PARTE 1
El aire en Coyoacán olía a café tostado, a jacaranda y a la humedad que precede a la lluvia. Mi vida, hasta ese momento, era tan predecible como esas nubes grises. Mi nombre es Sofía. Soy viuda. Una palabra que se siente pesada, antigua, como el rebozo de luto que mi suegra, Doña Inés, guardaba para mí, aunque yo me negaba a usarlo. Mi esposo, mi primer y único amor, había muerto hace casi un año, dejándome con un pequeño taller de textiles artesanales y una deuda que crecía como la hiedra en los muros de nuestra vieja casa.
Inés era un ángel. “Eres mi hija, Sofía,” me decía cada mañana, “no dejes que esta pena te consuma. El taller de tu abuelo era su sueño, y ahora es el tuyo.” Y lo era. Cada hilo tejido era un homenaje a mi familia, una forma de respirar cuando sentía que me ahogaba.
Pero ese día, el diablo conducía un convertible de lujo por la calle Francisco Sosa, y estaba a punto de mancharlo todo.
Yo caminaba de regreso del mercado, con una bolsa de papel estraza llena de pigmentos naturales para mis tintes. El tráfico estaba detenido, una sinfonía de cláxones y maldiciones. Fue entonces cuando lo vi. Alejandro de la Vega. No sabía su nombre en ese momento, claro. Para mí, solo era un hombre con gafas de sol que costaban más que mi renta de un año, golpeando el volante de su auto deportivo con impaciencia.
Una niña pequeña, no tendría más de siete años, vendía “milagros” de latón, esos pequeños dijes que colgamos para pedir favores a los santos. Se acercó a su ventana. Él le ladró algo. Ella retrocedió, asustada. Él pareció sentir un destello de… algo, ¿culpa? Sacó un fajo de billetes, se lo arrojó a la niña y le arrebató la canasta entera de “milagros”.
Luego, como si no fuera nada, tomó una de las bolsas de papel que yo llevaba —la más grande, la de pigmento de cochinilla, un rojo tan profundo como la sangre— que había comprado un vendedor cercano. La miró con desdén y, en un gesto de arrogancia pura, la arrojó hacia atrás, por encima de su hombro, mientras aceleraba.
El papel estalló.
Un nubarrón rojo carmín me envolvió. El polvo se adhirió a mi blusa blanca, a mi cabello, a mis mejillas húmedas por el sudor. Me quedé paralizada, teñida de escarlata. El auto desapareció, dejándome allí, humillada, marcada, mientras la gente me miraba.
Esa noche, tallé mi piel hasta dejarla en carne viva, pero el rojo no se iba. Doña Inés me vio. “Hija,” dijo, con una extraña calma, “en mi pueblo, dicen que cuando el destino te marca de rojo, es que un nuevo amor, o una gran guerra, está por comenzar.”
No sabía en ese momento que, con Alejandro de la Vega, serían ambas cosas.
Dos días después, estaba en el Mercado de San Juan. Necesitaba reponer mis materiales. Vi un tumulto. Un hombre, el mismo del auto, estaba sacudiendo a un anciano vendedor de elotes. El pobre hombre había derramado accidentalmente un vaso de esquites en los zapatos de piel italiana del magnate.
“¡Viejo inútil! ¿Sabes cuánto cuestan estos zapatos?”, gritaba.
La sangre me hirvió. Era él. El mismo aire de desprecio, la misma crueldad casual.
Avancé entre la multitud. No pensé. Solo actué. El sonido de mi mano contra su mejilla resonó en todo el mercado.
El silencio fue total. Alejandro de la Vega me miró, con los ojos inyectados en sangre, la marca de mis cinco dedos en su rostro perfectamente afeitado. Estaba furioso. Levantó la mano para golpearme, pero una voz temblorosa lo detuvo.
“¿Alejandro? ¿Qué estás haciendo?”
Una mujer mayor, elegante pero con ojos tristes, estaba detrás de él. La multitud murmuraba. Era su madre.
“¿Así es como te crié? ¿Para pisotear a los débiles?”, dijo ella, con la voz quebrada por la vergüenza. “Me das asco. Me arrepiento de haberte traído al mundo.”
Él bajó la mano, su rostro una máscara de furia y humillación. Me miró fijamente. No dijo nada. Solo me miró con un odio tan frío que me heló los huesos. Se dio la vuelta y se fue, dejando a su madre allí, llorando en silencio.
Yo ayudé al vendedor de elotes a levantarse. Pero mientras lo hacía, sentí la mirada de Alejandro clavada en mi espalda. Sabía, con una certeza aterradora, que esto no había terminado. Había abofeteado al diablo en público, y el diablo, lo supe en ese instante, no perdona.
Esa noche, no pude dormir. La amenaza de su mirada era peor que cualquier grito. Tenía razón. A la mañana siguiente, llegué a mi pequeño taller en Coyoacán y encontré un candado en la puerta y un aviso de desalojo. El edificio había sido vendido.
El nuevo propietario: Alejandro de la Vega.
Me había quitado mi sustento. Me había dejado en la calle. Y esto, me temía, era solo el comienzo.
PARTE 2
El pánico era una bilis fría subiendo por mi garganta. Mi taller. El legado de mi abuelo, el único lugar donde sentía que mi esposo aún vivía. Y ahora, un candado oxidado y el nombre de ese hombre en un papel.
Corrí a las oficinas de “Inmobiliaria De la Vega”. Un rascacielos de cristal en Polanco que parecía chupar la luz del sol. La recepcionista me miró como si fuera un bicho.
“El señor De la Vega no recibe a nadie sin cita.”
“¡Es una emergencia! ¡Él compró mi edificio!”, grité, agitando el aviso de desalojo.
Eventualmente, un asistente con traje impecable bajó. “El señor De la Vega no tiene interés en sus textiles, señora. El edificio será demolido en 48 horas para dar paso a un desarrollo de lujo. Aquí tiene una orden de restricción. Si se acerca a él o a sus propiedades de nuevo, será arrestada.”
Cuarenta y ocho horas.
Regresé a casa, derrotada. Doña Inés me abrazó mientras yo sollozaba. Pero entonces, la tristeza se convirtió en rabia. “No”, dije, secándome las lágrimas. “No me va a destruir.”
Esa noche, él estaba cenando en un restaurante de lujo. ¿Cómo lo supe? Su vida era la crónica social de la ciudad. Fui allí. Me colé por la entrada de servicio. Y lo confronté frente a sus socios inversionistas.
“¿Qué se siente, señor De la Vega?”, le dije, mi voz temblando pero firme. “Destruir la vida de una viuda por un capricho. ¿Eso lo hace sentir poderoso?”
Él volteó lentamente. Su rostro no mostraba sorpresa, solo un aburrimiento calculado. “Seguridad”, dijo con calma.
Mientras me sacaban a rastras, vi a su hermana menor, Jimena, sentada en la mesa. Me miraba con una mezcla de horror y… ¿admiración?
Al día siguiente, un camión llegó a mi casa. Traía cajas y cajas de mis cosas, mis telares, mis hilos. Todo estaba allí, intacto. Y una nota.
“Odio las escenas. Has ganado un mes. Busca un nuevo lugar. Y no vuelvas a molestarme.”
Fue una victoria pequeña y amarga. Pero me dio tiempo.
Mientras tanto, la vida de Alejandro tenía sus propios demonios. Esa noche en el restaurante, su hermana Jimena se había ido. La encontró horas después en una cantina de mala muerte en Tepito, bebiendo con tipos que le triplicaban la edad. Él la agarró del brazo, dispuesto a sacarla a rastras.
“¡Suéltame, Alejandro!”, gritó ella. “¡Prefiero estar aquí que contigo!”
Un grupo de cholos se les acercó. “Oye, jefe, ¿por qué no dejas a la muñequita en paz?”
Alejandro, que ya estaba furioso, no lo dudó. Se quitó el saco de diseñador y la batalla comenzó. Era brutal. Él sabía pelear. Pero uno de ellos sacó una navaja. Lo cortaron en el costado antes de que Jimena gritara y la policía llegara.
Volvió a su penthouse en Polanco, sangrando, solo. Se sirvió un tequila, mirando las luces de la ciudad que sentía que poseía, pero sintiéndose más vacío que nunca. Su madre no le hablaba desde el incidente del mercado. Su hermana lo odiaba.
Y luego estaba yo. La viuda que se negaba a romperse.
Unos días después, Jimena apareció en mi taller temporal (el garaje de mi casa). Resultó que era contadora. “Oí lo que hizo mi hermano”, dijo, sin mirarme. “Es un monstruo. Pero… tú te enfrentaste a él. Nadie lo hace.” Me ofreció ayudarme a poner mis cuentas en orden, “gratis”.
No confiaba en ella, pero necesitaba ayuda. Y Jimena era buena. Muy buena.
Mientras trabajábamos, descubrí que Alejandro la tenía vigilada. Un hombre la seguía. Un día, lo confronté. Tomé mi teléfono y comencé a grabarlo.
“¿Por qué sigues a esta chica?”, le pregunté. El hombre, un matón a sueldo, se puso nervioso y huyó.
Cuando Alejandro se enteró por su matón que yo lo había ahuyentado, casi explota. “¿Esa mujer otra vez?”, rugió.
Vino a mi casa esa noche. Estaba oscuro. Yo estaba sacando la basura. Su auto se detuvo, bloqueando el callejón.
“¿Te gusta jugar a la heroína, Sofía?”, siseó, bajando de su auto.
“No me asustas, Alejandro.”
“Deberías”, dijo, acercándose. Me acorraló contra la pared. Podía oler el tequila en su aliento. “Métete en tus asuntos. O la próxima vez, no seré tan… generoso.”
“¿Generoso? ¿Como cuando me arrojaste pigmento encima? ¿O cuando trataste de demoler mi vida?”
“¡Tú me abofeteaste!”
“¡Tú estabas abusando de un anciano!”
Estábamos gritando, a centímetros de distancia. La tensión era eléctrica. “Te odio”, susurré, mi voz cargada de veneno.
“El sentimiento es mutuo”, respondió él. Y luego, hizo algo que me descolocó. Me tocó la mejilla, justo donde el pigmento se había manchado. “Pero te ves bien de rojo.”
Y se fue.
Pero la guerra real apenas comenzaba. Isabela, una socialité que Alejandro había despreciado, estaba conspirando con “El León”, un antiguo socio al que Alejandro había enviado a la cárcel por fraude. Querían venganza.
Isabela fue a un evento de caridad en un orfanato. Un orfanato que, irónicamente, Alejandro financiaba en secreto bajo un seudónimo. Isabela me vio allí, voluntaria, y vio su oportunidad. Me ofreció un gran contrato para surtir textiles a una cadena de hoteles boutique. Era la oportunidad de mi vida.
Era una trampa.
Alejandro, mientras tanto, intentaba reconectar con su madre. Era el aniversario de la muerte de su padre. Fue a la modesta casa donde ella vivía con Jimena.
“Vete”, le dijo su madre, sin abrir la puerta. “No tengo hijo.”
“Mamá, por favor. Lo que hice… fue por la familia.”
“Tu padre murió por culpa de una mujer que lo arruinó. Y tú te has convertido en lo mismo. Odias a las mujeres tanto que te destruyes a ti mismo.”
Él se quedó bajo la lluvia, un multimillonario al que su propia madre le negó la entrada.
PARTE 3
La trampa de Isabela fue sutil. El gran pedido de textiles que me hizo era real, pero el pago estaba programado para después de la entrega. Usé todo mi capital, e incluso pedí prestado a Doña Inés, para comprar los mejores materiales. Trabajamos día y noche.
Justo cuando estaba por entregar, Alejandro apareció en mi taller. Esta vez, no había sarcasmo, solo una extraña seriedad.
“¿Quién te dio este contrato, Sofía?”
“Isabela Montero. ¿Por qué? ¿Vas a arruinar esto también?”
Él negó con la cabeza. “Isabela es veneno. Y odia dos cosas en este mundo: a la gente pobre y, más que nada, a mí. No confíes en ella.”
Me reí. “¿Y debo confiar en ti? ¿El hombre que demolió mi tienda?”
“Te estoy advirtiendo”, dijo, su voz baja. “Va a destruirte solo para lastimarme.”
No le creí. Pensé que era otro de sus juegos.
Entregué los textiles. Y, por supuesto, el pago nunca llegó. Los cheques rebotaron. Los números de teléfono fueron desconectados. Estaba arruinada. Peor que antes.
Tuve que vender el coche de mi difunto esposo. Tuve que despedir a las dos artesanas que me ayudaban. Y el dueño del local que había alquilado (no Alejandro, uno nuevo) amenazó con echarme.
Fue Jimena quien descubrió la verdad. El contrato estaba vinculado a una empresa fantasma de “El León”. Habían usado mi ruina para lavar dinero y, al mismo tiempo, enmarcar a Alejandro.
Pero antes de que pudiera hacer algo, El León actuó.
Doña Inés, mi suegra, se enfermó gravemente. Necesitaba una transfusión de sangre urgente. Su tipo de sangre era O negativo, el más raro. El hospital no tenía reservas.
Yo estaba en la sala de espera, desesperada. Entonces, él apareció.
“Escuché lo de tu suegra”, dijo Alejandro, sin aliento. Había corrido.
“¿Vienes a regodearte?”, escupí.
“Soy O negativo”, dijo simplemente. “Vine a donar.”
Me quedé helada. Él miró mi rostro pálido y suspiró. “No lo hago por ti, Sofía. Lo hago porque… es lo correcto.”
Se quedó allí durante horas, donando sangre que salvaría a la mujer que era como mi madre. Mientras él descansaba, su asistente me dio un sobre.
“El señor De la Vega pagó todas sus deudas. Las del contrato de Isabela y las del alquiler.”
“No puedo aceptar esto.”
“No es caridad”, dijo el asistente. “Es una inversión. Dijo que… ‘una mujer que abofetea a un magnate en un mercado no debería ser destruida por una zorra como Isabela’. Y también dijo que le devuelvas el dinero cuando puedas. Con intereses.”
Doña Inés se recuperó. Y yo, por primera vez, miré a Alejandro de la Vega y no vi a un demonio. Vi a un hombre complicado, herido, que trataba de enmendar el mundo con las herramientas rotas que tenía.
Pero “El León” no había terminado. Ahora que el fraude financiero había fallado, quería sangre.
Había un concurso anual de textiles, “El Hilo de Oro”. El premio en efectivo era suficiente para reiniciar mi negocio. Decidí participar.
Alejandro se enteró. Y, para mi sorpresa, me apoyó. “Gánales, Sofía. Muéstrales de qué estás hecha.”
Lo que no sabía era que “El León” había comprado a uno de los jueces. Y lo que yo no sabía, era que Alejandro, sospechando esto, se había convertido en un patrocinador de último minuto, ganándose un lugar en el panel de jueces.
Presenté mi pieza: un rebozo tejido con una técnica mixteca casi olvidada, teñido con los pigmentos que había logrado salvar, incluido el carmín de aquel primer día.
El juez comprado por “El León” destrozó mi trabajo. “Derivado”, “anticuado”.
Yo estaba devastada. Entonces, Alejandro habló.
“Disculpe, señor Juez”, dijo, su voz resonando en el auditorio. “Usted dice ‘anticuado’, yo digo ‘atemporal’. Usted dice ‘derivado’, yo digo ‘legado’. Esta pieza no es solo tela. Es la historia de México. Y si usted no puede ver eso, es porque es un fraude.”
Expuso al juez, mostrando pruebas de los sobornos. El juez fue arrestado allí mismo. Y yo gané el concurso.
Esa noche, me encontró celebrando con Doña Inés y Jimena.
“Felicidades, Sofía.”
“Gracias. Por… todo.”
“El León sigue ahí fuera”, dijo, su rostro sombrío. “Y ahora te ha visto. Te ha visto conmigo. Eso te convierte en un objetivo.”
Tenía razón. Dos días después, salí de mi taller y un auto sin placas se detuvo. Dos hombres me agarraron y me metieron dentro. Lo último que vi fue el rostro sonriente de “El León” en el asiento del pasajero.
“El magnate te tiene en alta estima, viuda”, se burló. “Veamos cuánto está dispuesto a pagar por ti.”
PARTE 4
Me desperté en una bodega oscura. Olía a humedad y a miedo. “El León” me miraba, limpiando un arma.
“Alejandro te quitó todo, ¿sabes?”, me dijo, como si fuéramos amigos. “Me quitó mi negocio, mi reputación. Me metió en la cárcel. Es justo que yo le quite lo que él más… valora.”
“Él no me valora”, dije, tratando de sonar valiente. “Él me odia.”
“El León” se rio. “El odio y el amor son dos caras de la misma moneda, querida. Y él te mira con una pasión que quema. Ya hizo la primera llamada.”
Alejandro estaba fuera de sí. “¡Quiero a todos mis hombres en la calle!”, le gritaba a su jefe de seguridad. “¡Encuéntrenla! ¡Quiero que encuentren a Sofía!”
Recibió la llamada de “El León”. “Cincuenta millones de dólares. Y que vengas solo.”
“Hecho”, dijo Alejandro sin dudar.
Pero Jimena, que ahora trabajaba extraoficialmente para mí, había rastreado las finanzas de “El León”. Sabía dónde estaba su base de operaciones.
Alejandro no fue solo. Fue con la policía. Pero “El León” estaba preparado. Se desató un tiroteo.
Yo estaba atada a una silla. “El León” me usó como escudo humano. Alejandro entró, desarmado, como habían acordado… o eso parecía.
“Suéltala, León. El dinero está afuera.”
“Primero, quiero verte rogar, De la Vega. Por ella.”
Alejandro me miró. Sus ojos, que siempre habían sido fríos y arrogantes, ahora estaban llenos de un terror que no era por él. Eran por mí.
“Por favor”, dijo Alejandro, su voz quebrándose. “Déjala ir. Te daré lo que sea. Mátame a mí. Pero déjala ir.”
Fue en ese momento que todo cambió. El odio que sentía por él se disolvió, reemplazado por una comprensión devastadora.
“El León” levantó el arma, apuntándome. “Qué conmovedor.”
En ese instante, Alejandro, que había estado midiendo la habitación, vio un viejo extintor de incendios en la pared. En un movimiento fluido, arrojó un cenicero de metal que tenía en el bolsillo (lo había escondido) contra un interruptor de luz, sumiendo la habitación en oscuridad por una fracción de segundo.
“El León” disparó, pero el ruido y la oscuridad lo desorientaron. Alejandro se abalanzó. No como un magnate, sino como el hombre que había peleado en Tepito. Fue rápido y brutal.
Cuando las luces de la policía inundaron el lugar, Alejandro estaba sobre “El León”, y yo estaba a salvo.
Me desató. Sus manos temblaban.
“¿Estás bien?”, susurró.
Yo no podía hablar. Solo asentí.
Nos llevaron al hospital. Tenía algunos golpes, pero estaba bien. Él tenía un corte en el brazo por una bala que lo rozó.
Estábamos sentados en la sala de espera, cubiertos de polvo y sangre.
“Así que”, dije, rompiendo el silencio. “¿Ahora qué? ¿Volvemos a odiarnos?”
Él me miró. Y por primera vez, vi al hombre detrás del monstruo. “No creo que alguna vez te haya odiado, Sofía. Creo que te tenía miedo.”
“¿Miedo de mí?”
“Miedo de lo que me hacías sentir. Me recordabas todo lo que había perdido. Integridad. Pasión.”
Se acercó. “Cuando te vi ese primer día, cubierta de pigmento rojo… estabas furiosa. Pero estabas viva. Más viva que nadie que hubiera conocido en años.”
“Arruinaste mi blusa blanca favorita.”
“Te compraré mil blusas blancas.”
“No quiero tus mil blusas, Alejandro.”
“¿Qué quieres, entonces?”
Me acerqué y tomé su mano herida. “Quiero que dejes de ser el imbécil que eres en Polanco y seas más el hombre que dona sangre y salva viudas.”
Él sonrió. Una sonrisa real, no una mueca sarcástica. “Creo que puedo negociar esos términos.”
Salió el sol sobre la Ciudad de México. Doña Inés y Jimena llegaron corriendo al hospital. Cuando nos vieron juntos, sentados uno al lado del otro, cansados pero ilesos, Jimena sonrió.
“Bueno”, dijo Jimena. “Ya era hora.”
Mi vida no volvió a ser sencilla. Alejandro de la Vega no se convirtió en un santo de la noche a la mañana. Y yo no me convertí en una princesa de cuento de hadas. Pero encontramos algo en medio del caos. Él invirtió en mi taller. Y yo… yo invertí en él.
Mi suegra tenía razón. El destino me había marcado de rojo. Y había sido el comienzo de la guerra más grande y el amor más inesperado de mi vida
El Hilo y el Acero
Habían pasado tres meses desde el secuestro. Tres meses desde que la bodega olía a pólvora y miedo, y desde que Alejandro de la Vega —el diablo de Polanco, el monstruo de su arrogancia— había suplicado por la vida de ella.
Tres meses no borran un año de guerra, pero la sangre compartida y el terror mutuo habían forjado un vínculo tan fuerte como el acero.
La vida de Sofía había cambiado, pero no como ella temía. Alejandro no la había intentado “comprar”. Respetó su acuerdo. Era un inversionista. El taller de Coyoacán florecía; “Textiles Mendoza” ahora tenía una pequeña tienda insignia en una de las calles adoquinadas, y sus diseños comenzaban a ser un susurro en los círculos de arte de la ciudad.
Su relación… eso era más complicado. Era un torbellino. Pasaban de la pasión que quemaba a discusiones explosivas en segundos. Él seguía siendo Alejandro: impaciente, controlador y con un temperamento que podía incendiar una habitación. Ella seguía siendo Sofía: orgullosa, terca y reacia a ceder un centímetro de su independencia.
Eran, como dijo Doña Inés una tarde mientras tomaban café de olla, “dos chiles chipotles en el mismo comal”.
La prueba de fuego llegó un martes por la tarde, en la forma de una invitación grabada en un cartón tan grueso que parecía una losa.
“Es la gala anual de la Fundación De la Vega”, anunció Alejandro por teléfono. Su voz era casual, como si le pidiera que eligiera un restaurante. “En el Soumaya. El viernes. Te recogeré a las ocho.”
Sofía se quedó mirando el teléfono. El Museo Soumaya. Una gala. Cientos de personas que la odiarían por definición.
“No”, dijo ella, tajante.
Silencio en la línea. “¿No?” La palabra sonaba extraña en su boca.
“No. Alejandro, ese no es mi mundo. Es tu… fosa de tiburones. Irán todas esas mujeres que parecen salidas de una revista y me mirarán como si fuera un bicho. No tengo nada que ponerme y no tengo interés en ser tu… accesorio.”
Pudo oírlo respirar, controlando su temperamento. “Sofía. Primero, no eres un accesorio; eres la única persona en esa habitación que será real. Segundo, lo del vestido es irrelevante. Mandaré a mi estilista. Cerraremos El Palacio de Hierro si es necesario. Te conseguiré un…”
“¡No!”, gritó ella, y esta vez había fuego en su voz. “¡No me vas a disfrazar, Alejandro! ¿No entiendes nada? Si voy, no iré como una de tus muñecas de Polanco. Si voy… iré como yo.”
Hubo una larga pausa. Ella pensó que él colgaría. Pero cuando él habló, su voz era baja y tenía un matiz de diversión. “Bien. Ve como tú. Pero te advierto, Sofía, si te presentas en huaraches y con un rebozo, harás que todas esas mujeres en vestidos de diez mil dólares parezcan ridículas.”
“Ese es el plan”, mintió ella, colgando.
Y entró en pánico.
Durante los siguientes tres días, el taller se convirtió en una zona de guerra creativa. No iba a usar un rebozo… iba a ser el rebozo. Tomó el mejor lino crudo, de un blanco hueso. Y luego, pasó dos noches sin dormir, bordando a mano.
No usó los patrones mixtecos que solía vender. Usó el suyo. Creó un diseño que comenzaba en el dobladillo con hilos grises y negros, simulando el asfalto y el acero de la ciudad, y a medida que subía por el vestido, los hilos se transformaban. Se volvían de un rojo carmín profundo —el rojo de la cochinilla que él le había arrojado— y luego estallaban en el corpiño en un vibrante diseño de jacarandas y colibríes, como su Coyoacán.
Era un vestido que contaba su historia. El Hilo y el Acero.
El viernes a las ocho, Alejandro de la Vega llegó a su puerta en Coyoacán. Cuando Sofía abrió, él se quedó sin aliento.
No llevaba joyas, salvo unos aretes de plata de Taxco. Su cabello estaba recogido en un moño bajo, elegante. Y el vestido… el vestido era una obra de arte.
“Sofía…”, susurró él, tocando la textura del bordado en su hombro. “Es… increíble.”
“Soy yo”, dijo ella, simplemente.
“Sí. Sí, lo eres.”
El Museo Soumaya brillaba como una escultura de otro mundo. El interior estaba lleno del murmullo de la alta sociedad de México. Cuando entraron, fue como si una ola de silencio se extendiera.
Sofía sintió cientos de ojos sobre ella. Los susurros eran casi audibles.
“…la viuda de Coyoacán…” “…dicen que lo embrujó…” “…qué vestido tan… rústico.”
Alejandro le apretó la mano. Su agarre era posesivo, protector. “Ignóralos”, gruñó.
“Estoy bien”, mintió ella, enderezando la espalda.
La verdadera prueba llegó en forma de Isabela Montero. La mujer que había intentado arruinarla, y que milagrosamente había evitado cargos serios gracias a un ejército de abogados, se deslizó hacia ellos, con una copa de champán en la mano y veneno en la sonrisa.
“Alejandro, querido. Y… Sofía. Qué sorpresa verte aquí.” Sus ojos recorrieron el vestido de Sofía con desdén. “Qué… valiente… tu atuendo. ¿Es un diseño folclórico?”
Sofía sintió que la sangre se le subía al rostro. Estaba por responder, pero Alejandro se adelantó.
Y Sofía vio al viejo Alejandro despertar. Sus ojos se volvieron fríos como el hielo. Su mandíbula se tensó. Estaba preparando una de sus ejecuciones verbales, un comentario tan cruel que dejaría a Isabela sangrando socialmente.
“Isabela”, comenzó él, su voz un gruñido sedoso, “qué sorpresa verte fuera de un tribunal. Dime, ¿cuánto te costó…”
“¡Alejandro!”
Sofía le puso la mano en el brazo. Firme. Era un tirón, no un ruego. Él se detuvo, sorprendido. Se giró para mirarla. En sus ojos, él vio una advertencia. No lo hagas. No por mí. No vuelvas a ser él.
Fue una batalla silenciosa que duró un segundo. El magnate contra el hombre.
Él respiró hondo. La furia se disipó, reemplazada por una calma aún más aterradora.
Se volvió hacia Isabela, pero no la miró a ella. Miró por encima de su cabeza, como si ella fuera un mueble.
“Isabela”, dijo, y su voz era ahora casual, “estás interrumpiendo. Estaba a punto de presentar a Sofía al director del Museo de Arte Popular. Han estado siguiendo su trabajo durante meses.”
Luego, tomó la mano de Sofía y se la llevó a los labios, sin apartar la mirada del rostro atónito de Isabela. “Isabela, conoces a Sofía Mendoza. La artista textil más importante de la nueva generación en México.” Hizo una pausa. “Y mi socia. Ahora, si nos disculpas, tenemos que hablar de arte. Algo que tú no entenderías.”
La dejó allí, con la boca abierta, la copa de champán temblando.
Se alejaron hacia la terraza, que ofrecía una vista deslumbrante de la ciudad. Sofía estaba temblando.
“Así que… ¿’socia’?”, dijo ella, tratando de aligerar el ambiente.
Él se giró hacia ella, su rostro serio bajo las luces de la ciudad. “Casi la asesino.”
“No”, dijo Sofía, tocando su mejilla. “Casi. Pero no lo hiciste. Por primera vez, no tenías que quemar el mundo para demostrar tu punto.”
“Me detuviste”, dijo él, cubriendo la mano de ella con la suya. “Ese vestido… esos susurros. Pensé que querrías que te defendiera.”
“No necesito que me defiendas, Alejandro. Necesito que estés a mi lado.”
Él la miró, y toda la arrogancia, todo el dolor que siempre llevaba como una armadura, pareció desvanecerse. “Este es mi mundo, Sofía. Es feo, está lleno de gente vacía y tratos en la sombra. ¿Por qué querrías estar en él?”
“No quiero estar en tu mundo”, respondió ella, con una media sonrisa. “Quiero que tú salgas de él y vengas al mío. A Coyoacán. A la vida real.”
“Es un trato”, dijo él. “Pero esta noche, estás aquí.”
“Esta noche, estoy aquí”, asintió ella.
Mientras estaban allí, un hombre mayor, de aspecto distinguido, se acercó a ellos. No era Isabela. Tenía una mirada genuina de admiración.
“Disculpe, Señorita Mendoza”, dijo el hombre, ignorando por completo a Alejandro. “Soy Arturo Ramírez, curador del MAP. He estado observando su vestido toda la noche. El bordado es… una transición narrativa. Es extraordinario. ¿Acepta comisiones privadas?”
Sofía miró a Alejandro, cuyo rostro mostraba un orgullo tan feroz que casi la hizo llorar. Luego se volvió hacia el curador y sonrió. Una sonrisa real, anclada en su tierra, en su arte.
“Sí, Señor Ramírez”, dijo ella. “Sí, acepto.”
Alejandro de la Vega tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de ella. El acero y el hilo, finalmente aprendiendo a tejerse juntos
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