PARTE 1

Capítulo 1: El Pedido en el Piso 40

Marcos se ajustó la gorra desgastada y miró hacia arriba. La Torre Tecnnova se alzaba como una aguja de cristal en medio de Santa Fe, Ciudad de México. Para muchos, ese edificio representaba el progreso; para Marcos, solo significaba que tendría que esperar media hora en seguridad para entregar una simple pizza de pepperoni y champiñones.

Tenía 19 años, la piel morena curtida por el sol de la ciudad y una mente que funcionaba más rápido que la motocicleta prestada en la que trabajaba. Su madre, Doña Rosa, llevaba quince años limpiando los baños de ese mismo edificio. Ella llegaba cuando los ejecutivos se iban y se iba antes de que ellos llegaran. Eran fantasmas en la maquinaria del dinero.

Al llegar al piso 40, el ambiente era un caos. No había música ambiental, ni el silencio respetuoso habitual. Había gritos. Marcos se quedó parado junto al mostrador de recepción, con la caja de pizza caliente en las manos, mientras la recepcionista —una chica rubia que ni siquiera lo volteó a ver— hablaba frenéticamente por teléfono.

—¡Les digo que el sistema se cayó! ¡Estamos perdiendo dos millones de pesos por hora! —gritaba ella.

En la pared principal, una pantalla gigante proyectaba líneas de código rojo cascada abajo. Marcos entornó los ojos. No quería mirar, pero su cerebro no pudo evitarlo. Era como ver una frase mal escrita; le dolía a la vista.

—Dios mío… —susurró para sí mismo—. Están usando una búsqueda lineal en una base de datos distribuida. Por eso colapsa.

La recepcionista colgó el teléfono y finalmente lo miró. Su expresión era una mezcla de asco y fatiga.

—¿Qué dijiste? Aquí tienes tu dinero, toma y vete. No estamos para tus comentarios, “chavo”.

Marcos tomó los billetes. Podría haberse ido. Debería haberse ido. Su mamá siempre le decía: “Mijo, calladito te ves más bonito. No te metas con los de arriba”. Pero ver ese error era como ver a alguien tratando de meter un cubo en un agujero redondo a martillazos.

—Disculpe —dijo Marcos, alzando un poco la voz. Un grupo de ingenieros pasaba corriendo—. Ese algoritmo de ahí. No necesitan más servidores. Necesitan cambiar el índice a un ‘Hash Map’. Si hacen eso, el tráfico se libera en segundos.

El silencio que siguió fue brutal. Doce hombres de traje, con relojes que costaban más que la casa de Marcos, se detuvieron en seco.

Capítulo 2: La Apuesta del “Licenciado”

De entre el grupo de trajes oscuros emergió Ricardo Montenegro, el CEO de Tecnnova. Era un hombre de unos cincuenta años, conocido en las revistas de negocios como “El Visionario”, y por sus empleados como “El Tirano”. Tenía el cabello gris peinado hacia atrás con exceso de gel y una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

—¿Escuché bien? —preguntó Montenegro, su voz resonando en el lobby—. ¿El repartidor de pizzas nos está dando consejos de ingeniería de software?

Hubo risas nerviosas. La recepcionista sacó su celular, lista para grabar la humillación.

—Solo digo lo que veo —respondió Marcos, manteniendo la calma, aunque sentía el corazón golpeándole las costillas—. Han perdido casi 100 millones hoy porque el sistema se bloquea cada 200,000 consultas.

La sonrisa de Montenegro desapareció.

—Ese número es confidencial —intervino el Dr. Harrison, director de tecnología, mirando a Marcos con sospecha—. ¿Cómo demonios sabes eso?

—Matemáticas simples —dijo Marcos, encogiéndose de hombros—. Veo la latencia en la pantalla y la tasa de error. No es magia, es lógica.

Montenegro se cruzó de brazos. Le molestaba la insolencia de aquel muchacho. Le recordaba a todo lo que despreciaba: la pobreza, la falta de “clase”, el México que él prefería ver solo desde la ventana polarizada de su camioneta blindada.

—Muy bien, “Licenciado Pizza” —dijo Montenegro con sarcasmo venenoso—. Mis mejores ingenieros, gente con doctorados en el extranjero, llevan seis meses en esto. ¿Tú crees que puedes hacerlo mejor?

—No creo —respondió Marcos—. Sé que puedo.

Montenegro soltó una carcajada cruel.

—Te propongo un trato. Tienes 15 minutos. Si logras que el rendimiento mejore aunque sea un 10%, te pago el triple de lo que ganas en un año. Pero si fallas… —Montenegro se acercó, invadiendo el espacio personal de Marcos—, te largas, y me aseguro de despedir a Doña Rosa, esa señora de limpieza que es tu madre. Sí, sé quién eres. El hijo de la sirvienta.

El aire se congeló. Marcos apretó los puños. Se metían con él, estaba bien. Pero meterse con su madre, la mujer que se había roto la espalda fregando pisos para que él tuviera libros… eso era personal.

—Empiece a contar el tiempo —dijo Marcos, sacando su viejo celular con la pantalla estrellada.

PARTE 2

Capítulo 3: Código y Recuerdos

La recepcionista, a quien los demás llamaban Sara, ya estaba transmitiendo en vivo en redes sociales. “Miren a este iluso intentando jugar al hacker”, susurraba a la cámara.

Marcos se conectó a la terminal de invitados. Sus dedos volaban sobre el teclado virtual de su teléfono. No tenía una computadora potente, no tenía un escritorio de caoba. Solo tenía su mente.

Mientras reescribía la arquitectura del sistema, los recuerdos lo invadieron. Recordó las noches en la pequeña mesa de su departamento en Iztapalapa, estudiando con los libros viejos que su mamá rescataba de la basura de las oficinas.

Recordó el día que llegó la carta de aceptación del Tec de Monterrey con una beca del 90%, y cómo tuvo que romperla porque ni siquiera podían pagar el 10% restante ni los libros, y su madre necesitaba medicamentos para la diabetes.

—”No importa de dónde vienes, Marcos”, le decía ella mientras le sobaba la espalda tras doblar turno. “Importa lo que tienes en la cabeza y en el corazón”.

El código de Tecnnova era un desastre. Era como una mansión construida sobre lodo. Capas y capas de parches hechos por programadores perezosos que cobraban sueldos millonarios. Marcos no estaba parchando; estaba demoliendo y reconstruyendo los cimientos.

—Diez minutos —gritó Montenegro, mirando su Rolex de oro—. Ve preparando tu currículum para barrer calles, niño.

El Dr. Harrison se acercó a la pantalla donde se reflejaba lo que Marcos hacía. Al principio tenía una mueca de burla, pero poco a poco, sus ojos se abrieron desmesuradamente.

—Espera… —murmuró Harrison—. ¿Qué es eso? Está comprimiendo los nodos…

—Optimización —respondió Marcos sin levantar la vista—. Cuando no tienes recursos ilimitados, aprendes a hacer que cada byte cuente. Ustedes programan como ricos: desperdiciando. Yo programo como pobre: aprovechando todo.

Capítulo 4: El Silencio Ensordecedor

—Cinco minutos —anunció Montenegro, aunque su voz sonaba menos firme. Había notado el cambio en la atmósfera. Los ingenieros ya no se reían. Estaban tomando notas.

Marcos escribió la última línea de comando.

—Listo. Ejecútenlo.

Harrison dudó un segundo, luego presionó “Enter” en la consola principal.

La pantalla gigante parpadeó. Los números rojos se detuvieron. Hubo un segundo de oscuridad total en el monitor, un segundo que pareció durar una eternidad. Montenegro ya estaba abriendo la boca para gritar “¡Seguridad!”, cuando la pantalla se iluminó en verde.

El sistema comenzó a procesar. 200,000 consultas. 0 errores. 500,000 consultas. 0 errores. Tiempo de respuesta: 0.03 segundos.

—Imposible… —susurró uno de los ingenieros—. El rendimiento mejoró un 120%.

Marcos guardó su celular en el bolsillo y miró a Montenegro.

—No fue un 10%, fue un 120%. Y los costos de sus servidores bajarán a la mitad. De nada.

El lobby quedó en un silencio sepulcral. Sara había dejado de narrar en su video, con la boca abierta.

Montenegro estaba rojo, una vena le latía en la frente. La humillación era pública. Sus empleados lo veían. El “hijo de la sirvienta” lo había superado en su propio juego.

—¡Es un truco! —bramó Montenegro, perdiendo los estribos—. ¡Seguro robaste las contraseñas! ¡Tú y tu madre son unos ladrones! ¡Largo de aquí! ¡No voy a permitir que un negro muerto de hambre me venga a dar lecciones en mi empresa!

El insulto retumbó en las paredes de cristal. Craso error. Veinte celulares estaban grabando.

Marcos no gritó. No lo golpeó. Solo sonrió con una frialdad que asustó a todos.

—Gracias, Licenciado —dijo Marcos—. Gracias por decir eso frente a tantas cámaras. Nos vemos pronto.

Capítulo 5: La Caja de Zapatos de Doña Rosa

Marcos salió del edificio con la dignidad de un rey, aunque por dentro temblaba de adrenalina. Llegó a su casa una hora después. Doña Rosa estaba calentando tortillas. Al ver la cara de su hijo, apagó la estufa.

—¿Qué pasó, mijo?

Marcos le contó todo. Le contó del código, de la apuesta, y de los insultos racistas de Montenegro. Pensó que su madre se asustaría, que lloraría por perder el empleo.

Pero Doña Rosa sonrió. Una sonrisa triste pero feroz.

Fue al armario y bajó una caja de zapatos vieja y polvorienta.

—Si ese hombre cree que puede pisotearnos después de 15 años, no sabe con quién se metió —dijo ella, poniendo la caja en la mesa.

Dentro había papeles arrugados, fotos borrosas tomadas con un celular barato, y copias de correos impresos que habían sido tirados a la basura.

—Mamá… ¿qué es esto?

—Cuando eres la de la limpieza, eres invisible, Marcos. La gente habla frente a ti, deja documentos en los escritorios, tiran pruebas al cesto… Piensan que “la señora que limpia” no sabe leer o no entiende inglés.

Marcos revisó los documentos. Sus ojos se abrieron como platos. Había contratos fraudulentos, pruebas de despidos ilegales a mujeres embarazadas y, lo más grave, correos que detallaban la venta de datos privados de usuarios a una empresa rusa.

—Tenemos la bomba —dijo Marcos—. Ahora necesitamos quién la detone.

Capítulo 6: La Alianza

Al día siguiente, el video de Marcos en el lobby ya tenía 3 millones de vistas. El hashtag #GenioDeLaPizza y #CEOClassista eran tendencia número uno en México.

El teléfono de Marcos sonó. Era un número desconocido.

—¿Marcos Dávila? Soy David Chan, periodista de investigación. Vi tu video. Quiero hablar contigo. No sobre el código, sino sobre Ricardo Montenegro.

Se reunieron en una cantina discreta del centro. David era un veterano del periodismo, de esos que ya no se asustan con nada.

—Llevo años detrás de Montenegro —dijo David—. Sé que lava dinero y que discrimina sistemáticamente, pero nunca he tenido pruebas sólidas. El video que hiciste es viral, sí, pero él tiene abogados caros. Necesitamos más.

Marcos puso la caja de zapatos sobre la mesa.

—¿Sirve esto?

David revisó los papeles. Silbó bajito.

—Esto no solo sirve, Marcos. Esto es cárcel federal.

Mientras tanto, en Tecnnova, el pánico reinaba. Los inversionistas llamaban sin parar. Montenegro intentaba controlar los daños, despidiendo gente y buscando chivos expiatorios.

—Quiero que destruyan a ese niño —ordenó Montenegro a sus abogados—. Inventen que robó la moto, que vende drogas, lo que sea.

Lo que Montenegro no sabía era que su propio Director de Tecnología, el Dr. Harrison, estaba harto. Harrison había visto el talento puro de Marcos y la vileza de su jefe. Esa noche, Harrison llamó a Marcos.

—Montenegro está destruyendo evidencia —le dijo Harrison—. Si van a hacer algo, háganlo ya. Los voy a ayudar a entrar a la junta directiva de mañana.

Capítulo 7: La Junta Directiva

La sala de juntas del piso 50 era impresionante. Maderas finas, vista panorámica a los volcanes. Montenegro estaba de pie frente a los accionistas mayoritarios.

—Señores, todo es una campaña de desprestigio. El muchacho es un delincuente. La situación está bajo control.

En ese momento, las puertas se abrieron. No entró seguridad. Entró Marcos, con su misma ropa sencilla, seguido por David Chan y dos agentes federales.

—Disculpe la interrupción, Licenciado —dijo Marcos. Su voz era tranquila, pero llenaba la sala—. Creo que olvidó mencionar algunos detalles en su reporte.

Montenegro se puso pálido.

—¿Qué hace este naco aquí? ¡Seguridad!

—No grite, Ricardo —dijo uno de los accionistas, un hombre mayor—. Déjalo hablar. Vimos el video. Queremos escuchar al chico que arregló en 15 minutos lo que tú no pudiste en seis meses.

Marcos conectó su celular al proyector.

—No vengo a hablar de código hoy —dijo Marcos—. Vengo a hablar de contabilidad creativa.

En la pantalla aparecieron los documentos de Doña Rosa. Los correos con los rusos. Las fotos de las fiestas ilegales pagadas con fondos de la empresa. Y finalmente, el audio nítido de Montenegro diciendo: “No voy a permitir que un negro muerto de hambre…”

—La discriminación es un delito —dijo David Chan dando un paso al frente—. Pero el espionaje industrial y el fraude fiscal son delitos mucho más graves, señor Montenegro.

Los agentes federales se acercaron.

—Ricardo Montenegro, queda detenido.

El hombre que se sentía intocable, el “Rey de Santa Fe”, fue esposado frente a las personas a las que intentaba impresionar. Mientras lo sacaban, pasó junto a Marcos.

—Esto no se va a quedar así… Tú no eres nadie —escupió Montenegro.

Marcos lo miró a los ojos.

—Tiene razón. Yo solo soy el hijo de Doña Rosa. Y usted… usted es el pasado.

Capítulo 8: La Nueva Era

Seis meses después.

La portada de la revista Expansión mostraba a Marcos Dávila, vestido con un saco moderno pero sin corbata, sonriendo relajado. El titular leía: “EXCELENCIA SIN COLOR: EL NUEVO ROSTRO DE TECNNOVA”.

La junta directiva, impresionada por la integridad y el genio de Marcos, y desesperada por limpiar la imagen de la empresa, había tomado una decisión radical. Le ofrecieron el puesto de CEO interino bajo la tutela de Harrison.

Marcos aceptó, con condiciones.

La primera: Doña Rosa se retiraba con una pensión vitalicia de reina. La segunda: Se creó un programa de becas masivo para jóvenes de escasos recursos. “Talento de Barrio”, se llamaba.

Marcos caminaba por el lobby renovado. Ya no había miradas de desprecio. Sara, la recepcionista, había sido despedida meses atrás, pero Marcos la recontrató en un puesto de archivo, dándole una segunda oportunidad para aprender humildad.

Llegó a la sala de conferencias, ahora llamada “Sala Rosa”. Había un grupo de estudiantes de escuelas públicas aprendiendo a programar.

Uno de los chicos, nervioso, se le acercó.

—Oiga, Licenciado… digo, Marcos. ¿Es cierto que usted era repartidor?

Marcos sonrió, recordando el olor a pepperoni y el miedo que sentía aquel día.

—Sí. Y te voy a decir un secreto: sigo entregando pizzas los viernes. Para no olvidar nunca que el trabajo no te define, te define lo que haces cuando crees que nadie te está mirando.

El chico sonrió, inspirado.

Ricardo Montenegro perdió todo. Su esposa lo dejó, sus amigos lo bloquearon y terminó viviendo en un pequeño departamento, enfrentando juicios que durarían años. La vida le dio la lección que nunca quiso aprender: la torre más alta puede caer si sus cimientos están podridos.

Marcos miró por la ventana hacia la inmensa Ciudad de México. Ya no era un fantasma. Era el futuro. Y el futuro, pensó, ya no pide permiso para entrar.

FIN

TÍTULO DEL EPÍLOGO: LA VENGANZA DEL CÓDIGO ROTO

CAPÍTULO 9: CINCO AÑOS DE SOLEDAD EN LA CIMA

Habían pasado cinco años desde aquella tarde en que una caja de pizza y un código corregido cambiaron la historia de la tecnología en México. Tecnnova ya no era solo una empresa; era un símbolo. El edificio en Santa Fe, antes una fortaleza de cristal frío y excluyente, ahora tenía murales de arte urbano en el lobby y un flujo constante de jóvenes de todas las clases sociales entrando y saliendo con mochilas y laptops.

Marcos Dávila, a sus 24 años, era el rostro de este cambio. Las revistas lo llamaban “El Mago de Santa Fe”. Su fortuna personal superaba lo que jamás hubiera imaginado en sus sueños más locos en Iztapalapa. Doña Rosa vivía en una casa hermosa en Coyoacán, con un jardín lleno de bugambilias que ella misma cuidaba porque, según decía, “las manos ociosas se oxidan”.

Sin embargo, Marcos estaba cansado.

Era un viernes por la noche. La oficina estaba vacía, salvo por el zumbido de los servidores y las luces de la ciudad que parpadeaban abajo como un mar de estrellas eléctricas. Marcos estaba sentado en la silla que alguna vez perteneció a Ricardo Montenegro. A pesar del éxito, sentía un vacío extraño. La lucha, la adrenalina de tener que demostrar su valor, había desaparecido. Ahora todo eran juntas, firmas, sonrisas falsas en galas benéficas y la constante presión de mantener la empresa en la cima.

—¿Sigues aquí, jefe? —la voz de David Chan lo sacó de sus pensamientos. El periodista, ahora Director de Comunicaciones de la empresa, entró con dos cafés de olla.

—No me digas jefe, David. Me haces sentir viejo —respondió Marcos, frotándose los ojos—. Solo revisaba los protocolos de seguridad para el lanzamiento de “Nexo”, la nueva red neuronal.

—Todo saldrá bien. El sistema es impenetrable. Lo escribiste tú mismo —dijo David, sentándose frente a él—. Pero hay algo que me preocupa. Ha habido rumores.

—¿Rumores?

—En los bajos fondos digitales. En la Deep Web. Se habla de un “Arquitecto” que está reclutando gente. No hackers cualquiera, Marcos. Mercenarios. Gente que odia lo que representamos: la democratización de la tecnología.

Marcos se rio suavemente, aunque sin humor.

—Siempre habrá haters, David. Dicen que “Talento de Barrio” es caridad, que bajamos el nivel. Que hablen. Los números no mienten.

—No es solo odio, Marcos. Es… personal.

En ese preciso instante, las luces de la oficina parpadearon. No fue un apagón normal. Fue un latido. Una pulsación rítmica: encendido, apagado, encendido, apagado.

La pantalla gigante de la pared, que mostraba el logotipo de Tecnnova, se distorsionó. Los píxeles se derritieron como cera caliente hasta formar una imagen grotesca: una pizza podrida girando lentamente.

Y luego, texto. Letras góticas, agresivas, rojas como la sangre:

“LA SUERTE SE ACABA. EL TALENTO SE COMPRA. LA VENGANZA SE EJECUTA.”

Marcos se puso de pie de un salto. Su teléfono comenzó a vibrar incontrolablemente. Al igual que el de David. Al igual que todos los teléfonos corporativos en el edificio.

—¿Qué está pasando? —gritó David.

Marcos corrió a la terminal maestra. Sus dedos, que no habían perdido la agilidad de sus días de programador nocturno, volaron sobre las teclas.

—Están inyectando código basura en el núcleo —murmuró Marcos, con los ojos fijos en la cascada de datos—. No están robando información. Están… sobrecalentando los sistemas de enfriamiento. Quieren quemar los servidores físicamente.

—¿Quién haría algo así?

Marcos vio una línea de código en el ataque. Una función recursiva innecesariamente compleja, barroca, arrogante. Una firma que él conocía bien. No era eficiente. Era brutal. Era un código que gritaba: “Tengo el poder y no me importa desperdiciarlo”.

—Montenegro —susurró Marcos.

—¿Ricardo? —David palideció—. Está en la cárcel. Le dieron diez años.

—El dinero compra muchas cosas en la cárcel, David. Incluso acceso a internet satelital.

CAPÍTULO 10: LA SOMBRA DE SANTA FE

El ataque fue devastador. En cuestión de horas, las acciones de Tecnnova cayeron un 15%. Los medios, siempre hambrientos de drama, comenzaron a especular sobre la “caída del niño prodigio”. Pero lo peor no fue el dinero; fue el mensaje. Montenegro no quería dinero. Quería destruir la reputación de Marcos.

El lunes por la mañana, Marcos convocó a una reunión de emergencia, no con la junta directiva, sino con su verdadero ejército: la primera generación de graduados de “Talento de Barrio”.

Eran treinta jóvenes. Chicos y chicas de Ecatepec, de Neza, de la Doctores. Chicos que vestían sudaderas y tenis, que habían aprendido a programar en cibercafés con conexiones lentas. Ellos eran la guardia pretoriana de Marcos.

—No vamos a pelear con abogados —les dijo Marcos, de pie frente a ellos en la “Sala Rosa”—. Montenegro está usando una red de bots zombies para saturar nuestros sistemas. Está usando fuerza bruta. Cree que porque tiene dinero para comprar servidores rusos ilegales puede aplastarnos.

—¿Cuál es el plan, carnal? —preguntó Leo, un chico de 18 años con rastas que era un genio en ciberseguridad.

—Vamos a hacer lo que mejor sabemos hacer. Vamos a improvisar. Vamos a usar “código de barrio”.

El plan era arriesgado. En lugar de levantar muros más altos (que Montenegro simplemente derribaría con más potencia), Marcos propuso abrir las puertas. Dejar entrar el tráfico malicioso, marcarlo digitalmente y rebotarlo contra la fuente de origen. Un espejo digital.

Durante tres días, la Torre Tecnnova se convirtió en un búnker de guerra. Nadie durmió. Había cajas de pizza (esta vez, pedidas por Marcos para todos) apiladas en las esquinas. El aire olía a café y electricidad estática.

Marcos no dirigía desde una oficina de cristal. Estaba en el suelo, con su laptop, codo a codo con los estudiantes.

—¡Están cambiando la IP! —gritó una chica llamada Sofía—. ¡Se mueven a un servidor en Brasil!

—¡Síguelos! —ordenó Marcos—. No los dejes respirar. Usa el algoritmo de rastreo inverso que diseñamos la semana pasada.

Fue entonces cuando recibieron la videollamada.

Los monitores principales se pusieron negros y apareció la cara de Ricardo Montenegro. Se veía más viejo, demacrado, con el cabello rapado y una cicatriz en la mejilla. El fondo era una pared de concreto gris, claramente dentro de una celda de lujo o un escondite clandestino tras haber escapado.

—Hola, “pizzero” —dijo Montenegro, su voz sonaba rasposa, como si hubiera tragado vidrio—. ¿Te gusta mi regalo de aniversario?

La sala se quedó en silencio. El odio en los ojos de Montenegro era palpable.

—Ricardo —dijo Marcos con calma—. Estás cavando tu propia tumba. El FBI y la Policía Cibernética ya tienen tu rastro.

—¡Me importa un carajo! —gritó Montenegro, escupiendo a la cámara—. Me quitaste todo. Mi empresa, mi nombre, mi vida. Pensaste que podías humillarme y salirte con la tuya. Voy a quemar Tecnnova hasta los cimientos. Y cuando tus inversionistas vean que un niño de barrio no puede proteger su dinero, te echarán a la calle como al perro que eres.

Marcos miró a sus estudiantes. Vio miedo en algunos, pero en otros vio rabia. Vio dignidad.

—Te equivocas en una cosa, Ricardo —dijo Marcos, acercándose a la cámara—. Tú crees que Tecnnova soy yo. Crees que si me cortas la cabeza, el cuerpo muere. Pero Tecnnova ya no es mía.

Marcos señaló a los treinta jóvenes detrás de él.

—Ellos son Tecnnova. Y son mucho más listos de lo que tú o yo jamás seremos.

Marcos hizo una señal con la mano. Leo presionó una tecla.

CAPÍTULO 11: EL CONTRAGOLPE DEL PUEBLO

Lo que Montenegro no sabía era que, mientras él monologaba, los estudiantes de “Talento de Barrio” habían ejecutado el script “Espejo”.

En la pantalla de Montenegro, detrás de él, se empezaron a encender luces rojas. Se escucharon alarmas.

—¿Qué… qué es esto? —Montenegro miró a su alrededor, confundido.

—Acabamos de redirigir tus propios ataques de denegación de servicio (DDoS) hacia tu red local —explicó Sofía con una sonrisa traviesa—. Y de paso, desbloqueamos la ubicación GPS de tu señal. No estás en la cárcel. Te fugaste. Estás en una casa de seguridad en Tulancingo.

La cara de Montenegro se descompuso de terror.

—No… eso es imposible. Mis encriptaciones costaron millones.

—Tus encriptaciones son de libro de texto —dijo Marcos—. Predecibles. Caras. Inútiles contra la creatividad.

En la transmisión de video, se escuchó un estruendo fuerte. El sonido de una puerta siendo derribada. Gritos: “¡Policía Federal! ¡Al suelo!”.

Montenegro intentó correr hacia la laptop para cerrar la conexión, pero fue placado por un agente táctico. La cámara cayó al suelo, mostrando un ángulo torcido de las botas de los policías y la cara de Montenegro siendo presionada contra el piso de concreto.

—Se acabó, Ricardo —dijo Marcos antes de cortar la transmisión.

En la oficina de Tecnnova, hubo un segundo de silencio atónito. Y luego, el estallido. Gritos, abrazos, lágrimas. Los chicos saltaban, se abrazaban. Habían vencido a un villano de película, no con fuerza bruta, sino con inteligencia colectiva.

Marcos se dejó caer en una silla, exhausto. Sintió una mano en su hombro. Era Doña Rosa, que había llegado hacía unas horas para traer tamales y dar apoyo moral.

—Lo hiciste otra vez, mijo —dijo ella, limpiándole el sudor de la frente.

—No, mamá —Marcos miró a los chicos celebrando—. Esta vez lo hicieron ellos. Yo solo les abrí la puerta.

CAPÍTULO 12: EL LEGADO REAL

Dos semanas después, el escándalo de la captura de Montenegro dominaba las noticias. Se revelaron sus conexiones con mafias digitales y sobornos a directores de prisiones. Su caída esta vez fue definitiva; pasaría el resto de sus días en una prisión de máxima seguridad sin acceso a tecnología.

Pero para Marcos, la victoria trajo una epifanía.

Convocó a una junta general en el auditorio principal. Todos esperaban un discurso sobre el futuro de las acciones o el nuevo software.

Marcos subió al escenario. No llevaba traje. Llevaba jeans y una playera negra sencilla.

—Hace cinco años, yo solo quería entregar una pizza —comenzó—. Quería sobrevivir. Hoy, hemos sobrevivido al ataque más grande de nuestra historia. Pero me he dado cuenta de algo.

Marcos miró a la multitud: ejecutivos, estudiantes, personal de limpieza.

—He pasado tanto tiempo defendiendo la cima que olvidé cómo se siente escalar. La administración, la burocracia, la defensa… eso no es lo mío. Hay gente aquí, como el Dr. Harrison, como David, que saben cuidar el castillo mejor que yo.

Un murmullo recorrió la sala.

—Por eso, hoy renuncio como CEO de Tecnnova.

El silencio fue absoluto.

—No me voy de la empresa —aclaró Marcos, sonriendo—. Pero voy a cambiar de puesto. Voy a dirigir el nuevo departamento de “Innovación Radical”. Voy a volver a programar. Voy a volver a enseñar. Y mi primer acto será expandir “Talento de Barrio” a toda América Latina. Voy a buscar a los siguientes Marcos, a las siguientes Sofías, en las favelas de Brasil, en las comunas de Colombia, en los barrios de Argentina.

—Porque el talento es el recurso natural más desperdiciado del mundo solo porque nace en el código postal equivocado. Y eso se acaba hoy.

La ovación que siguió hizo temblar las ventanas de la Torre Tecnnova.

ESCENA FINAL: VOLVER AL ORIGEN

Esa misma noche, Marcos salió del edificio. No se subió a su auto deportivo. Caminó hasta la esquina donde había una base de taxis y motocicletas.

Vio a un chico joven, no mayor de 18 años, ajustando la caja de reparto en una moto vieja. El chico se veía cansado, estresado.

Marcos se acercó.

—¿Noche pesada? —preguntó Marcos.

El chico lo miró, sin reconocerlo al principio.

—Sí, carnal. El tráfico está horrible y mi jefe me va a descontar si no llego en diez minutos a Polanco.

Marcos sacó un billete de 500 pesos y se lo dio.

—Toma. Para la gasolina y la multa.

El chico miró el billete y luego miró a Marcos. Sus ojos se abrieron con reconocimiento.

—No manches… tú eres Marcos Dávila. El de la tele. El genio.

Marcos sonrió, pero no con arrogancia, sino con camaradería.

—Soy Marcos. Solo Marcos. Oye, ¿te gusta esa moto?

—Pues… es lo que hay. Pero lo que me gusta es desarmarla. Le cambié el sistema de inyección yo mismo para que gastara menos.

Los ojos de Marcos brillaron. Ahí estaba. La chispa. La curiosidad que nace de la necesidad.

—¿Ah, sí? —Marcos sacó una tarjeta personal, una simple, sin títulos rimbombantes, solo con un número y una dirección—. Cuando termines tu turno, búscame mañana en esta dirección. Creo que tengo un problema con un servidor que se sobrecalienta y necesito a alguien que sepa improvisar sistemas de enfriamiento.

El chico tomó la tarjeta como si fuera oro.

—¿Es en serio?

—Tan en serio como una pizza fría. No faltes.

Marcos se dio la media vuelta y comenzó a caminar hacia la estación del Metro. Se sentía ligero. Se sentía libre. Montenegro había intentado destruir su mundo con odio, pero solo había logrado recordarle a Marcos cuál era su verdadera misión.

No se trataba de llegar a la cima y quedarse ahí mirando hacia abajo. Se trataba de bajar la escalera y ayudar a los demás a subir.

Mientras bajaba las escaleras del Metro Tacubaya, entre el olor a comida callejera y el ruido de la ciudad que nunca duerme, Marcos Dávila sonrió. El código de su vida por fin estaba libre de errores.

FIN DEL EPÍLOGO