Parte 1: El Ocaso de un Beso

El olor a metal caliente y sudor rancio del microbús era mi perfume diario. Yo era Alejandro, un estudiante de ingeniería en la UNAM de día y un “mil usos” de noche, viviendo al día en un barrio humilde de Iztapalapa. Mi mundo era gris, práctico y sin lujos. Hasta que ella subió.

Parecía un ángel caído, una aparición de otro universo en medio del caos de la hora pico en la Ciudad de México. Era Sofía. Rubia, con ojos que parecían capturar la poca luz que entraba por las ventanas sucias, vestida con una elegancia que gritaba “Polanco”. Sostenía un billete de 500 pesos, intentando pagarle al conductor, quien la miraba con una furia que yo conocía bien.

“¡Bájate, niña! ¿Crees que traigo feria para tu capricho?”, le gritó.

Ella se sonrojó, completamente perdida. El claxon de los autos detrás de nosotros se sumaba al drama. Antes de pensarlo, mi cuerpo se movió.

“Yo pago por ella”, dije, deslizando mi tarjeta de Movilidad Integrada por el lector. El conductor bufó y arrancó con un tirón violento.

Sofía tropezó y cayó directamente contra mi pecho. Su olor me golpeó: jazmín y algo caro, un contraste absoluto con el mundo que yo habitaba. La sostuve por un segundo más de lo necesario. “Gracias”, murmuró, su voz apenas audible.

“No te preocupes”, le dije, tratando de sonar indiferente. “¿Nunca te habías subido a uno de estos?”

Ella negó con la cabeza, avergonzada. “Se me descompuso el coche. Mi chofer…”

“Tranquila. Bienvenida al mundo real”, sonreí.

Le ofrecí mi tarjeta. “Toma. Para que puedas regresar. La recargas en el Metro.” Ella me miró con una confusión adorable. “Oh, claro. No sabes usar el Metro.”

Le expliqué, y mientras el microbús se sacudía camino a Reforma, ella sacó una pequeña libreta y un lápiz de carbón. Empezó a dibujarme. Me sentí expuesto, consciente de mis jeans gastados y mi camisa vieja. Yo miraba por la ventana, pero la sentía mirándome.

El microbús frenó de golpe. Esta vez, ambos caímos. Yo logré girar para protegerla, mi brazo rodeándola. Nuestros rostros quedaron a centímetros. El tiempo se detuvo. Podía contar las pecas en su nariz.

“¿Estás bien?”, le pregunté, mi voz ronca.

“Sí… sí, gracias a ti.”

Se recompuso y me ofreció el billete de 500 pesos. “Por favor, déjame pagarte.”

Negué con la cabeza. “Guárdalo. Considera el pasaje como la tarifa de tu modelo.”

Ella rio, una risa cristalina que no pertenecía a ese lugar. “Soy Sofía.”

“Alejandro”, respondí.

Cuando llegó mi parada, sentí un vacío en el estómago. “Aquí me bajo.”

“Gracias de nuevo, Alejandro.”

Me bajé y vi cómo el microbús se alejaba. Maldije mi estupidez. Ni siquiera le pedí su número. Un ángel de Polanco y un gato de Iztapalapa. ¿Qué caso tenía?

Esa noche, en casa, la realidad me golpeó. Mi madre, preocupada por las cuentas. Mi hermano mayor, Javier, mirándome con ese resentimiento habitual. Él había dejado todo para mantener el pequeño taller de la familia, mientras yo era “el orgullo”, el que iba a la universidad.

“Vi la cuenta de la luz, ‘ma”, dije en la cena. “Voy a dejar la universidad un tiempo. Necesito trabajar.”

Mi madre soltó el tenedor. “No, mijo. Tú tienes que estudiar. Tú eres nuestra esperanza.”

“La esperanza no paga la renta”, interrumpió Javier. “Ya era hora de que el ‘ingeniero’ se ensuciara las manos.”

Discutimos, pero mi decisión estaba tomada. La universidad podía esperar. La pobreza no.

Pasaron semanas. No podía sacármela de la cabeza. Busqué su nombre en redes sociales, pero “Sofía” era un mar de rostros. Un día, pasando por una galería en la colonia Roma, vi un dibujo en el escaparate. Era yo. Mi rostro, capturado con una intensidad que me heló la piel.

Entré. El título de la pieza era “Alejandro en Tránsito”. La artista: Sofía Montenegro.

Busqué el nombre. Mi corazón se hundió. Los Montenegro. Dueños de constructoras, minas, medio país. Ella no era solo rica; era de la realeza mexicana. Y yo… yo no era nadie.

Me enteré de su fiesta de cumpleaños. Una locura. Lleno de autos de lujo y gente vestida de gala en una mansión en Lomas de Chapultepec. No sé qué me impulsó a ir. Solo quería verla.

Me paré afuera, bajo la lluvia fina, sintiéndome como un fantasma. Un invitado salió, borracho, y me arrojó las llaves de su Ferrari. “Estaciónalo, rápido. Y no lo rayes, gato.”

La humillación fue tan profunda, tan fría, que quemaba. Apreté las llaves en mi mano hasta que el metal me cortó la palma. En ese momento, bajo la lluvia, mientras estacionaba el auto de un imbécil, hice un juramento. Nunca más. Nunca más nadie me volvería a llamar “gato”. Nunca más me sentiría inferior. Algún día, yo sería el dueño de esos autos.

Dejé las llaves en el auto y me fui. Pensé que ese era el final de nuestra ridícula historia.

El destino, sin embargo, es un cabrón cínico. Unos meses después, conseguí trabajo de fin de semana en el embarcadero de Valle de Bravo. Era la fiesta de inicio de verano de los ricos. Y allí estaba ella, en un muelle privado, discutiendo acaloradamente con un tipo trajeado, arrogante y con cara de pocos amigos. Era Ricardo de la Vega.

“¡Ya te dije que me dejes en paz, Ricardo!”, gritó ella.

“Tú eres mía, Sofía. Tu padre ya me dio su palabra.”

“¡Yo no soy de nadie!”

En su furia, dio un paso en falso hacia atrás. El muelle estaba mojado. Resbaló y cayó al agua oscura del lago. Ricardo se quedó paralizado, gritando su nombre.

Yo no lo pensé. Corrí por el muelle y me lancé al agua fría.

La encontré a un par de metros de profundidad, hundiéndose. La tomé y la saqué a la superficie. Tosiendo, aferrándose a mí. La subí a una lancha vacía.

“¿Tú?”, dijo, temblando, reconociéndome. Su primera reacción no fue de gratitud, sino de sospecha. “¿Me estás siguiendo? ¿Te pagó él?”

El insulto me dolió más que el agua helada. “Claro”, dije con sarcasmo, quitándome la camisa mojada. “Soy un acosador de microbús que ahora trabaja en muelles. Es mi pasatiempo favorito rescatar princesas que no saben nadar.”

Su rostro cambió. Vio la ira en mis ojos. “Perdón… yo… estoy tan confundida.”

Hablamos. Hablamos durante horas, mientras la noche caía sobre el lago. Le conté de mi familia, de la universidad, de mis trabajos. Ella me contó de su prisión de oro, de su pasión por el arte, de cómo odiaba a Ricardo.

“Él me asfixia, Alejandro. Todos esperan que me case con él. Mi familia lo ve como una fusión de empresas, no como un matrimonio.”

Esa noche, bajo las estrellas de Valle de Bravo, sentí que la brecha entre nosotros desaparecía. Éramos solo un hombre y una mujer.

Los siguientes días fueron un sueño. La llevé a visitar a mi tía Isabel, que vivía en una casita cerca del lago. Mi tía, una mujer sabia y dura, conectó con Sofía de inmediato. Pero cuando Sofía dijo su apellido, “Montenegro”, el rostro de mi tía se endureció. Fue solo un segundo, pero lo noté.

Mi mejor amigo, Mateo, me advirtió. “Estás jugando con fuego, Alex. Esa gente no es como nosotros. Te van a romper el corazón.”

“El amor no entiende de clases sociales, Mateo”, le dije, ingenuo.

“Pero los padres de esa morra sí.”

Sofía me llamó. Quería verme. Nos encontramos en la galería de la Roma, frente a mi retrato. Ricardo la llamó. Ella, mirándome a los ojos, colgó la llamada. Mi esperanza se disparó.

“Mi clase social no me importa, Alex”, me dijo esa noche, tomando mi mano. “Solo me importas tú.”

Fue entonces cuando lo hicimos. Fuimos a un pequeño estudio de tatuajes en el centro y nos hicimos uno igual. Diminuto, oculto en la muñeca. Una pequeña luna creciente. Nuestra promesa silenciosa.

Parte 2: La Traición y el Desierto

Estábamos en la cima del mundo. O eso creía yo. Había vuelto a la universidad, trabajando más duro que nunca. Estaba ahorrando. Había comprado un anillo de plata, uno sencillo de Taxco. Planeaba pedirle matrimonio en una trajinera en Xochimilco. Era cursi, era pobre, pero era nuestro.

La llamé para invitarla. Su voz estaba rota. “Alex… algo terrible pasó.”

Su hermano menor, Diego, un junior irresponsable, había estado en un accidente de auto. Había atropellado a alguien. Y se había dado a la fuga. La persona murió.

“Fue homicidio, Alex. ¡Lo van a meter a la cárcel!”

Yo no sabía qué decir. “Voy para tu casa…”

“¡No! Quédate ahí. Te veo en el embarcadero. Donde siempre.”

Fui a Xochimilco. El anillo quemaba en mi bolsillo. Ella llegó, pálida como un fantasma.

“¿Qué pasó, mi amor? Lo resolveremos.”

“No, Alex. No podemos.”

“¿De qué hablas?”

“Ricardo… él tiene contactos. Él puede hacer que todo esto desaparezca. Borrar las pruebas, pagarle a quien tenga que pagarle.”

“¿Y qué pide a cambio?”, pregunté, aunque un terror helado ya se instalaba en mi pecho.

Ella no podía mirarme. “Que me case con él.”

Me quedé sin aire. “No. Sofía, no. Huiremos. Nos iremos lejos. Tu hermano…”

“¡Mi hermano irá a la cárcel por veinte años! ¿Entiendes? ¡Destruirá a mi familia!”

Saqué el anillo. “Tenía esto para ti. Íbamos a ser felices.”

Cuando vio la pequeña caja, se rompió. Lloraba con una desesperación que me desgarró el alma. “No puedo, Alex. No puedo.”

Y entonces, su rostro cambió. Se secó las lágrimas y me miró con una frialdad que nunca había visto.

“Además”, dijo, su voz cortante. “¿Realmente creíste que esto iba a funcionar? ¿Tú y yo? ¿En qué mundo, Alejandro? No puedo vivir en tu barrio. No puedo andar en microbús. Yo quiero lujos, quiero seguridad. Quiero lo que Ricardo me da.”

Cada palabra era un golpe físico. Retrocedí. “No estás hablando en serio. Me amas. Tenemos la luna…”

“La luna es para poetas pobres”, escupió. “Yo soy una Montenegro. Y voy a casarme con un De la Vega.”

Se dio la vuelta y corrió. La vi alejarse, y una parte de mí murió allí mismo, entre las trajineras coloridas.

Regresé a casa, devastado. Apenas entré, vi a una mujer elegante y fría sentada en nuestra pequeña sala. Era la madre de Sofía.

“Joven”, dijo, poniéndose de pie. “Vengo a pedirle que deje a mi hija en paz. Ella ha tomado la decisión correcta. Se casa con Ricardo en dos semanas.”

Me ofreció un sobre grueso. “Tome. Por las molestias. Cómprese algo bonito.”

La miré. La miré con todo el odio que empezaba a hervir en mí. “Mi dolor no está en venta, señora. Y dígale a su hija que espero que disfrute de su jaula de oro.”

En ese momento, mi madre gritó desde el cuarto. Mi padre. Se había desplomado. El estrés, la visita, mi estado… su corazón no aguantó.

Mientras corríamos al hospital, mientras veía a mi padre luchar por su vida, la tristeza se convirtió en rabia. Una rabia pura, blanca, volcánica.

Sofía me había traicionado. Su familia me había humillado. Ricardo me había robado mi futuro.

Me juré a mí mismo, en el pasillo estéril de ese hospital público, que los destruiría. A todos. Pero para destruir a un imperio, necesitas uno propio.

Dejé la universidad. Dejé mi casa. Dejé la Ciudad de México. Tomé mis ahorros y el dinero que me prestó Tía Isabel (ella me miró con una tristeza infinita, como si supiera algo que yo no) y me fui al norte.

Terminé en Zacatecas. En las minas de plata. El trabajo más duro y peligroso del mundo.

Viví en el infierno durante cinco años. El polvo se metía en mis pulmones. El sol del desierto me curtía la piel. Vi hombres morir. Pero usé mi cerebro. Apliqué mi ingeniería. Optimicé procesos. Me gané el respeto de los mineros, hombres más duros que la piedra que picaban.

Un día, la mina colapsó. Un derrumbe. Estábamos atrapados. El caos, los gritos, el polvo. El dueño, Don Miguel, estaba conmigo, herido.

Usé mi conocimiento. Improvisé soportes, encontré una ruta de ventilación, guié a los sobrevivientes, cargando a Don Miguel en mi espalda durante horas hasta que encontramos una salida.

Salí del túnel cubierto de sangre y polvo, pero vivo. Y como un héroe.

Don Miguel no era como los Montenegro. Era un hombre hecho a sí mismo. Vio algo en mí.

“Salvaste mi vida, muchacho. Y mi mina”, me dijo en el hospital. “Ya no trabajarás para mí. Trabajarás conmigo.”

Me hizo su socio. Mi ascenso fue meteórico. Apliqué mi cerebro a sus negocios. Construcción, logística, y por supuesto, minería. El dinero empezó a fluir. Millones. Cientos de millones. Luego miles.

Me convertí en Don Alejandro. Tenía trajes a medida, un reloj que costaba más que la casa de mis padres, y una frialdad en el corazón que rivalizaba con el acero.

Pero cada noche, veía su rostro. Y cada vez que veía una foto de ella en las páginas de sociales, casada con Ricardo, sonriendo falsamente, mi odio se renovaba.

Cinco años después del día en que me rompió el corazón en Xochimilco, regresé a la Ciudad de México. No era el “gato” de Iztapalapa. Era un tiburón, y venía a cobrar.

Parte 3: El Regreso del Tiburón

La Ciudad de México que me recibió era la misma, pero yo era otro. Aterricé en Toluca en mi jet privado y me instalé en la suite presidencial de un hotel en Santa Fe, el nuevo corazón financiero del país. Mi primera reunión fue con los De la Vega.

Ricardo ni siquiera se presentó. Envió a un asistente. “El señor De la Vega está muy ocupado. Quiere que su empresa, Minería del Norte, se retire de la licitación del nuevo proyecto en Santa Fe.”

“¿Retirarme?”, reí. “Dígale a su jefe que si quiere algo, venga a pedírmelo él mismo.”

El asistente palideció. Me fui, dejando claro quién tenía el poder ahora.

Mi venganza necesitaba ser metódica. Primero, golpearía su orgullo.

organicé una visita a un proyecto en la costa. Ricardo tenía un yate enorme en Acapulco. Yo tenía uno más grande. Una noche, desde mi cubierta, vi una conmoción en su barco. Una fiesta ruidosa. Y la vi a ella. Sofía. Discutiendo con Ricardo, igual que en Valle de Bravo.

Él la agarró del brazo. Ella se zafó con fuerza y, por un equilibrio precario, cayó por la borda.

Otra vez.

La historia se repetía. Me lancé al mar oscuro. El agua salada era cálida. La encontré, luchando por aire. La subí a mi yate. Estaba en shock, apenas consciente.

“¿Alejandro?”, susurró, tocando mi rostro antes de desmayarse.

Sus guardias llegaron en una lancha. “¡La señora!”

“Se cayó”, dije fríamente, entregándosela. “Asegúrense de que su esposo la cuide mejor.”

Me aseguré de desaparecer antes de que ella despertara del todo. Quería que dudara. Que se preguntara si había sido real.

Visité a Tía Isabel. Ahora vivía en una casa bonita en Coyoacán, una que yo le había comprado.

“Volviste”, dijo, abrazándome. “Pero vienes oscuro, mijo.”

Le conté del rescate. “El destino se burla de mí, tía.”

“O te da una oportunidad”, dijo. “Olvida la venganza, Alex. Encuentra una mujer que te merezca. La nieta de Don Miguel, Camila. Es guapa, inteligente. Sal con ella.”

“No quiero amor, tía. Quiero justicia.”

Sofía fue a ver a Tía Isabel. Yo estaba en la cocina. La oí.

“Tía, ¿lo viste? ¿Viste a Alejandro? ¿Fue él quien me salvó?”

“¿Y qué si fue?”, le dijo mi tía, su voz dura. “Tú lo destruiste. Lo dejaste por dinero. ¿Ahora vienes a buscarlo? Déjalo en paz. Ya sufrió suficiente.”

Escucharla llorar al otro lado de la pared fue una tortura dulce.

Mi hermana Elena, ahora obsesionada con las redes sociales y ser “influencer”, se enteró de que Sofía era mi… conocida. Elena concertó un encuentro con ella, sin decirme. Quería que Sofía la introdujera a su círculo. Durante el almuerzo, Elena “accidentalmente” me llamó por teléfono y puso el altavoz.

“¿Alex? ¿Hermanito? Solo llamaba para saludarte”, dijo Elena, con su voz chillona.

Escuché el silencio al otro lado. Luego, la voz temblorosa de Sofía. “Pásamelo.”

Elena rio y colgó. El juego había comenzado.

La siguiente fase: sus finanzas. La licitación del terreno en Santa Fe. Ricardo y yo, cara a cara por primera vez.

Él me miró con arrogancia. “¿Tú? ¿El gato de los mandados? ¿Ahora juegas con los grandes?”

“Los tiempos cambian, Ricardo”, dije, mi voz tranquila.

La subasta comenzó. Yo sabía, por mis contactos, que ese terreno tenía problemas de permisos. Era un pozo sin fondo. Pero Ricardo lo quería para su proyecto estrella.

“Mil quinientos millones”, dijo él.

“Mil ochocientos”, dije yo.

El sudor apareció en su frente. Miró a su padre, Don Carlos, un hombre tiburón, viejo y astuto.

“Dos mil millones”, dijo Ricardo, desafiante.

“Dos mil quinientos”, subí.

Ricardo estaba pálido. Era demasiado. Pero su orgullo era más grande. “¡Tres mil millones de pesos!”

Silencio en la sala.

Sonreí. “Todo suyo, campeón.”

Acababa de hacerlo perder, al menos, mil millones de pesos en un terreno inútil. Su padre me miró con un respeto helado. Ricardo me miraba con odio puro.

Esa noche, supe por mi equipo de seguridad que Sofía estaba en su mansión, en un ala separada de Ricardo, mirando un viejo dibujo. El dibujo que me hizo en el microbús.

El golpe final necesitaba ser personal.

La nieta de Don Miguel, Camila, vino a la ciudad. Era hermosa, inteligente y estaba interesada en mí. Decidí usar el consejo de mi tía, pero para mis propios fines.

Organicé una cena en el restaurante más exclusivo de la ciudad. Sabía que Ricardo y Sofía estarían allí.

Llegué con Camila del brazo. Hermosa, riendo, tocándome el brazo. Vi a Sofía en una mesa al otro lado. Su copa tembló en su mano. Ricardo nos vio. Su rostro se congestionó.

Era la fiesta de aniversario de ellos. Me acerqué a su mesa.

“Ricardo. Sofía. Felicidades”, dije. “Traje un regalo.”

Mi asistente entregó un paquete plano. Lo abrieron.

Era una pintura. Una que yo había encargado. La escena de mí, sacándola del agua en Valle de Bravo. Con una pequeña placa: “Para que nunca olviden su fundación.”

La madre de Sofía, que estaba con ellos, casi se desmaya. Sofía me miró, sus ojos llenos de súplicas y dolor. Ricardo no entendía la referencia, pero entendía el desafío.

Sofía me siguió al baño. “¡Basta, Alejandro! ¿Qué quieres? ¡Destruirme!”

“Yo no soy el que te está destruyendo, Sofía. Tú elegiste esta vida”, dije fríamente.

“¡No tuve elección!”

“Siempre tenemos elección.”

Ricardo apareció en la puerta del baño de mujeres. “¿Interrumpo algo, mi amor?”

La tensión era tan espesa que se podía cortar. “El señor”, dije, señalando el nombre en la puerta, “se equivocó de baño. Yo solo le daba mis felicitaciones a tu esposa.”

Me fui, dejando el caos tras de mí.

Pero la venganza se complica. Descubrí que Ricardo, en su paranoia, había puesto a mi familia en la mira. Se acercó a mi hermano, Javier, resentido y celoso, ofreciéndole dinero para abrir su propio salón de lujo. Se acercó a mi hermana, Elena, prometiéndole contactos para su carrera de “influencer”.

Y peor: el proyecto de Santa Fe. Ricardo, para recuperar sus pérdidas, estaba usando materiales de construcción de calidad inferior. Los mismos que yo proveía. Estaba en riesgo de un escándalo.

Pero entonces, Tía Isabel me llamó. “Alejandro, tienes que venir. Hay algo que no sabes. Algo sobre Sofía.”

Fui a su casa. Estaba pálida.

“Tú crees que Sofía te traicionó por dinero”, dijo. “Pero no fue así. La noche antes de que te dejara… Ricardo no solo amenazó con encarcelar a Diego. Amenazó con matarte a ti.”

Me mostró una carta. Una carta que Sofía le había escrito a ella hace cinco años, para que me la diera si algo le pasaba.

Tía, si lees esto, es porque elegí salvarlo. Ricardo me mostró fotos. Gente siguiéndolo. Dijo que si no dejaba a Alejandro, si no lo lastimaba lo suficiente para que él me odiara y se fuera… lo mataría. Haría que pareciera un asalto en su barrio. Nadie sospecharía. Dile que lo amo. Dile que mi vida es una mentira, pero que lo hice para que él pudiera vivir.

El mundo se detuvo. Mi odio. Mi venganza. Todo construido sobre una mentira.

No fue traición. Fue un sacrificio.

En ese momento, Ricardo estaba jugando su última carta. Había filtrado a la prensa que mi empresa, asociada con la suya, estaba usando materiales defectuosos. Mi reputación estaba en juego.

Corrí a la mansión de los De la Vega. Entré por la fuerza.

“¡Ricardo!”, grité.

Él estaba en la sala, con Sofía. “Vaya, vaya. El gato regresó.”

“Se acabó, Ricardo.”

“¿Ah, sí? Mañana, tu nombre estará en el lodo. El héroe minero es un fraude.”

“Puede ser”, dije, acercándome. “Pero tú eres un asesino.”

Saqué mi teléfono. Le había dado la carta de Sofía a mi equipo legal. Habían encontrado al hombre que Ricardo contrató hace cinco años. El que iba a matarme. Y estaba dispuesto a hablar.

“Tú no irás a la cárcel por fraude de construcción, Ricardo”, dije. “Irás por intento de homicidio. Y por el chantaje a la familia Montenegro.”

El padre de Ricardo, Don Carlos, entró en la sala. Había escuchado todo. Vio la prueba. Vio la ruina de su nombre.

“Se acabó, Ricardo”, dijo Don Carlos, su voz muerta. “Llamen a la policía.”

Mientras se lo llevaban, Ricardo me miró. “Gato… siempre serás un gato.”

“Quizás”, respondí. “Pero este gato tiene nueve vidas. Y tú acabas de gastar la última.”

Me volví hacia Sofía. Estaba llorando, pero por primera vez en cinco años, eran lágrimas de alivio.

No dije nada. Solo abrí mis brazos. Ella corrió hacia mí, aferrándose como lo hizo en el microbús, como lo hizo en el lago.

“Perdóname, Alex. Por las mentiras. Por el dolor.”

“No hay nada que perdonar”, susurré, enterrando mi rostro en su cabello, oliendo el jazmín. “Estabas protegiendo nuestra luna.”

Compramos la casa de al lado, sí. Pero no por venganza. La compramos para Tía Isabel. Juntamos a nuestras familias. Javier se disculpó. Elena consiguió un trabajo real. Y mi padre, ahora saludable, jugó con nuestros hijos en el jardín que conectaba nuestras dos casas.

La venganza es un desierto. Te seca por dentro. El perdón… el perdón es encontrar agua en medio de ese desierto. Y yo, por fin, había encontrado la mía

Aquí tienes un epílogo de la historia, continuando un año después de la boda de Alejandro y Sofía.

Epílogo: El Jardín de las Jacarandas

Había pasado un año desde la boda que sacudió los cimientos de la alta sociedad mexicana. Un año desde que Ricardo de la Vega cambió su traje de diseñador por un uniforme de prisión, y un año desde que los Montenegro y los González-Páez se unieron, de forma torpe pero decidida.

Hoy, el sol de Coyoacán filtraba sus rayos a través de las jacarandas moradas que daban sombra al jardín de Tía Isabel. La casa, que ahora conectaba sin cercas con la nueva residencia de Alejandro y Sofía, estaba llena de vida. No era el silencio opulento de Polanco ni el caos vibrante de Iztapalapa. Era algo nuevo.

Era el bautizo de Mateo Alejandro González Montenegro, el hijo de Sofía y Alejandro.

La música era una extraña mezcla: cumbias que ponía el padre de Alejandro, seguidas de música clásica que la madre de Sofía insistía en escuchar. En la mesa larga, el mole poblano de Tía Isabel se servía junto a copas de champán francés.

Alejandro sostenía a su hijo. El niño tenía los ojos claros de Sofía y el cabello oscuro y rebelde de él. Se sentía… en paz. Un sentimiento tan ajeno que casi le asustaba.

Su mirada recorrió el jardín.

Vio a su hermano, Javier. Ya no había resentimiento en sus ojos. Alejandro le había ofrecido la dirección de la nueva “Fundación Minera del Norte”, dedicada a becas y pensiones para los trabajadores retirados de Zacatecas. Javier, con su honestidad ruda y su conocimiento de la clase trabajadora, era perfecto. Estaba en la parrilla, riendo con el padre de Sofía, Alfonso. Una imagen que Alejandro nunca pensó ver.

Vio a su hermana, Elena. Había eliminado sus redes sociales de “influencer”. Después del escándalo de Ricardo, tocó fondo. Ahora estudiaba diseño de interiores en la Ibero, becada por la fundación de su propio hermano. Estaba ayudando a Tía Isabel a sacar una charola de pasteles, su rostro libre de filtros y lleno de propósito.

La venganza de Alejandro le había costado a Ricardo su libertad, pero, irónicamente, le había dado libertad a su propia familia.

Entonces, notó a las dos personas que se mantenían más alejadas del bullicio. Tía Isabel y Alfonso Montenegro. Estaban bajo el árbol de jacaranda más antiguo, hablando en voz baja. Alejandro se acercó lo suficiente para escuchar, oculto por el ruido de la fiesta.

“Nunca pensé que viviría para ver este día, Isabel”, decía Alfonso, su voz suave. “Nuestros hijos… corrigiendo los errores que cometimos hace cuarenta años.”

Tía Isabel miró sus propias manos, las manos que habían cocinado para sobrevivir, las manos que habían firmado la venta de la casa que ahora era suya de nuevo.

“Ellos tuvieron el valor que a nosotros nos faltó”, respondió ella. “Tú elegiste el deber y el dinero de tu familia. Yo elegí el orgullo y me ahogué en mi propio resentimiento.”

“Elegí el miedo”, corrigió Alfonso. “Y perdí cincuenta años de mi vida. La madre de Sofía y yo… somos socios, nada más. Lo hemos sido durante décadas. Pero tú… ¿Crees que es demasiado tarde, Isa? ¿Para… para un café?”

Hubo un largo silencio. El corazón de Alejandro latió con fuerza.

Isabel finalmente levantó la mirada y una pequeña sonrisa, una que Alejandro no había visto en años, se dibujó en su rostro.

“Es muy tarde para un café, Alfonso. Me quitaría el sueño”, dijo ella suavemente. “Pero… creo que es la hora perfecta para un chocolate caliente. Como los que solíamos tomar en el centro, antes de que fueras un Montenegro.”

Alfonso rio, un sonido genuino y aliviado. Le ofreció el brazo. “Un chocolate caliente será.”

Se alejaron, caminando lentamente por el jardín, dos sombras que por fin habían encontrado un poco de luz.

Alejandro sintió una mano en su cintura. Era Sofía. Se recargó en su hombro, mirando también a la pareja que se alejaba.

“Parece que no fuimos los únicos con un final feliz”, susurró ella.

“¿En qué piensas?”, le preguntó él, besando su cabello. El olor a jazmín seguía allí.

Sofía se giró para mirarlo. Tocó la cicatriz apenas visible en la palma de su mano, la que se hizo con las llaves del Ferrari aquella noche de lluvia.

“Pienso”, dijo ella, “que a veces todavía te veo entrar a una habitación como si fueras el ‘valet parking’ de Polanco, esperando que alguien te grite.”

Alejandro sonrió, una sonrisa triste. “Y yo a veces te veo subirte a la camioneta como si fuera un microbús, agarrándote fuerte, esperando que el conductor arranque de golpe.”

Sofía rio, y el sonido fue la música más real del jardín. “Pero ya no estamos solos. Ya no eres Iztapalapa y yo no soy Polanco. Somos esto. Somos nuestra familia.”

“Somos Coyoacán”, dijo él, entendiendo.

Vio a su antiguo amigo, Mateo, el pescador de Valle de Bravo, que había venido para ser el padrino. Mateo le estaba enseñando a Javier cómo funcionaba la lancha de juguete que le regaló al bebé. Vio a Camila, la nieta de Don Miguel, que había volado desde Zacatecas y charlaba animadamente con Elena sobre tendencias de diseño.

Sus mundos no habían chocado; se habían fusionado.

“Te amo, Alejandro”, dijo Sofía, tocando la pequeña luna creciente tatuada en su muñeca.

“Te amo, Sofía”, respondió él, cubriendo el tatuaje de ella con el suyo.

La venganza había sido un desierto árido, un camino que tuvo que recorrer para quemar el dolor. Pero el amor… el amor era este jardín ruidoso, imperfecto y lleno de jacarandas.

Y por primera vez en su vida, Alejandro González-Páez estaba completa, absoluta y jodidamente en casa