PARTE 1: EL JUICIO DE LAS APARIENCIAS

CAPÍTULO 1: EL MAPA DEL DOLOR

En la Universidad Nacional, la apariencia lo es todo para ciertos grupos. Tienes que verte bien, hablar con el caló correcto y demostrar que tienes futuro. Por eso, cuando el Capitán Andrés Moreno cruzó el umbral del aula 304, fue como si alguien hubiera tirado una bolsa de basura en medio de una cena de gala.

Andrés tenía 58 años, pero su piel contaba una historia de mil años de batallas. No era feo; era impactante. Una cicatriz queloide, gruesa y brillante, le cruzaba la mejilla izquierda, tirando de su labio en una mueca perpetua. Su brazo derecho, visible porque siempre se arremangaba la camisa, parecía el tronco de un árbol viejo y quemado. Las marcas de injertos de piel eran evidentes.

—Buenas tardes —dijo. Su voz sonaba como grava siendo arrastrada por el pavimento.

Nadie respondió el saludo. Los 45 estudiantes de Ingeniería Industrial, acostumbrados a profesores de traje impecable y laptops de última generación, lo miraban con una mezcla de horror y curiosidad morbosa.

—¿Este es el sustituto? —susurró Santiago a su compañera Camila—. Parece que lo sacaron de una película de terror, wey. Qué asco.

Andrés los escuchó. Tenía el oído entrenado para escuchar susurros bajo el estruendo de vigas colapsando, así que escuchar a un “fresa” criticarlo a tres metros no era difícil. Pero no reaccionó. Caminó hacia el escritorio, cojeando ligeramente de la pierna izquierda, y dejó sus cosas.

—Soy el profesor Andrés Moreno. La materia es Seguridad Industrial y Prevención de Riesgos. Y antes de que pregunten… —Hizo una pausa, recorriendo el salón con una mirada que pesaba toneladas—, sí, sé mucho de riesgos porque he sobrevivido a todos ellos.

CAPÍTULO 2: CARA DE GUERRA

La primera semana fue brutal. Los estudiantes, liderados por Santiago, le pusieron apodos. “Cara de Guerra” era el más suave. A sus espaldas lo llamaban “El Chicharrón” o “El Zombie”. Para ellos, Andrés era un fracasado. Un tipo que seguro se había quemado por idiota en alguna fábrica de mala muerte y ahora vivía de dar clases teóricas que, según ellos, podían aprender mejor en YouTube.

—Profe —le soltó Santiago un martes, interrumpiendo la explicación sobre manejo de materiales peligrosos—, neta, ¿no le duele la cara? Digo, con todo respeto, pero ¿cómo nos va a enseñar seguridad alguien que claramente falló en seguir las reglas?

El salón se quedó en silencio. Esperaban que el viejo se enojara, que gritara, o mejor aún, que se pusiera a llorar y se fuera.

Andrés dejó el plumón en la base del pizarrón. Se recargó en el escritorio y cruzó los brazos.

—Santiago, ¿verdad? —dijo Andrés con calma—. Crees que la seguridad es un manual. Crees que si lees el PDF, ya estás a salvo.

—Pues… sí, ¿no? —respondió el chico, desafiante.

—Esta cicatriz —dijo Andrés, tocándose la mejilla— me la hice sacando a una abuela de 89 años de un edificio en la Colonia Doctores durante un incendio en el 95. Una viga me cayó encima mientras la cubría. Ella vivió diez años más. Yo gané esto.

Se señaló el brazo.

—Esto fue en un derrumbe en La Merced. Tres niños atrapados bajo láminas de metal hirviendo. Usé mi brazo para sostener la lámina mientras mis compañeros los sacaban.

Los alumnos parpadearon, incómodos. Pero Santiago no quería perder el control de la clase.

—Historias padres, profe. Pero eso no cambia que ahora está aquí, dando clases aburridas porque ya no puede hacer el trabajo real. Es como una pensión por discapacidad, ¿no?

Andrés sonrió. Una sonrisa triste.

—Ojalá nunca tengas que aprender la lección de la manera difícil, muchacho. La teoría te da el título. La práctica te da las cicatrices.

Santiago soltó una risita burlona. Nadie sabía que el destino estaba a punto de cobrar esa lección.

PARTE 2: LA CÁTEDRA DEL FUEGO (VERSIÓN EXTENDIDA)

CAPÍTULO 3: LA SOBERBIA ANTES DE LA CAÍDA

El miércoles 23 de octubre amaneció con ese cielo gris plomizo tan típico de la Ciudad de México, una premonición atmosférica que nadie supo leer. En el laboratorio de química industrial de la Facultad, el aire olía a limpiador de pisos barato y a aburrimiento.

Para Andrés Moreno, el laboratorio era un templo. Un lugar donde las leyes de la física y la química exigían respeto absoluto. Para Santiago y su séquito de “mirreyes” (jóvenes adinerados y arrogantes), era solo un obstáculo más antes del fin de semana.

—Hoy vamos a trabajar con reacciones exotérmicas controladas —anunció Andrés, su voz rasposa llenando el espacio con eco—. El protocolo está en la pizarra. Léanlo dos veces. Ejecútenlo una vez. Cualquier desviación resultará en la expulsión inmediata de la práctica.

Santiago, sentado en la mesa cuatro, rodó los ojos. —Wey, qué hueva con este ruco —murmuró a Camila, quien se limaba una uña con desinterés—. “Léanlo dos veces”. Ni que estuviéramos armando una bomba nuclear. Es química de kinder.

El experimento consistía en la síntesis de un polímero mediante la mezcla de dos reactivos inestables: un peróxido orgánico y un acelerador a base de cobalto. La regla de oro, escrita en letras rojas por Andrés, era clara: “Añadir el reactivo B gota a gota. Controlar temperatura bajo 40°C. NUNCA mezclar de golpe.”

A las 2:40 PM, el laboratorio era un zumbido de murmullos y tintineo de vidrio. Andrés patrullaba los pasillos. Su cojera era más pronunciada hoy; la humedad le hacía doler los tornillos de titanio en su cadera izquierda. Se detuvo en la mesa dos, corrigiendo la postura de una estudiante nerviosa.

Mientras Andrés estaba de espaldas, Santiago decidió que ya había tenido suficiente. Quería irse. Tenía boletos para el cine a las 4:00.

—Mira cómo se hace esto en el mundo real, donde el tiempo es dinero —le dijo a su compañero de equipo, un chico becado llamado Luis que no se atrevía a contradecirlo.

—Santiago, el profe dijo que gota a gota… —susurró Luis, pálido.

—El profe es un mueble viejo, Luis. No sabe nada de eficiencia.

Santiago tomó el vaso de precipitados con 200 mililitros del acelerador. No usó la pipeta. No revisó el termómetro. Con un movimiento de muñeca arrogante y descuidado, vertió todo el contenido de golpe sobre el peróxido.

El universo químico no perdona la arrogancia.

No hubo ruido al principio. Solo un siseo. Como si mil serpientes despertaran dentro del matraz. El líquido, que debía tornarse azul claro, se volvió negro instantáneamente. Una columna de humo blanco, denso y pesado, comenzó a reptar por los bordes del vidrio, cayendo hacia la mesa como hielo seco, pero con una diferencia letal: el olor.

Andrés, a diez metros de distancia, se detuvo en seco. Su nariz, un instrumento afinado en mil tragedias, detectó el aroma antes de que su cerebro procesara la imagen. Olía a almendras amargas y ozono quemado.

Se giró con una velocidad que desmentía sus 58 años. Vio el humo en la mesa cuatro. Vio la mezcla burbujeando violentamente, expandiéndose como un tumor maligno.

—¡ALÉJENSE DE LA MESA! —El grito de Andrés no fue humano; fue el rugido de un león acorralado.

Pero la física fue más rápida.

CAPÍTULO 4: EL INFIERNO EN 30 SEGUNDOS

El tiempo se fracturó. Para los estudiantes, lo que sucedió a continuación fue confuso y borroso. Para Andrés, fue una secuencia de eventos en alta definición, cuadro por cuadro.

T-menos 0 segundos: La reacción térmica alcanzó los 300 grados centígrados en una fracción de segundo. El vidrio del matraz, incapaz de soportar el choque térmico y la presión de los gases, falló.

El Estallido: No fue una explosión de película con bolas de fuego gigantes. Fue una detonación sorda, un CRACK seco y violento que rompió los tímpanos de los que estaban cerca. Fragmentos de vidrio salieron disparados como metralla invisible.

La mezcla química, ahora convertida en un napalm improvisado, roció todo a su alrededor. Las cortinas sintéticas de la ventana adyacente prendieron fuego instantáneamente. Los manuales de papel en la mesa se convirtieron en antorchas.

Santiago, que estaba inclinado sobre la mesa, recibió el impacto de la onda expansiva en el pecho. Salió despedido hacia atrás, golpeándose la espalda contra un estante de metal pesado lleno de reactivos. El estante osciló, crujió y se vino abajo.

—¡¡AHHHHH!!

El grito de Santiago desgarró el aire. El estante le había caído sobre las piernas, atrapándolo contra el suelo. Un frasco de ácido clorhídrico se rompió cerca de él, sumando vapores corrosivos a la mezcla tóxica.

El pánico es contagioso. Es un virus aéreo. —¡FUEGO! ¡NOS VAMOS A MORIR! —gritó Camila, entrando en histeria.

Cuarenta y cuatro estudiantes perdieron la racionalidad al mismo tiempo. Corrieron hacia la única puerta, empujándose, pisándose. Era la receta perfecta para una tragedia de aplastamiento. El humo negro comenzaba a bajar desde el techo, creando una capa de oscuridad asfixiante a un metro de altura.

Andrés Moreno estaba en el ojo del huracán. Y en ese caos, sucedió la metamorfosis.

El hombre que había entrado al aula cojeando, el “viejo inútil” con la cara deforme, desapareció. Su postura se enderezó. El dolor de su cadera fue bloqueado por una inyección masiva de adrenalina. Su mente, entrenada bajo el fuego de refinerías y edificios colapsados, entró en “Modo Comando”.

No vio estudiantes aterrados; vio víctimas civiles. No vio fuego; vio un enemigo táctico.

—¡SILENCIO! —Su voz cortó el pánico como un cuchillo. Tenía tal autoridad, tal peso de experiencia, que por un microsegundo, todos se congelaron—. ¡Nadie sale corriendo! ¡Formación de evacuación AHORA!

Andrés agarró a un estudiante que corría ciegamente. —¡Tú! Activa la alarma de incendios en el pasillo. ¡Camila! Deja de gritar y sostén la puerta abierta. ¡Si la sueltas, morimos todos! ¡Hazlo!

Sus órdenes eran latigazos. Los estudiantes, acostumbrados a obedecer o morir en los videojuegos, reaccionaron al instinto de supervivencia que Andrés les imponía. Comenzaron a salir, tosiendo, agachados.

Pero faltaba uno.

Desde el fondo del laboratorio, detrás de una cortina de humo negro y llamas naranjas que lamían el techo, se escuchó un sollozo. —¡Ayuda… mamá… ayuda!

Era Santiago.

CAPÍTULO 5: LA DANZA CON LA MUERTE

El laboratorio se estaba convirtiendo en un horno. La temperatura subía diez grados cada segundo. El sistema de rociadores falló (maldito presupuesto universitario).

Andrés miró hacia la salida. Podía irse. Podía esperar a los bomberos. Era lo lógico. Era lo seguro. Era lo que haría un profesor normal.

Pero Andrés se tocó la cicatriz de su mejilla. Esa piel muerta le recordó quién era. Un bombero nunca se retira. Solo cambia de uniforme.

Se quitó el saco. Se arrancó la corbata de un tirón y corrió hacia el fregadero de seguridad. Abrió el chorro, empapó la tela y se la ató alrededor de la boca y la nariz.

—¡Profe, no entre! —gritó Luis desde la puerta—. ¡Está todo en llamas!

Andrés se giró. Sus ojos, enmarcados por las cicatrices y el hollín que ya empezaba a cubrirle la cara, brillaron con una intensidad aterradora. —Saca a todos, Luis. Y no dejes que nadie entre. Esta es mi zona.

Andrés se sumergió en el humo.

La visibilidad era nula. El humo picaba en los ojos como agujas de sal. El calor era un golpe físico, un muro sólido. Andrés se tiró al suelo y comenzó a gatear. “Pecho a tierra, respira corto”, se repetía. Su cuerpo recordaba. Sus codos y rodillas se movían con una memoria muscular forjada en treinta años de servicio.

El sonido del fuego era ensordecedor, un rugido de viento y destrucción. Pero Andrés filtraba el ruido. Buscaba el sonido de la vida.

—Santiago… ¡Responde! —gritó a través de la tela mojada.

—¡Aquí! ¡Me quemo!

Andrés avanzó. Su mano derecha, la mano deforme, tocó el suelo caliente. No sintió dolor. La piel injertada, insensible y gruesa, era ahora una ventaja táctica. Podía tocar superficies que habrían ampollado una mano normal.

Llegó hasta la zona cero. El fuego rodeaba la estantería caída. Santiago estaba debajo, con la cara cubierta de sangre y hollín, tosiendo violentamente. Sus ojos, antes arrogantes, ahora eran los de un niño aterrorizado que acaba de descubrir que es mortal.

Al ver surgir a Andrés de entre el humo, como un espectro, Santiago no vio al “Monstruo”. Vio a un ángel guardián hecho de cicatrices y furia.

—Profesor… perdón… perdón…

—Cállate y guarda el aire —le espetó Andrés.

Evaluó la situación. El estante de metal pesaba al menos 150 kilos con todo el equipo encima. Estaba trabado sobre las piernas del chico. El fuego estaba a medio metro y avanzaba rápido hacia unos contenedores de solvente. Si esos explotaban, no habría nada que enterrar.

—Escúchame bien, Santiago —dijo Andrés, acercando su cara deforme a la del chico. En ese infierno, la cicatriz de su mejilla parecía brillar—. Voy a levantar esto. Tienes un segundo para sacar las piernas. Si fallas, nos morimos los dos. ¿Entendiste?

Santiago asintió, llorando.

Andrés se colocó en posición. Metió el hombro derecho bajo el borde del estante. Su brazo “malo”, ese brazo del que se habían burlado durante semanas, se convirtió en el punto de apoyo.

—¡UNO!

Andrés tensó las piernas.

—¡DOS!

El fuego le lamía la espalda. La camisa empezaba a humear.

—¡TRES! ¡ARRIBA!

Andrés rugió. Fue un sonido gutural, primitivo. Invocó la fuerza de cada vida que no había podido salvar, de cada compañero que había perdido. Los tendones de su cuello se marcaron como cuerdas. El estante crujió y se levantó diez, veinte centímetros.

El metal caliente se clavó en su carne, reabriendo viejas heridas, pero Andrés no soltó. Sostenía el peso del mundo.

—¡AHORA!

Santiago se arrastró hacia atrás, liberando sus piernas justo cuando las fuerzas de Andrés fallaban y el estante volvía a caer con un estruendo metálico, levantando chispas que quemaron el cabello del profesor.

CAPÍTULO 6: EL PESO DE UNA VIDA

Estaban libres, pero no a salvo.

Santiago intentó ponerse de pie y gritó de dolor. Tenía el tobillo destrozado. No podía caminar.

—No te vas a quedar aquí —gruñó Andrés. Respiraba con dificultad; el humo estaba ganando la batalla en sus pulmones viejos.

—Déjeme, profe… sálvese usted… —balbuceó Santiago, tosiendo negro.

Andrés lo agarró de la pechera de su camisa de diseñador, ahora arruinada.

—¡Mírame! —le gritó, sacudiéndolo—. Yo no dejo a nadie atrás. ¡Nadie! Mis cicatrices son el precio que pago para que gente como tú tenga una segunda oportunidad. ¡Así que no te atrevas a rendirte ahora!

Con un esfuerzo sobrehumano, Andrés cargó a Santiago. Usó la técnica del bombero: hombro en el estómago, agarrando las piernas del chico, cargando sus 85 kilos como si fuera un costal de plumas.

El regreso fue una pesadilla. El laboratorio era un túnel de fuego. Andrés caminaba a ciegas, guiándose por el tacto de la pared con su mano izquierda. Sentía cómo el calor le quemaba las orejas, cómo su piel, ya marcada, recibía nuevos castigos.

Cada paso era una agonía. Su cadera gritaba. Sus pulmones ardían. Pero en su mente, solo había una cuenta regresiva. Diez metros. Cinco metros. Tres metros.

De repente, el aire cambió. Sintió una ráfaga fresca. Manos enguantadas lo agarraron.

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! —gritó una voz desconocida.

Eran los bomberos de la estación local. Andrés se dejó caer de rodillas en el pasillo, soltando suavemente a Santiago.

El mundo daba vueltas. Andrés tosió, escupiendo flema negra. Se arrancó la corbata quemada.

Santiago, tirado a su lado mientras los paramédicos le cortaban el pantalón, giró la cabeza. Vio a su profesor. Andrés estaba sentado en el suelo, con la camisa blanca ahora gris y manchada de sangre, jadeando.

Y entonces, Santiago lo vio. Realmente lo vio.

Vio que las quemaduras en los brazos de Andrés no eran defectos. Eran armadura. Vio que la cara deforme no era fea; era la cara de un hombre que había entrado al fuego mil veces y había salido vivo.

El Comandante de Bomberos, un hombre robusto llamado Pérez, entró corriendo al pasillo. Al ver a Andrés en el suelo, se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron como platos.

—¿Capitán Moreno? —preguntó Pérez, incrédulo.

Andrés levantó la vista, limpiándose el hollín de los ojos. —Informe de situación, Pérez. Estudiantes evacuados. Un atrapado recuperado. Fuego contenido en sector norte. Ventilación comprometida.

Hablaba como un general. No había rastro del profesor tímido.

Pérez se cuadró. Hizo un saludo militar perfecto, rígido, lleno de un respeto que no se compra con dinero. —¡Entendido, Capitán! ¡Mis hombres se encargan! ¡Médico! ¡Atención al Capitán Moreno, es prioridad alfa!

Los estudiantes, agolpados al final del pasillo, miraban la escena en silencio absoluto. Camila tenía las manos en la boca. Luis lloraba.

—¿Capitán? —susurró Camila—. ¿Es un capitán?

Pérez, escuchándola, se giró hacia los estudiantes con una furia fría. —¿No saben quién es este hombre? —les gritó, señalando a Andrés—. Es Andrés Moreno. El “Fénix” de la Merced. El hombre que sacó a treinta bebés de la maternidad durante el terremoto del 85 mientras el techo se caía. El hombre que tiene el récord de más vidas salvadas en la historia de este cuerpo.

Pérez señaló las cicatrices de Andrés. —Ustedes ven piel fea. Nosotros vemos medallas. Cada marca en su cuerpo es una familia que hoy cena junta gracias a él. ¡Deberían besar el suelo que pisa!

Santiago, desde la camilla, extendió una mano temblorosa hacia Andrés. —Profe… —su voz se quebró en un llanto incontrolable—. Gracias… gracias… soy una basura… perdóneme.

Andrés, a pesar del dolor, a pesar del cansancio infinito, le tomó la mano al chico. Apretó fuerte. —No eres basura, hijo. Solo estabas dormido. Hoy despertaste. Ahora… asegúrate de que valga la pena haberte salvado.

CAPÍTULO 7: LA REVELACIÓN Y EL RENACER

Los días siguientes fueron un torbellino. La noticia del rescate se hizo viral en las redes sociales internas de la universidad y luego saltó a Facebook y TikTok. El video de un estudiante, grabado desde el pasillo, mostraba a Andrés saliendo del humo negro con Santiago al hombro, como una figura mitológica surgiendo del inframundo.

Pero Andrés no volvió a clase inmediatamente. Pasó tres días en el hospital por inhalación de humo y quemaduras de primer grado en la espalda.

Cuando regresó a la universidad, una semana después, el ambiente había cambiado radicalmente.

Caminó hacia el aula 304. Esperaba burlas, o al menos indiferencia. Pero al llegar a la puerta, encontró algo que lo detuvo.

La puerta estaba decorada. Había carteles hechos a mano. “Gracias, Capitán”. “Héroe”. “Perdón”.

Entró al salón. Los 45 estudiantes estaban ahí. Nadie estaba mirando el celular. Nadie estaba hablando. Todos estaban de pie.

En la primera fila, sentado en una silla de ruedas con la pierna enyesada, estaba Santiago.

Al ver entrar a Andrés, Santiago intentó ponerse de pie sobre su pierna buena. —¡Atención! —gritó Santiago con voz firme.

Todos los estudiantes se cuadraron, imitando torpemente el saludo militar que habían visto hacer al Comandante Pérez.

Andrés sintió un nudo en la garganta que el humo nunca había logrado provocar. —Descansen —dijo, con la voz suave.

Santiago avanzó con la silla de ruedas. Tenía algo en las manos. Era un casco. Un casco de bombero antiguo, restaurado, con el número de la vieja estación de Andrés pintado en oro.

—Profesor… Capitán —dijo Santiago, mirándolo a los ojos, ignorando las cicatrices para ver al hombre—. Sabemos que perdimos su respeto. Sabemos que fuimos unos idiotas superficiales. No podemos borrar lo que dijimos, pero queremos aprender. De verdad aprender.

Camila se acercó. —Ya no queremos aprobar la materia, profe. Queremos saber cómo ser valientes. Queremos saber qué se siente… hacer lo que usted hace.

Andrés tomó el casco. Pasó sus dedos deformes por el borde. Miró a esos jóvenes. Ya no eran niños mimados. El miedo a la muerte los había madurado de golpe.

—La valentía no es la ausencia de miedo —les dijo Andrés, sentándose en el borde del escritorio—. La valentía es estar muerto de miedo, saber que te va a doler, saber que te puedes quemar… y entrar de todos modos porque alguien te necesita.

Se arremangó la camisa, mostrando su brazo cicatrizado, ese mapa de dolor que tanto asco les había dado antes. —Esta piel —dijo, mostrándola con orgullo por primera vez en años— no es fea. Es resistente. El fuego la probó y no pudo conmigo. Ustedes también tienen marcas ahora. Santiago tiene una en la pierna. Camila tiene pesadillas. Esas son sus primeras cicatrices. Úsenlas. Que les recuerden que la vida es frágil y que es su deber protegerla.

CAPÍTULO 8: EL LEGADO DE LAS CICATRICES

Seis meses después.

La graduación de la generación de Ingeniería Industrial fue diferente ese año. No hubo solo togas y birretes. Hubo un invitado de honor.

Cuando anunciaron el nombre del “Padrino de Generación”, el auditorio estalló. No fueron aplausos de cortesía. Fue una ovación de pie que duró cinco minutos.

Andrés Moreno subió al estrado. Llevaba su mejor traje, y por primera vez, no intentó ocultar su lado izquierdo. Sonrió con su boca torcida, y a nadie le pareció grotesco. Le pareció la sonrisa más hermosa del mundo.

Santiago fue el encargado de dar el discurso final. Se paró frente al micrófono, ya recuperado, pero caminando con un bastón que llevaba con dignidad.

—Hace un semestre —comenzó Santiago—, yo pensaba que el éxito se medía en dinero y en seguidores. Pensaba que la belleza era tener la piel perfecta. Me burlé de un hombre porque parecía roto.

Hizo una pausa, buscando a Andrés en la multitud.

—Pero cuando el fuego vino por mí, cuando pensé que mi vida terminaba, la “piel perfecta” no me sirvió de nada. El dinero no apagó las llamas. Lo único que me salvó fue la mano de un hombre roto. Un hombre que cruzó el infierno para sacar a alguien que ni siquiera le caía bien.

Santiago se limpió una lágrima.

—El Capitán Moreno nos enseñó que las cicatrices son historias. Son mapas de dónde hemos estado y de lo que hemos sobrevivido. Hoy, nos graduamos como ingenieros, pero gracias a él, también nos graduamos como seres humanos. Y prometemos una cosa: viviremos vidas que valgan las cicatrices que él lleva por nosotros.

Al final de la ceremonia, Andrés caminaba hacia la salida. Un grupo de estudiantes de primer ingreso lo miró pasar.

—Mira ese señor —susurró uno—. ¿Qué le pasó en la cara?

Santiago, que pasaba por ahí, se detuvo. Puso una mano en el hombro del estudiante nuevo y sonrió.

—¿Eso? —dijo Santiago con orgullo—. Eso no es una herida. Eso es lo que pasa cuando eres un maldito héroe. Más te vale mostrar respeto, porque ese hombre es una leyenda.

Andrés escuchó. No se volteó, pero siguió caminando hacia la luz del sol, sintiéndose, por primera vez en treinta años, completamente curado.

FIN DE LA HISTORIA.

EPÍLOGO: EL PESO DEL CASCO

(5 Años Después)

    El Eco del Viejo León

El sol del norte de México golpeaba sin piedad sobre la estructura de acero de la Planta Petroquímica “La Esperanza”, en Tula. El aire vibraba con el calor y el olor a azufre y diesel quemado.

El Ingeniero Santiago Rivas caminaba por la pasarela del nivel tres. A sus 27 años, ya no quedaba nada del “mirrey” de cabello perfectamente peinado y ropa de diseñador que había entrado al aula 304 aquel fatídico día. Ahora, su ropa era un overol ignífugo manchado de grasa, botas de seguridad con punta de acero desgastadas y un casco blanco rayado por el uso.

Caminaba con una ligera cojera, casi imperceptible, secuela de aquel tobillo roto en el laboratorio. Pero para él, no era un defecto; era su metrónomo. Cada punzada de dolor le recordaba: Estás vivo. Mantente alerta.

Santiago se detuvo frente a un grupo de técnicos recién egresados. Eran jóvenes, ruidosos, y tenían esa mirada de inmortalidad que él conocía tan bien. Uno de ellos, un chico llamado Beto, tenía las gafas de seguridad colgadas del cuello en lugar de puestas sobre los ojos.

—¡Oye, tú! —gritó Santiago. Su voz había adquirido ese tono rasposo y autoritario, una imitación inconsciente de su mentor.

Beto se giró, masticando chicle. —¿Qué onda, Inge? Hace mucho calor para los lentes, se empañan.

Santiago bajó la escalera metálica con rapidez. Se paró frente al chico, invadiendo su espacio personal. —¿Se te empañan? —preguntó Santiago suavemente, peligrosamente tranquilo—. Pobrecito. ¿Sabes qué pasa cuando una válvula de alta presión revienta a dos metros de tu cara, Beto?

—Pues… me quemo, ¿no? —respondió el chico, desafiante, buscando la aprobación de sus amigos.

Santiago no parpadeó. Se quitó el guante de la mano derecha. No tenía cicatrices visibles allí, pero se señaló la cara. —No. No solo te quemas. El líquido a 200 grados te derrite los párpados antes de que tu cerebro registre el dolor. Te quedas ciego en la oscuridad total, gritando por tu mamá mientras sientes cómo tu piel se escurre.

El grupo se quedó en silencio. La descripción fue demasiado gráfica, demasiado real.

—Ponte las malditas gafas —ordenó Santiago—. O lárgate de mi planta. Aquí no cobramos por hora, cobramos por volver a casa completos.

Beto se puso las gafas rápidamente, con las manos temblando ligeramente.

Santiago se dio la vuelta y siguió su ronda. Mientras caminaba, sacó su celular. En el fondo de pantalla no había una foto de su novia ni de un auto deportivo. Había una foto vieja, granulada, de un hombre con la cara cicatrizada sonriendo a medias: el Capitán Andrés Moreno.

—Sigo intentando, Capi —murmuró Santiago para sí mismo—. Pero estos cabrones son duros de cabeza, igual que yo.

    La Prueba de Fuego

Esa misma tarde, a las 4:45 PM, justo antes del cambio de turno, la sirena sonó.

No fue un simulacro. El sonido de la alarma de “Fuga de Gas Ácido” tiene un tono particular, agudo y desesperante, diseñado para activar el instinto de huida en el cerebro reptiliano.

—¡Código Rojo en Sector 4! ¡Fuga en la línea de compresión! —crepitó la radio en el pecho de Santiago.

Sector 4. Era un área confinada, un laberinto de tuberías viejas. Y Santiago sabía que la cuadrilla de Beto estaba allí haciendo mantenimiento.

El protocolo dictaba evacuar al punto de reunión. El “Inge” de escritorio habría corrido hacia la salida. Pero Santiago Rivas no era un ingeniero de escritorio. Era un graduado de la Cátedra Moreno.

—¡Evacuen a todo el personal administrativo! —ordenó por la radio mientras corría en dirección contraria a la multitud, hacia el peligro—. ¡Brigada de emergencia, conmigo al Sector 4!

Al llegar a la zona, el caos reinaba. Una nube amarillenta de vapor tóxico siseaba desde una brida rota. El ruido era ensordecedor. Dos operarios salían tosiendo y arrastrándose.

—¡Falta Beto! —gritó uno de ellos—. ¡Se quedó enganchado en el arnés arriba!

Santiago miró hacia arriba. A seis metros de altura, entre la niebla tóxica, vio la silueta de Beto colgando inerte. El gas estaba desplazando el oxígeno. Tenían menos de dos minutos antes de la asfixia o la explosión.

Los brigadistas dudaron. El gas era corrosivo.

Santiago no dudó. La voz de Andrés resonó en su cabeza, clara como el cristal: “El miedo es información. Úsala. No te paralices.”

—¡Denme cobertura de agua! —gritó Santiago, arrebatándole una máscara de oxígeno autónomo a un compañero—. ¡Voy a subir!

—¡Estás loco, Santiago! ¡No es tu trabajo!

—¡Es mi gente! —rugió.

Santiago trepó por la escalera de gato. El traje pesaba. El calor era sofocante. Al entrar en la nube de gas, sintió el picor en la piel expuesta del cuello, como mil hormigas de fuego mordiendo a la vez.

Llegó hasta Beto. El chico estaba inconsciente, con el arnés atorado en una válvula saliente.

—¡Despierta, cabrón! —gritó Santiago a través de la máscara, sacudiéndolo.

No había tiempo para desatorarlo con delicadeza. Santiago sacó su navaja de emergencia. Cortó la línea de vida secundaria. El peso muerto de Beto cayó sobre él. Santiago gruñó, sintiendo cómo su espalda crujía bajo el esfuerzo.

Era la misma escena de hace cinco años, pero invertida. Ahora él era el salvador. Ahora él era la fuerza bruta.

—¡Bajando! —avisó por radio.

El descenso fue un infierno. El gas le nublaba el visor. Un chorro de vapor caliente le golpeó el antebrazo izquierdo, justo donde terminaba el guante. Sintió la piel ampollarse al instante, un dolor agudo y blanco.

Aguanta. Nadie se queda atrás.

Al tocar el suelo, las piernas le fallaron. Cayó de rodillas, pero amortiguó la caída de Beto. Los paramédicos se lanzaron sobre ellos.

—¡Tiene pulso! —gritó alguien.

Santiago se arrancó la máscara, jadeando bocanadas de aire sucio pero libre de veneno. Se miró el brazo izquierdo. La manga del overol estaba quemada. La piel debajo estaba roja, levantada, viva.

Sonrió. Una sonrisa torcida por el dolor y la adrenalina.

—Bienvenido al club —susurró.

    El Último Reporte

Dos días después, Santiago condujo hasta una pequeña casa de retiro en las afueras de Cuernavaca. Llevaba el brazo izquierdo vendado.

En el jardín, sentado en una silla mecedora bajo la sombra de una bugambilia, estaba Andrés Moreno.

El Capitán había envejecido. El incendio del laboratorio había sido su última gran batalla; sus pulmones, ya castigados por décadas de servicio, no habían soportado bien aquella última ingesta de químicos. Ahora respiraba con la ayuda de una cánula de oxígeno transparente que cruzaba su rostro, pasando sobre la vieja cicatriz de la mejilla.

Parecía frágil, como una hoja seca a punto de romperse. Pero cuando vio a Santiago cruzar la reja, sus ojos se encendieron con esa chispa inconfundible de acero.

—Miren quién se dignó a visitar al viejo —dijo Andrés, su voz ahora un susurro rasposo.

Santiago se acercó y se sentó en el banco de piedra frente a él. No dijo nada al principio. Solo extendió su brazo izquierdo y comenzó a desenrollar la venda lentamente.

Andrés observó en silencio.

Cuando la gasa cayó, reveló una quemadura de segundo grado, fea, roja y en proceso de cicatrización. Una marca permanente. Una “medalla”.

Andrés se inclinó hacia adelante. Extendió su mano temblorosa, la mano de dedos deformes y piel de cuero, y rozó suavemente la herida fresca de Santiago. No había lástima en su toque. Había reconocimiento.

—¿Válvula? —preguntó Andrés.

—Línea de compresión. Gas ácido. Saqué a un novato que se quedó colgado.

—¿Sobrevivió?

—Está en terapia intensiva, pero los médicos dicen que la libró. Va a volver a caminar.

Andrés asintió lentamente, recargándose en el respaldo. Cerró los ojos un momento, respirando el oxígeno artificial.

—Te dolió —dijo Andrés, no como pregunta.

—Como el demonio —admitió Santiago—. En ese momento… pensé que no bajaba. Pensé en soltarlo.

—Pero no lo hiciste.

—No. Me acordé de usted. Me acordé de cómo levantó esa mesa cuando yo era un estorbo arrogante.

Andrés abrió los ojos y miró fijamente a su exalumno.

—Ya no eres mi alumno, Santiago.

Santiago parpadeó, confundido. —¿Cómo dice, Profe?

—Esa marca —señaló la quemadura—. Esa cicatriz cambia las cosas. Antes entendías la teoría. Entendías el respeto. Pero ahora… ahora entiendes el precio.

Andrés tosió un poco, acomodándose la cánula.

—La gente piensa que somos héroes porque no tenemos miedo —continuó el viejo capitán—. Pero tú y yo sabemos la verdad. Somos héroes porque estamos aterrorizados, y aun así, elegimos sangrar para que otro no tenga que hacerlo. Esa cicatriz es tu diploma, hijo. El verdadero.

Santiago sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. No de tristeza, sino de una gratitud inmensa y pesada.

—¿Valió la pena? —preguntó Andrés, clavando su mirada en él—. El dolor. El miedo. ¿Valió la pena por ese chico novato?

Santiago pensó en Beto. Pensó en la madre de Beto llorando en la sala de espera, dándole las gracias a Santiago y besándole las manos sucias de hollín. Pensó en que Beto tendría una vida, hijos, futuro.

Santiago miró su brazo quemado. Ya no le dolía tanto.

—Sí, Capitán —respondió Santiago con firmeza—. Cada segundo.

Andrés sonrió. Fue una sonrisa completa, la primera que Santiago le veía en años, donde la cicatriz de su cara pareció desvanecerse, dejando solo al hombre bondadoso debajo.

—Bien —susurró Andrés, cerrando los ojos de nuevo, tranquilo—. Entonces mi trabajo aquí ha terminado. El relevo está listo.

Se quedaron allí sentados en silencio mientras el sol caía, dos guerreros de generaciones distintas, unidos no por la sangre, sino por el fuego y las marcas que llevaban en la piel. Santiago entendió entonces que Andrés no iba a durar mucho más tiempo en este mundo, pero también entendió que la muerte no podía tocar al Capitán.

Porque cada vez que Santiago diera una orden de seguridad, cada vez que revisara un protocolo, cada vez que alguien viera su cicatriz y preguntara qué pasó, Andrés Moreno estaría allí.

Las cicatrices no son solo marcas de dolor. Son semillas. Y el Capitán había sembrado un bosque entero.

FIN DEL EPÍLOGO.