
PARTE 1
Capítulo 1: La Jaula de Oro en Las Lomas
Carlos Mendoza tenía todo lo que un hombre podría desear en México. Su constructora era responsable de tres de los edificios más icónicos de Santa Fe. Su cuenta bancaria tenía más ceros que los que podía contar en un minuto. Su mansión en Las Lomas de Chapultepec era una fortaleza de lujo y mármol italiano, custodiada por muros altos y cámaras de seguridad. Pero para Carlos, esa casa se había convertido en el mausoleo más caro de la ciudad.
Dentro, el aire siempre estaba frío, reciclado por el aire acondicionado central. No se escuchaban risas, ni pasos corriendo, ni música. Solo el zumbido de los aparatos médicos y el rechinido de las suelas de goma de las enfermeras privadas.
En el centro de ese silencio vivía Lucía.
Con seis años, Lucía tenía la mirada de una anciana que ha visto demasiada guerra. Ocho meses atrás, un conductor ebrio se saltó un alto y embistió la camioneta blindada donde ella viajaba con su madre. Su madre no sobrevivió. Lucía quedó atrapada entre los fierros. Cuando la sacaron, su columna estaba intacta, pero sus piernas no respondían.
—Es un bloqueo funcional severo, señor Mendoza —le habían explicado los doctores en el Hospital ABC—. Físicamente, la lesión medular es parcial y ha sanado. Pero el trauma… su cerebro ha desconectado la señal. Ella no camina porque, en el fondo, su mente ha decidido apagarse.
Para Carlos, un ingeniero que resolvía problemas con cálculo y concreto, esto era inaceptable. “Arréglenla”, ordenaba. Y gastaba fortunas. Trajo terapeutas rusos, máquinas de electroestimulación alemanas. Convirtió la habitación de Lucía en un gimnasio de alta tecnología. Pero Lucía seguía ahí, sentada en su silla de ruedas de titanio, mirando la ventana sin ver nada, marchitándose como una flor sin sol. Carlos, en su dolor, se había vuelto un tirano. No la abrazaba; la supervisaba. No la consolaba; la entrenaba. Y Lucía, sintiendo esa frialdad, se congeló aún más.
Capítulo 2: El Encuentro en la Plaza Río de Janeiro
Era un martes sofocante de abril. Carlos tenía que llevar a Lucía a una revisión con un especialista en la colonia Roma. Como siempre, iba pegado al teléfono, cerrando un trato millonario, ignorando a su hija en el asiento trasero. Al llegar, la clínica estaba saturada por una emergencia.
—Espere afuera con la niña, señor, tardaremos unos 20 minutos —dijo la recepcionista.
Carlos, furioso, salió a la Plaza Río de Janeiro, frente al consultorio. Sentó a Lucía cerca de la fuente y se alejó unos metros para gritarle a un proveedor por el celular. La enfermera de turno aprovechó para ir al baño. Lucía se quedó sola, rodeada de gente, pero más sola que nunca.
Fue entonces cuando una pelota de plástico vieja y desinflada golpeó la rueda de su silla.
—¡Aguas! —gritó una voz rasposa.
Lucía giró la cabeza. Una niña venía corriendo. Era todo lo opuesto a ella. Tenía el cabello alborotado, la piel quemada por el sol de la ciudad y un vestido de flores que claramente había sido de alguien más grande antes. Sus tenis tenían agujeros por donde asomaban los dedos.
La niña recogió la pelota y, en lugar de irse, se quedó parada masticando chicle con la boca abierta, escaneando a Lucía de arriba abajo.
—Órale —dijo la niña—. Esa silla parece nave espacial. ¿Vuela o qué?
Lucía frunció el ceño. Estaba acostumbrada al silencio o a la lástima, no a la impertinencia. —No vuela. Es ortopédica. —¿Orto-qué? Suena a nombre de medicina fea. Yo soy Celeste. ¿Tú cómo te llamas, Ricitos de Oro?
Lucía sintió una mezcla de molestia y curiosidad. —Lucía. Y no me digas así. —Pues pareces. Estás toda peinadita. Oye, ¿y por qué no te paras a patear la pelota? Me falta un portero. El Beto se tuvo que ir a vender chicles.
—No puedo caminar —dijo Lucía con su voz automática, la que usaba con los doctores. Celeste se rascó la cabeza, sin inmutarse. —¿Nunca nunca? ¿O nomás ahorita? —Nunca. Los doctores dicen que… —¡Bleh! —interrumpió Celeste—. Los doctores dicen muchas cosas. A mí me dijeron que mi mamá volvería por mí a la Casa Hogar y mira, ya pasaron tres años y nada. Los adultos mienten, Lucía. O se equivocan.
Lucía abrió los ojos como platos. —¿Vives en una Casa Hogar? —Simón. Aquí a dos cuadras. Está medio feo pero la comida no mata. Oye, te ves bien triste. ¿Te duele algo?
Lucía dudó. —Me duele… aquí —se tocó el pecho. Celeste asintió con una sabiduría callejera que no correspondía a su edad. —Ah, sí. Eso es el miedo. El miedo se atora ahí y pesa un buen. ¿Sabes cómo me lo quito yo?
Lucía negó con la cabeza. Celeste sonrió, mostrando un hueco donde le faltaba un diente. —Bailando. Pero no bailando bonito, eh. Bailando a lo loco. ¡Mírame!
Y Celeste empezó su ritual.
PARTE 2
Capítulo 3: La Invasión del Color en un Mundo Gris
Carlos Mendoza no sabía qué hacer con la información que tenía ante sus ojos. Su hija, Lucía, la niña que llevaba ocho meses sumida en un silencio catatónico, la niña que rechazaba a los mejores psicólogos infantiles de Zúrich, estaba riendo. Y no era una sonrisa tímida; era una carcajada sonora, vibrante, que rebotaba en los edificios coloniales de la colonia Roma.
Sin embargo, el instinto de Carlos no fue la gratitud inmediata. Fue la desconfianza. Él era un hombre de negocios, un tiburón de Polanco acostumbrado a que nada es gratis.
—¿Quién eres y dónde están tus padres? —preguntó Carlos, acercándose con paso firme, interponiéndose entre la silla de ruedas y la niña de la calle como un muro de contención.
Celeste, lejos de asustarse, dio un paso atrás y lo miró de arriba abajo, masticando su chicle con una cadencia desafiante. —Mis papás no están, señor Trajeado. Y yo soy Celeste. Estaba enseñándole a su hija que los brazos también sirven para volar, ya que las piernas están en huelga.
—Lucía no necesita que le enseñen tonterías, necesita descanso —espetó Carlos, haciendo una seña a la enfermera que acababa de salir del baño, pálida del susto al ver a su jefe ahí—. ¡Súbanla a la camioneta! ¡Ahora!
Lucía dejó de reír al instante. La luz en sus ojos se apagó como si alguien hubiera bajado el interruptor. —¡No! —gritó Lucía, aferrándose a los descansabrazos—. ¡Papá, no! ¡Ella es mi amiga!
Pero Carlos no escuchó. El miedo a lo desconocido, el miedo a la suciedad, a la pobreza, a lo que no podía controlar, lo dominó. Subieron a Lucía a la camioneta blindada. Mientras la puerta automática se cerraba, Lucía vio a Celeste parada en la banqueta, saludando con la mano, pequeña y sola contra el mundo.
Esa noche, la mansión de Las Lomas fue un infierno silencioso. Lucía se negó a cenar. Tiró la bandeja de comida gourmet al suelo. —Te odio —le susurró a su padre cuando él entró a su habitación—. Ella me hizo sentir viva y tú me encerraste otra vez.
Las palabras golpearon a Carlos más fuerte que cualquier crisis financiera. Se retiró a su despacho, sirviéndose un whisky doble. Miró por el ventanal hacia las luces de la ciudad. ¿En qué se había convertido? Tenía el poder para levantar rascacielos, pero era incapaz de levantar el ánimo de su propia hija.
A la mañana siguiente, la rutina médica se rompió. Lucía no cooperaba en la fisioterapia. Se quedaba flácida, como una muñeca de trapo. Los terapeutas estaban desesperados. —Señor Mendoza —dijo el jefe de rehabilitación—, sin voluntad, el cuerpo no responde. Lucía ha retrocedido meses en un solo día.
Carlos, desesperado, tomó una decisión ejecutiva. Si la “medicina” de Lucía era esa niña callejera, él compraría la medicina. Subió a su auto y manejó él mismo hasta la Plaza Río de Janeiro. Esperó una hora, dos. A las cinco de la tarde, la vio llegar. Celeste venía pateando una lata, con el mismo vestido de flores sucio.
Carlos bajó la ventanilla. —Tú. Sube. Celeste se detuvo y soltó una risita. —Mi mamá me dijo que nunca me subiera al coche de señores viejos y gruñones. —No soy viejo. Y te voy a pagar. Quiero que vengas a mi casa a… jugar con Lucía. Te daré quinientos pesos la hora.
Celeste dejó de reír. Se acercó al auto, apoyó sus manos sucias en la portezuela inmaculada y lo miró a los ojos con una seriedad que heló la sangre de Carlos. —Usted cree que todo se compra, ¿verdad? —Todo tiene un precio, niña. —La risa no, señor. La risa no se vende. Si quiere que vaya, iré porque Lucía me cae bien. No por su dinero cochino. Pero con una condición. —¿Cuál? —preguntó Carlos, impaciente. —Usted también tiene que jugar. Porque usted está más roto que ella.
Capítulo 4: Rebelión en la Plaza
El trato se cerró, aunque Carlos se sentía ridículo. Aceptó llevar a Lucía a la plaza todos los martes y jueves, en lugar de llevar a Celeste a la mansión. Celeste había insistido: “En su casa huele a hospital y a tristeza. Aquí huele a tacos y a vida. Ella necesita vida”.
Las primeras sesiones fueron un choque cultural violento. Celeste no tenía piedad. —¡Quítale esos zapatos de charol! —gritaba—. ¿Cómo va a sentir la tierra si trae zapatos de muñeca?
Carlos, a regañadientes, le quitaba los zapatos ortopédicos a Lucía. Celeste tomaba los pies inertes de Lucía y los frotaba contra el pasto, contra la tierra, contra el pavimento caliente por el sol. —Cierra los ojos, Güera —decía Celeste—. Siente. La tierra te está saludando. Dice que te extraña.
—No siento nada, Celeste —murmuraba Lucía, frustrada. —Mientes. No sientes con la piel, pero sientes con la panza. ¿A poco no te da cosquillas saber que el mundo te está tocando?
Y poco a poco, Lucía empezó a “sentir”. No era una sensación táctil, era una conexión.
Pero el verdadero conflicto surgió en la cuarta semana. Carlos estaba en una llamada conferencial con inversionistas de Tokio, distraído. Celeste vio una oportunidad. —Oye, Lucía —susurró—. ¿Alguna vez has comido un esquite de verdad? —No. Mi papá dice que la comida de la calle tiene bacterias. —Tu papá es un amargado. Esas no son bacterias, es “sabor extra”. Mira, el puesto de Don Chuy está ahí, cruzando la calle.
—No puedo cruzar. La silla… —Yo te empujo. Vámonos de pinta. —¿De pinta? —Sí, nos escapamos. Solo cinco minutos.
El corazón de Lucía latía a mil por hora. Era la primera vez que consideraba desobedecer una orden directa. Miró a su padre, que estaba de espaldas gesticulando al teléfono. Miró a Celeste, que tenía la mano extendida hacia los manubrios de la silla. —Vamos —dijo Lucía.
Celeste empujó la silla. Salieron del perímetro “seguro” de la plaza. Cruzaron la calle Orizaba esquivando un taxi que les pitó. El ruido de la ciudad las envolvió: bocinas, gritos de vendedores, música de banda saliendo de una tienda. Para Lucía, que vivía en una burbuja insonorizada, fue como aterrizar en otro planeta.
Llegaron al puesto de esquites. El olor a epazote y chile la mareó de placer. —Dos con todo, Don Chuy. Pero fíesemelos, que mi amiga es millonaria pero no trae cartera —bromeó Celeste.
Lucía probó el primer bocado de maíz caliente con mayonesa y chile piquín. Le ardieron los labios, le lloraron los ojos, pero sonrió. —Pica —dijo, riendo. —Así sabe la vida, mensa. Pica pero gusta.
En ese momento, un grito desgarrador rompió el encanto. —¡LUCÍA!
Carlos corría hacia ellas, con el rostro descompuesto por el pánico, el teléfono tirado en algún lugar de la plaza. Había volteado y encontrado el lugar vacío. Los cinco minutos más aterradores de su vida. Llegó jadeando, agarró la silla con violencia y miró a Celeste con furia homicida. —¡Podrían haberla matado! ¡Podrían haberla secuestrado! ¡Eres una irresponsable!
Celeste no bajó la mirada, aunque le temblaba el labio. —Solo fuimos por un esquite, señor. —¡Se acabó! —rugió Carlos—. ¡Se acabó este experimento absurdo! ¡No te vuelvas a acercar a mi hija! ¡Nunca!
Arrastró la silla de ruedas de regreso a la camioneta. Lucía lloraba, gritaba, intentaba girarse, pero Carlos estaba ciego de miedo. Subió a Lucía, cerró la puerta y arrancó, dejando a Celeste sola frente al puesto de elotes, con dos vasos humeantes en las manos y el corazón roto.
Capítulo 5: El Abismo del Silencio
Los días siguientes fueron una pesadilla. Carlos reforzó la seguridad. Despidió a la enfermera que estaba de turno ese día. Contrató a un nuevo equipo de guardaespaldas. Lucía volvió a ser prisionera en su propia casa.
Pero esta vez fue peor. Antes, Lucía estaba deprimida por su accidente. Ahora, estaba deprimida por la pérdida de su libertad y de su única amiga. Dejó de comer. Dejó de hablar. Pero lo más alarmante sucedió una semana después.
Carlos entró a la habitación de Lucía y la encontró tirada en el suelo, fuera de la silla. —¡Lucía! —corrió a levantarla—. ¿Qué pasó? ¿Te caíste?
Lucía lo miró con ojos vacíos, inyectados en sangre por el llanto. —No me caí. Me tiré. —¿Por qué? —preguntó Carlos, horrorizado. —Porque quería sentir el suelo. Como Celeste me enseñó. Pero aquí el suelo es de mármol. Es frío. No me saluda. Aquí todo está muerto, papá. Y yo también me estoy muriendo.
Carlos sintió un golpe en el estómago. Llamó a los médicos. Hicieron análisis. —Señor Mendoza —dijo el doctor internista esa misma tarde—, los signos vitales de Lucía están cayendo peligrosamente. Su sistema inmune se debilita. Es una depresión severa que está afectando su fisiología. Si no recupera las ganas de vivir, podríamos tener un fallo sistémico. No es su columna lo que me preocupa, es su corazón. Se está rindiendo.
Esa noche, Carlos vagó por su mansión como un fantasma. Miró los cuadros caros, las esculturas, los premios de arquitectura. Todo le parecía basura. Tenía millones en el banco y su hija se estaba dejando morir de tristeza. Recordó las palabras de Celeste: “Usted cree que todo se compra. La risa no se vende”.
Comprendió entonces que había cometido el error más grande de su vida. Había protegido el cuerpo de su hija, pero había matado su alma. Tenía que encontrar a la niña. Tenía que pedir perdón.
Pero había un problema. No sabía dónde vivía Celeste. Solo sabía que había mencionado un lugar: “Orfanato Rayo de Sol”. Carlos buscó en Google. No existía. Buscó en directorios. Nada. Era una niña fantasma en una ciudad de monstruos.
Capítulo 6: Descenso a los Infiernos de la Ciudad
Carlos contrató a un investigador privado esa misma madrugada. “Encuéntrala. Es una niña de la calle, zona Roma Norte o Doctores. Se llama Celeste”. El reporte llegó 24 horas después. “La niña vive en una casa de acogida temporal no registrada en la colonia Doctores, conocida como ‘El Refugio de Doña Cata’. Es un lugar en condiciones precarias, señor. Zona roja”.
Carlos no envió a su chofer. No envió a un asistente. Se quitó el traje Armani, se puso unos jeans y una chamarra discreta, subió a un auto común y corriente que usaban los empleados domésticos y manejó hacia la Doctores.
Llegó al atardecer. El barrio era hostil. Miradas pesadas lo seguían. El “Refugio” era un edificio viejo, con la fachada pintada de un azul descascarado y rejas oxidadas. Tocó el timbre. Una mujer mayor, con cara de cansancio infinito, abrió la mirilla. —¿Qué quiere? —Busco a Celeste. Soy el padre de Lucía.
La mujer abrió la puerta. El olor a humedad y a sopa hervida golpeó a Carlos. Había una docena de niños corriendo en un patio de cemento agrietado. Pero Celeste no estaba corriendo. Estaba sentada en un rincón, abrazando sus rodillas, mirando la pared. Se veía más delgada, más pálida. Su luz se había apagado.
Carlos se acercó lentamente. Se sentía como un intruso en un mundo de dolor que él había ignorado toda su vida desde su torre de marfil. —Celeste —susurró.
La niña levantó la vista. No hubo sonrisa. Solo una mirada de adulto cansado. —Vino a regañarme otra vez, señor? Ya no me acerqué. Lo prometí. —No —dijo Carlos, y su voz se quebró. Se arrodilló en el cemento sucio, sin importarle nada—. Vine a pedirte ayuda. —¿Ayuda? —Lucía… Lucía se está apagando. No come. No habla. Me dijo que el suelo de mi casa no la saluda.
Celeste suspiró, un sonido profundo y triste. —Es que su casa es una jaula, señor. Aunque sea de oro, es una jaula. —Lo sé. Soy un estúpido. Creí que la protegía, pero solo la estaba asfixiando. Celeste, por favor. Te necesito. Ella te necesita. Te pagaré lo que sea, te sacaré de aquí…
Celeste negó con la cabeza. —No quiero su dinero. ¿Sabe por qué me puse triste? —¿Por qué? —Porque pensé que usted me odiaba. Y yo… yo empezaba a quererlo a usted también, aunque sea un gruñón. Porque Lucía me dijo que usted lloraba por su esposa en las noches. Y yo sé lo que es llorar por alguien que no vuelve.
Carlos sintió que el corazón se le partía y se le reconstruía al mismo tiempo. Esa niña, que no tenía nada, tenía más empatía que todo su consejo de administración junto. —Perdóname, Celeste. Perdóname por ser un ciego. Extendió su mano. —¿Vienes con nosotros? No de visita. ¿Vienes para ayudarnos a salvarnos?
Celeste lo miró, evaluó la sinceridad en los ojos del hombre poderoso que ahora estaba de rodillas ante ella. —Está bien. Pero pasamos por unos esquites primero. Le debo uno a Lucía.
Capítulo 7: La Tormenta Perfecta
El reencuentro no fue en la plaza. Fue en la habitación de Lucía. Carlos entró con Celeste. Lucía estaba en la cama, mirando hacia la ventana donde una tormenta eléctrica azotaba la ciudad. Los truenos hacían vibrar los vidrios. —Lucía —dijo Carlos suavemente.
Ella no se movió. —Güera —dijo Celeste—. Traje esquites. Pero ya se enfriaron.
Lucía giró la cabeza lentamente. Al ver a Celeste, sus ojos se llenaron de lágrimas. Intentó incorporarse, pero estaba débil. —¡Celeste! —su voz fue un hilo—. Pensé que no volverías. —Te dije que te cachaba, ¿no? Me tardé porque el tráfico estaba horrible y tu papá maneja como abuelita.
Celeste corrió y saltó a la cama (con zapatos y todo, para horror y deleite de Carlos). Se abrazaron. Y en ese abrazo, Carlos vio cómo el color regresaba a las mejillas de su hija. Pero la tormenta afuera arreciaba, y algo similar ocurría dentro de Lucía.
—Celeste —dijo Lucía, separándose—. Soñé que caminaba. Soñé que corría bajo la lluvia contigo. —Los sueños son avisos, Lucía —dijo Celeste—. ¿Quieres hacerlo verdad? —Tengo miedo. Mis piernas son gelatina. —El miedo es bueno. Significa que te importa.
Carlos intervino. —Niñas, está lloviendo muy fuerte. Quizás mañana… Celeste se volteó hacia él. —Mañana no existe, señor. Es hoy. Ella quiere ir al jardín. Ahora.
Carlos dudó. Era una locura. Estaba lloviendo a cántaros. Podía enfermarse. Pero miró a Lucía. No había súplica en su mirada, había determinación. Era la misma mirada que tenía su esposa. —Está bien —dijo Carlos—. Vamos al jardín.
Bajaron. Abrieron las puertas corredizas de cristal que daban al inmenso jardín trasero. La lluvia caía como una cortina densa. El viento soplaba frío. Carlos empujó la silla hasta el borde del porche techado. —Hasta aquí —dijo.
—No —dijo Lucía—. Afuera. En el pasto. —Lucía, te vas a resbalar. El lodo… —¡Papá! —gritó Lucía, con una fuerza que no había tenido en meses—. ¡Necesito sentir! ¡Si me caigo, me levanto! ¡Déjame vivir!
Carlos miró a Celeste. Celeste asintió. Carlos empujó la silla bajo la lluvia. En segundos, los tres estaban empapados. El agua fría era un shock, pero también era electricidad pura.
—Paso cinco —gritó Celeste sobre el ruido del trueno—. ¡La Fe! Se paró frente a la silla, bajo el aguacero, bailando, girando, con el lodo manchando sus tenis rotos. —¡Levántate, Lucía! ¡Ven a bailar con la tormenta!
Lucía quitó los frenos. Sus manos temblaban sobre los descansabrazos mojados. Cerró los ojos. “No soy una muñeca rota. Soy fuerte. Soy raíz”.
Capítulo 8: El Milagro del Barro y la Sangre
Lucía empujó. Sus tríceps se tensaron. Sus piernas, atrofiadas pero descansadas, recibieron la señal. No fue una señal perfecta, fue una chispa caótica. Se levantó. La silla rodó hacia atrás. Lucía quedó de pie sobre el pasto mojado. Sus rodillas chocaban entre sí. El viento amenazaba con tirarla.
—¡Eso! —gritó Celeste—. ¡Mírame! ¡No mires al suelo, mírame a mí!
Carlos estaba a dos pasos, con los brazos abiertos, listo para atraparla, con el corazón detenido. Quería ayudarla, quería sostenerla, pero sabía que ese momento era de ella. Tenía que dejarla ser.
Lucía dio un paso. El pie derecho se arrastró por el lodo y se plantó. Dio el segundo. El izquierdo fue más firme. Pero al tercero, el pie resbaló en el pasto enlodado.
El grito de Carlos se ahogó en la garganta. Lucía cayó. Pero no cayó como una víctima. Cayó hacia adelante. Cayó hacia Celeste. Celeste intentó sostenerla, pero la inercia fue mucha y ambas rodaron por el pasto, llenándose de lodo, agua y hojas secas.
Quedaron tendidas en el suelo, bajo la lluvia torrencial. Carlos corrió y se lanzó al suelo junto a ellas. —¡Lucía! ¿Estás bien? ¿Te duele?
Silencio. Solo el sonido de la lluvia. Y luego… una risa. Lucía estaba boca arriba, con la cara manchada de barro, mirando las nubes grises. Y se estaba riendo. —Me caí, papá —dijo, escupiendo un poco de agua—. Pero di tres pasos. ¡Di tres pasos yo sola!
Celeste se levantó, se limpió el lodo de los ojos y levantó el puño al cielo. —¡Toma eso, tormenta! ¡No nos puedes tirar si ya estamos en el suelo!
Carlos miró a su hija, sucia, mojada, vulnerable, pero más fuerte que nunca. Comprendió que la rehabilitación no era volver a ser quien era antes, sino construir a alguien nuevo a partir de los pedazos. Se acostó en el pasto junto a ellas, arruinando su camisa de seda, sus zapatos italianos, su dignidad de empresario. Y por primera vez en años, Carlos Mendoza miró al cielo y dejó que la lluvia lavara su culpa.
—Gracias —susurró, tomando la mano de Lucía y la mano de Celeste.
La recuperación física tomó meses. Hubo cirugías, hubo dolor, hubo días malos. Pero la silla de ruedas dejó de ser el centro de sus vidas. Celeste nunca volvió al orfanato. Carlos inició los trámites de adopción esa misma semana. Fue una batalla legal: un hombre soltero, viudo, adoptando a una niña sin papeles. Usó cada gramo de su influencia, cada contacto, cada abogado feroz de su firma. “No me importa cuánto cueste”, le gritó a un juez. “Ella ya es mi hija. Solo necesito que el papel lo diga”.
Un año después, la escena en la Plaza Río de Janeiro era diferente. Era un atardecer dorado. Carlos estaba sentado en la banca, leyendo el periódico, pero vigilando con una sonrisa tranquila. A unos metros, dos niñas jugaban fútbol. Una corría rápido, ágil como un gato callejero. Celeste. La otra corría un poco más lento, con un ligero cojeo en la pierna derecha, pero corría. Lucía.
Celeste le pasó el balón. Lucía lo pateó con fuerza y anotó un gol entre dos árboles. —¡Golazo! —gritó Carlos, aplaudiendo.
Las niñas corrieron hacia él. Se sentaron a sus lados, sudadas y felices. —Papá —dijo Lucía, recuperando el aliento—, ¿sabes qué? —¿Qué, mi amor? —Creo que ya no necesito bailar para quitarme el miedo. —¿Ah no? —preguntó Carlos. —No —intervino Celeste, pasándole el brazo por los hombros a su hermana—. Porque ahora el miedo nos tiene miedo a nosotras.
Carlos las abrazó a las dos. Miró el atardecer cayendo sobre la Ciudad de México, esa ciudad caótica, ruidosa y hermosa que le había devuelto todo. —Tienen razón —dijo Carlos—. Ahora, ¿quién quiere esquites? —¡Yo! —gritaron las dos al unísono.
Y mientras caminaban hacia el puesto de Don Chuy, Carlos supo que había construido muchas cosas en su vida: edificios, puentes, fortunas. Pero nada, absolutamente nada, era tan sólido y magnífico como la familia que caminaba a su lado.
FIN
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