PARTE 1

Capítulo 1: El Callejón del Miedo

El sonido de los vidrios rotos bajo mis tenis Converse piratas retumbaba como disparos en el callejón oscuro detrás de las torres corporativas de Reforma. Eran las 2:00 AM y yo, Mariana Juárez, sentía el cansancio en cada hueso de mi cuerpo. Había terminado mi turno limpiando el piso 40 del corporativo Montemayor y solo quería llegar a mi casa en Ecatepec, aunque sabía que el camino a esas horas era jugar a la ruleta rusa con la suerte.

Pero esa noche, el aire se sentía pesado, diferente. Al doblar la esquina para cortar camino hacia la parada del camión nocturno, mi corazón se detuvo. Tres tipos, con esa vibra inconfundible de peligro que te eriza la piel en la CDMX, tenían acorralado a alguien contra el muro de ladrillo.

—¡Danos todo, fresita! ¡El reloj, la cartera, el celular! —la voz de uno de ellos era rasposa, llena de esa agresividad callejera que conozco demasiado bien.

El hombre acorralado no temblaba. A pesar de la poca luz, pude ver el corte impecable de su traje, ahora rasgado del hombro. Era alto, bien parecido, con el cabello oscuro cayendo sobre su frente. Sus manos estaban en alto, sí, pero su postura no era de miedo; era de cálculo. Como un león evaluando a las hienas.

—Ya les dije que se lleven todo —dijo él. Su voz era tranquila, educada, un contraste absurdo con la violencia del momento.

—¡Cállate! —gritó otro asaltante, empujándolo fuerte.

Mi respiración se atoró. Corre, Mariana. Llama al 911 y piérdete. Eso me decía el instinto de supervivencia que desarrollas creciendo en el barrio. Pero no pude. Había una dignidad silenciosa en ese hombre que me frenó. Sin pensarlo, agarré la tapa de un bote de basura metálico que estaba tirado junto a mí y la estrellé contra la pared. El sonido metálico retumbó como una campana de iglesia en el silencio de la madrugada.

—¡HÉROES! ¡AHÍ VIENE LA PATRULLA! ¡YA LES HABLÉ A LOS POLICÍAS! —grité, tratando de que mi voz sonara más grande que mi metro sesenta de estatura.

Los ladrones giraron, sorprendidos. En ese segundo de duda, el hombre del traje se movió. Fue rápido, preciso. Empujó al que tenía enfrente y corrió hacia mí.

—¡Por aquí! —le grité, haciéndole una seña para que me siguiera por un pasillo estrecho entre dos edificios viejos.

Corrimos juntos, sus zapatos de suela de cuero resonando junto a mis tenis viejos, hasta que salimos a la avenida principal, donde las luces de los autos y un Oxxo abierto 24 horas nos daban seguridad. Nos detuvimos bajo una farola, jadeando, buscando aire en la altura de la ciudad.

Capítulo 2: Mundos Opuestos

 

—Gracias —dijo él, alisándose el saco roto. Me miró fijamente y sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de la noche—. Eso fue… muy inteligente de tu parte.

Lo miré bien por primera vez. Tendría unos treinta y pocos años, con ojos verdes penetrantes y una cara que parecía sacada de una revista de negocios de esas que yo sacudía en las mesas de los directivos. Todo en él gritaba dinero y poder. Sus zapatos probablemente costaban más de lo que yo ganaba en seis meses.

—¿Está bien? —pregunté, notando un hilo de sangre en su pómulo—. No le hicieron nada, ¿verdad?

Él se tocó la cara. —Estoy bien. Solo un rasguño. —Me estudió con una intensidad que me hizo sentir cohibida en mis jeans deslavados y mi sudadera grande—. Pudiste haber salido lastimada. ¿Por qué me ayudaste?

Me encogí de hombros, sintiéndome pequeña. —Cualquiera hubiera hecho lo mismo.

Una sombra cruzó su rostro. —No —dijo en voz baja, con un tono amargo—. No cualquiera. La mayoría hubiera seguido caminando.

De repente, se revisó los bolsillos y maldijo por lo bajo. —Se llevaron mi cartera.

—Espéreme aquí —dije. No sé por qué, pero sentí la necesidad imperiosa de ayudar a este extraño que parecía tan solo a pesar de su riqueza.

Corrí de regreso hacia la entrada del callejón, manteniéndome en la luz. Escaneé el suelo sucio. Ahí estaba, medio oculta bajo unos periódicos viejos: una cartera de cuero negro, fina. La recogí y corrí de vuelta.

—¿Es esta?

Sus ojos se abrieron como platos cuando se la entregué. La revisó rápido. Tarjetas Platinum, efectivo, identificaciones. Todo estaba ahí. —Deben haberla tirado cuando corrieron —expliqué.

Él me miraba como si yo fuera un extraterrestre. —Regresaste. Fuiste allá atrás a buscar esto… y me la diste. —Pues claro. Es suya.

Sacó un fajo de billetes. Eran de 500 y de 1000 pesos. —Por favor, toma esto. Como agradecimiento.

Miré el dinero. Mi mamá necesitaba su insulina. Debíamos dos meses de renta en la vecindad. Ese dinero podía solucionar mi vida por meses. Mis manos picaban por tomarlo.

—Gracias —dije, aceptándolo con humildad. No podía darme el lujo del orgullo—. De verdad, lo aprecio mucho.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, y su mirada fría se calentó un poco. —Mariana Juárez. —Santiago Montemayor —dijo, extendiendo su mano. Al estrecharla, sentí una corriente eléctrica—. Mariana, tengo el presentimiento de que esta no será la última vez que nos veamos.

PARTE 2

 

Capítulo 3: La Torre de Marfil

 

Tres días después, yo estaba parada frente a la imponente Torre Montemayor en Santa Fe, apretando la tarjeta de presentación que Santiago me había dado. Me sentía una hormiga frente a ese gigante de cristal y acero. La gente pasaba a mi lado con trajes sastres y prisas de gente importante, mirándome con desdén. Yo llevaba mi mejor ropa: un pantalón negro y una blusa blanca planchada, pero sabía que no encajaba.

—¿Puedo ayudarla? —la recepcionista me barrió con la mirada, esa típica mirada clasista que te hace sentir que traes lodo en los zapatos. —Busco al Sr. Santiago Montemayor. Soy Mariana Juárez.

La mujer soltó una risita burlona. —El Sr. Montemayor no recibe a nadie sin cita, y su agenda está llena hasta el 2026. ¿Quiere dejar un recado? —Dígale que es Mariana. La del callejón.

A regañadientes, hizo la llamada. Su cara palideció al instante. —S-sí, señor. Enseguida. —Colgó y me miró con otros ojos, ahora llenos de miedo—. Pase, señorita Juárez. Piso 40. La esperan.

Cuando las puertas del elevador se abrieron, Santiago estaba ahí, de espaldas, mirando la ciudad que parecía poseer. Al girarse, me regaló una sonrisa que nunca había visto en las revistas. —Mariana. Viniste.

Hablamos durante horas. No de negocios, sino de la vida. Le conté de mis tres trabajos: limpieza, mesera los fines de semana y tutorías de matemáticas para niños. Le conté que quería estudiar Administración, pero que el dinero siempre faltaba.

—¿Por qué no te quedaste con el dinero de la cartera? Había más de 50 mil pesos ahí —me preguntó de repente. —Porque no era mío. Mi mamá me enseñó que la pobreza no justifica la deshonestidad.

Santiago se quedó en silencio. Luego, hizo algo que cambió mi órbita. —Quiero pagar tu carrera, Mariana. En el Tec de Monterrey. Todo pagado. Libros, estancia, alimentos. —¿Qué? No, yo no puedo… —No es un regalo. Es una inversión. Gente como tú, honesta y valiente, es lo que este país necesita. Acéptalo, por favor.

Lloré. Lloré como niña chiquita porque por primera vez, el mundo no se sentía en mi contra.

Capítulo 4: Celos y Gasolina

 

Pasaron los meses. Yo estaba estudiando y mis notas eran perfectas. Santiago no solo pagó la escuela; mandó arreglar el viejo Tsuru de mi mamá y, cuando este falló definitivamente, empezó a enviarme a su chofer. Pero pronto, el chofer desapareció y era él, Santiago Montemayor en su Mercedes blindado, quien pasaba por mí a la universidad o al trabajo.

Un martes, salí de clases platicando con Luis, un compañero de la carrera. Luis era lindo, sencillo, de mi edad. Me estaba ayudando con la mochila. De repente, el Mercedes negro se frenó en seco frente a nosotros. Santiago bajó, y la temperatura pareció descender diez grados.

—Mariana, sube —dijo, seco. —Hola, Santiago. Él es Luis, un ami… —Dije que subas.

El viaje fue silencioso y tenso. —¿Quién es ese tipo? —preguntó finalmente, apretando el volante. —Un compañero. ¿Por qué te pones así? Ni que fueras mi papá. —No soy tu papá, Mariana. Y no quiero que ese niño te toque.

—¿Estás… celoso? —pregunté, incrédula. El gran magnate celoso de un estudiante becado.

Frenó el auto en una calle tranquila de Polanco. —Sí. Estoy celoso. Malditamente celoso. Porque él puede caminar contigo por la escuela sin que nadie lo juzgue, porque él es de tu edad, porque tengo miedo de que te des cuenta de que mereces algo más simple que mi vida complicada.

—Santiago… —susurré. —Me estoy enamorando de ti, Mariana. Y eso me aterra más que cualquier caída de la bolsa.

Me besó. Fue un beso desesperado, con sabor a café y promesas peligrosas. En ese momento, supe que no había vuelta atrás.

Capítulo 5: La Jaula de Oro

 

Me ofreció trabajo como su asistente personal para que pudiera dejar de limpiar pisos y enfocarme en aprender el negocio. “Te necesito cerca”, me dijo. Y yo, tonta de amor, acepté.

Pero entrar a su mundo fue brutal. Las miradas en la oficina ya no eran solo de desdén, eran de odio. “La trepadora”, me decían a mis espaldas. “La que se acostó con el jefe para salir del barrio”.

Santiago me compró un departamento en la Condesa. “Es por seguridad”, insistió. Era hermoso, con luz natural y muebles que yo jamás hubiera podido pagar. Pero cada regalo se sentía como una cadena dorada. Mi madre estaba feliz, pero preocupada.

—Ese hombre te quiere, mija —me dijo un día mientras tomábamos café en mi nueva cocina de granito—. Pero su mundo es de tiburones. No dejes que te coman.

Nuestra relación floreció en privado. Cocinábamos juntos (él hacía una pasta increíble, quién lo diría), veíamos películas abrazados en su sofá de piel italiana. Éramos felices. Pero la tormenta se estaba gestando afuera.

Capítulo 6: Veneno en la Alta Sociedad

 

Seis meses después, en una gala de beneficencia, todo estalló. Patricia De la Garza, una socialité que llevaba años persiguiendo a Santiago, me acorraló en el baño.

—¿De verdad crees que encajas aquí, sirvienta? —escupió las palabras mientras se retocaba el labial rojo—. Todos saben lo que hiciste. Planeaste ese asalto en el callejón. Contrataste a esos tipos para hacerte la heroína y atrapar a Santiago. Eres una estafadora barata.

Me quedé helada. —Eso es mentira. —Por favor. Nadie tiene tanta suerte. Santiago se dará cuenta tarde o temprano.

Salí del baño temblando. Santiago me vio y supo inmediatamente que algo pasaba. Tomó el micrófono del evento, deteniendo la música.

—Quiero aclarar algo —su voz resonó en el salón de baile—. Hay rumores sobre mi prometida, Mariana. Dicen que ella planeó conocerme. La verdad es que ella me salvó la vida sin saber quién era yo. Ella tiene más integridad en un dedo que todos ustedes en sus cuentas bancarias. Si alguien tiene un problema con ella, lo tiene conmigo.

Me tomó de la mano y nos fuimos de ahí, dejando a la élite de México con la boca abierta. Esa noche, me pidió matrimonio en el jardín de mi edificio.

Capítulo 7: La Calma Antes de la Tormenta

 

Nos casamos en una ceremonia íntima en Valle de Bravo. Fue perfecto. Yo terminé mi carrera y empecé una maestría, convirtiéndome en una pieza clave de Grupo Montemayor. Mis ideas sobre el mercado popular hicieron crecer la empresa un 30%. Ya no era solo la esposa de; era una socia.

La vida parecía un sueño. Teníamos una casa preciosa, hablábamos de tener hijos. Creí que el pasado y los prejuicios habían quedado atrás. Pero el destino es un guionista cruel.

Un año después de la boda, estábamos en la oficina viendo las noticias.

“Última hora: Cae banda de secuestradores ‘Los Nocturnos’. Su líder confiesa sus planes frustrados.”

En la pantalla aparecieron las fotos de tres hombres. Se me heló la sangre. Eran ellos. Los tipos del callejón.

Capítulo 8: El Secreto Revelado

 

El reportero continuó: “El líder, alias ‘El Cuervo’, confesó que su objetivo principal hace un año no era un asalto, sino el secuestro del magnate Santiago Montemayor. Habían estudiado sus rutinas por meses. El plan era secuestrarlo y pedir 50 millones de dólares o matarlo.”

Santiago subió el volumen, pálido como un papel.

“El plan falló,” dijo la voz del criminal grabada en el interrogatorio, “porque una vieja loca se puso a golpear un bote de basura y gritó que venía la tira. Nos espantamos y el objetivo se peló. Esa morra nos costó 50 millones.”

Santiago apagó la tele y se giró hacia mí. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. —No fue un asalto, Mariana. Iban a matarme. Iban a secuestrarme y probablemente matarme porque mi familia nunca negocia con terroristas.

Me abracé a él, temblando al darme cuenta de la magnitud de lo que había pasado esa noche. —Yo solo quería que te dejaran en paz —sollocé.

—Me diste la vida —susurró él, enterrando su cara en mi cuello—. Literalmente me diste la vida. Y luego me enseñaste a vivirla.

La prensa enloqueció. Ahora no era “la trepadora”, era “el ángel guardián”. Pero a nosotros ya no nos importaba la opinión pública.

Esa noche, acostados en nuestra cama, mirando las luces de la ciudad que nunca duerme, entendí algo. No importa de dónde vienes, si de Ecatepec o de las Lomas. El valor no tiene código postal. Un simple acto de valentía, un momento de decidir no ser indiferente ante el dolor ajeno, había creado este universo donde el amor le ganó al miedo.

Santiago me besó la frente. —Te amo, Mariana Juárez. O debería decir, Mariana Montemayor. —Solo Mariana —respondí sonriendo—. La chica que no sabe quedarse callada en los callejones oscuros.

Y así, la chica de la limpieza y el billonario cerraron los ojos, listos para enfrentar cualquier cosa que el mañana trajera, juntos. Porque cuando el amor es real, ni los chismes, ni las clases sociales, ni los secuestradores pueden romperlo.

Sangre y Diamantes

 

Dicen que puedes sacar a la chica del barrio, pero nunca puedes sacar al barrio de la chica. Y cuatro años después de haberme convertido en Mariana Montemayor, esa frase era mi mantra secreto cada vez que entraba a una sala de juntas o a un evento de la alta sociedad mexicana.

Nuestra vida era, a simple vista, perfecta. Santiago y yo habíamos construido un imperio no solo financiero, sino moral. La Fundación Segundas Oportunidades operaba en doce estados de la República, sacando a jóvenes de las garras del crimen organizado y dándoles educación. Pero nuestra mayor creación no era la fundación, ni las acciones que se habían triplicado.

Nuestra mayor creación tenía tres años, ojos verdes como su padre y un carácter indomable como su madre. Se llamaba Luna.

Era una tarde calurosa de sábado en el Campo Marte. Santiago había insistido en que asistiéramos al Torneo Nacional de Polo. Odiaba esos eventos; el olor a perfume caro mezclado con la hipocresía de la élite me daba náuseas. Pero era necesario para el networking.

—Relájate, mi amor —susurró Santiago, besando mi sien mientras ajustaba su saco de lino—. Solo saludamos al Embajador, vemos un par de caballos correr y nos vamos a comer tacos al Borrego Viudo.

Sonreí, relajando los hombros. —Trato hecho. Pero si Patricia De la Garza se me acerca a criticar mis zapatos, no respondo.

Luna jugaba a nuestros pies con su muñeca, vigilada de cerca por dos guardaespaldas discretos. Todo parecía seguro. Demasiado seguro.

Sin embargo, mi nuca empezó a picar. Era esa sensación eléctrica que solía sentir en el transporte público o caminando de noche en Ecatepec cuando algo no cuadraba. Mis ojos escanearon la carpa VIP. Meseros de guante blanco, señoras con sombreros gigantes, risas falsas.

Entonces lo vi.

Un “mesero” servía champaña tres mesas más allá. Su uniforme era impecable, pero sus zapatos… llevaba unas botas tácticas negras, gastadas de la punta, mal boleadas, cubiertas apenas por el pantalón del esmoquin. Ningún mesero de catering de lujo en Polanco usaría ese calzado. Además, no miraba las copas; miraba los relojes de los hombres y las salidas de emergencia.

—Santiago —susurré, sin dejar de sonreír a la cámara de un fotógrafo social—. A las tres, quiero que cargues a Luna y te muevas hacia donde está el jefe de seguridad.

—¿Qué pasa? —su tono cambió instantáneamente de social a alerta. —El mesero de la cicatriz en la ceja. Y el que está en la entrada de servicio. No son staff. Tienen postura de halcones.

Santiago no cuestionó. No miró. Confió en mí ciegamente, como siempre. —Voy por Luna.

Pero en el segundo en que Santiago se inclinó para levantar a nuestra hija, el caos estalló. No fue un disparo, sino una explosión sónica, una granada de aturdimiento lanzada al centro del campo de juego para crear pánico.

Los caballos relincharon, la gente gritó, las copas volaron. El humo blanco cubrió la carpa VIP en segundos.

—¡LUNA! —el grito de Santiago fue desgarrador.

Entre el humo y la confusión de la estampida de millonarios aterrorizados, vi la silueta del falso mesero correr. No corría hacia la salida. Corría hacia la zona de juegos infantiles, llevando un bulto pequeño bajo el brazo.

El mundo se detuvo. El miedo desapareció, reemplazado por una furia fría y calculadora. Me quité los tacones Louboutin de 20 mil pesos y los dejé tirados en el pasto.

—Quédate con Santiago, coordina a la policía —le ordené al jefe de guardaespaldas que intentaba protegerme—. Yo voy por mi hija.

La Cacería en el Laberinto

 

Corrí. No corría como una dama de sociedad, corría como la Mariana que escapaba de los asaltantes en la madrugada. Mis pies descalzos golpeaban el pasto y la grava mientras perseguía la sombra del secuestrador hacia la zona de las caballerizas.

El tipo era rápido, pero cargaba a una niña de tres años que pataleaba y mordía. Luna había heredado mi instinto de pelea.

—¡Suéltame, feo! —escuché su grito ahogado.

El secuestrador entró al área de los remolques de caballos, un laberinto de metal y paja. Me detuve en la entrada, controlando mi respiración. Si entraba gritando, él podría lastimarla. Necesitaba ser sigilosa.

Agarré una horquilla de metal para mover paja que estaba recargada en un poste. Pesaba, pero la adrenalina la hacía sentir ligera como una pluma.

Escuché un susurro detrás de un remolque rojo. —Ya tengo al paquete. La niña está aquí. Prepara la camioneta en la salida norte. No, el patrón dijo que la mamá no era problema, que es una gata con suerte. Sí, la vamos a usar para sacarle la empresa al marido.

“Una gata con suerte”. Sonreí en la oscuridad. Pobre idiota. No sabía que las gatas tienen garras.

Me deslicé por debajo de un remolque, arrastrándome sobre el lodo y el estiércol, arruinando mi vestido de seda exclusivo. Salí por el otro lado, justo detrás de él.

El hombre estaba de espaldas, intentando ponerle cinta adhesiva en la boca a Luna, quien lloraba en silencio, con los ojos muy abiertos.

No dudé. No hubo advertencia.

Giré la horquilla y usé el mango de madera maciza para golpear con todas mis fuerzas la parte trasera de su rodilla. El crujido fue repugnante, seguido de un alarido de dolor. El tipo cayó al suelo, soltando a Luna.

—¡Corre con mamá! —grité.

Luna corrió hacia mis brazos. La empujé detrás de mí, hacia una paca de heno. —Cúbrete los ojos y cuenta hasta diez, mi amor. Como jugamos en casa.

El hombre, furioso y cojeando, sacó una navaja de su cinturón. Se dio la vuelta, con los ojos inyectados en sangre. —¡Maldita perra! ¡Te voy a matar!

Me paré frente a él, horquilla en mano, descalza, sucia, con el pelo revuelto. Nunca me había sentido tan poderosa. —Cometiste tres errores —dije, mi voz era hielo puro—. Primero, meterte con mi familia. Segundo, subestimarme por mi vestido.

El tipo se lanzó hacia mí con la navaja. Esquivé el tajo moviéndome hacia la izquierda —un movimiento que aprendí esquivando borrachos en el metro— y usé el impulso de la horquilla para golpearlo en las costillas, sacándole el aire.

Cayó de rodillas, jadeando. —¿Y el tercero? —preguntó con voz ronca, escupiendo sangre.

Me acerqué, poniendo la punta de la horquilla metálica a milímetros de su garganta. —El tercero fue pensar que porque ahora vivo en una mansión, olvidé cómo pelear en el lodo.

En ese momento, las luces de las linternas tácticas inundaron el lugar. —¡POLICÍA! ¡SUELTE EL ARMA!

Santiago apareció entre los agentes, con el rostro desencajado. Al verme —sucia, descalza, apuntando con una herramienta de granja al cuello de un criminal armado— se detuvo en seco.

—¡Papá! —Luna salió de su escondite y corrió hacia él.

Santiago la levantó, revisándola frenéticamente, y luego corrió hacia mí, envolviéndonos a las dos en un abrazo que casi me rompe las costillas. —Las tengo. Las tengo.

Miré al secuestrador, que ahora lloraba mientras lo esposaban. —Diles quién te contrató —le susurré al pasar junto a él—. Porque si la policía no te saca la verdad, te prometo que yo sí lo haré. Y créeme, preferirás a la policía.

La Verdadera Cara del Enemigo

 

Horas más tarde, en la seguridad de nuestra casa blindada, la verdad salió a la luz. El secuestrador cantó como un canario antes de siquiera llegar a la comisaría.

No era un cártel. No era una banda organizada.

Era una conspiración corporativa. Un grupo de inversionistas rivales, aliados con el padre de Patricia De la Garza, habían planeado el secuestro para desestabilizar a Santiago emocionalmente y forzar una venta hostil de sus acciones tecnológicas. Habían contratado matones baratos pensando que la seguridad sería fácil de burlar.

Estábamos en la sala. Santiago servía un whisky, sus manos aún temblaban ligeramente. Yo ya me había bañado y cambiado, pero la sensación del mango de madera en mis manos seguía ahí.

—No puedo creerlo —dijo Santiago, mirando el fuego de la chimenea—. Gente con la que cenamos en Navidad… capaces de esto.

Me senté a su lado. —La gente con dinero es igual de peligrosa que la gente del barrio, Santiago. Solo que usan trajes mejores y pagan a otros para que se ensucien las manos.

Él se giró y me tomó las manos. —Hoy me salvaste de nuevo. No solo a mí, salvaste nuestro mundo entero. Cuando vi el humo y no encontraba a Luna… sentí que me moría. Y luego te vi ahí, parada como una guerrera antigua.

—Hice lo que tenía que hacer.

—No —me corrigió—. Hiciste lo que nadie más podía hacer. Mariana, he estado pensando. He sido el CEO, la cara pública, el estratega financiero. Pero tú… tú eres el escudo de esta familia.

Sacó una carpeta de su maletín. —Estos son los papeles para reestructurar la empresa. Quiero nombrarte Co-CEO con poder de veto total en seguridad y operaciones de riesgo. Y quiero que dirijas la investigación contra De la Garza. Quiero que los destruyas.

Tomé la carpeta. Pensé en Patricia, en sus burlas, en su padre planeando robar a mi hija mientras bebían vino añejo. Pensé en el miedo en los ojos de Luna.

—No solo los voy a destruir financieramente, Santiago —dije, y una sonrisa fría se dibujó en mis labios—. Voy a hacer que deseen nunca haber escuchado el apellido Montemayor. Lo haré legalmente, claro. Pero usaré cada truco, cada conexión y cada gramo de astucia que la calle me enseñó.

El Nuevo Orden

 

Tres meses después.

La fiesta de gala anual de Grupo Montemayor. Esta vez, la seguridad la había diseñado yo personalmente. No había un solo punto ciego.

Entré al salón del brazo de Santiago. Llevaba un vestido rojo sangre, imponente, y esta vez, mis tacones pisaban fuerte. El silencio se hizo en la sala cuando entramos.

Ya no había miradas de burla. Ya no había susurros de “la sirvienta”. Había miedo. Había respeto.

Sabían lo que le había pasado al Grupo De la Garza. Sabían que sus acciones se habían desplomado, que sus cuentas estaban congeladas por investigaciones de fraude que “alguien” había filtrado anónimamente a la prensa, y que el padre de Patricia estaba enfrentando un juicio por conspiración.

Patricia estaba en una esquina, sola, con una copa en la mano, luciendo diez años mayor. Cuando pasé a su lado, bajó la mirada.

—Buenas noches, Patricia —dije suavemente, deteniéndome un segundo. Ella tembló. —Mariana… yo no sabía… lo juro.

Me acerqué a su oído. —Lo sepas o no, te voy a dar un consejo de barrio, de esos que nunca aprendiste en tus escuelas privadas: Si vas a intentar matar al rey, asegúrate de que la reina no esté mirando. Porque el rey te puede perdonar por nobleza… pero la reina protege a sus crías hasta la muerte.

Me alejé dejándola pálida y temblorosa.

Santiago me esperaba en el centro de la pista de baile. Me tomó de la cintura y comenzamos a movernos al ritmo de un vals suave.

—¿Todo bien? —preguntó, con esa sonrisa cómplice que tanto amaba. —Todo perfecto. El perímetro está seguro. Los enemigos están neutralizados. Y nuestra hija está en casa durmiendo tranquila.

—Eres peligrosa, Mariana Montemayor. —Soy necesaria, Santiago.

Él me besó delante de todos, un beso que sellaba no solo nuestro amor, sino nuestra alianza inquebrantable.

Había empezado mi historia limpiando los vidrios de un rascacielos para poder ver el mundo exterior. Ahora, era dueña del rascacielos, y el mundo me miraba a mí. Había aprendido que el “final feliz” no existe; existe el trabajo duro para mantener la felicidad a salvo. Y mientras Santiago y yo estuviéramos juntos, espalda con espalda, no había fuerza en el cielo, ni en la tierra, ni en los callejones oscuros, ni en las salas de juntas, que pudiera vencernos.

La chica del callejón había ascendido al trono. Y, vaya que sabía cómo reinar.