PARTE 1

Capítulo 1: El Intruso en el Palacio de Cristal

—Sostén a mi bebé, voy a cantar —le solté a la mujer de la primera fila, sin darle tiempo a procesar la petición.

Le entregué a Tadeo, mi hijo de ocho meses, colocándolo casi a la fuerza sobre su regazo cubierto de seda carmesí. La mujer me miró con una mezcla de pánico, repulsión y desconcierto absoluto, como si acabara de depositar una bolsa de basura radiactiva sobre su vestido de diseñador. El auditorio del Gran Centro Cultural de Polanco, el recinto más elitista y excluyente de la Ciudad de México, cayó en un silencio sepulcral. No era el silencio respetuoso de la ópera; era ese silencio incómodo, denso y helado que precede a un escándalo social de proporciones bíblicas.

La mujer dudó, rígida como una gárgola, sosteniendo a Tadeo con la punta de los dedos manicurados, alejando la cabecita del niño de su collar de diamantes.

—Yo… osea, no sé si esto es… —balbuceó, buscando con la mirada a alguien de seguridad o a su marido para que la salvaran de esa “situación”.

—Por favor —insistí, con una calma que contrastaba con el huracán que llevaba por dentro—. No muerde. Y te prometo que va a valer la pena cada segundo.

Lo que se suponía que era una “Noche de Gala por la Diversidad” para recaudar fondos, donde el cubierto costaba lo que yo ganaba en seis meses limpiando oficinas, se había convertido en un caos. Yo, Kenia Hernández, una mujer afromexicana de 24 años, vestida con unos jeans gastados, una playera gris y tenis viejos, había burlado a la seguridad privada más agresiva de la ciudad y estaba parada frente al escenario principal.

—Ay, Dios mío, ¿pero cómo entró esta mujer aquí? —susurró Victoria Carranza, la presidenta del comité y la viva imagen del clasismo mexicano. Su susurro fue lo bastante alto para que su desprecio resonara—. ¿Dónde está seguridad? Esto es vergonzoso, es… de muy mal gusto.

El director musical, el Maestro Ricardo Villalobos, un hombre de 60 años que se creía el guardián de la alta cultura europea en México, subió al escenario corriendo, con la cara roja de ira.

—Señora, le voy a pedir que se retire inmediatamente —dijo, intentando sonar diplomático para no asustar a los donantes, pero con el veneno escurriendo—. Este es un evento privado, y claramente usted está perdida.

Capítulo 2: El Pacto de los Tres Minutos

—Sé exactamente qué tipo de evento es —lo interrumpí, mi voz proyectándose sin esfuerzo hasta la última fila, gracias a años de técnica vocal que ellos ignoraban—. Es un evento para “celebrar el talento excepcional y promover la diversidad”, ¿verdad? Qué ironía.

La palabra “ironía” salió de mi boca como un cuchillo, cortando el aire acondicionado y el murmullo de los 300 invitados. Eran la crema y nata: políticos, empresarios, influencers “whitexicans”. Todos me miraban como si fuera un animal exótico que se había escapado del zoológico.

Kenia Hernández. Graduada con honores, becada por excelencia, madre soltera. Había pasado los últimos cinco años tocando puertas que se cerraban en mi cara apenas veían mi tono de piel o mi dirección en Iztapalapa.

—Mire, “hija” —dijo Villalobos, usando ese tono condescendiente que me enfermaba—. Entiendo que la situación está difícil, pero interrumpir nuestra gala no es la forma de pedir ayuda. Si te vas ahora, no llamaré a la patrulla.

—Tres minutos —lo corté en seco—. Deme tres minutos para cantar y me voy. Si no les gusta, le juro por la vida de mi hijo que nunca más volverán a ver mi cara, ni aquí ni en ningún lado.

El murmullo en la sala creció. “¡Seguridad!”, gritó alguien. “¡Qué naca!”, susurró otra. Pero entonces, una voz grave retumbó desde el fondo.

—Déjenla cantar.

Todas las cabezas giraron. Era Julián Montero, el crítico musical más temido del país.

—Julián, por favor —chilló Victoria Carranza—. Es una intrusa.

—De hecho —dijo Julián, caminando hacia el escenario—, conozco a esta joven. Y si ella dice que puede cantar, sugiero que escuchemos. A menos que tengan miedo de lo que pueda demostrar.

El auditorio se tensó. Villalobos, presionado por la presencia de Julián, bufó.

—Tres minutos. Pero si esto es un circo, la saco yo mismo.

Me paré en el centro. Las luces me cegaron. Lo que esa gente privilegiada no sabía era que cada mirada de asco estaba a punto de convertirse en gasolina para el incendio que yo iba a provocar.

PARTE 2

Capítulo 3: El Color de la Incompetencia

Mientras el silencio se hacía pesado en el auditorio, mi mente viajó cinco años atrás. A una tarde lluviosa de octubre, sentada en las escaleras de cantera del Conservatorio Nacional de Música, con una caja de cartón en las manos y el alma rota.

—¿Para qué? —le había gritado a Julián aquella tarde, cuando él era apenas un crítico emergente y yo su profesora asistente—. ¿Para qué tres años de conservatorio, dos de maestría? ¿Para descubrir que mi título vale menos que mi código postal?

Ese día me habían despedido. No por incompetente. Yo era la mejor maestra de solfeo que habían tenido. Me despidieron porque los padres de los alumnos, la gente como Victoria Carranza, se habían quejado.

—Es una cuestión de presupuesto —había mentido el director Hamilton, evitando mirarme a los ojos—. Recortes, ya sabes.

Pero yo sabía la verdad. Julián lo había escuchado en los pasillos. “No queremos que nuestros hijos aprendan música clásica de alguien que parece que debería estar limpiando el salón, no enseñando en él”, había dicho un padre influyente. “Le quita prestigio a la institución”.

Me corrieron por ser prieta. Por ser pobre. Por atreverme a enseñar a Mozart con la misma autoridad con la que cantaba un son jarocho. Esa herida nunca cerró. Se convirtió en una cicatriz que latía cada vez que veía a uno de esos mediocres triunfar solo por tener el apellido correcto.

Capítulo 4: Las Cámaras de la Verdad

De vuelta en el presente, ajusté el micrófono. Pero antes de soltar la primera nota, las luces del auditorio parpadearon.

La puerta principal se abrió de golpe. Tres figuras entraron caminando con la seguridad de quien posee la verdad. Victoria Carranza sintió que la sangre se le helaba.

Al frente iba David Chan, el reportero de investigación más incisivo de la televisión nacional, con una cámara al hombro y transmitiendo en vivo. A su lado, Marcos, mi ex esposo y padre de Tadeo, vistiendo un traje sencillo pero impecable, lejos de la imagen de “hombre desobligado” que la sociedad le adjudicaba a los de nuestra clase. Y cerrando el grupo, Carmen Ramírez, la abogada tiburón especializada en discriminación laboral.

—Disculpen la interrupción —dijo David, su voz resonando mientras la luz roja de “EN VIVO” brillaba como un ojo acusador—. Soy David Chan del Noticiero Nocturno y estamos transmitiendo en vivo un caso fascinante de discriminación sistemática.

—¡Esto es propiedad privada! —gritó Villalobos, perdiendo los estribos—. ¡No pueden grabar!

—De hecho —interrumpió Carmen, abriendo una carpeta beige—, verificamos los registros. Este evento recibe fondos federales de cultura. Es un evento público. Y tenemos derecho a estar aquí.

Marcos caminó hacia el escenario. Me miró con orgullo y luego miró al público.

—Hola, mi amor —me dijo, lo suficientemente alto para que los micrófonos lo captaran—. ¿Cómo está nuestro hijo?

La palabra “nuestro” cayó como una bomba. Rompía el estereotipo que ellos ya se habían armado en sus cabezas. Tadeo no era un hijo “sin padre”. Tenía una familia que estaba ahí para respaldar la guerra que estábamos a punto de iniciar.

Capítulo 5: La Voz de los Sin Voz

—Quizás sea mejor dejar que el arte hable —dijo Julián Montero, dándome el pie.

Asentí. Cerré los ojos. No necesitaba orquesta. No necesitaba piano. Mi instrumento era mi garganta y mi dolor.

Empecé a cantar. No elegí una pieza de ópera europea para complacerlos. Elegí “La Llorona”, pero no la versión turística. La versión desgarradora, la que sale de las entrañas de la tierra.

La primera nota salió de mi pecho como un lamento ancestral. Fue un sonido tan puro, tan cargado de historia y de sufrimiento, que el aire en la sala pareció volverse sólido.

“No sé qué tienen las flores, Llorona… Las flores del campo santo…”

Mi voz subió, llenando cada rincón del lujoso teatro, rebotando en los palcos dorados, metiéndose bajo la piel de las señoras de las Lomas y los señores de Santa Fe. Los celulares que antes grababan por morbo, ahora grababan hipnotizados.

Victoria Carranza, que había estado planeando cómo sacarme, se quedó petrificada. Sus manos temblaban. La máscara de perfección se le estaba cayendo.

Capítulo 6: Los Correos del Odio

Terminé la canción con un falsete que se desvaneció en un silencio absoluto. Nadie aplaudió. Estaban en shock. Fue entonces cuando Carmen subió al escenario.

—Lo que acaban de escuchar —dijo Carmen a la cámara— es la voz de una mujer que fue despedida de este mismo círculo por “incompetencia”. Pero tengo aquí unos correos interesantes.

Victoria se puso pálida.

—Correo del 15 de marzo de 2019 —leyó Carmen—. De Victoria Carranza para la administración del Conservatorio: “Me preocupa profundamente la imagen de la escuela. La maestra Hernández es… visualmente inadecuada para el perfil de nuestros hijos. Necesitamos gente con más clase, más acorde a nuestros valores”.

Un grito ahogado recorrió la sala.

—¡Eso es privado! —chilló Victoria.

—Correo del 2 de abril —siguió Carmen, implacable—. “No es racismo, es mantener los estándares. Seguramente hay alguien más ‘europeo’ para enseñar técnica vocal”.

David acercó la cámara a la cara de Victoria. Estaba destruida. En televisión nacional, en vivo para millones de mexicanos, la careta de la “filántropa” se había caído para mostrar a la racista que vivía debajo.

Capítulo 7: No Es Una Súplica, Es Una Demostración

Villalobos intentó intervenir.

—Miren, si esto es un chantaje legal…

—¿Chantaje? —intervine yo, tomando el micrófono—. Señor Villalobos, yo tengo un título de la Escuela Superior de Música, una maestría y cinco años de experiencia. Me corrieron para poner al sobrino de un donante que ni siquiera sabe leer una partitura completa.

Marcos se paró junto a mí.

—Presentamos quejas hace seis meses. Nos ignoraron. Pedimos audiencias. Nos cerraron la puerta. Nos dijeron que “la gente como nosotros” no encajaba aquí. Bueno, ahora todo México está viendo quién encaja y quién no.

Tadeo, en los brazos de la señora rica (que ahora lloraba silenciosamente, quizás por culpa, quizás por emoción), soltó una risita. Fue el contraste perfecto. La inocencia contra la corrupción.

Capítulo 8: La Revolución Cultural

—Yo no vine a pedirles trabajo —dije, mirando directo a la cámara, a los ojos de todos los mexicanos que me estaban viendo en sus casas—. Vine a demostrarles lo que se perdieron. Vine a demostrar que el talento no tiene código postal, ni color de piel. Y que su “alta cultura” no es más que un club privado para protegerse de la realidad: que allá afuera, en las calles que ustedes desprecian, hay más talento del que ustedes podrán comprar jamás.

Julián Montero comenzó a aplaudir. Lento. Solo. Luego, la señora que tenía a Tadeo se puso de pie y aplaudió. Y poco a poco, la vergüenza dio paso a la admiración. El auditorio estalló en aplausos. No todos, claro. Victoria y Villalobos salieron huyendo por la puerta lateral, cubriéndose la cara, perseguidos por las cámaras de David.

Tres meses después, firmé con la disquera más importante del país. No como cantante de música clásica, sino con mi propio estilo, fusionando lo nuestro con lo académico. Victoria Carranza fue destituida del comité. El conservatorio tuvo que abrir una investigación federal por discriminación.

Pero mi mayor victoria no fue esa. Fue ver a Tadeo, años después, viendo el video de esa noche y sabiendo que su madre no se quedó callada. Que su madre entró a la boca del lobo y salió cantando.

Ellos querían silenciar una voz, pero terminaron amplificando un movimiento. Y como dijo Julián esa noche: “La mejor venganza no es el odio, es el éxito innegable”.

EPÍLOGO: LA RESONANCIA DEL SILENCIO (5 Años Después)

Capítulo 9: El Fantasma del Palacio de Mármol

El camerino principal del Palacio de Bellas Artes huele a madera antigua, laca para el cabello y flores frescas. Específicamente, a nardos y alcatraces, las flores que pedí. Hace cinco años, el único olor que asociaba con los recintos culturales de la Ciudad de México era el del Cloralex y el trapeador húmedo con el que limpiaba los pisos antes de que llegaran los “verdaderos artistas”.

Me miro al espejo. Las luces del tocador son implacables, pero ya no me asustan. La mujer que me devuelve la mirada tiene 29 años, pero sus ojos cargan con la sabiduría de tres vidas. Llevo un vestido color obsidiana, diseñado por un colectivo de mujeres artesanas de Oaxaca, bordado con hilos de plata que forman constelaciones sobre mi pecho. Ya no hay jeans rotos, ni tenis viejos. Pero debajo de la seda y la plata, la piel sigue siendo la misma. Prieta. Orgullosa. Resiliente.

—Cinco minutos, señora Hernández —dice el asistente de producción, un chico joven que me mira con una reverencia que todavía me incomoda.

—Gracias, Leo. Y por favor, dime Kenia. “Señora” me hace sentir que debo la renta.

El chico sonríe y cierra la puerta.

Me siento en el sofá de terciopelo. A mi lado, Tadeo, que ahora tiene casi seis años, juega con una tablet. Ya no es el bebé que se aferraba a mi pecho en medio de una tormenta social. Es un niño despierto, curioso, que va a una escuela donde nadie se atreve a cuestionar su apellido ni su color.

—¿Estás nerviosa, mamá? —pregunta, sin levantar la vista del juego.

—Siempre, mi amor. El día que deje de estar nerviosa, ese día dejo de cantar.

—Papá dice que te los vas a comer vivos —responde con esa inocencia brutal de los niños.

Marcos entra en ese momento, ajustándose la corbata. Ha cambiado. No en esencia, sino en postura. Ya no camina con los hombros encogidos, pidiendo disculpas por ocupar espacio. Ahora camina como el hombre que gestiona la fundación de arte más importante para niños de bajos recursos en el país. Se acerca y me besa la frente.

—¿Lista para el sold out número diez?

—Bellas Artes no es el auditorio de Polanco, Marcos —suspiro, sintiendo un nudo en el estómago—. Aquí es donde cantó Juan Gabriel. Aquí es donde lloró María Callas. Siento que… siento que todavía estoy colada en la fiesta.

Marcos se agacha frente a mí, tomándome las manos. Sus palmas siguen siendo ásperas, un recordatorio de sus años en la construcción, aunque ahora firme cheques y contratos.

—Kenia, tú no te colaste. Tú derribaste la puerta y construiste una nueva. Allá afuera hay dos mil personas que no vinieron a ver a una “curiosidad”. Vinieron a verte a ti.

El sonido de la tercera llamada resuena por los pasillos. Es hora.

Capítulo 10: Cenizas de la Alta Sociedad

Mientras camino hacia el escenario, los recuerdos me asaltan. No los del triunfo, sino los de la guerra que vino después. La gente piensa que el video viral fue el final feliz, pero fue solo el inicio de la carnicería.

Recuerdo los meses posteriores a la gala en Polanco. La prensa nos acosaba. Ventaneando y telediarios acampaban afuera de nuestro departamento en Iztapalapa. Hubo amenazas, claro. Cartas anónimas diciéndome que “regresara a mi selva”. Pero por cada amenaza, llegaban mil cartas de apoyo.

Y luego estaba el juicio. O más bien, la demolición controlada que Carmen Ramírez ejecutó sobre el Conservatorio y el Comité de Cultura.

Carmen no solo quería una disculpa; quería sangre legal. Logró demostrar un patrón de discriminación sistemática que se remontaba a dos décadas. Descubrió correos, grabaciones, nóminas alteradas. Fue el escándalo cultural del siglo.

¿Y Victoria Carranza?

La vi hace dos semanas. Fue un encuentro fortuito, casi poético en su crueldad.

Estaba yo comiendo en un restaurante discreto en la Roma, celebrando el cumpleaños de Carmen. De pronto, la vi entrar. Victoria. Pero no la Victoria de los diamantes y la arrogancia. Llevaba un traje sastre que había visto mejores días, el cabello teñido en casa, y una expresión de fatiga crónica.

Trabajaba como gerente de piso en una boutique de muebles. La “Dama de Hierro” de la sociedad, la mujer que decidía quién era digno de arte y quién no, ahora tenía que sonreírle a clientes que ni siquiera sabían quién había sido ella.

Nuestras miradas se cruzaron. Por un segundo, el tiempo se detuvo. Esperé ver odio en sus ojos. Esperé ver esa chispa de superioridad racista. Pero solo vi… nada. Vi a una mujer derrotada por su propia obsolescencia. Bajó la mirada rápidamente, fingiendo revisar unos papeles, y se escabulló hacia la bodega.

No sentí placer. No sentí la satisfacción de la venganza que imaginaba en mis noches de insomnio. Solo sentí lástima. El mundo había avanzado, girando hacia un futuro más inclusivo, y ella se había quedado atrapada en su pequeña burbuja de prejuicios, que al final, estalló y la dejó sin aire.

—¿En qué piensas? —me pregunta Marcos, sacándome del recuerdo justo antes de pisar las tablas del escenario.

—En que la justicia a veces no es un mazo, es un espejo —respondo.

Capítulo 11: La Sinfonía del Nuevo México

El telón se levanta.

El Palacio de Bellas Artes es un monstruo dorado. Los palcos se elevan hacia el techo como costillas de un gigante de oro y cristal. Pero lo que me roba el aliento no es la arquitectura, es la gente.

Hace cinco años, un público así hubiera sido imposible. En la zona de orquesta, donde antes solo se sentaban los apellidos compuestos y las dinastías políticas, veo una mezcla que me llena los ojos de lágrimas. Veo señoras con rebozos sentadas junto a ejecutivos de traje. Veo estudiantes con el cabello azul junto a abuelas que vinieron desde los pueblos originarios de Michoacán. Veo a la “raza”. Veo a mi gente ocupando los asientos de terciopelo rojo como si siempre hubieran pertenecido ahí. Porque pertenecen.

El director de la Orquesta Sinfónica Nacional, un joven oaxaqueño que obtuvo el puesto gracias a las reformas que impulsamos, levanta la batuta.

No empiezo con ópera. Empiezo con un cardenche, un canto a capela del desierto, crudo, doloroso, polvoriento.

Mi voz golpea la cúpula pintada por los muralistas. Y en ese momento, entiendo lo que es el “Neo México”. No es borrar el pasado, ni quemar los museos. Es abrir las ventanas para que entre el aire de la calle. Es entender que la cultura no es un jarrón de porcelana que se rompe si lo tocan las manos sucias; la cultura es barro, es maíz, es asfalto, y es resistente.

Canto durante dos horas. Canto a Verdi y canto a José Alfredo Jiménez. Canto en italiano y canto en náhuatl. Y cada nota es un ladrillo más en el muro que estamos derribando.

Hacia el final del concierto, hago una pausa. El silencio es respetuoso, vibrante.

—Hace cinco años —digo al micrófono, y mi voz tiembla un poco—, me dijeron que mi voz “ensuciaba” la acústica de la alta sociedad. Me dijeron que mi hijo no merecía escuchar a Mozart porque su cuna era humilde.

Busco a Tadeo en la primera fila. Está sentado junto a Carmen y David Chan, quien ahora dirige el noticiero más importante del país.

—Esta noche —continúo—, no canto para demostrarles nada a ellos. Ellos ya son irrelevantes. Esta noche canto para los que están afuera. Para la chica que está limpiando baños y cantando bajito para no molestar. Para el chico que toca el violín en el metro por unas monedas. Para todos los que les han dicho “tú no”.

Señalo hacia la galería más alta, la zona que llaman “el gallinero”, donde los boletos son más baratos.

—Esta noche, el Palacio es suyo.

Cuando comienzo los acordes de “Gracias a la Vida”, el Palacio se viene abajo. No es un aplauso; es un rugido. Es el sonido de las cadenas rompiéndose.

Capítulo 12: Lo Que Queda Cuando Bajan las Luces

El “After Party” no es en un salón exclusivo de Polanco. Es en una taquería en el centro, cerca de Garibaldi. Reservamos todo el lugar.

Ahí estamos todos. Mi banda, los abogados de Carmen, David con su equipo de cámaras (ahora apagadas), y mi familia.

El contraste es delicioso. Estamos vestidos de gala, comiendo tacos al pastor con salsa roja, riendo a carcajadas.

Carmen se acerca con una copa de tequila.

—¿Sabes qué es lo más gracioso? —me dice, con esa sonrisa afilada que aterroriza a los jueces—. Que el Conservatorio me llamó hoy.

—¿Para qué? —pregunto, limpiándome un poco de salsa de la comisura.

—Quieren ponerle tu nombre al nuevo auditorio. “Auditorio Kenia Hernández”.

Suelto una carcajada que hace que Marcos se atragante con su taco.

—Diles que no —respondo tajante.

Carmen levanta una ceja.

—¿Por qué? Sería la victoria definitiva. Su nombre en letras de oro en el edificio que te corrió.

—No, Carmen. Diles que si quieren usar mi nombre, tienen que becar al 50% de su matrícula. Becas completas. Comida, transporte e instrumentos para chicos de Iztapalapa, Ecatepec y Neza. Si hacen eso, les presto el nombre. Si no, que se lo pongan a su abuela.

Carmen sonríe, satisfecha. Saca su celular.

—Redactando el contrato ahora mismo. Les va a doler el bolsillo, y eso me encanta.

Miro a mi alrededor. Veo a Marcos cargando a Tadeo, que ya se quedó dormido sobre su hombro. La imagen me rompe y me reconstruye.

Hubo un costo, claro que lo hubo. Perdí “amigos” que solo querían la foto. Perdí la privacidad. Perdí la ingenuidad de creer que el talento es suficiente (no lo es, se necesita oportunidad y, a veces, un mazo). Mi relación con Marcos tuvo crisis fuertes; la fama es una amante celosa que intenta meterse en la cama. Tuvimos que ir a terapia, tuvimos que aprender a ser “Kenia y Marcos” otra vez, no “La Diva y su Esposo”.

Pero ganamos esto. Ganamos la libertad de ser nosotros mismos sin pedir perdón.

Capítulo Final: Raíces en el Concreto

Salgo de la taquería un momento para tomar aire. La noche de la Ciudad de México es fresca, con ese olor inconfundible a lluvia y escape de autos. Las luces de la Torre Latinoamericana parpadean a lo lejos.

Se me acerca un señor mayor, un vendedor de rosas ambulante. Me tenso por instinto, una costumbre de los años de miedo. Pero él solo sonríe.

—Buenas noches, jefa —me dice—. ¿Una rosa para la dama?

Busco en mi bolso pequeño, pero no traigo efectivo.

—Híjole, señor, no traigo cambio…

—No se preocupe —me interrumpe él—. Usted es la que cantó en la tele, ¿verdad? La que puso en su lugar a los “fufurufos”.

Sonrío, un poco avergonzada.

—Sí, señor. Soy yo.

El hombre saca la rosa más roja de su cubeta y me la extiende. Sus manos están llenas de grietas, como la tierra seca.

—Tenga. Es de parte de mi nieta. Ella quiere cantar. Dice que si usted pudo, ella también.

Tomo la rosa. Pesa más que el Grammy que tengo en la repisa de mi casa. Pesa más que los cheques.

—Dígale a su nieta que practique diario —le digo, con la voz quebrada—. Y que cuando esté lista, me busque. Yo le abro la puerta.

El señor asiente, se toca el sombrero y se va caminando lento por la calle Madero.

Me quedo ahí, con la rosa en la mano, bajo la luz neón de un anuncio de OXXO. Y lloro. Lloro no de tristeza, sino de gratitud. Porque entiendo que mi historia no fue sobre cantar bonito. Nunca lo fue.

Fue sobre demostrar que en este país, debajo de las capas de clasismo, racismo y olvido, hay un corazón que late fuerte. Un corazón que solo necesita tres minutos para demostrar que vale oro.

Entro de nuevo a la taquería. Marcos me ve, ve la rosa y mis ojos rojos. No pregunta nada. Solo me abraza y me pasa otro taco.

—Come, flaca —me dice—. Mañana hay mucha chamba. Tenemos que cambiar el mundo otro poquito.

Y tiene razón. El concierto terminó, pero la música… la música apenas está empezando.

FIN DEL EPÍLOGO