PARTE 1: EL FRÍO DE LA SOLEDAD

Capítulo 1: Cuarenta y siete pesos

El reloj de pared, ese que compramos en el mercado de la Lagunilla hace años cuando todavía creía en los cuentos de hadas, marcaba las 3:47 de la madrugada. El tictac sonaba como martillazos en el silencio de la cocina. Me dejé caer en la silla de metal, sintiendo cómo el frío del asiento traspasaba mi pantalón de pijama.

Mis manos, ásperas por el cloro y el jabón corriente, temblaban mientras contaba los billetes arrugados y las monedas que había vaciado de mi monedero sobre la mesa de formica descarapelada.

Veinte, treinta, cuarenta… cuarenta y cinco… cuarenta y siete pesos.

Cuarenta y siete pesos. Eso era todo.

Se me hizo un nudo en la garganta tan apretado que sentí que me asfixiaba. Cuarenta y siete pesos era lo único que se interponía entre Dani, mi hijo de dos años, y el hambre. Miré hacia el rincón de la cocina, donde había improvisado una camita con cobijas viejas y cojines del sofá. La estufa de su cuarto había tronado hacía dos semanas, justo cuando entró el frente frío número doce, y no tenía ni para el técnico, mucho menos para una nueva. Así que ahí lo tenía, durmiendo cerca del calor residual del piloto de la estufa, como si el fuego pudiera quemar también mis miedos.

Dani dormía plácidamente, con su respiración suave subiendo y bajando ese pechito frágil, completamente ajeno a que su madre se estaba ahogando en vida. Ajeno a que el mundo ahí fuera nos estaba comiendo vivos.

Me froté la cara con fuerza, tratando de borrar las ojeras que ya parecían tatuajes. Tengo treinta y dos años, pero si me ves en la calle, me echas cuarenta y cinco fácil. La piel, que antes decían que tenía el color de la canela, ahora se ve gris, opaca. Es el color del cansancio. Es el color de quien encadena tres trabajos mal pagados y aun así tiene que decidir si paga la luz o compra pañales.

Vivo —o sobrevivimos— en la última casita de la Calle de los Castaños, en una colonia obrera a las afueras, donde el asfalto se acaba y empieza la terracería. Mi casa está separada de las demás por un lote baldío lleno de hierba seca y basura, como si hasta la geografía del barrio quisiera dejar claro que no pertenecemos. Que estamos al margen.

Desde mi ventana se ven las casas de abajo: esas sí tienen rejas recién pintadas, macetas con geranios y coches que no tiran aceite. Las familias que viven ahí… Dios, cómo duele su indiferencia. Apenas me saludan. Soy “la muchacha esa”, la que siempre va cargando bolsas del mandado, la que tiene un niño sin padre.

—¿Por qué nos hiciste esto, Rafa? —susurré al aire, sintiendo cómo la rabia me calentaba un poco la sangre.

Rafa, mi exesposo. El hombre que juró ante el altar cuidarnos siempre. Se largó hace ocho meses “para encontrarse a sí mismo”. Vaya que se encontró rápido: se encontró en la cama de una mesera de veintitrés años en Guadalajara. Se le olvidó que tenía un hijo, se le olvidó la pensión, se le olvidó que comemos. Los papeles del divorcio están ahí, sobre el refrigerador, acumulando polvo y vergüenza. El sello rojo del juzgado me duele cada vez que lo veo, como si fuera una herida abierta.

De repente, el celular vibró sobre la mesa, haciéndome saltar del susto. La pantalla iluminó la penumbra. Era un mensaje de WhatsApp de la supervisora de limpieza de oficinas.

“Lucía, no te presentes mañana. Lo siento, pero te damos de baja. El cliente se quejó de que trajiste al niño otra vez y lloró durante la junta. Pasa por tu finiquito la otra semana.”

Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago. Me quedé mirando la pantalla hasta que se apagó, dejándome a oscuras otra vez.

Era el tercer trabajo que perdía en dos meses.

En la lavandería me corrieron porque Dani tuvo fiebre y tuve que salirme a medio turno. En la fonda me echaron porque me quedé dormida recargada en la pared después de doblar turno. Y ahora esto.

—¿Cómo carajos quieren que trabaje si no tengo con quién dejarte, mi amor? —le dije bajito a la sombra de mi hijo dormido.

Las guarderías del gobierno tienen lista de espera de años, y las privadas cuestan más de lo que gano en un mes. No tengo a nadie. Mi mamá, “La Jefa”, se murió hace tres años. Se llevó con ella la única sonrisa honesta que conocía.

Cerré los ojos y, por un segundo, pude oír su voz. Esa voz rasposa pero llena de cariño.

“Mija, acuérdate del pollo. La receta de tu abuela no es cualquier cosa. Esa mezcla de especias tiene magia. Algún día, cuando sientas que se te cierra el mundo, esa receta te va a sacar a flote.”

Yo siempre me reía. “Ay, amá, ¿cómo crees que un pollo frito me va a salvar la vida?”.

Pero ahora, en esta cocina helada, con cuarenta y siete pesos y un mensaje de despido, las palabras de mi madre no sonaban a chiste. Sonaban a salvavidas.

Me levanté como impulsada por un resorte y abrí la alacena vieja. Ahí estaba, en una caja de galletas oxidada: el recetario. Papeles amarillentos escritos con la letra apretada de mi abuela y luego las notas de mi mamá.

“Pollo estilo Sinaloa con el toque secreto”.

Leí los ingredientes. Ajo, pimentón, orégano, comino y tres cosas más que no voy a decir ni bajo tortura. Cerré los ojos e imaginé el olor. Mi mamá tuvo una cocinita económica hace años, antes de que el barrio cambiara y la gente se volviera tan “fina”.

—A lo mejor… a lo mejor es hora —murmuré.

Miré a Dani. Mañana no tenía trabajo. No tenía dinero. Pero tenía harina, tenía aceite y tenía la herencia de mi madre.

Capítulo 2: La mirada que mata

A la mañana siguiente, el sol salió pálido, sin fuerza para calentar el aire helado de diciembre. Agarré mis cuarenta y siete pesos y me fui al mercado sobre ruedas. Regateé como nunca en mi vida. Compré las piezas de pollo más baratas, un poco de arroz y unos chiles para la salsa. Me gasté hasta el último centavo. Literalmente. Regresé a casa con los bolsillos vacíos pero con las bolsas llenas.

Moví los muebles de la sala. Puse dos mesas plegables que tenía arrumbadas, les puse unos manteles de plástico de cuadros rojos que lavé y planché hasta que brillaban.

Con un plumón negro y un pedazo de cartulina que rescaté de una caja, escribí:

“LA COCINA DE LA ABUELA – Comida casera, hecha con amor y sazón. Pásale, vecino.”

Lo pegué en la ventana que da a la calle.

Para el mediodía, la casa ya no olía a humedad ni a tristeza. Olía a gloria. El aceite chisporroteaba en la sartén, dorando las piezas de pollo cubiertas con esa mezcla secreta de especias que se te metía por la nariz y te hacía salivar. El arroz rojo estaba esponjándose en la olla de barro.

Dani estaba en su periquera, golpeando la mesa con su cucharita, feliz por el alboroto.

—Hoy nos va a ir bien, mi amor. Vas a ver. Si a la gente le gusta, vuelven. Y si vuelven, pagamos la renta. Y si pagamos la renta, no nos echan a la calle.

Me asomé por la ventana con el corazón palpitándome en la garganta. Veía a los vecinos pasar rumbo a la parada del camión o regresando de la escuela con los niños.

Algunos se detenían. Veían el cartel mal hecho. Fruncían el ceño. Leían “Comida Casera” y parecían interesados por un segundo. Pero luego miraban hacia adentro, me veían a mí con el delantal puesto y a mi hijo en la periquera en medio de la sala, y sus caras cambiaban.

Era esa mirada. Esa maldita mirada de “pobrecita, qué necesidad”. Aceleraban el paso y volteaban la cara, como si mi pobreza fuera contagiosa. Como si entrar a comer a mi casa los fuera a rebajar de categoría.

Nadie entraba. El reloj seguía avanzando. Una de la tarde. Dos de la tarde. El pollo empezaba a enfriarse.

De repente, vi una sombra detenerse frente a mi puerta. Era Doña Carmen.

Doña Carmen vive tres casas abajo. Es la típica señora que se sabe la vida de todos, la que barre la banqueta tres veces al día solo para ver quién entra y quién sale. Siempre va muy arreglada, muy de misa de doce.

Se quedó parada leyendo el cartel con una mueca de asco, como si hubiera olido caño.

Sentí un vuelco en el corazón, pero de esperanza. Me alisé el delantal, me acomodé el pelo y abrí la puerta con mi mejor sonrisa.

—¡Buenas tardes, Doña Carmen! —dije, tratando de que no me temblara la voz—. ¿Gusta pasar? Hice el pollo frito con la receta de mi mamá, la que tenía la fonda antes. Está recién hechecito, bien crujiente. Le puedo servir un plato ahorita mismo.

La mujer ni siquiera me devolvió el saludo. Me barrió con la mirada de arriba abajo, deteniéndose en mis zapatos viejos y luego en Dani, que tenía la cara manchada de salsa de tomate.

—Ay, Lucía —dijo, arrastrando las palabras con un tono que pretendía ser amable pero que cortaba como navaja—. Mira nada más lo que has hecho.

—¿Mande? —pregunté, confundida.

—Que mira tu casa, mujer. Esto es una zona residencial, no un mercado. Eso de poner letreros y vender comida en la sala… se ve muy mal. Afea la calle.

Sentí que la sangre se me subía a las mejillas.

—Doña Carmen, necesito trabajar. Es comida limpia, se lo juro. Solo quiero salir adelante con mi hijo.

Ella soltó una risita seca.

—Pues hubieras pensado en eso antes de juntarte con ese bueno para nada y llenarte de hijos que no puedes mantener. Ya me han contado, Lucía. Que te corren de todos lados. Y ahora quieres convertir nuestra calle en una… kermés.

Dio un paso atrás, sacudiéndose una pelusa imaginaria del abrigo.

—No, gracias. Yo no como en lugares así. Y te voy a dar un consejo de vecina: quita ese letrero antes de que llamemos al municipio. Aquí somos gente decente. No queremos problemas ni gentuza entrando al barrio.

Se dio la media vuelta y se fue caminando muy digna, con sus tacones resonando en el pavimento: clac, clac, clac.

Me quedé ahí parada, con la puerta abierta, sintiendo cómo el frío de la calle entraba y congelaba lo poco que quedaba de mi dignidad. “Gentuza”. “Gente decente”.

Cerré la puerta despacio, recargué la frente en la madera y cerré los ojos fuerte para que no se me salieran las lágrimas. No quería que Dani me viera llorar.

—Mamá —dijo Dani, estirando sus bracitos hacia mí.

Me tragué el nudo, me di la vuelta y lo abracé. Lo abracé tan fuerte que él se quejó un poquito.

—Perdón, mi vida, perdón —le susurré en el cuello, oliendo su aroma a bebé—. Mamá está aquí. No pasa nada.

Miré las ollas llenas de comida. Comida que nadie quería. Dinero invertido que no iba a recuperar.

Ese día, pasaron tres personas más. Un albañil que trabajaba en una obra cercana y dos estudiantes despistados. Fueron los únicos valientes. Comieron, se chuparon los dedos y me dijeron: “Señora, este es el mejor pollo que he probado en mi vida. Neta”.

Me dejaron cien pesos entre los tres.

Cien pesos. Con eso recuperaba una parte de lo gastado, pero no pagaba la luz. No pagaba la renta. Y la Nochebuena estaba a la vuelta de la esquina.

Pasaron tres semanas así. Tres semanas de miradas de desprecio de Doña Carmen y sus amigas. Tres semanas de vender dos o tres platos al día, apenas sacando para volver a comprar pollo al día siguiente. Era un ciclo de miseria.

Llegó el 24 de diciembre.

El barrio estaba iluminado. Veía luces de colores en todas las ventanas menos en la mía. Se oía música, risas, olor a pavo y romeritos saliendo de las casas de los “decentes”.

Yo tenía la casa en silencio. Había preparado comida por si acaso alguien no quería cocinar en Navidad y venía a comprarme algo de última hora. Pero eran las ocho de la noche y nadie había tocado.

Me senté en la mesa vacía, con Dani dormido en mis piernas.

—Creo que nos rendimos, mamá —le dije al techo—. Ya no puedo más.

Y entonces, se oyó.

Primero fue un zumbido lejano, como truenos antes de la tormenta. Luego, el suelo empezó a vibrar. Las ventanas de mi casita empezaron a tintinear.

Brrumm. Brrumm. BRRUMMM.

El sonido creció hasta convertirse en un rugido ensordecedor que llenó toda la calle. No era un coche. Eran muchos. Muchísimos.

Me levanté asustada, apretando a Dani contra mi pecho. Me asomé por la cortina con miedo.

La calle, mi calle oscura y olvidada, se estaba llenando de luces. Faros potentes que cortaban la niebla.

Eran motos. Motocicletas enormes, negras, cromadas. Y encima de ellas, hombres y mujeres vestidos de cuero, con cascos, chalecos con parches de calaveras, barbas largas y cara de pocos amigos.

Se estacionaron frente a mi casa. Uno tras otro. Ocuparon todo el frente, invadieron la banqueta, taparon la entrada del lote baldío. Eran al menos veinticinco.

El silencio que siguió cuando apagaron los motores fue más aterrador que el ruido.

Vi cómo los vecinos se asomaban por sus ventanas, pálidos. Vi a Doña Carmen abrir su cortina con cara de espanto.

Uno de los motociclistas, un gigante de casi dos metros con una bandana en la cabeza y brazos como troncos de árbol, se bajó de su moto. Caminó lento hacia mi puerta. La madera crujió bajo sus botas pesadas.

Toc, toc, toc.

Me quedé paralizada. ¿Qué querían? ¿Se habían equivocado? ¿Eran cobradores de alguna deuda de Rafa?

—¿Quién es? —pregunté con un hilo de voz, sin abrir.

—Buenas noches —dijo una voz grave, profunda como una caverna—. Nos dijeron que aquí venden el mejor pollo del norte de la ciudad. Y traemos un hambre del demonio.

Mis manos temblaron al quitar el pasador. Abrí la puerta despacio.

El gigante me miró desde arriba. Detrás de él, veinticuatro caras serias, curtidas por el viento y la carretera, me observaban.

Y entonces, el gigante sonrió. Y fue la sonrisa más extraña y maravillosa que había visto en mi vida.

—¿Hay mesa para veinticinco, jefa? —preguntó—. O comemos en la banqueta, no hay fijón. Pero denos de comer, por favor.

Lo que yo no sabía en ese momento, mientras los dejaba pasar a mi pequeña sala atónita, era que esa cena de Nochebuena no solo iba a salvar mi Navidad. Iba a desatar una guerra en el barrio. Y Doña Carmen no tenía ni idea de con quién se acababa de meter.

PARTE 2: EL RUGIDO DE LA ESPERANZA

Capítulo 3: La Cena de los “Bandidos”

Mi sala, que apenas medía tres por tres metros, se convirtió en un mar de cuero negro, mezclilla y barbas.

Veinticinco hombres y mujeres enormes entraron en fila india, agachando la cabeza para no golpearse con el marco de la puerta. La casa se llenó de un olor intenso: una mezcla de gasolina, lluvia, cuero viejo y tabaco, pero extrañamente, no era un olor amenazante. Olía a camino.

No tenía sillas suficientes. Ni de chiste.

—No se preocupe, jefa —dijo el gigante que había tocado primero. Sus compañeros le decían “El Oso”. Y le quedaba el apodo. Tenía una cicatriz que le cruzaba la ceja y brazos tatuados hasta los nudillos—. El piso está parejo, con eso nos basta.

Y así, como si fueran niños de kínder en lugar de una pandilla de motociclistas que harían cruzar la calle a cualquiera por miedo, se sentaron en el suelo, recargados en las paredes, ocupando cada centímetro libre.

Dani, que seguía en mis brazos, abrió los ojos grandes como platos. En lugar de llorar, soltó una risita y señaló el casco brillante que uno de ellos había dejado sobre la mesa.

—¡Brum, brum! —gritó mi hijo.

El cuarto estalló en carcajadas. Risa ronca, fuerte, honesta.

Me fui a la cocina temblando, pero ya no de miedo, sino de adrenalina. Prendí todas las hornillas. Saqué todo el pollo que tenía guardado para la venta de la semana. Puse a calentar tortillas como loca. Piqué cebolla, cilantro y chiles en tiempo récord.

—¿Necesita ayuda, señora? —preguntó una mujer del grupo. Era alta, con el pelo teñido de rojo fuego y un chaleco lleno de parches.

—Si… si me ayuda a llevar las refrescos, por favor —tartamudeé.

Durante la siguiente hora, mi casa fue un caos maravilloso.

Las ollas no paraban de humear. El sonido del aceite hirviendo se mezclaba con las anécdotas que se contaban entre ellos a gritos.

—¡Oye, Oso! ¡Pásame la salsa, no seas codo! —¡Aguas con el niño, que anda gateando por ahí!

Sí, Dani se había bajado de mis brazos y ahora caminaba tambaleándose entre las botas gigantes de los motociclistas. Yo intenté ir por él, asustada de que lo fueran a pisar o a empujar, pero me detuve en seco al ver la escena.

El Oso, ese hombre que parecía capaz de romper una pared de un puñetazo, estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Dani estaba parado frente a él, tocándole la barba larga y canosa con sus manitas llenas de grasa de pollo.

El motociclista tenía los ojos cerrados y una sonrisa boba en la cara, dejándose inspeccionar por mi hijo.

—Tiene buen agarre el chamaco —dijo El Oso, abriendo un ojo y guiñándome—. Va a ser bueno para el acelerador.

Les serví todo lo que tenía. Pollo frito, arroz, frijoles refritos, hasta un poco de sopa de pasta que tenía para nosotros. Comieron como si no hubieran visto comida en días.

—Oiga, jefa —me dijo uno joven, con la boca llena—, sin ofender a mi mamá, pero este pollo está… no manches, está de otro nivel. ¿Qué le pone?

—Es… es receta de mi abuela —dije, secándome el sudor de la frente con el delantal. Por primera vez en meses, sentí un calorcito en el pecho que no era angustia. Era orgullo.

Mientras tanto, afuera, la realidad era otra.

Desde la cocina podía ver a través de la persiana. La calle estaba desierta, pero sabía que no estábamos solos. En la casa de enfrente, la cortina se movía. En la de Doña Carmen, la luz del porche se encendía y apagaba, señal de que estaba nerviosa.

Vi pasar una patrulla de la policía municipal muy despacio. Bajaron la velocidad al ver las veinticinco motos estacionadas. Los oficiales miraron las placas, miraron mi casa, y luego, para mi sorpresa, siguieron de largo.

Quizás ni la policía quería meterse con tantos “angelitos” en Nochebuena. O quizás, simplemente vieron que las motos estaban bien estacionadas y que no había pleito.

Pero yo sabía lo que el barrio estaba pensando. Podía casi escuchar los susurros venenosos cruzando las paredes: “Ya viste con quién se junta la Lucía”, “Narcos, seguro son narcos”, “Pobre niño, viviendo en ese nido de delincuentes”.

No me importó. Por primera vez en mucho tiempo, mi casa estaba caliente. Había ruido, había vida. Y mi hijo se estaba riendo a carcajadas mientras una mujer con tatuajes de calaveras le enseñaba a chocar las palmas.

Cuando terminaron de comer, no quedó ni un grano de arroz. Limpiaron los platos con las tortillas.

El Oso se levantó, y con él, todos los demás. El silencio volvió de golpe, pero esta vez era un silencio respetuoso.

—Estuvo buenísimo, señora Lucía —dijo él, poniéndose el casco bajo el brazo—. Teníamos horas rodando con un frío del carajo. Nos perdimos buscando la salida a la autopista y vimos su cartelito de cartón.

Se metió la mano al bolsillo del chaleco de cuero.

—¿Cuánto le debemos?

Hice cuentas mentales rápido. Eran veinticinco personas. A lo mucho, cubriendo los costos, serían unos mil quinientos pesos. Pero me daba pena cobrarles tanto.

—Pues… con que me den mil pesos por todo, está bien. Para recuperar el material.

El Oso me miró muy serio. Frunció el ceño.

—¿Mil pesos? —gruñó.

Sentí pánico. ¿Era mucho? ¿Se iban a enojar?

—Ochocientos —dije rápido—. Déjelo en ochocientos.

El hombre soltó una carcajada que hizo vibrar los vidrios.

—¡Muchachos! —gritó a su grupo—. ¡La jefa dice que la cena de Navidad más chingona que hemos tenido vale ochocientos pesos! ¿Ustedes qué opinan?

—¡Ni madres! —gritaron varios al unísono.

El Oso sacó un gorro de lana negro de su bolsillo y lo pasó entre sus compañeros.

—Órale, cabrones. Pónganle guapo. Que hoy es Nochebuena y la jefa nos salvó de cenar aire frío en la carretera.

Vi cómo pasaban el gorro. Billetes de quinientos, de doscientos, de cien. Uno tras otro. Sin mirar, sin contar.

Cuando el gorro regresó a las manos del Oso, estaba lleno a reventar.

Se acercó a mí, tomó mi mano áspera y me puso el fajo de billetes en la palma. Luego cerró mis dedos sobre el dinero con sus dos manotas enormes.

—Aquí no se cobra lo que vale el pollo, señora. Se cobra lo que vale el momento. Y usted nos dio hogar por un rato.

Miré el dinero. No sabía cuánto había, pero era mucho. Muchísimo más de lo que ganaba en tres meses de limpiar pisos.

—No puedo aceptar esto… es demasiado…

—Acéptelo —me interrumpió la mujer de pelo rojo, dándome un beso en la mejilla—. Cómprele algo bonito al chamaco. Y arregle esa ventana, que entra mucho chiflón.

El Oso se agachó una última vez frente a Dani.

—Pórtate bien, enano. Cuida a tu mamá. Eres el hombre de la casa.

Dani le dio la mano, muy serio, imitando el saludo que había visto.

—Bye, bye, Ozo —balbuceó mi hijo.

El hombre sonrió, se puso el casco y salió al frío de la noche.

Capítulo 4: El Silencio y la Tormenta

El rugido de los motores al encenderse fue como un terremoto. Veinticinco máquinas poderosas despertando al mismo tiempo.

Salí a la puerta con Dani en brazos para despedirlos. Me sentía extraña, como si estuviera en un sueño. Ellos aceleraron, hicieron sonar sus cláxenes en señal de despedida y se alejaron por la calle oscura, dejando una estela de humo blanco y luces rojas que se perdían en la noche.

Me quedé ahí parada hasta que el último sonido se apagó.

Entonces, el silencio del barrio cayó sobre mí como una losa de cemento. Pero esta vez, no era indiferencia. Era juicio.

Vi cómo se abrían las puertas de los vecinos.

Doña Carmen salió la primera, cruzada de brazos, con su bata de dormir puesta y los tubos en la cabeza. Detrás de ella salieron los López y la señora de la tienda.

Se quedaron parados en la banqueta, mirándome. Nadie dijo “Feliz Navidad”. Nadie preguntó si estábamos bien.

—Qué vergüenza, Lucía —gritó Doña Carmen desde su reja, sin acercarse, como si yo tuviera la peste—. Meter a esa gente a la colonia. ¿Qué clase de madre eres? Poniendo en peligro a todos por unos pesos.

—Eran clientes —dije, alzando la voz por primera vez en años. Sentía el fajo de billetes caliente en mi bolsillo y eso me daba un valor que no conocía—. Vinieron a cenar. Pagaron y se fueron. No molestaron a nadie.

—¡Son delincuentes! —chilló otra vecina—. ¡Seguro venden droga! ¡Mañana mismo vamos a juntar firmas para que te corran de aquí! ¡No queremos antros de mala muerte en Los Castaños!

—¡Es mi casa! —les grité, y Dani se asustó y escondió la cara en mi cuello—. ¡Yo solo estoy trabajando honradamente!

—¡Honradamente mis calzones! —escupió un vecino—. A saber qué más les vendiste aparte de pollo para que te dejaran tanta lana. Vimos cómo te dieron dinero.

Ese comentario me dolió más que cualquier golpe. Sentí las lágrimas picándome los ojos, pero me las tragué. No les iba a dar el gusto.

—Piensen lo que quieran —dije, temblando de rabia—. Feliz Navidad a ustedes también.

Entré a mi casa y azoté la puerta. Pasé el seguro. Luego empujé una silla contra la manija, por si acaso.

Me fui a la cocina y vacié el dinero sobre la mesa, donde horas antes solo había cuarenta y siete pesos.

Conté. Una vez. Dos veces.

Ocho mil quinientos pesos.

Me tapé la boca para no gritar. Ocho mil quinientos pesos. Con esto pagaba la renta atrasada. Pagaba la luz. Compraba la estufa nueva. Y me sobraba para comprarle a Dani unos zapatos y un juguete.

Lloré. Lloré abrazada al dinero, dando gracias a Dios, a mi abuela y a esos ángeles con cara de demonios que habían venido a cenar.

Esa noche dormimos calientitos. Dani estrenó pijama (una que tenía guardada para una ocasión especial) y durmió en mi cama.

Pero la paz duró poco.

Al día siguiente, 25 de diciembre, el barrio me declaró la guerra.

Nadie me hablaba. Si salía a la tienda, la encargada me decía que “no tenía cambio” para no venderme. Alguien tiró una bolsa de basura en mi entrada. Y en el poste de luz frente a mi casa, pegaron un papel que decía: “Fuera indeseables. Queremos un barrio seguro”.

Me sentí más sola que nunca. Tenía dinero, sí, pero ahora tenía el odio de toda la gente que me rodeaba.

Pasaron tres días. Tres días de encierro, de comer las sobras del pollo, de mirar por la ventana con miedo.

—Ya no van a volver, mamá —pensaba—. Fue cosa de una vez. Un milagro de Navidad y ya. Ahora tengo que ver cómo sobrevivo al odio de Doña Carmen.

Pero estaba equivocada. Muy equivocada.

El 28 de diciembre, Día de los Inocentes, estaba lavando los trastes cuando el suelo empezó a temblar otra vez.

Al principio pensé que era un camión de carga. Pero la vibración fue aumentando hasta que las tazas empezaron a tintinear en la alacena. El ruido no era como la otra vez. No.

La otra vez era un zumbido. Esto era un estruendo. Era como si el cielo se estuviera cayendo a pedazos.

Dani corrió hacia mí asustado. —¡Mamá, miedo!

Lo cargué y corrí a la ventana.

Lo que vi me heló la sangre y, al mismo tiempo, hizo que el corazón se me quisiera salir del pecho.

No eran veinticinco motos.

La calle de Los Castaños había desaparecido. Todo lo que se veía, desde la entrada de la colonia hasta donde alcanzaba la vista, era un río de metal y luces.

Había cientos. No, miento. Había miles.

Motos de pista, Choppers, Doble propósito, motonetas… De todos los colores, de todos los tamaños.

Y al frente de todos, abriéndose paso como un rompehielos en el mar, venía El Oso. Pero esta vez no venía solo con su grupo. Venía liderando un ejército.

Se detuvieron frente a mi casa. El ruido de los motores al ralentí era tan fuerte que no se oían mis propios pensamientos.

Los vecinos salieron, esta vez no a mirar, sino a correr. Doña Carmen estaba pálida como un papel, agarrada a su reja como si fuera lo único que la mantenía en pie.

El Oso se bajó de la moto, se quitó el casco y caminó hacia mi puerta con una calma terrorífica.

Detrás de él, otros motociclistas empezaron a bajar cosas de sus motos. Cajas. Bolsas. Juguetes. Muebles.

Abrí la puerta, temblando.

—Le dije que el pollo estaba bueno, jefa —dijo El Oso sonriendo, y su voz retumbó en la calle silenciosa—. Y pues… se corrió la voz.

Señaló hacia atrás, hacia el mar de motociclistas que llenaba no solo mi calle, sino las tres calles aledañas.

—Traje a unos amigos. Unos mil quinientos, más o menos. Todos quieren probar la receta de la abuela. Y también… —su expresión se endureció al mirar hacia la casa de Doña Carmen—… también nos enteramos de que andan molestando a nuestra cocinera favorita. Y eso sí que no nos gustó nada.

El barrio entero se quedó mudo. Y yo, parada en el umbral de mi puerta con mi delantal sucio, supe que mi vida, y la historia de la Calle de los Castaños, nunca volvería a ser la misma.

PARTE 3: LA REINA DE LOS CASTAÑOS

Capítulo 5: La Invasión Solidaria

Mil quinientas motos. Se dice fácil, pero verlas juntas es algo que te cambia la química del cerebro.

La calle de Los Castaños ya no era una calle; era un estacionamiento de cromo y acero. Había gente subida en las banquetas, en el lote baldío, y la fila daba la vuelta a la manzana. El ruido de los motores se apagó poco a poco, dejando paso a un murmullo de voces, risas y el sonido de chamarras de cuero rozándose.

El Oso seguía en mi puerta, mirándome con esa calma de quien sabe que tiene el control total de la situación.

—Pero… pero, señor Oso —balbuceé, sintiendo que las rodillas se me doblaban—, yo no tengo comida para tanta gente. ¡No tengo ni para diez! ¡Solo me quedó un poco de arroz!

El Oso soltó una carcajada y se dio la vuelta, levantando los brazos hacia la multitud.

—¡Raza! —gritó con una voz de trueno—. ¡La Jefa dice que no tiene insumos! ¿Qué hacemos?

Como si fuera una coreografía ensayada, decenas de motociclistas empezaron a abrir las alforjas de sus motos y las cajuelas de unas camionetas pick-up que venían atrás del convoy.

Empezaron a bajar costales. Costales de arroz, cajas de huevo, garrafones de aceite de cinco litros, mallas de pollos enteros, costales de carbón, bolsas de chiles secos, cajas de refrescos…

—Nosotros ponemos la materia prima, Jefa —dijo El Oso, guiñándome un ojo—. Usted pone el sazón. Y no se preocupe por el espacio, ya pedimos “prestado” el lote baldío de al lado.

En cuestión de minutos, mi pequeña casa y el terreno de al lado se convirtieron en la cocina industrial más surrealista de México.

Los motociclistas, esos hombres que los vecinos miraban con terror pensando que eran sicarios o delincuentes, se organizaron como un ejército de hormigas obreras.

Unos montaron toldos en el terreno baldío. Otros improvisaron parrillas con tambos de metal cortados a la mitad. Un grupo de mujeres motociclistas, las “Amazonas del Asfalto” según sus chalecos, entraron a mi cocina.

—A ver, Lucía, tú dinos qué picamos, qué molemos y qué freímos. Tú eres la comandante aquí —me dijo una chica con el pelo azul y piercings en la ceja, arremangándose la camisa y lavándose las manos.

Yo no sabía si reír o llorar.

—¡Necesito ajo! ¡Mucho ajo! Y el orégano, ¡tráiganme todo el orégano que encuentren! —empecé a gritar, entrando en mi papel.

Mientras tanto, la situación afuera se ponía tensa. Dos patrullas de la policía estatal llegaron con las sirenas aullando, tratando de abrirse paso entre las motos.

Los vecinos, liderados por Doña Carmen, salieron corriendo hacia los policías.

—¡Oficial! ¡Oficial! —chillaba Doña Carmen, señalándome con un dedo tembloroso—. ¡Mire esto! ¡Es una invasión! ¡Esa mujer trajo a toda esta gentuza! ¡Están bloqueando la vía pública! ¡Tienen que arrestarlos a todos!

El comandante de la patrulla se bajó, ajustándose el cinturón. Miró la multitud de motociclistas. Miró a Doña Carmen. Y luego vio al Oso, que caminaba tranquilamente hacia él con una pierna de pollo cruda en una mano y una cerveza en la otra.

El policía se quedó quieto un segundo. Yo contuve el aliento. “Ya valió”, pensé. “Ahora sí me van a meter a la cárcel por escándalo público”.

Pero el comandante sonrió.

—¿Oso? ¿Eres tú, cabrón? —gritó el policía.

—¡Mi comandante Martínez! —respondió El Oso, dándole un abrazo que casi le saca el aire al oficial—. ¿Vienes a comer o vienes a molestar?

Doña Carmen se quedó con la boca abierta, tan abierta que casi se le mete una mosca.

—Es una rodada con causa, Martínez —explicó El Oso en voz alta para que todos oyeran—. Estamos apoyando a una madre emprendedora que cocina como los ángeles y que ha tenido una racha jodida. ¿Hay algún problema con que consumamos local?

El policía miró a Doña Carmen, quien estaba roja de ira.

—Ningún problema —dijo el oficial—. Mientras no bloqueen la avenida principal, todo en orden. Provecho.

Y se subió a la patrulla.

Ese fue el momento exacto en que el poder en la calle de Los Castaños cambió de manos.

Capítulo 6: Justicieros de la Brocha Gorda

La cocina era un manicomio, pero del bueno. Habíamos montado una cadena de producción. Yo preparaba la mezcla secreta de especias en cubetas grandes, y los motociclistas empanizaban y freían en los casos que habían instalado afuera.

El olor… Dios mío, el olor. Toda la colonia olía a ajo, comino y pollo frito. Era un aroma que despertaba a los muertos.

Pero lo más increíble no estaba pasando en la cocina, sino en mi casa.

Mientras yo dirigía la orquesta culinaria, un grupo de hombres barbudos con parches de “Ingenieros MC” se me acercó.

—Oiga, Jefa —dijo uno que traía una caja de herramientas—. Vimos que su estufa tiene fuga, que la ventana del frente cierra mal y que tiene una gotera en el techo del cuarto del niño.

Me puse roja de vergüenza.

—Sí, es que… no he tenido para arreglarlo.

—Pues ya no —dijo él—. Con su permiso, vamos a darle una “manita de gato”.

No esperaron respuesta. Se pusieron a trabajar.

Vi cómo cambiaban la tubería del gas. Vi cómo otro grupo subía al techo con impermeabilizante que sacaron de quién sabe dónde. Vi cómo lijaban y barnizaban mi puerta vieja.

Y entonces, sucedió el enfrentamiento que todos esperaban.

Doña Carmen, incapaz de soportar ver cómo “sus” calles eran tomadas por la fiesta, salió a su banqueta con una manguera.

—¡Váyanse de aquí! —gritó, empezando a mojar a unos motociclistas que estaban sentados en la banqueta de enfrente—. ¡Sucios! ¡Lárguense!

La música se detuvo. El silencio se hizo pesado.

El Oso dejó su plato y caminó despacio hacia la casa de la vecina. No hizo ningún gesto violento. Solo se paró en la reja, empapándose con el agua de la manguera sin siquiera parpadear.

Doña Carmen, asustada por la inmutabilidad del gigante, cerró el grifo.

—Señora —dijo El Oso con voz muy calmada, pero que se escuchó hasta la esquina—. Usted tiene una casa muy bonita. Muy limpia. Pero tiene el alma muy sucia.

Doña Carmen intentó hablar, pero no le salió la voz.

—Lucía es una mujer trabajadora —continuó él—. Una madre que lucha sola. En nuestro código, eso se respeta más que nada. Usted debería estar ayudándola, no humillándola.

Se acercó un paso más.

—A partir de hoy, Lucía es parte de la familia del Club. Y nosotros cuidamos a la familia. Si volvemos a saber que usted le tira basura, le llama a la policía por nada o le hace una mala cara… vamos a venir todos otra vez. Pero no a comer. ¿Entendido?

Doña Carmen asintió, pálida y temblorosa. Se metió a su casa y bajó las persianas. No la volvimos a ver en semanas.

Desde ese momento, los vecinos que habían estado mirando tras las cortinas empezaron a salir. Primero tímidamente. Luego, atraídos por el olor y la música, se acercaron.

—¿Se puede comprar un platito? —preguntó la señora de la tienda, la misma que me negaba el cambio.

Miré al Oso. Él me miró a mí y asintió.

—Claro que sí, vecina —dije yo, con la cabeza en alto—. Aquí todos son bienvenidos. Pero fórmense, que la cola es larga.

Capítulo 7: La Kermés del Barrio

Para las seis de la tarde, aquello no era una venta de comida; era una fiesta nacional.

Habíamos vendido más de mil platos. Los motociclistas pagaban, y pagaban bien. Pero no solo eso, los vecinos de las otras calles empezaron a llegar. La gente del barrio obrero, esa gente buena que a veces se esconde por miedo al qué dirán, salió a convivir.

Vi a niños del barrio subidos en las Harleys (con permiso de los dueños), tomándose fotos. Vi al mecánico de la esquina platicando con un motociclista sobre carburadores. Vi a Dani corriendo por todo el terreno baldío, perseguido por tres motociclistas enormes que jugaban a “los monstruos” con él. Mi hijo reía como nunca lo había escuchado reír.

Yo no paraba. Mis manos estaban quemadas por el aceite, mis pies me mataban, pero mi corazón estaba lleno.

—¡Jefa! —gritó El Oso—. ¡Hora del corte de caja!

Pararon la música. Un motociclista trajo una cubeta de pintura vacía que habían usado como alcancía.

—Raza —dijo El Oso—. Ya comimos, ya bebimos, ya arreglamos el techo. Pero falta lo mero bueno.

Vació la cubeta sobre la mesa principal.

Cayó una cascada de billetes y monedas. Era una montaña de dinero. Jamás en mi vida había visto tanto junto.

—Contamos a ojo de buen cubero unos cincuenta mil pesos de la venta —dijo El Oso—. Pero mis muchachos y yo hicimos una “vaquita” aparte.

Sacó un sobre grueso de su chamarra.

—Sabemos que el papá del niño se fue a comprar cigarros y no volvió. Y sabemos que las escuelas están caras. Así que esto es para la “Beca Dani”.

Me entregó el sobre. Lo abrí con manos temblorosas. Había cheques. Había efectivo.

—Aquí hay otros cuarenta mil pesos, Lucía. Para que pongas tu negocio bien. Un local de verdad. Que diga “Pollo La Abuela” en letras neón grandotas.

Me solté a llorar. Ahí, frente a mil quinientos desconocidos vestidos de cuero, frente a mis vecinos chismosos, frente a mi hijo. Lloré todo lo que no había llorado en dos años.

—¿Por qué? —pregunté, abrazando al Oso—. ¿Por qué hacen esto por mí?

El Oso me limpió una lágrima con su pulgar rasposo.

—Porque todos nosotros, Jefa, en algún momento estuvimos rotos. En algún momento nos sentimos solos y juzgados. Y encontramos familia en el camino. Usted nos dio de comer en Nochebuena cuando nadie más nos abrió la puerta. Eso no se olvida.

Capítulo 8: Un Nuevo Amanecer

La fiesta terminó a la medianoche. Los motociclistas limpiaron todo. Recogieron cada plato, cada vaso, cada servilleta. Dejaron la calle más limpia de lo que estaba antes de que llegaran.

Cuando se fueron, el rugido de los motores sonó como una promesa.

Dani se durmió en mis brazos, agotado de tanta felicidad, agarrando un osito de peluche con un chaleco de cuero miniatura que le habían regalado.

Entré a mi casa. Ya no crujía el viento en las ventanas. El techo ya no tenía humedad. La estufa nueva, que habían instalado esa misma tarde, brillaba en la cocina.

Sobre la mesa, había suficiente dinero para cambiar nuestras vidas para siempre.

A la mañana siguiente, salí a barrer la banqueta. La calle estaba en silencio.

Doña Carmen salió también a barrer. Cuando me vio, se puso rígida. Esperé el insulto, la mala cara. Pero esta vez, bajó la mirada.

—Buenos días, Lucía —murmuró, casi inaudible.

—Buenos días, Carmen —respondí tranquila.

Ya no me importaba su aprobación. Ya no me importaba su juicio. Yo sabía quién era. Y sabía quiénes eran mis amigos.

Dos meses después, abrí “El Rincón de la Abuela” en un local comercial a tres cuadras de ahí. El día de la inauguración, no necesité publicidad.

A las doce del día, puntuales, cincuenta motos se estacionaron frente al local. El Oso entró, se sentó en la mejor mesa y gritó:

—¡Jefa! ¡Tráigame dos de pechuga con extra salsa!

Ahora, cada vez que alguien me pregunta por qué mi restaurante siempre está lleno de motociclistas y por qué tengo una foto de un montón de tipos rudos colgada junto a la de mi mamá y la Virgen de Guadalupe, solo sonrío y les digo:

“No juzgues al libro por la portada, ni al motociclista por el tatuaje. Porque a veces, los ángeles no tienen alas. Tienen dos ruedas y huelen a gasolina”.

FIN