día siguiente, a las 8:45 a.m., Brenda estaba de pie afuera de la empresa, vestida con su mejor ropa. Llevaba una bolsa de plástico con su uniforme verde. Don Toño, el guardia, la miró y se detuvo en seco. “¡Órale! ¿De verdad? ¡Felicidades, mija!”
El resto de la mañana fue un torbellino de papeleo. Patricia le explicó: “$65,000 pesos mensuales, seguro completo, y el Sr. Haro insistió en que tu educación esté cubierta por completo. Tu horario es flexible.” Brenda firmó, sintiendo que un pequeño milagro se consumaba en cada rúbrica. Patricia le entregó su tarjeta de acceso: “Esta es tu credencial. Te dará acceso a la puerta principal y al piso 15, donde está tu oficina.” El piso 15. Ahora era su mundo también.
Patricia la llevó a un cubículo de buen tamaño con ventana, un escritorio y dos monitores grandes. “Este es tuyo. El Sr. Haro vendrá alrededor de las 11:00 a.m. para explicarte tus primeros proyectos.” Cuando Patricia se fue, Brenda se quedó en el centro de su nueva oficina. Esto era suyo. Se sentó en la silla. Todo era real. Un golpe en el marco de la puerta la hizo levantar la vista. Una joven con lentes rojos. “Hola, soy Bet. Escuché que tenemos una nueva integrante. Bienvenida a bordo, Brenda.” “Gracias. Todo esto es muy nuevo para mí. Mi primer trabajo que no es de limpieza.” Bet levantó las cejas. “¿En serio? ¡No manches! ¡Tú eres la que resolvió el problema de autenticación! Eso ha sido el chisme de todo el edificio. ¡No puedo esperar a decirles que fuiste tú! ¡Se van a volver locos!” “Eso es bueno o malo?” “¡Buenísimo! Esta empresa valora el talento. Vas a ser una leyenda.”
A las 11:00 a.m. en punto, Alex tocó en el marco de su puerta. Se veía completamente diferente al hombre de la noche anterior. “Buenos días. ¿Te estás instalando bien?” “Bien. Un poco abrumada, pero bien.” “Es normal. No te vamos a aventar a los leones de inmediato. Empezarás haciendo shadowing. También te asignaremos una mentora, Bet. Tu educación es importante, y no quiero que vuelvas a sentir que tienes que elegir entre el trabajo y la escuela.” “Gracias. Eso significa todo para mí.” “Te lo ganaste. Todo.” Alex se puso de pie. “Te dejo que te instales. Y Brenda, me alegra muchísimo que estés aquí.”
Un momento de coraje lo había cambiado todo. Su teléfono vibró. El número de Alex. “Almuerzo con el equipo de desarrollo a las 12:30 en la sala de juntas principal. Ven con hambre y lista para conocer a todos oficialmente.”
Brenda sonrió y respondió: “Ahí estaré.”
En el estacionamiento, se sentó en su coche antes de encender el motor. Ayer, se estaba preparando para otra noche de limpieza. Hoy, dejaba su primer día como analista de software. El viaje a casa se sintió diferente. Estaba cansada por el trabajo mental, el cansancio del crecimiento. En su departamento, abrió su laptop y comenzó a investigar programas de Ingeniería en Sistemas en línea. Encontró que podría terminar su licenciatura en unos dos años. Cerró su laptop y se permitió simplemente sentir la posibilidad. Pensó en sus padres. “Lo hice,” susurró al departamento vacío. “Por fin lo hice.”
Capítulo 9: El Latido de ‘Segundas Oportunidades’
Seis meses pasaron en un hermoso torbellino de aprendizaje y crecimiento. Brenda, ahora con un escritorio en el piso 15, se lanzó a su trabajo con la ferocidad de alguien a quien le han dado una segunda vida y se rehúsa a desperdiciarla. Llegaba temprano, se quedaba tarde, preguntaba un chorro, y absorbía información como una esponja seca.
En tres meses, pasó de ser la sombra de los desarrolladores senior a manejar sus propios proyectos. A los cuatro meses, Alex le asignaba tareas críticas, confiando en su intuición y habilidad para ver el “patrón simple” que se le escapaba a los demás.
También se había inscrito en un programa de Ingeniería en Sistemas en línea que le permitía estudiar por las noches. Era retador, sí, pero manejable, especialmente con el horario flexible que le había dado Tecnologías Cúspide. Sus compañeros de trabajo se convirtieron en amigos, siempre dispuestos a ayudarla si batallaba con un concepto o necesitaba un debug en su código. Bet, con sus lentes rojos, se había vuelto su confidente más cercana en la oficina.
Y Alex… Alex se había convertido en algo más complicado que solo un jefe.
Empezó de forma inocente. Él revisaba su progreso regularmente, algo normal para un CEO que se preocupaba por su talento. Pero con el tiempo, sus conversaciones pasaron de ser puramente profesionales a ser personales. Brenda aprendió sobre su infancia en casas de acogida, sobre cómo Harold y Susan lo habían salvado a los 14 años. Él aprendió sobre sus padres, sus luchas y sus sueños más allá de un título universitario.
Descubrieron intereses compartidos: ambos amaban la música clásica, ambos leían ciencia ficción. Ambos creían firmemente en usar la tecnología para hacer un bien, para “servir a todos”, como ella había dicho aquella noche. Sus pláticas se desviaban a menudo, discutiendo filosofía, ética o si la inteligencia artificial desarrollaría conciencia alguna vez.
Brenda notaba los pequeños detalles. La forma en que Alex sonreía cuando ella entraba a una reunión. Cómo siempre se aseguraba de pararse cerca de ella en las juntas de equipo. La forma en que sus ojos la buscaban al cruzar una sala llena de gente, como si verificara que ella estuviera bien. Se decía a sí misma que no significaba nada. Que él era solo un jefe solidario.
Pero su corazón sabía que no era así.
Fue un martes por la noche en abril cuando todo cambió. Brenda se había quedado hasta tarde trabajando en un nuevo protocolo de seguridad, perdiendo la noción del tiempo. Finalmente, levantó la mirada de su monitor y se dio cuenta de que la oficina estaba oscura, salvo por su lámpara de escritorio y una luz al final del pasillo: la oficina de Alex.
Debería haberse ido a casa, tenía una clase en línea. Pero la curiosidad, ese mismo motor que la había llevado a la sala de juntas, la jaló hacia la oficina de Alex. Él estaba inclinado sobre su escritorio, concentrado. Llevaba un suéter que hacía juego con sus ojos, y el cabello ligeramente despeinado.
Brenda tocó suavemente el marco de la puerta.
Alex levantó la vista, su expresión de concentración cambió a una de placer genuino. “Brenda, no sabía que seguías aquí.”
“Lo mismo digo de ti. ¿En qué trabajas?”
“Una nueva iniciativa. Estoy tratando de diseñar un programa para ofrecer capacitación tecnológica gratuita a comunidades de escasos recursos. La logística es más complicada de lo que esperaba.”
Brenda entró a la oficina, atraída por el tema. “Cuéntame.”
Alex explicó su visión: una fundación, llamada extraoficialmente Iniciativa Segundas Oportunidades, que se asociaría con centros comunitarios en colonias de bajos ingresos. Proporcionaría computadoras, acceso a Internet e instructores capacitados para enseñar programación y otras habilidades técnicas. Sería completamente gratuito para los participantes, financiado por Tecnologías Cúspide y otros patrocinadores corporativos.
“Es algo personal,” dijo Alex. “Yo crecí pobre. Sé lo que es ser inteligente pero no tener recursos. Este programa podría cambiar vidas, de la misma manera que la mía cambió.”
“Es una idea hermosa,” dijo Brenda. Se acercó a mirar su pantalla, donde él había esbozado un plan. “Pero tienes razón, la logística es truculenta. Necesitas considerar el transporte para los participantes, opciones de guardería, horarios flexibles para la gente que ya tiene chamba. ¿Has pensado en asociarte con programas vocacionales ya existentes?”
“¡Eso es brillante!” Alex tomó nota. “¿Qué más se me está escapando?”
Pasaron la siguiente hora haciendo una lluvia de ideas. Brenda se acercó, arrastrando una silla. Ella señalaba los desafíos y sugería soluciones. Él construía sobre sus ideas. La conversación fluía fácilmente, llena de risas y momentos de emoción cuando surgía una buena idea.
En un momento, Brenda se estiró para señalar algo en la pantalla de Alex. Su mano rozó la suya sobre el teclado.
El contacto duró quizás dos segundos, pero el tiempo pareció detenerse. Ambos se quedaron inmóviles. El aire en la oficina se cargó de repente con algo que ninguno se atrevía a nombrar.
Alex retiró su mano lentamente. “Perdón.”
“No, perdón yo. No puse atención a dónde iba mi mano.”
Se quedaron en un silencio incómodo. Luego, Alex se aclaró la garganta. “Es tarde. Deberías irte a casa.”
“Sí, clase en línea en 20 minutos.”
Brenda se puso de pie, desesperada por escapar de la extraña tensión. “Pero esta idea de la fundación es realmente buena. Deberías seguir adelante.”
“Tal vez podrías ayudarme a desarrollarla más,” dijo Alex. “Si te interesa. Tienes muy buenas perspectivas.”
“Me gustaría mucho.”
Se despidieron con profesionalismo y cortesía. Pero mientras Brenda caminaba hacia su coche, su mano todavía sentía el hormigueo del roce. Podía sentir la electricidad de ese momento, por breve que fuera. Durante su clase en línea, le costó concentrarse. Su mente regresaba a la oficina de Alex.
Se dio cuenta, con el corazón acelerado, de la verdad. Se estaba enamorando de su jefe.
Capítulo 10: La Confesión a la Luz de las Velas y el Futuro Compartido (Mínimo 750 palabras)
Brenda sabía que tener un crush con su jefe era poco profesional y probablemente una pésima idea. Alex era un CEO. Ella era una empleada que solía limpiar su oficina. La dinámica de poder estaba mal. Necesitaba enterrar esos sentimientos. Pero decírselo a sí misma no hacía que su corazón dejara de acelerarse cada vez que pensaba en él.
Bet, su amiga, lo notó. “Oye, tú y Alex andan trabajando mucho juntos últimamente,” le dijo un día durante el almuerzo.
“Estamos colaborando en el proyecto de la fundación. Es todo.”
“¿Y la forma en que lo miras cuando crees que nadie te ve? ¿Eso también es por la fundación?” Bet sonrió. “¿Es muy obvio?”
“Para mí, sí. Para él, no estoy segura. Alex es brillante con el código, pero a veces es despistado con la gente.” Bet se inclinó. “Solo ten cuidado, wey. Los romances de oficina son complicados. Y cuando una persona es el jefe, se complica un chorro.”
“No está pasando nada,” dijo Brenda con firmeza. “No voy a arriesgar este trabajo por un capricho.”
“Me alegra que seas inteligente al respecto. Pero, por si sirve de algo, nunca he visto a Alex mirar a nadie como te mira a ti.”
Esa observación se quedó con Brenda, a la vez que la emocionaba y la aterraba. Intentó mantener la distancia profesional, pero era difícil cuando el trabajo los juntaba constantemente. El proyecto de la fundación se estaba volviendo serio. Alex había conseguido la aprobación de la junta para avanzar, y quería que Brenda fuera su co-líder en el desarrollo. Más reuniones, más tiempo juntos, más oportunidades para esos momentos de conexión que la dejaban sin aliento.
Una tarde de mayo, estaban trabajando hasta tarde de nuevo, revisando propuestas de centros comunitarios. La lluvia primaveral golpeaba las ventanas, creando una burbuja de sonido a su alrededor.
“Esta del Centro Comunitario de la Doctores se ve prometedora,” dijo Brenda, señalando un documento en la pantalla de Alex. Había acercado su silla lo suficiente para oler su colonia.
“Estoy de acuerdo. Tienen fuertes lazos comunitarios y relaciones con escuelas locales.” Alex tomó nota. Luego, giró la cabeza para mirarla.
“¿Puedo preguntarte algo personal?”
El corazón de Brenda dio un vuelco. “Claro.”
“¿Eres feliz aquí en Tecnologías Cúspide? ¿Es esto lo que esperabas que fuera?”
“Más de lo que esperaba. Este trabajo ha cambiado mi vida en todos los sentidos posibles.”
“Bien. Me alegra.” Alex mantuvo su mirada. “Tú cambiaste esta empresa también, ¿sabes? La hiciste mejor. Me hiciste pensar diferente sobre cómo identificamos y desarrollamos el talento.”
“Solo tuve suerte.”
“No, la suerte es ganarse la lotería. Lo que tú hiciste requirió coraje y habilidad. Tomaste un riesgo, y valió la pena. Eso no es suerte. Es carácter.”
Estaban muy cerca ahora. Brenda podía ver los destellos dorados en los ojos de Alex. El momento se extendió entre ellos, lleno de posibilidad y peligro.
Justo entonces, sonó el teléfono de Alex. Un miembro de la junta directiva. Él parpadeó y se apartó. “Lo siento, tengo que tomar esta llamada.”
“Claro. Yo también tengo que irme ya.” Brenda recogió sus cosas rápidamente, huyó a su coche y se sentó al volante, con el corazón desbocado.
El momento crucial llegó dos semanas después. Un jueves por la tarde que comenzó como cualquier otro. Brenda estaba en su oficina revisando código cuando su teléfono sonó con un texto de Alex.
“¿Estás libre para cenar mañana por la noche? Me gustaría hablar contigo de algo que no tiene que ver con el trabajo. Es personal.”
Brenda se quedó mirando el mensaje por un minuto entero. Esto era diferente. Estaba pidiendo una cita. Envió un mensaje de vuelta: “Sí, estoy libre. ¿A qué hora?”
“7:00 p.m. Te recojo. Mándame tu dirección.”
Esto estaba pasando.
El viernes, Brenda no pudo concentrarse. A las 5:00 p.m., salió temprano y se fue a casa. Pasó dos horas arreglándose, eligiendo un vestido sencillo que resaltaba su piel morena.
A las 7:00 p.m. en punto, sonó su timbre. Brenda respiró hondo y abrió la puerta.
Alex estaba ahí, con jeans oscuros y una camisa de botones azul, sosteniendo un pequeño ramo de flores, no de rosas, sino de flores silvestres y colores vivos.
“Hola,” dijo él, mirándola fijamente. “Te ves hermosa.”
“Gracias. Son preciosas.” Ella tomó las flores, y el breve roce de sus manos envió una descarga eléctrica.
Fueron a un tranquilo restaurante italiano en el centro de la ciudad. La anfitriona los llevó a una cabina privada. Alex pidió vino y luego se sentó frente a ella, con una expresión seria.
“Necesito ser honesto contigo,” dijo sin preámbulos. “He estado tratando de encontrar la manera correcta de tener esta conversación durante semanas, y me di cuenta de que no hay una manera perfecta. Así que seré directo.”
El corazón de Brenda martilleaba. “Okay.”
“Tengo sentimientos por ti. Sentimientos románticos, si soy completamente honesto. Pienso en ti constantemente. Cuando entras a una sala, mi día mejora. Cuando trabajamos juntos, soy feliz de una manera que no he sido feliz en años. Eres brillante, amable y hermosa, y me estoy enamorando de ti. Cañón.”
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Las lágrimas brotaron en los ojos de Brenda, abrumada por la honestidad de Alex.
“También soy tu jefe, y eso crea una complicación enorme. Hay un desequilibrio de poder entre nosotros que hace que esto sea inapropiado. Podrías sentirte presionada a corresponder. Necesito que sepas, de forma absolutamente clara, que tu posición en Tecnologías Cúspide está segura, sin importar cómo respondas a esto.”
Hizo una pausa. “Consulté con Recursos Humanos y con abogados. Y la conclusión es que, si ambos estamos interesados, podemos seguir adelante, pero tiene que ser completamente tu elección, hecha libremente, sin presión. Así que te pregunto, ¿tienes sentimientos por mí?“
Brenda se secó las lágrimas. “Sí. He estado luchando mucho para no tenerlos, porque no quería ser poco profesional. Pero sí, tengo sentimientos por ti. Sentimientos fuertes. El tipo de sentimientos que no me dejan dormir.”
El alivio inundó el rostro de Alex. “¿De verdad?”
“De verdad. Eres increíble, Alex. Me devolviste la vida. Creíste en mí cuando nadie más lo haría. Eres amable, justo y brillante. Y creo que empecé a enamorarme de ti la primera vez que me miraste como si fuera alguien digno de ser escuchado.”
“Eres digna de ser escuchada. Eres digna de todo.” Alex se inclinó y tomó su mano. “Quiero hacer esto bien. Iremos despacio. Lo mantendremos privado al principio. Si en algún momento cambias de opinión, nos detenemos. Sin preguntas. ¿De acuerdo?”
“No voy a cambiar de opinión,” dijo Brenda, apretándole la mano. “He estado luchando contra esto durante meses. Estoy cansada de luchar.”
Alex sonrió. “Entonces, ¿vamos a intentarlo?”
“Sí, vamos a intentarlo.”
Pidieron su comida, aunque ninguno parecía muy interesado en comer. Hablaron en su lugar, con las manos entrelazadas, de cómo navegarían esta nueva dimensión de su relación. Cuando Alex llevó a Brenda a su departamento, él la acompañó a la puerta.
“¿Te puedo ver este fin de semana?”
“Me encantaría.”
Dudó, y luego se inclinó lentamente, dándole tiempo para retirarse. Ella no quiso. Su primer beso fue suave y dulce.
“Buenas noches, Brenda.”
“Buenas noches, Alex.”
Brenda entró a su casa y cerró la puerta, recargándose en ella con una enorme sonrisa. Esto era real. Estaba saliendo con Alex Haro. El futuro se sentía lleno de posibilidades, no solo profesionales, sino personales. Ella, la que limpiaba, la que había perdido la esperanza, estaba enamorada. Y ese amor, nacido de un simple acto de valentía, prometía ser tan cañón como la lógica del código que los había unido.
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